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Alekei

—Me aburro. —soltó la niña al aire en uno de los sillones de la biblioteca cerrando el cómic que tenía en sus manos.

No sabía su nombre, de momento no me lo había preguntado y además me parecía irrelevante.

—No soy tu bufón. —respondí sin mirarla.

—Tampoco he dicho que lo seas.

La ignore volviendo a sumergirme en las páginas del diccionario, llevaba minutos buscando y no encontraba la palabra.

—Tengo hambre. —volvió a hablar tras soltar un suspiro.

—¿Quieres que traiga la comida y te la de en la boca o qué?

—Solo era un comentario. —respondió ella arrugando el entrecejo como una señal de su enfado.

—Pues me molestan tus comentarios. Mejor lárgate. —repuse volviendo a fijarme en las páginas del diccionario al escuchar la puerta de la biblioteca cerrarse de un portazo.

Incluso pude encontrar la palabra que tanto estuve buscando y leí las dos definiciones varias veces;

¹ Sentimiento de vivo afecto e inclinación hacia una persona o cosa a la que se le desea todo lo bueno.

² Sentimiento de intensa atracción emocional y sexual hacia una persona con la que se desea compartir una vida en común.

Pensé en esa vez cuando se cayó al suelo por mi culpa. Me había sentido mal, pero tampoco le deseaba todo lo bueno del mundo.

Respecto a la otra dudaba de querer compartir una vida a su lado, tal vez resultaría incluso más irritante que la niña rubia que me acompañaba a todas partes como un cachorro abandonado. Aunque, si que era verdad que me sentía muy atraído hacia ella, no sé de qué forma, pero lo estaba y me daba miedo. Porque por las noches cuando no podía dormir me imaginaba sus manos y su voz hasta quedar dormido, e incluso dormido tenía sueños extraños con ella y nuestro primer encuentro.

Bajé a la cocina en busca de Anna, teniendo la necesidad de seguir descubriendo a qué se refería la palabra exactamente y saber si tenía que ver con lo que sea que tuviera con la niña pelirroja.

Esa vez la encontré horneando unas magdalenas.

—¿Te puedo ayudar? —pregunté a sus espaldas.

Anna pegó un salto en el sitio al escuchar mi voz. Solía caminar con pasos silenciosos por toda la casa y cuando me acercaba a ella siempre la asustaba por eso.

Claro. Ahora cuando terminen de dorarse las decoraremos juntos.

Me senté en uno de los taburetes a esperar, recordando la palabra que había descubierto momentos atrás.

—Babush, ¿Alguna vez has amado a algo o alguien? —ella no tardó en sentarse a mi lado con una sonrisa.

—Si. Hace mucho tiempo. —respondió con sus ojos ahora entristecidos.

—¿Y qué se siente?

—Es... simplemente mágico. Todavía recuerdo esas mariposas revoloteando en el estómago o lo rápido que iba mi corazón cuando lo veía. —a medida que hablaba la mueca en mis labios se hacía más prominente.

—¿Mariposas?

—Si. Es como si te hicieran cosquillas dentro del estómago. —mi cara ahora mismo era todo un poema.

No porque me resultara extraño, sino porque era casi lo mismo que yo sentía todo el rato.

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. —respondí bajándome del taburete, dejando a un lado los planes de decorar las magdalenas junto a ella.

No quería saber nada más del tema, y se me había olvidado pasar por el despacho de mi padre esta mañana.

En otro momento me hubiera importado más, pero ahora estaba abrumado por la nueva revelación, pensando de qué formas podría deshacerse de las estúpidas mariposas. Las quemaría lo antes posible, solo tenía que saber cómo.

Cuando abrí la puerta me encontré con un hombre bastante parecido a mi padre. Era mi tío.

—¿Dónde está Kristoff? —pregunté sin esconder mi poco agrado hacia él. Verlo era suficiente para revolverme el estómago.

