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Alekei

Apoyé la espalda en el marco de la ventana con una pierna en el aire y la otra recogida hacia mí en el borde del ventanal. Mi vista se fijó en los pájaros que estaba cansado de escuchar a diario y con una mueca molesta apreté los puños pensando en lo mucho que me gustaría deshacerme de ellos. Pronto. Pensé para mis adentros con una sonrisa incipiente que se borró al ver una negra camioneta adentrarse al jardín.

Estando alerta de quién podría ser llevé una mano a la navaja que traía siempre conmigo en el bolsillo de mis pantalones, listo para lanzarla. Había sido un regalo de mi padre por mi pasado cumpleaños, decía que era bueno con los cuchillos.

Al darme cuenta de que era mi padre junto a varios de sus hombres aparté la mano y estreché mis ojos en una mujer que traían a rastras consigo. Detrás suya había alguien más que no podía ver desde la cuarta planta en la que estaba. Era como una sombra bajo la falda de aquella mujer.

Después de un rato bajé a la sala encontrándome con la mujer en el suelo soltando llantos de desesperación y rogando por piedad.

No podía contar las veces en las que me había encontrado la misma situación al volver del colegio o al despertarme de una siesta y bajar a la cocina por un vaso de agua. Mi padre no se molestaba nunca en esconder a lo que se dedicaba, y la violencia que usaba hasta en las ocasiones en las que no era necesario era su mejor aliada para mostrarle al resto quién mandaba y quién tenía el poder.

Estreché los ojos dándome cuenta de que la sombra de antes se trataba de niña rubia. Uno de los hombres armados se dió cuenta de su presencia y la separó de su madre cogiéndola del brazo.

—¿¡Dónde está tu jefe!?¡Habla de una vez maldita, maldita puta! —bramó mi padre con rabia apuntándola con un arma.

Mi sonrisa placentera era testigo de lo mucho que disfrutaba de las lágrimas y el dolor de los demás sin saber bien porqué. Solo sabía que me agradaban. Pero mi diversión no duró mucho, porque después de mi padre intercambiar unas palabras con aquella mujer le disparó en la sien manchando la alfombra dorada de sangre y sesos que sobresalían de la herida de su cabeza.

Para cuando quise acercarme y ver de cerca los sesos la niña soltó un chillido que me hizo arrugar la nariz. La sala volvió a llenarse con su llanto que no cesó ni siquiera cuando mi padre la levantó en el aire llevándola hacia mi con una sonrisa.

—Aquí tienes un nuevo regalo. Como te prometí. —lo miré indiferente antes de intercambiar mi mirada con la niña que no dejaba de llorar.

¿Qué se supone que haría con ella? No necesitaba a otro llorica como mi hermano y ella no parecía del tipo que pudiera durar mucho en mis juegos. Matarla tampoco era una opción. Sabía lo que pasaba cuando rompía uno de los regalos o juguetes que mi padre me daba.

—Ven. —hablé a la niña al ver que no me seguía cuando empecé a caminar hacia las escaleras, pero ella seguía sin moverse o pestañear.

Sus lágrimas se habían secado y tenía la mirada al frente.

Al final terminé por dejarla allí y volver a mi dormitorio. Tenía cosas más interesantes que hacer que estar aguantando sus lloros todo el día. Cosas como seguir averiguando sobre el paradero de la niña pelirroja que no había visto desde hace días.



•••



A la mañana siguiente la niña seguía esparciendo sus llantos por toda la casa, aunque ahora por lo menos no eran tan molestos.

—Bien. Leamos algo, tal vez así te calles de una vez. —ofrecí con apatía caminando a la gran biblioteca que tenía miles de libros.

Luego eché un vistazo a las diferentes temáticas hasta que me fijé en una en especial. No me gustaban los dibujos animados, nunca me gustaron, pero la portada de aquel libro me había llamado la atención por el color de cabello que tenía la protagonista. En seguida mi cabeza fue a la niña pelirroja.

Comenzaba a impacientarme. No soportaba un día más con esa pesadez en mi estómago, tenía que olvidarme de ella y no podría hacerlo si seguía respirando en el mismo mundo que yo.

—¿Cuál vas a elegir tú? —le pregunté a la niña rubia sin prestar demasiada atención a lo que sea que fuera a responder.

Ella se acurrucó en un sofá juntando las rodillas y metiendo la cabeza en el agujero al mismo tiempo que abrazaba sus piernas, reanudando su llanto de antes.

