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Alekei

Me desperté al escuchar un golpe ruidoso que venía desde la sala de abajo, y con la vista aún nublada por el sueño aparté el edredón de la cama.

Después me bajé de un salto y con pasos silenciosos caminé por los pasillos hasta llegar a una sala iluminada por una tenue luz y cubierta por las súplicas de alguien. En cuanto vi un arma apuntando a su castaña y larga cabellera todos los músculos de mi cuerpo se inmovilizaron. Mi corazón martilleaba con fuerza y durante unos instantes me quedé con la mente en blanco, sin saber qué hacer.

Quise correr a mi habitación, pero ya era tarde. Sus ojos se habían puesto sobre los míos.

—Justo llegas a tiempo. Hijo. —hubo algo en la forma en que soltó la última palabra que no me gustó nada.

Al ver que no me movía me cogió del brazo y me empujó hasta quedar frente a aquella mujer con la cara hinchada por los golpes y humedecida por las lágrimas.

—Mamá. —balbuceé con ojos llorosos al reconocerla recibiendo únicamente una mirada llena de rencor y asco.

—Estás creando a un monstruo Kristoff. —dijo ella en voz baja, con rabia.

Al terminar de hablar recibió una bofetada por parte de mi padre que le hizo girar la cara con brusquedad, haciendo que algunas motas de sangre cayeran al suelo.

—No te permito que hables así de mi hijo Katerina. Perdiste todo el derecho sobre él cuando nos abandonaste por tu amante. ¿Recuerdas? —al escuchar lo último me vino un malestar desagradable en la boca del estómago.

Siempre me pregunté porqué nos dejó solos en aquella cárcel hecha de mármol y oro. Por lo menos ahora ya lo sabía, y aunque seguía sin entender algunas cosas, sabía a la perfección que ella nunca nos quiso. No a mí al menos, siempre tuvo una preferencia por Viktor.

En algún momento tal vez aprendí a quererla como a una madre. Pero ese amor se fue desvaneciendo con cada mirada, con cada rechazo, con cada palabra, y todo se fue al caño cuando nos abandonó de la nada. Dejando un agujero negro que amenazaba con acabar con todo a mi alrededor.

—Ella no te merece. —habló mi padre entregándome un arma que cogí con dedos temblorosos.

No era la primera vez que usaba una, pero nunca la había usado para quitarle la vida a otra persona. Y por más rabia que tuviera dentro acabar con la vida de la persona que te la dió era diferente.

—¿A qué esperas? Acaba con ella. —continúo él a mi lado impacientándose.

Después tragué saliva intercambiando la mirada entre el arma y mi madre.

—Yo. No puedo. —susurré respirando con dificultad.

—Eres tú o ella, elige. —escuché a mis espaldas evitando girarme y encontrarme con esa mirada que me calaba hasta los huesos.

Volví a apuntar a su cabeza, esta vez con más firmeza, no iba a recibir otra de sus brutales palizas por culpa de alguien que no merece traer el título de madre.

—Me das asco. —escupió ella desde el suelo señalándome. —Jamás debiste nacer, no eres más que un error del que me arrepentiré toda la vida. Te engendré con asco y te parí con odio.

Aquello fue suficiente para rebosar el rencor y el odio que sentía por ella, ni siquiera los golpes eran tan dolorosos como escuchar a la persona que tanto había anhelado en algún momento soltar esas palabras con tanta rabia y repulsión. Como si yo no fuera más que basura y no el niño que salió de sus entrañas.

Cerré los ojos sintiendo ese nudo apretar mi garganta y pecho. Dolía, dolía mucho.

—¡Hazlo de una maldita vez! —el rugido de mi padre fue lo que me hizo apretar el gatillo sin ser apenas consciente de ello.

Miré con espanto cómo la bala atravesó su frente haciendo que su cuerpo cayera al suelo y empezará a teñirlo con más sangre.

—Muy bien hijo. Sabía que no me decepcionarías. —habló mi padre con orgullo dándome una palmada en la espalda a modo de enseñarme lo que yo llamaba aprecio.

En seguida la presencia de mi hermano, tres años menor que yo, se hizo notar en la sala por su jadeo.

—¡Mamá! —exclamó nada más al verla, después su mirada cayó sobre el arma que seguía sosteniendo. —¿¡Qué le has hecho!? —gritó espantado tirándose al suelo, abrazando el cuerpo inerte de nuestra madre. —¿Por qué le has hecho esto? Eres malo. Muy malo. —balbuceó entre sollozos manchando su pijama de sangre fresca.