—Está ocupado con algo. Pero no te preocupes, para lo que te sirve él te sirvo yo también. —respondió dando un paso hacia delante, estrechando sus ojos en los míos.

Para cuando quise salir de ahí ya era tarde. La puerta estaba cerrada con seguro y en cuestión de segundos me había atrapado con bastante facilidad, cosa que no era de sorprender teniendo en cuenta la diferencia de tamaños.

—¡Si me tocas te arrepentirás! —grité moviéndome entre sus brazos de forma casi salvaje. —Esta vez se lo diré a Kristoff. —murmuré aferrándome a lo que sea con tal de que me soltara, pero por la carcajada que soltó supe que no había funcionado.

—Hazlo, ¿Crees que no lo sabe? —dijo lanzándome al sofá.

En un parpadeo tenía su aliento putrefacto en mi cara mirándome con un hambre voraz, retorciéndome las tripas de una manera muy diferente a lo que lo hacía cuando pensaba en la niña pelirroja.

—Que no esté aquí no hace que lo disfrute menos. Niño estúpido. —siguió muy cerca de mi boca en una mofa.

Sus palabras se quedaron en un eco que se repetía en mi cabeza en un intento de descifrar lo que quiso decir.

Seguía luchando por alejar mi cuerpo del suyo, pero el siempre me traía de vuelta con bruscos tirones.

No fue hasta que me propinó un fuerte golpe en la mejilla cuando consiguió que dejara de moverme durante unos pocos segundos en los que aprovechó para romper mi camiseta en dos y apretar mis pezones sacándome un quejido por la fuerza usada antes de arrebatarme los pantalones rompiendo un botón por el camino.

Mi mejilla izquierda palpitaba de la hinchazón y mi cuerpo estaba paralizado del miedo, pero aún así conseguí darle una patada en el estómago. Mis ojos se llenaron con lágrimas de impotencia y esa vez, antes de que pasara, supe que había rozado mi límite.

—Deja de moverte si no quieres que te destroce la cara. —amenazó después de darme otro golpe que volvió mi visión más borrosa de lo que ya estaba.

Aprovechó mi desorientación para girarme y bajarme los calzoncillos. Lo único que me hizo volver a la realidad fue su pene forzándose dentro de mi cuerpo, rompiendo mi piel en dos y desgarrando todo lo que se le pusiera por delante. Ni siquiera pude gritar porque tenía mi cabeza contra uno de los cojines del sofá, asfixiándome contra ella.

Los comentarios que decía en mi oído no eran opacados por la tela del cojín, y mientras aumentaba el ritmo de sus penetraciones más ignoraba la sangre que probablemente haya comenzado a salir de entre mis nalgas.

Cerré los ojos sintiendo que mi cuerpo quedaba en un segundo plano, como si me hubiera convertido en el espectador de una película de terror y no el protagonista viviendo todo.

Después volvió a girar mi cuerpo sacando su pene aún erguido y justo cuando pensé que hoy sería de esas veces en las que terminaría en mi pecho desnudo clavó sus dedos en mi mejilla obligándome a abrir la boca para introducir la cabeza de su glande masturbando su falo.

Casi me sentí vomitar con él dentro cuando un líquido espeso y amargo bajó por mi garganta.

—Eso es. Tragátelo todo. —murmuró entre gemidos y la respiración agitada.

Finalmente no pude evitar las náuseas y lo eché todo por la boca manchando sus pantalones vaqueros y parte de su camisa.

—¿¡Qué crees que haces!?¿Te doy asco, eh?¿Es eso? —soltó entre dientes mientras se subía los pantalones.

Sus ojos estaban fijos en los míos, al acecho de las lágrimas que me negaba soltar sabiendo que eso lo molestaría aún más. No le gustaba cuando, según él, me hacía el duro.

—Ya nauchu tebya uvazhat'. —susurró para sí mismo con una sonrisa cogiendo el cinturón de sus pantalones.