Solté un resoplido cansado mientras me sentaba en la otra esquina del sofá comenzando a leer la novela. En un principio me pareció totalmente estúpida y sin sentido, pero me aferré a la idea de la existencia de las sirenas como una forma de justificar lo extraña que era la niña pelirroja.

Saqué el móvil de última generación de mi bolsillo y empecé a buscar información sobre las sirenas. Lo que leí tampoco terminó por convencerme, pero una parte de mi quería seguir creyendo que era cierto y que tal vez ella era una. De otra forma no le encontraba explicación al porqué me sentía tan mal. A todo lo que me estaba pasando.

Mi ceño se frunció ligeramente al seguir escuchando los sollozos de la niña y la observé, esta vez preguntándome qué era lo que tenía esa niña pelirroja o con qué tipo de armas estaba luchando para vencerme.

Me había parecido bonita, si, pero no era la única niña bonita que había visto a lo largo de mi vida. Sabía distinguir entre personas guapas y personas feas. Feas como la niña que se encontraba llorando frente a mi.

Apreté los dientes cuando en mi estómago empezó a crearse ese remolino de extrañas emociones en cuanto volví a recordar su rostro.

—¡Deja de llorar! —bramé con rabia a la niña rubia que incrementó sus lloros, probablemente asustada por mi grito.



•••



Los días se convirtieron en semanas y cada vez me sentía más frustrado por no haber podido encontrar ninguna solución todavía.

Cada vez tenía más horas del estúpido entrenamiento que nos ponía mi padre, y cuando daba la noche estaba tan cansado que ni me apetecía volver a su casa, mucho menos volver a olerla. Me arrepentía de no haberme desecho de ella en cuanto tuve la oportunidad como me había enseñado a hacer mi padre cada vez que alguien o algo era una molestia. Y ella definitivamente lo era.

Mis dedos se afianzaron en el cuerpo del pájaro mientras que con mi otra mano sujeté su cabeza, después la giré hasta escuchar cómo se separó del cuerpo en un crujido. Mis ojos ahora se clavaron en la sangre que brotaba de allí preguntándome si sabía igual que la sangre humana.

—Hola. —arrugué los labios en un mohín al escuchar esa voz.

Era la persona más irritante que había conocido hasta el momento. Después de la niña pelirroja.

—¿Qué quieres?

—Tu padre dice que vengas a comer.
—respondió en un hilo de voz.

Sus ojos estaban más abiertos de lo normal, puestos en el cuerpo del pájaro que reposaba en el césped junto a los otros tres y la pistola que había usado momentos atrás para bajarlos del cielo.

Mi puntería estaba mejorando, eso era bueno.

—Dile que ahora voy. —respondí manchando mi dedo con el líquido espeso que sobresalía de la cabeza del pájaro.

Después lo llevé a mi lengua, siendo el sabor hierro todo a lo que podía prestarle atención en aquel momento. Hasta que escuché un jadeo a mis espaldas. La niña seguía ahí.

—No hace falta que me esperes. Puedes ir yendo tú sola. —repliqué con molestia limpiando mi dedo en la tela de los pantalones.

¿Por qué demonios tenía que seguirme a todas partes?

Durante la comida nadie dijo nada. En toda la sala sólo se oían los cubiertos moverse y a las personas engullir la comida. No fue hasta el final cuando el silencio se rompió ante la voz de mi padre despidiéndose de nosotros.

Mientras mi hermano y los demás hombres de confianza de mi padre se marchaban no dejaba de darle vueltas a la comida sosteniendo el cubierto con fuerza en un vago intento de disimular el temblor de ellos.

—No juegues con la comida. —musitó la niña a mi lado arrugando el ceño. —Mi madre dice que es malo jugar con la comida.

Levanté la mirada y la posé en ella irritado. Casi la prefería llorando que hablando estupideces como lo había estado haciendo todos estos días.

—Tu madre está muerta. Ya no importa lo que haya dicho. —repliqué soltando el tenedor en el plato.

Al ver sus labios fruncirse y sus ojos llenarse de lágrimas chasquée la lengua y me bajé de la silla con el plato en las manos.

Antes de que rompiese en llanto fuí a la cocina colocando el plato en el fregadero. Normalmente no hacía falta que hiciera eso pero no quería estar más tiempo en el comedor. El olor de la comida en mi plato comenzaba a asquearme.

—Te he hecho tú tarta favorita. ¿Quieres un trozo? —habló Anna a mis espaldas y yo negué con la cabeza, mordisqueando mi labio inferior con nerviosismo.

Babush¹. —la llamé por el apodo que le había puesto en un bajo murmuro después de unos minutos.