Ni yo mismo supe porqué lo había hecho en primer lugar, pero lo que si tenía claro es que lo hubiera hecho mil veces más con tal de volver a ver su cara horrorizada antes de que la bala impactara con su cuerpo. ¿Era mala persona por eso? Tal vez si, pero no me importaba. Sabía que hice bien en eliminarla, ella no merecía vivir.

Tres años después.


Odiaba el nuevo colegio al que me había metido mi padre, lo veía como una perdida de tiempo, además odiaba madrugar. Y mucho más odiaba rodearme de gente.

—Te espero aquí a las 15:30, ni un minuto menos, ni un minuto más, ¿Entiendes? —murmuró él a mi lado de forma amenazante antes de llevarse un puro encendido a los labios.

Asentí carente de alguna emoción, más que acostumbrado a la aspereza de su voz y a las palabras poco agradables que salían de su boca con ese aliento a alcohol o a cigarro.

Con la mochila a mis espaldas caminé hacia la que iba a ser mi aula aquel nuevo año escolar, sin prestarle atención a los estudiantes que merodeaban con intenciones claras de evitar ponerse en mi camino o a las miradas que iban desde el temor hasta el deseo. Esa última palabra siempre hacía que mi estómago se retorciera con asco, trayendo esos recuerdos de los que había intentado deshacerme desde hace más de cuatro años.

Dentro de la clase me senté en una de las mesas que quedaban al lado de los grandes ventanales, agradeciendo que todavía no hubiese nadie en el salón, y agradeciendo aún más que nadie se sentase a mi lado cuando los estudiantes comenzaron a entrar llenando el aula.

Aunque tal vez tuviera que ver con la chica que murió calcinada el curso pasado y no por la frialdad y apatía que transmitía. Pensar en eso y las pocas vidas que había eliminado gracias a mi padre siempre me sacaba una sonrisa.

La clase transcurrió más aburrida de lo normal y los dibujos sombreados de mi cuaderno se convirtieron en palabras que reflejaban mis más oscuros pensamientos, empezando por la chica que estaba un par de mesas a mi izquierda y no dejaba de mirarme.

A la hora del recreo no tardé ni un pestañeo en bajar a la cafetería. Podría decir que lo único bueno de ese sitio era la comida, si no hubiese sido porque justo hoy tenían lo que menos me gustaba. Pizza.

Con una mueca en los labios terminé por coger solo una manzana y un vaso de zumo de naranja, luego busqué una mesa que estuviera, a estas horas era algo difícil pero finalmente la encontré.

Con una cara que resaltaba mi mal humor caminé hacia ella y me senté soltando la bandeja bruscamente. Primero le di un mordisco a la manzana, viendo cómo los demás hacían bullicio y socializaban entre sí. Lejos de molestarme el no tener amigos era algo de lo que disfrutaba más de lo que admitiría.

No me gustaban los demás, la humanidad me daba asco, incluso yo mismo me daba asco muchas veces. Las recientes cicatrices en mis brazos podrían ser una prueba de aquello.

Al estar a punto de llevarme el vaso de zumo a la boca un sonido ensordecedor a lo lejos hizo que desviará mi atención a una mesa con un grupo de niños más jóvenes que yo que no paraban de reír. En medio de todos ellos había una cabellera roja moviéndose, parecía estar buscando algo en el suelo, hasta que finalmente levantó la cabeza colocando una botella de metal encima de la mesa.

Durante unos instantes me quedé observando cómo sus mejillas iban enrojeciendose ligeramente y cómo sus labios se movían diciéndole algo a sus amigos con una expresión de enfado.

En todo lo que transcurrió de descanso no conseguí apartar la mirada de ella, tenía algo que me llamaba mucho la atención. Pensé que tal vez era su color de pelo, pues era algo que solo había visto en películas.

Terminé la manzana y tiré lo sobrante a la basura, olvidándome por completo del zumo y de la bandeja. Después salí con pasos silenciosos del comedor, dejándome llevar por una curiosidad agobiante. Quería saber a qué clase iba, cuál era su nombre. Todo.

