Gotas de Niebla II

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No. No lo es. Le conozco y él me conoce.

—Has cambiado —me dice con su oscura mirada clavada y su expresión de roca—. La última vez que te vi, eras mucho menos... atrevida. Más adorable. Aunque creo que siempre supe que acabarías así. Justo antes de girarse para quitarse la chaqueta, me mira el escote, donde yace mi tatuaje.

—¡Qué calor! —Y cuando deposita la chaqueta delicadamente sobre la silla del piano de cola lo veo.

Ahí está. Sujetando su cuello para hacerlo recto y esbelto. Rodeándolo para asfixiar su moral más mundana. Un alzacuellos blanco impoluto, limpio de sangre, libre de pecado. Como un zumbido de energía, me invade entre mis imágenes mentales, borrosa, la proyección de mí misma de pequeña, vestida de rosa con mis perfectamente peinados tirabuzones rubios, recogidos en dos coletas. Corro a través de un parque enorme. No... No es un parque. Cierro los ojos fuerte para concentrarme. Es un bosque. Los árboles rozan el cielo, es de noche, se oye el eco de los lobos, el aleteo de los murciélagos. Hace frío. Corro porque estoy asustada. Alguien me persigue.

—¡Jolineeee! ¡Joline, vuelve! —Abro los ojos. Esa voz... Esa voz es... —Fuiste tú.

La imagen de la casa, antigua pero acogedora con olor a café se esfuma en forma de un material líquido. Estiro la mano para cogerlo, pero se me escapa entre los dedos.

Ya no estamos en la casa. Estamos en Notre Dame, totalmente destruida. La ceniza todavía flota en el cielo y huele a madera quemada. La temperatura es aún más alta que en casa.

—¿Qué hacemos aquí?

—Terminar lo que empezamos hace dieciséis años, claro.

—Terminar... ¿qué?

—¡Deja de hacerte la estúpida! —El religioso abandona por un momento su tono amable, y mientras grita estas palabras escupe y se torna de color rojo fuego.
Durante unos segundos el ambiente se llena de silencio. Me mira esperando que le conteste, que le cuente algo que cree querer escuchar, pero no sé qué es.

—¿No sabes quién eres?

—Joline Meyers de Chicago. Tú me secuestraste cuando tenía seis años.

—¿Joline Meyers de Chicago? Te lo voy a preguntar de otra forma Joline... ¿No sabes qué eres? —Con un aspaviento me da la espalda y a zancadas ligeras atraviesa el humo, las cenizas y los restos para adentrarse en la sala contigua al altar.

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