Ella dejó de lavar algo en el fregadero y se secó las manos con un trapo dándose la vuelta.

—Dime cariño. —su sonrisa me dió ánimos para continuar.

—¿Tu crees que existen las sirenas?

Ver cómo se agrandaba su sonrisa hizo que me arrepintiera de haber preguntado aquello. Sabía que era estúpido preguntar algo así, pero ¿Tanto?

—¿Por qué lo preguntas? —apreté los labios con mis mejillas tornándose de un color rojizo que a cada segundo era más intenso. —Vamos, dilo. Ya sabes que conmigo no tienes nada que temer. —alentó acariciando mi cabello negro azabache.

Sabía que podía confiar en ella, se había convertido en una especie de figura materna para nosotros tres y todos estos años había sido mi salvavidas ante los castigos y palizas de mi padre. Pero temía que pensara que se estaba volviendo loco.

—Yo...es que. Bueno. Hay alguien que me hace sentir cosas raras. Y no me gusta.

—¿Cosas?¿Qué cosas?¿A qué te refieres? —sus facciones cambiaron a unas más serias y eso solo hizo que el sonrojo de mis mejillas creciera.

—Me pone enfermo del estómago y no me deja dormir. Ella No me deja tranquilo. —murmuré entre dientes tensando la mandíbula. Anna soltó una risita suave haciendo que hunda las cejas desconcertado.

—¿Y crees que es bonita?

—Si. Supongo. —respondí bajando la mirada hasta el suelo. Pero eso no era nada nuevo, ella no era la única niña guapa de su colegio.

—¿Te gusta, verdad? —preguntó ella con una sonrisa más amplia que la de antes.

—¿Qué? No. Es una bruja. —dije con rapidez sacudiendo la cabeza varias veces.

Ese sentimiento de fastidio al pensar en ella pesaba cada vez más sobre mis hombros revolviendo cada vez más mis tripas.

—Pero acabas de decir que te parece bonita. Y te hace sentir cosas. —habló pronunciando la última palabra con gracia.

—Eso no significa nada. Ella a mí no me gusta. La odio —repuse antes de salir con pasos aprisados a mi dormitorio.

De un portazo cerré la puerta y me lancé a la cama sintiendo las náuseas llegar hasta mi garganta mientras pensaba en nuevas formas para acercarme y deshacerme de ella. No podía ser tan difícil.



•••



Al día siguiente en el colegio intenté evitarla a toda costa sin saber si  finalmente había asistido a clase o no, incluso me salté la hora del recreo en la cafetería con tal de no verla. Haría todo lo posible por evitar que los retortijones de mi estómago empeoren, y si tenía que pasar unas horas de hambre para ello, así sería entonces.

Después fui a la biblioteca queriendo reanudar el libro que no me había podido terminar en casa. Pero por más que lo busqué por todas las estanterías no lo encontré, y cuando le pregunté a la bibliotecaria me dijo que alguien más lo había cogido.

Con el ceño arrugado lo seguí buscando por toda la sala, hasta que mi vista cayó en una pelirroja cabellera. Ella estaba sentada en una parte del suelo acolchado con el libro entre sus manos.

Sin pensarlo dos veces fuí hasta ella y se lo arrebaté de las manos, respirando lo menos posible para no oler el aroma a vainilla que emanaba siempre.

En cuanto nuestras miradas se encontraron me estremecí con esos retortijones volviendo más fuertes que nunca y mi respiración se volvió más pesada a la vez que mis pulmones ardían. Tuve que sujetar el libro con más fuerza por el sudor de mis manos y me empezó a doler el pecho de lo rápidas que eran mis palpitaciones.

—Devuélveme el libro. Lo estaba leyendo yo. —replicó ella levantándose del suelo con una expresión molesta.

No me extrañó que su voz fuera suave y agradable, todo lo contrario a la niña que mi padre me había metido en casa por sorpresa, lo que probaba que no todas las niñas tenían esa voz tan chillona.

—No me importa. Ahora lo tengo yo.

Ella frunció los labios en una expresión peculiar, después se puso de puntillas intentando alcanzar el libro que había alejado de su vista levantando mi brazo de forma estrepitosa.

—Dame el libro. —volvió a protestar con una arruga saliendo en el puente de su nariz.

—Te he dicho que no. —respondí levantando aún más el brazo.

Eso hizo que la niña rozara uno de sus dedos con mi muñeca haciéndome soltar una exhalación. Era como si alguien me hubiera dado un golpe en la boca del estómago.

—No me toques. —musité en una voz entrecortada poniendo mi muñeca fuera de su alcance.