Algunos de sus amigos que había visto en la cafetería todavía estaban con ella, siendo un obstáculo para distinguir su cabellera entre toda la multitud. Apreté los dientes con frustración mientras intentaba esquivar a los demás estudiantes por las escaleras, hasta que me detuve cerca del aula con el número 126. Esas eran las aulas de cuarto grado, la niña iba tres cursos por debajo del mío.





•••





Los días se convirtieron en semanas y la niña pelirroja que tanto me había llamado la atención seguía estando en mi cabeza.

—Vamos, date prisa, tu padre te está esperando fuera. —murmuró Anna, la niñera que se encargaba de nosotros, a mis espaldas en ese tono cariñoso de siempre. A ella le quedaba bien usarlo.

—No tengo hambre. —respondí dejando el plato de comida a un lado.

—¿Estás enfermo?¿Te duele algo?
—negué con la cabeza.

Aunque estaba seguro de que no estaba enfermo, estos últimos días me había sentido como tal. Cada vez que iba a comer el apetito se me iba por un caño, y ni hablar del insomnio que me entraba cuando intentaba dormir a cualquier hora del día.

Fruncí los labios con rabia al recordarla, todo esto era culpa suya, y sea lo que sea que hubiera pasado o hecho para provocar que estuviera en mi cabeza todo el día pensaba arreglarlo.

Con un bostezo aburrido me levanté de la silla con ese malestar estomacal al que ya me estaba acostumbrando.

—¿Mi hermano no vendrá? —pregunté apoyado en las bisagras de la puerta.

En realidad me importaba una mierda, pero no quería pasar por aquello yo solo.

—No, está cansado. —respondió Anna evadiendo la verdadera razón por la que no vendría.

Aunque yo ya sabía el porqué. No era difícil adivinarlo por los gritos que salían de su habitación todas las noches.

Sin nada más que decir fuí a la camioneta negra que me esperaba con uno de los escoltas apoyado en la puerta. Los ojos de mi padre se posaron sobre mí con un brillo peligroso.

—Hoy te quiero presentar ante alguien. Como mi heredero. —habló enorgullecido momentos antes de que el coche se pusiera en marcha.

Las tripas de mi estómago se retorcieron más entre ellas con un mal presentimiento que ignoré el resto del camino.

Una casa mucho más pequeña que la mía fue lo primero que vi al bajar.

Después crucé la verja que nos separaba entrando al salón principal de la casa con los pasos de los demás a mis espaldas. Mis ojos volaron por toda la habitación en busca de eso que tenía a mi estómago con esos retortijones incómodos. Solo es una jodida casa. Me dije frunciendo el ceño.

Al escuchar los pasos de alguien más por las escaleras mis ojos cayeron en un hombre de la misma edad de mi padre en la sala principal.

—¡Cuánto tiempo sin verte! —bramó estrechando la mano de mi padre.

—Este es mi hijo, Alekei. Mi futuro heredero. —respondió dándome unas palmadas en la espalda.

Los ojos de aquel hombre se posaron sobre los míos esperando a que dijera algo, pero por mi mirada de que te den abandonó la idea de recibir algún saludo cordial de mi parte y habló.

—Un placer, Alekei.

—Quédate aquí, iremos a hablar cosas de adultos. —habló mi padre en un tono amable más que fingido revolviendo mi negra cabellera.

Apreté los dientes aguantando las ganas de arrancarle la mano con los dientes y tras un asentimiento de cabeza me senté en uno de los sillones de la sala viendo cómo mi padre se marchaba por una puerta junto al otro hombre.

Empecé a mover mi pie con impaciencia al ver que los minutos pasaban y no volvían, hasta que alguien llamó mi atención. Pestañeé varias veces cerciorándome de que mis ojos no me engañaban, pero no. Al parecer la niña pelirroja también vivía en aquella casa.

Mis pies cobraron vida propia, moviéndose por si solos hasta la cocina, observando detrás de la puerta cómo ella ingería una especie de líquido naranja que volvió a guardar en la nevera. Luego esperé a que se fuera de la cocina para comenzar a seguirla de lejos a lo que pareció ser su dormitorio.

Al ella cerrar la puerta volví a la sala principal con rapidez y mi corazón latiendo más rápido que nunca.

Estando de vuelta en el sofá empecé a morder mi labio inferior sin soportar las ansias de volver a verla y poder seguir indagando sobre ella. Quería saber qué era eso que tanto tenía para atraerme hacia ella, y esa curiosidad de saber cómo era por dentro pronto se añadió a mis ganas de conocer más sobre ella, formando una prioridad en la lista. Tal vez si la abría por la mitad sabría que era eso que la hacia tan especial.

