30. Cuando te animás a hablarlo

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Y mi cabeza se me enfrenta en una noche de sólo pensar
Y la alegría se me escapa, y la agonía vuelve a dominar

Para no verme más - La Vela Puerca

Alexis apoyó la cabeza en la almohada, pero lo menos que podía era descansar. Primero había sido el argentino que casi lo saca de sus estribos. Luego Darío, ese que estaba casi roncando a menos de dos metros, le sugería que estaba loco y que necesitaba ir a terapia a empastillarse.

Sin embargo, no podía enojarse con él. Lo vio temblar cuando su tío había descubierto sus preservativos, como si con aquello descubriera todo el secreto que los dos escondían. Gimió, con la cara metida en las manos, y agarró su celular para escuchar música y así callar sus pensamientos. Sin embargo, la canción de La Vela Puerca que Spotify seleccionó aleatoriamente reproducía a la perfección sus sentimientos que terminó derramando lágrimas silenciosas.

Darío despertó en la madrugada con ganas de orinar. Cuando volvió, frunció el ceño al escuchar un sonido opacado que venía de la cama de Alexis. Encendió la portátil y lo vio dormido con los auriculares puestos, así que con un suspiro se acercó para quitárselos y dejar el teléfono cargando que ya no le quedaba casi batería. Cuando se incorporó, la mano de su primo lo detuvo, tirando el pantalón del pijama.

—Dormí conmigo, porfa —le susurró con la voz nasal, como si hubiese estado llorando.

No se negó. Se metió bajo las sábanas y lo abrazó.

Diciembre llegó cargado de calor, trabajo y mucho movimiento en Punta del Este. Llegaban turistas de todas partes, la mayoría de Argentina y Brasil, pero también le había tocado a Alexis atender americanos e incluso algún israelí. El traductor de Google fue de gran ayuda en esos casos, ya que su inglés era nulo.

María Eugenia pasaba las tardes a su alrededor, conteniendo a los clientes más complicados, y él se sentía cada vez más inútil cuando sentía que no podía lidiar con ello. Muchas veces terminaba con ganas de golpear a alguien o acurrucarse y llorar.

En uno de sus días libres, mientras estaba echado en el sofá frente al ventilador mirando una serie en Netflix, Julieta, que era la única en la casa que aún no había ido a trabajar, le sirvió un enorme vaso de jugo y se sentó a su lado para acompañarlo.

Él se enderezó, de pronto incómodo. Se distrajo y no prestó atención a lo que ocurría en la televisión. Hacía varios días, desde que había discutido con Darío en el baño del shopping, que quería hablar con ella, pero no sabía cómo empezar.

—Tía...

—¿Mmm?

Se pasó la lengua por los labios y se rascó la barba que se asomaba.

—¿Vos qué pensás sobre... la gente que va a psiquiatra y eso?

Ella se giró hacia él, con la expresión seria. Alexis desvió los ojos hacia la tele, nervioso por aquella mirada experta de enfermera.

Julieta estiró una mano para acomodarle el cabello detrás de la oreja y luego le acarició el hombro.

—Pienso que son muy valientes por admitir que hay cosas que no pueden enfrentarlas solas.

Alexis sorbió por la nariz y tapó la boca con el puño cerrado. Seguía sin tener el coraje de mirarla a la cara, no sabía si también sería cobarde como para admitir que se estaba hundiendo hasta el inframundo y más allá.

—Ale, lo que sea que necesites, sabés que podés contar conmigo, con tu tío, con Darío. No estás solo, no vamos a dejarte tirado.

Él asintió, con los labios apretados. Se dejó caer hacia ella, buscando consuelo, y Julieta lo abrazó como una mamá que recibe a su hijo de brazos abiertos.

Se estrujó las manos y miró el reloj. Habían pasado dos minutos desde la última vez que lo había mirado. El aromatizador de ambientes se activó y lo hizo sobresaltarse en el silencio de la sala de espera. Se preguntó una vez más si realmente era necesario o si solo estaba accediendo a la presión de las personas que lo rodeaban.