Por más que deseara salir corriendo mi cuerpo no me respondía, todavía estaba entumecido por el dolor y la acidez de mi estómago.

El primer golpe no lo vi venir al cubrir mi cara en un instinto de protegerme, pero había sido en mi estómago bajo. Apreté los dientes tragándome el dolor como podía con cada golpe, no queriendo darle la satisfacción de disfrutar también de mi dolor.

Perdí la cuenta de las veces en las que la hebilla había hecho de mi piel un río de sangre que caía por mi torso hasta manchar la tela del sofá. Y lo más horrible de todo es que esta era mi parte favorita, la que menos me desagradaba.




•••




Unas horas después había aparecido en mi cama. No quise saber cómo ni cuándo llegué hasta allí. Por la luz que atravesaba los ventanales de mi habitación supuse que había dormido todo el día de ayer.

El dolor punzante que sentía al caminar era preferible a la vergüenza y rabia que de ese momento.

Cuando miré mi reflejo las imágenes se repitieron en mi cabeza y en busca de aliviar el dolor que comenzaba a pudrirme por dentro le di un puñetazo al espejo haciendo que se partiera en pedazos. Los cristales incrustados en mi piel fueron de poca ayuda.

En un intento por borrar sus huellas de mi cuerpo fui al plato de ducha y me senté bajo el agua, restregando la esponja con tanta fuerza que algunas partes de mi piel comenzaron a sangrar.

—¡Para! Te estás haciendo daño. —gritó la niña que había entrado a mi baño con el permiso de nadie.

Después se fue corriendo a algún lugar mientras yo seguía frotando mi cuerpo con ojos distraídos de la realidad. Estaba totalmente perdido en el infierno de mi cabeza y no sabía cómo salir de esa pesadilla, solo sabía que no quería sentir.

—Tranquilo. Todo estará bien. —musitó Anna momentos después a mi lado.

Los dos sabíamos que no era verdad, pero aún así dejé que cogiera la esponja y me cogiera entre sus brazos con los guantes de látex.

Era la única que sabía sobre mi rechazo a ser tocado por los demás. En ese momento no me pareció mala idea probar qué se sentiría ser tocado por la niña pelirroja.

Esa idea no salía de mi cabeza mientras Anna curaba las nuevas heridas y me esparcía una pomada para el dolor, o cuando ella y la niña rubia abandonaron la habitación dejándome solo.

El blanco del techo se convirtió en unas motas negras y quedé dormido en un sueño donde la niña pelirroja había aparecido con una amplia sonrisa. Me resultó extraño, porque por primera vez había dejado de tener pesadillas. Desde ese día todos mis sueños habían sido sustituídos por su voz y sus manos.

Cada vez que me despertaba me negaba a levantarme de la cama para otra cosa que no fuera ir al baño.

Tenía el estómago cerrado y por las heridas que seguía teniendo mi padre apoyaría la idea de quedarme en casa ese día, cosa que aproveché para dormir todo lo posible como una forma de tenerla en mi cabeza más presente. Las cosas que me hacía sentir ya no eran tan molestas.




•••



Al día siguiente mi cuerpo estaba menos adolorido y la piel había empezado a curarse, aunque no estaban lo suficientemente bien como para usar prendas cortas para vestir.

Abriendo la puerta encontré a la niña rubia sentada en el suelo. Si hubiera abierto la puerta con más fuerza la hubiese golpeado.

—Te estaba esperando para desayunar juntos. —murmuró ella levantándose y sacudiendo su vestido. —¿Cómo estás?

—No tengo hambre. —respondí bajando las escaleras.

—Pues tienes que comer, sino te vas a enfermar.

—No me importa.

—A mi sí. No quiero que te enfermes.
—replicó poniéndose frente a él.

—Ya te he dicho que no. —murmuré con rudeza. ¿Por qué ahora se preocupaba tanto por mi? Ni siquiera éramos amigos.