Los pasos de mi padre y aquel hombre interrumpieron mis pensamientos, haciendo que alejara los dientes de mi labio inferior. Antes de tener los ojos de aquel desconocido sobre mi me levanté y salí de camino a la camioneta.

Para cuando regresamos a la casa ya se había hecho de noche, y sin decir mucho más que un adiós seco fui a mi dormitorio pasando de largo del de mi hermano.

Un par de horas después no había conseguido cerrar los ojos por más de cinco minutos, y es que a pesar de ser casi de madrugada no conseguía reconciliar el sueño, con las cejas fruncidas me deshice de las sábanas y me senté al borde de la cama preguntándome qué estaba mal conmigo.

Las náuseas en mi estómago seguían ahí cada vez que recordaba nuestro segundo encuentro. Hasta que al levantar la cabeza a la ventana mis ojos azules brillaron fruto de mi nueva idea. Si las respuestas no venían, yo mismo las encontraría y las usaría después.

En seguida me vestí con algo sencillo y cogí las llaves guardándolas en los bolsillos de mis pantalones, luego fui al garaje en busca de mi bicicleta y sin dudarlo una sola vez emprendí mi camino hacia la misma casa de aquella tarde.

Me costó más de lo previsto encontrarla, pero finalmente lo hice, y con los entrenamientos diarios a los que estábamos sometidos mi hermano y yo pude escalar la verja con facilidad.

El problema ahora era que su dormitorio estaba en el último piso y la pared no le resultaba nada fácil de escalar. Solté una maldición por lo bajo buscando la manera de llegar a aquel piso y con un resoplido empecé a escalar con la ayuda de los ventanales.

Para cuando llegué a la ventana de su dormitorio ya estaba ligeramente abierta, así que no me costó adentrarme en la habitación. Arrugué la nariz al percibir el fuerte olor a vainilla mezclado con algo más, como medicamento.

La oscuridad del lugar no fue un impedimento para que encontrara a la niña durmiendo de forma profunda en su cama rodeada de algunos peluches. Después desvié mi mirada hacia el escrito y empecé a rebuscar cualquier cosa que pudiera darme la más mínima información sobre ella.

Elevé ambas cejas al encontrarme un libro bastante grueso sobre unos signos zodiacales y abrí el libro por cualquier página encontrando la palabra escorpión en grande justo al principio de la página. Bajé mis ojos leyendo los detalles de ese signo y con un mohín en los labios leí las fechas comprendidas del tal escorpión que coincidían con mi cumpleaños.

No era la primera vez que escuchaba hablar sobre estas cosas, pero me parecían una tontería. Cerré el libro y lo dejé en el mismo lugar donde lo encontré. Mi atención fue otra vez a la niña que dormía como si se tratara de una roca, y las nauseas se volvieron a hacer presentes, esta vez con algo más en mi garganta.

Con pasos lentos y silenciosos me acerqué a ella, observando como su pecho subía y bajaba despacio.

Ladeé la cabeza observando su rostro como si fuera lo más extraño que hubiera visto nunca. Dormida parecía inocente, como una especie de ángel, pero sabía que no era tan inocente como parecía. Alguien cuyo padre fuese tan amigo del mío no debía serlo.

Prestando especial atención a sus párpados aún cerrados saqué mi arma del bolsillo trasero del pantalón y apunté a su frente con una sonrisa incipiente, preguntándome cómo sería acabar con su vida en ese instante y tener su sangre cubriendo sus nudillos.

Acerqué más el arma a su rostro, recorriendo su nariz hasta llegar a sus labios con cuidado de que no se despertase, aunque por la forma en que dormía parecía imposible. Después ladeé la cabeza fijándome en lo blanquecina y sensible que parecía ser su piel, estaba seguro de que con el más mínimo roce de una navaja no tardaría en teñirse de rojo.

Justo cuando estuve a punto de apretar el gatillo la niña empezó a toser removiéndose en la cama. No me quedó de otra que alejarme abruptamente de ella, observando con ojos expectantes a que abriera los ojos, pero no lo hizo.

De todas formas aquello fue mi incentivo para marcharme de aquel lugar con un sentimiento de insatisfacción y con la idea muy clara de que volvería a terminar con lo que sin querer había comenzado.







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