En un impulso la empujé provocando que se tropezara con el suelo y cayera en un sonido sordo. Poco tiempo pasó para que empezara a llorar sobándose el tobillo con una mala mirada y yo solo la observaba en el suelo sin saber qué hacer o cómo quitarme el nudo que había aparecido en mi garganta.

—Se lo diré a mi hermano. —balbuceó ella entre sollozos y gimoteos.

Abrí los labios queriendo decir algo para deshacerme del lío que apretaba mi estómago, pero nada salió de ellos por el nudo de mi garganta, así que solté el libro y marché a los baños con rapidez pensando en que tal vez si me lavaba la cara con agua fría estuviera más calmado después. Pero no pasó, y en cuanto vi mi reflejo en el espejo tuve ganas de volver a hacer sangrar mis brazos para deshacerme de lo que sea que me estuviera molestando por dentro. El dolor físico siempre era mejor.

Lo único que me contuvo de hacerlo fueron los dos niños que se adentraron a los aseos. Reconocí a uno de ellos como al tonto que intentó robarme el sitio en la cafetería la semana pasada.

Con un resoplido pretendí salir de ahí, hasta que uno de los dos se interpuso en mi camino con una sonrisa burlesca.

—Apártate.

—¿O sino qué? —habló uno de ellos levantando una ceja.

Ese fue el incentivo que necesitaba para estampar mi puño en su cara sin medir la fuerza. Después de ese vinieron más y no me detuve. No podía.

El chico ahora se sujetaba la nariz tratando de evitar que saliera más sangre y yo le propiné otro puñetazo en la mandíbula que consiguió tirarlo al suelo. Aprovechando eso me coloqué encima continuando mis golpes en su rostro y cualquier parte que se pusiera ante mis ojos.

—¡Aléjate de él, monstruo! —exclamó el otro chico subiéndose a mis espaldas y tirando de mi.

Sus esfuerzos para separarme fueron en vano, porque hasta que no vi al chico inconsciente en el suelo no paré de propinarle golpes. Ese mismo chico al encontrarse mis ojos y mis puños llenos de sangre salió despavorido de allí.

Una pequeña sonrisa tiraba de mis labios a la vez que me levantaba observando el cuerpo inconsciente, pensando que tal vez hubiera sido mejor usar mi cuchillo. Hubiera sido más rápido. Cuando mis ojos fueron a mis manos antes de limpiarlas no pude evitar preguntarme si la sangre de aquella pelirroja también tenía ese color rojo tan brillante.

Al estar por los pasillos escuché unos pasos a mis espaldas. Girando la cabeza me encontré con el director del centro.

—A mi despacho. Ya. —demandó éste con una mala cara.

Solté un resoplido antes de seguirle hasta su despacho. Ya me encargaría del otro chivato después.

—¿Ahora qué? —murmuré tras dar un bostezo apoyando la espalda en el sillón frente al hombre.

—Me han dicho que te han encontrado dándole una paliza a uno de tus compañeros en el baño. ¿Es eso cierto?

—¿Usted qué cree?¿Es que no es obvio? —hablé señalando las manchas de sangre de la camiseta negra.

El director soltó un suspiró desviando su atención de mi camiseta a mi cara.

—Señorito Novikov, sepa usted que este tipo de actitudes violentas no son bienvenidas en esta institución. Por lo tanto queda suspendido durante una semana. Informaré a tu padre sobre lo sucedido.

—Puedo hacerlo yo mismo. —repliqué de malas formas antes de caminar hasta la puerta dejándolo con la palabra en la boca.

Sabía lo que se me avecinaba en cuanto informara a mi padre de lo sucedido hoy, pero había valido la pena.

No tenía ganas de volver a clase, así que estuve merodeando por los pasillos sin dejar de pensar en ella y en esas sensaciones extrañas que me causó verla tan vulnerable.

Al principio pensé en ir a la enfermería y ver si estaba ahí, pero lejos de encontrármela encontré al chico de los baños mirándome con horror. Tenía moratones en la cara y unas tiritas que cubrían otras heridas.

Aprovechando que no había nadie cerca empecé a rebuscar entre los cajones con la idea de ayudar en algo a la niña pelirroja. No sabía cómo de mal estaba su tobillo, así que cogí varias tiritas y una cosa para vendar, con unas tijeras corté un trozo y me lo guardé en el bolsillo de mis vaqueros. Luego mis ojos cayeron sobre un bol de cristal lleno de caramelos y cogí un par rojos.

—Si dices algo de esto, volveré a por ti y te mataré. ¿Me oyes? —murmuré con una mala mirada.