—Pero...te he preparado tu zumo favorito. No me puedes decir que no a eso. —respondió con un mohín en los labios. Suspiré apartando la mirada. Ella era bastante irritante.

—Bien. —la niña sonrío ampliamente y agarró mi muñeca por encima de la tela del jersey, casi arrastrándome a la cocina.

Allí eché un vistazo a la comida que posaba encima de la encimera fijándome en el zumo de pomelo con irritación. Odiaba los pomelos, quién sabe de dónde se había sacado que ese era mi zumo favorito.

—¿Te gusta? —preguntó ella con esa voz chillona y una sonrisa que ocupaba al menos la mitad de su cara.

—Se ve bien. —respondí indiferente.

No tenía ganas de soportar sus llantos al nada más despertarme si le decía la verdad.

—Lo he hecho yo.

—Tu ni siquiera sabes cómo usar el microondas. —dije tras un resoplido incrédulo.

—Pero he ayudado, así que cuenta como si lo hubiera hecho yo.

Apenas comí algo mientras recordaba las escenas de mis sueños. Comenzaba a olvidarlas, así que quise escribirlas resaltando todos los detalles posibles en un intento de guardar lo poco de lo que me acordaba. Además, tal vez si leía el pequeño relato antes de irme a dormir conseguiría volver a soñar con ella.

Me hubiera gustado comprobarlo en ese momento. Dormir todo el día. Pero para mi desfortuna tenía que ir a ese lugar que ya no consideraba tan infernal gracias a la pelirroja.

—¿Te vas? —habló la niña a mis espaldas, a lo que yo asentí despacio antes de ponerme los zapatos que se hallaban en la entrada.

—¿Puedo ir contigo?

—Sabes que no.

—Quiero ir. No me gusta que me dejes aquí sola.

—No puedes, pero si de verdad quieres venir, díselo a Kristoff. —ella negó rápidamente.

—Prefiero morirme del aburrimiento. Tu padre no me gusta, me da miedo.

Porque mató a tu madre frente a tus ojos. Quise responderle, pero me lo callé y dije otra cosa.

—Entonces no te quejes.

Nunca antes había estado tan ansioso por ir al colegio como ahora.




•••



Por unos minutos me distraje haciendo los ejercicios que el profesor indicaba hasta que mi atención cayó sobre los niños que empezaron a adueñarse de la pista a unos metros lejos de la suya.

Volví a fijarme en ellos con un mohín en los labios preguntándome porque estaban sentados en el suelo haciendo nada mientras nosotros teníamos que estar corriendo como patos mareados botando un estúpido balón. Me daban ganas de lanzarlo a la cabeza del profesor.

No dejé de dar rápidas miradas hacia aquel lugar queriendo que ella apareciera. Ahora habían puesto música y los niños estaban bailando emparejados los unos con los otros. Casi me tropecé al verla cogida de las manos de otro niño.

De repente me dolía la cabeza y sentí una punzada desagradable en el estómago. Pasaron los minutos y él no se alejó de ella, incluso ahora tenía una mano puesta en su cintura. Eso me enfureció.

Él no debe tocarla. Pensé mientras fijaba mis ojos en la cabeza del niño. Si no se alejaba por las buenas entonces lo haría por las malas.

Antes de soltar el balón en dirección a su cabeza algo duro rebotó contra mi nariz. Levanté la cabeza encontrándome con el rostro pálido de Wilson que abría y cerraba la boca como un pez.

—¡Te vas a enterar, Wilson! —grité con una mala mirada sintiendo un líquido espeso bajar por mi nariz antes de correr hacia los baños con mi mano cubriendo la zona.

Por más que me echará agua la sangre no paraba de bajar. Tuve que echar la cabeza hacia atrás y ponerme trozos de papel en los orificios por un rato.

—Hola. ¿Puedo entrar? —dejé de respirar con normalidad al reconocer su voz al otro lado de la puerta.