Se preguntó, una vez más, si estaba bien de la cabeza o el dolor se estaba volviendo tan insoportable que le estaba afectando demasiado. La puerta del consultorio se abrió, salió una muchacha adolescente que tenía el cabello rojo sangre, una pollera negra a tablas y una mochila rosa fuerte a cuestas. Ella le lanzó una mirada tan intimidante como si quisiera pulverizarlo pero la desvió de inmediato y salió del edificio casi con un portazo. El calor del exterior entró en ese instante y lo golpeó con un vaho asfixiante.

Una mujer se paró bajo el dintel y lo miró directamente.

—¿Alexis de León?

El temblor en las manos se intensificó. El corazón golpeó tan fuerte que lo sentía en la garganta y en los oídos. Se paró de un salto, con el estómago amenazándole con devolver la comida del almuerzo ahí mismo, sobre el piso impecable y blanco.

—Pasá.

Le mostró una silla negra junto a un escritorio con una computadora. Ella tomó su lugar del otro lado de la mesa, dejando los lentes y mirándolo con una sonrisa amable mientras cruzaba las manos.

Sentía que iba a vomitar. Se sentó con el cuerpo encogido hacia adelante y los mechones de cabello que se escaparon del moño fueron directo a su cara. Tenía los labios secos, pero los ojos húmedos. Su pierna se movía con nerviosismo arriba abajo.

—Contame, ¿en qué te puedo ayudar?

Habían muchas cosas en las que necesitaba ayuda, tantas que todas se repasaron en su cabeza a la vez, abrumándolo. Sentía tanto dolor por dentro que sentía que se partía, como un dique que se resquebraja con el peso del agua.

Se sentía inútil. No sabía mantenerse solo. Tenía una relación que escondía de todos. Sus padres habían muerto. No sabía lidiar con los clientes. No sabía trabajar. No podía componer. La guitarra ya no lo apasionaba. A veces quería desaparecer. Otras se sentía morir.

Vomitó todos esos pensamientos y sentimientos que venía tragando y se le acumulaban en las entrañas. El muro que había creado no pudo contenerlo más y reventó en lágrimas.

No regresó a la casa de sus tíos hasta que pasó al menos dos horas desde que había abandonado el consultorio de psiquiatría. Le habían dado un pase a psicólogo, pero tenía que atenderse de forma particular, por lo que añadió el gasto a su lista de cosas que lo estaban volviendo loco.

Tenía mensajes de Darío, preguntándole cómo le había ido, pero se negó a contestar. Se limitó a tirarse en la cama y quedarse inmóvil con la mirada perdida y la cabeza también. No se atrevió a hurgar la medicación que le habían entregado en la farmacia que por fortuna la doctora Vázquez le había anotado las dosis, sino ya las habría olvidado.

Los pensamientos, vacíos por haberlos volcado en aquel consultorio blanco con olor a antiséptico, se volvieron una maraña desesperada por salir. Antes que su vida cambiara, solía tocar la guitarra para tranquilizarse. Se irguió y fue a buscarla, con ganas de sacar todo lo que tenía dentro. Apoyó el celular en la mesita de luz y se grabó tocando un cover de Cero a la izquierda de No te va a gustar. Sin pensarlo demasiado, incluso con lo pequeños errores, lo subió en un reel a Instagram.

De inmediato le llegó un corazón, el de María Eugenia. Siquiera recordaba que ella lo seguía por allí. Luego de su tía y de su prima Luciana. Quince minutos después, Darío le escribía al privado, y él rio para sí entendiendo que su primo había optado escribirle por Instagram ya que no contestaba en Whatsapp.

Le contestó que estaba bien, que le habían mandado empastillar pero que se sentía más tranquilo por haber consultado. Al menos le habían asegurado que no estaba loco, sino que había dejado que la tristeza se adueñara de su cuerpo y de su mente.

Iba a estar bien, creía en ello. 

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