El chico hizo un gran esfuerzo por asentir con la cabeza y yo incliné la comisura de mis labios en una pequeña sonrisa antes de salir en busca de la niña pelirroja. Fuí a la clase en la que ella siempre estudiaba, pero extrañamente estaba vacía, ni siquiera habían mochilas, ni chaquetas colgando en los percheros.

Solté una maldición por lo bajo antes de ir a la zona de gimnasia que quedaba en el otro lado del colegio. Faltaban veinte minutos para que finalizaran las clases así que tenía el reloj en mi contra. Al estar cerca de las pistas ya había empezado a escuchar las voces de algunos niños, al acercarse vi algunos de sus compañeros de clase, así que supuse que ella también estaría ahí.

Caminé casi trotando hasta los vestuarios de chicas y me escondí donde pude esperando a que ella apareciera. Poco después la habitación empezó a llenarse de niñas demasiado ruidosas para mi gusto. Eché un vistazo hacia fuera buscándola pero no apareció. ¿Dónde se ha metido ahora?¿Se está escondiendo de mí? Pensé apretando los dientes.

Justo cuando estuve a punto de tirar la toalla y marcharme la encontré cambiándose de zapatos sentada en el banco que había en medio de espaldas a mí. Éramos solo nosotros dos, y por alguna razón pensar en eso me daba náuseas.

Con pasos algo torpes salí de mi escondite. No tenía ni idea de cómo acercarme o qué decirle, solo pensé en cómo me comunicaba con mi hermano cada vez que quería algo de él y actúe de la misma forma pensando en que si funcionaba con él funcionaría con ella.

—Hey, ¿Qué hay? —dije esforzándome en curvar mis labios en una sonrisa. Al verme la niña se alarmó y cogió sus cosas con rapidez para marcharse.

—¡No, espera! —ella no me hizo caso, ni siquiera me miró. Mis dedos cobraron vida propia y la sujetaron del brazo brazo deteniéndola.

Esa fue la primera vez que toqué a alguien desde la partida de mi madre, y por más que me disgustara la idea me gustaba que por una vez mi tacto no fuera rechazado por la otra persona.

Me hizo sentir algo mucho más intenso que las náuseas y retortijones que ya conocía tan bien. Era incómodo y extraño, pero tenía muy claro que su piel era tan suave que parecía irreal, por un momento todo lo que hice fue observar la piel de su brazo, y pensé en que tal vez, y solo tal vez, las sirenas si existían.

Al ver la mirada confusa de la niña fija en mi mano la aparté con rapidez, sintiéndome aún más avergonzado por el sonrojo de mis mejillas.

—Te he traído algo para tu pie.—hablé caminando hasta el banco.

Ella se sentó en el banco mirándome fijamente, y cuando sus ojos se encontraron con las tiritas de Mickey Mouse y unas vendas arrugó el ceño.

Antes de que pudiera hablar ya estaba bajando su calcetín y colocando un par de tiritas por encima de la venda que había puesto antes alrededor de su tobillo. Mentiría si dijera que no había aprovechado aquella oportunidad para poder tocar su suave piel otra vez. Tocar su piel se había vuelto una especie de necesidad para mí. No sabía el porqué ni cómo.

Todo de ella me atraía de una forma extraña a la vez que me ahuyentaba por todas las sensaciones que me hacía sentir.

—¿Te gusta?

—Si. Pero me gusta más Minnie. —no sabía de quién me estaba hablando, pero me bastó con saber que le había gustado mi obsequio.

—También te he traído esto. —hablé sacando los caramelos del bolsillo.

—Mi madre dice que es malo comer dulces porque se te caen los dientes.

—Eso no es verdad. —repuse con el ceño fruncido.

—Si que lo es. A mi hermano se le cayó un diente por eso la semana pasada. Me lo dijo mi madre. —respondió ella haciendo que esa arruga volviera a aparecer en su nariz otra vez.

—Si te comes uno no te va a pasar nada. —aseguré extendiendo el caramelo hacia ella.

Mordí la punta de mi lengua cuando sus dedos rozaron la palma de mi mano.

—Gracias. —balbuceó con el caramelo todavía en la boca y una sonrisa que casi me hizo palidecer, acelerando mis latidos hasta que estuvieron en mis oídos.

—Adiós. —murmuró después antes de desaparecer por la puerta.

No fui capaz de decir nada, era como si me hubieran paralizado, y aquello me asustó, pero me prometí volverla a ver de nuevo. Tenía que hacerlo.












¹Babush: abuela.

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