En seguida tiré el papel y me limpié las gotas restantes. Cuando abrí la puerta hice el intento de cambiar mi imagen siendo golpeada por un balón a una despreocupada, rogando porque la sangre se hubiera detenido.

—Hola. —hablé con una sonrisa sintiendo el corazón casi en la boca.

—Tengo algo para tu nariz.

—Mi nariz está bien. —respondí con una actitud desinteresada apoyado en el marco de la puerta.

—Yo creo que no. Está sangrando. —remarcó ella señalando la sangre con su dedo. —Siéntate aquí. Te curaré.

Cerré la puerta y seguí sus pasos hasta el banco que había en mitad del vestuario. Tenía mucha curiosidad por saber cómo pretendía hacerlo, si usaba algún tipo de poder por fin podría demostrar que ella no era como los demás, y si no lo hacía me daba igual. Ya habían muchas cosas que demostraban que ella no lo era.

Primero puso una tirita en la punta de mi nariz, y después acercó sus labios a ese lugar con bastante seguridad. Para cuando quiso alejarse ella ya había dejado un beso que fue apenas un roce, dejándome un enjambre de murciélagos en la boca del estómago.

El dolor de mi nariz se había ido en un gran porcentaje. Ni siquiera sentía que estuviera hinchada y mucho menos que sangrara, aunque no estaba seguro de lo último.

—¿Mejor?

Toda la respiración se me había cortado y mis músculos se habían entumecido así que lo único que pudo hacer fue asentir con la cabeza.

Ella sonrío dejando ver su dentadura, tenía una de las paletas torcidas, pero aún así era la mejor sonrisa que había visto en la vida, y por más que no le gustara la idea, la verdad es que la había echado mucho de menos.

Al verla las voces de mi cabeza se callaban y las pesadillas pasaban a un segundo plano. Si tal vez la hubiera visto sonreír antes me hubiera sido más fácil obrevivir todo ese tiempo.

—Creo que no ha funcionado. —dijo ella viendo cómo el hilo rojo salía de mi nariz, y al ver sus intenciones de acercar sus labios a mi nariz otra vez deseé que no dejara de sangrar nunca.

Solté un suspiro sintiendo los murciélagos de mi estómago más fuertes que antes. Luego me fijé en la pequeña gota de mi sangre que había quedado en su labio inferior.

—Ahora si. —habló sonriente lamiendo la pequeña gota sin darse cuenta.

Esperé a que hiciera una mueca desagradable al saborearla, pero su cara no cambió.

—Siempre funciona. Mi niñera hace eso cuando tengo alguna herida. —explicó después y yo la miré arrugando el ceño.

—¿Tu niñera te da besos?

—Solo cuando me hago heridas. —su respuesta no me gustó nada.

Nadie aparte de yo debería besar sus heridas. Dije para mis adentros desviando la atención a sus manos para dejar de pensar en su niñera siendo asesinado por mi cuchillo.

Eran pequeñas y lucían suaves, como las de una muñeca de porcelana.

—Me duele la cabeza. —dije después con una mueca adolorida fingida.

Si quería retenerla más tiempo a mi lado tendría que inventarme alguna excusa.

—Creo que deberíamos ir con la enfermera.

—No. No hace falta. Sólo necesito descansar un poco. Estaría bien si te pudieras quedar un rato para hablar.

—¿Eso te haría sentir mejor? —asentí varias veces. —Pero tengo clase, si no voy me regañarán.

—No lo harán. —parece que lo que dije no fue suficiente para convencerla.

Era una niña lista, y eso jugaría en mi contra muchas veces.

—Por favor.

A duras penas pedía las cosas. Mi padre me había acostumbrado a tener lo que quisiera cuando me diera la gana. ¿Por qué con ella no podía ser así?

—Está bien. Pero después me das uno de esos caramelos que me diste el otro día.

—No los tengo. —dije entre dientes.

—Entonces no.

—Está bien. Te lo daré. —ella se dió la vuelta con una amplia sonrisa en la cara y se sentó a mi lado.

—¿De qué quieres hablar?

Hice un esfuerzo por respirar lo menos posible, no quería tener que sufrir también las consecuencias de oler su aroma. Con su cercanía y el rastro que habían dejado sus labios era más que suficiente.

—De ti.

—¿De mi?

—Si. Quiero saberlo todo sobre ti. —ella me miró como si me hubiera salido otro ojo en mitad de la frente.

—Eres muy raro.

—¿Cómo te llamas? —pregunté ignorando lo que había dicho. No era raro, simplemente quería saber más sobre ella.

—Lena Easton. ¿Y tú? —repetí su nombre varias veces en mi cabeza. Sonaba muy bien.

—Alekei. Alek.

—Alex. —repitió con firmeza.

—No. Alek.

—Alex me gusta más. —respondió ella haciendo frunciera los labios en un mohín molesto.

Pero lo dejé estar. Podría llamarme como quisiera si con eso conseguiría saber hasta el más mínimo detalle de su persona.

—¿Cuántos años tienes?

—Nueve. ¿Y tú?

—Trece. —escuché un jadeo de su parte.

—Eres muy mayor.

—No lo soy.

—¿Y cuándo es tu cumpleaños?

—31 de octubre.

—Entonces eres un escorpión.

—¿Qué significa eso?

—Significa que eres muy tímido y no te gusta hablar. ¿Es eso cierto?

—No. Me gusta hablar contigo. —dije lo último para mi mismo.

—Mi libro nunca miente.

—¿Y cuándo es el tuyo?

—Nací el 27 de septiembre del 2000. Y soy libra. —asentí con desinterés.

No me importaba lo que dijera su dichoso libro.

—¿Y qué te gusta hacer en tu tiempo libre?

—Dibujar, leer y dormir. Y comer. ¿Y a ti?

—Leer. —dije con una sonrisa. Por lo menos teníamos algo en común.

—¿Dónde naciste? —desde la primera vez que la escuché hablar supe que no era de la zona.

—En un hospital de Londres en Reino Unido, en Europa.

—Eso queda muy lejos. —ella asintió cabizbaja mientras jugaba con sus dedos. —¿Y desde cuándo estás aquí?

—Un año. —respondió en un hilo de voz.

—¿Lo echas de menos?

—Mucho. Allí tenía a mis amigos.

Su brusco cambio de ánimo había hecho que me empezara a sentir mal sin saber porqué.

—Yo podría ser tu amigo. —dije sintiendo una necesidad de acercarme más a ella. Y así lo hice, hasta que solo quedó un centímetro de distancia.

—A mi hermano no le gustaría. Él dice que solo puedo tener amigas, nada de amigos.

—Bueno. Entonces va a ser un secreto entre nosotros dos. —murmuré con una sonrisa, olvidando el insulto que tenía para su hermano.

—¿De verdad? —asentí con la cabeza y mis ojos ahora fijos en su rostro.

Era tan perfecto que parecía irreal, como si fuera una escultura tallada por los mismos demonios del infierno.

—¿Quieres que sellemos nuestro secreto?

—Si. —respondió con una voz chillona levantando su dedo meñique.

No me hizo falta nada más para acercar mis labios a los suyos con rapidez. Y aunque el beso hubiera durado unos pocos milisegundos me sentí renacer.

Los murciélagos de mi estómago se habían triplicado y mi alma pareció dividirse en dos pedazos.

—Ahora está sellado. —susurré con la voz entrecortada.

Ella no dijo nada, solo me miraba con los ojos más abiertos de lo normal, y justo cuando estuve a punto de decir algo se levantó del banco y se fue corriendo.

—¡Espera! Lena. —grité tras ella.

Para cuando la encontré ya estaba de nuevo con los demás niños.

Con una maldición volví a la pista preguntándome qué había hecho mal. Fue solo un beso.












Ya nauchu tebya uvazhat': te enseñaré a respetar.

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