CAPÍTULO V: UN TRATO JUSTO

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Al abrir los ojos, se topó con la enorme figura de Armont. Estaba sentado frente a él, cruzado de brazos, la capucha de la capa puesta sobre su rostro para esconder el hecho de que estaba dormido.

Lotred miró su brazo izquierdo. Habían reemplazado el pedazo de trapo que se había ajustado alrededor de la herida, ahora la rodeaban unas blancas y limpias vendas. Volvió a mirar a Armont; al lado del hombretón había una mesa de noche, sobre la cual había dejado su cajita llena de instrumentos para curar. Nadie se esperaba que alguien de aspecto tan rudo fuese aficionado a la medicina; Lotred aún recordaba cómo es que todos quedaron atónitos cuando, luego de una dura misión, el mismo Armont logró suturarse para, acto seguido, atender al resto que también necesitara de sus sanadoras habilidades.

Suspirando, se levantó de la cama. Un rayo de luz se adentraba en la habitación, por una ventanilla puesta en lo alto, impactando contra la pared en donde estaba enmarcada la puerta. Lotred se estiró los brazos y los dedos de las manos, haciendo crujir a sus articulaciones, desligándose un poco de la pesadez que sentía sobre el cuerpo. Avanzó hacia la puerta y la abrió, saliendo hacia el pasillo.

Encontró a Jerssil con un pie embotado recargado contra la pared, cruzada de brazos frente a la puerta.

—Siguen aquí —gruñó Lotred.

—De nada —Jerssil le señaló la venda— por curarte la herida. Siempre fuiste un desastre cuando debías curarte tú solo.

—¡No me dormí! —gritó la voz de Armont desde el interior del cuarto—. ¡Estoy despierto, estoy despierto!

Jerssil dejó escapar un suspiro.

—Lot —dijo— de verdad te necesitamos.

El mercenario resopló como respuesta y siguió su camino por el pasillo, hacia la sala. Allí, Cael roncaba, recostado en el suelo, envuelto en los pliegues de su propia capa. Al lado suyo, descansaba su vieja flauta de hueso. Lotred recordó aquellas noches en las que el grupo se sentaba alrededor de una fogata, agotados después de alguna dura faena, solo para ser sorprendidos por las repentinas notas que salían desde aquel raro instrumento. Cael la cuidaba muy bien, mucho más que a las dos espadas cortas que blandía.

—¿En serio vas a ignorarnos? —exclamó Jerssil, sus pasos largos y firmes resonando por el pasillo hasta él—. ¿A nosotros?

Lotred se echó la capucha sobre la cabeza y se encaminó a la puerta. En su mente recreó la expresión que habría estado adoptando el rostro de Jerssil en aquellos momentos: sorprendido, enfadado, ofendido, el epitome de la frustración ante un escenario al que nunca se había acostumbrado; ella siempre llevaba las riendas, siempre dominaba, alzándose por encima de todos. Y ahora él actuaba como si la nada le estuviese hablando. Sintió culpa, pero tampoco pudo evitar darle espacio a la satisfacción.

—¿Ignorarás a Baldrick?

En ese momento ya tenía la mano puesta sobre la perilla. Oír el nombre le hizo detenerse, e incluso sintió que el tiempo también se detenía con él. Cuando cayó en la cuenta de que estaba demostrando debilidad, enfocó todos sus esfuerzos en salir de ese odioso trance.

—Cuando vuelva —dijo al fin—, espero no tener que verlos.

Abrió la puerta y la cerró tras de sí, saliendo hacia la ciudad.

Una vez afuera, contuvo las ganas de lanzar una avalancha de maldiciones. Dos años. Habían pasado dos largos años y en cada uno los días que los formaban siempre deseó volver a verlos, incluso si eso significaba volver a abrir heridas. Pero siempre había algo que le detenía, a veces una cosa externa a él y otras, un sentimiento de rencor profundo el cual, a su vez, le producía una sensación de culpa. Y ahora ellos se le habían aparecido, no en un sueño sino en la realidad, palpables, sus corazones latientes. ¿Por qué no podía alegrarse? La respuesta fue fácil. Habían ido a buscarlo, pero no viéndolo como alguien que fue parte de sus vidas, sino como un medio, un medio para llegar hasta Baldrick. Baldrick. Sin darse cuenta, el nombre en sus pensamientos le hicieron endurar los puños, tan fuerte que le comenzaron a doler.

Solo ignóralos, pensó. Cuando vuelvas, se habrán ido.

Para aquella hora del día, por los caminos pedregosos de Zedirn ya iban y venían diversos tipos de gentes. Algunos llevaban sacos sobre sus hombros, otros iban montados en carretas tiradas de mulas o caballos; la ola de pasos, impactando contra el pavimento, levantaba una pequeña nube de polvo que apenas se alzaba hasta las pantorrillas de los citadinos. El sol estaba pálido en el cielo, deslumbrante, extendiendo un manto de calor invisible que incluso parecía tostar el aire; por suerte, como un dios cruel pero justo, arrancaba sombras desde los edificios, densas y gigantes, como refugio para los que lo requerían.

Lotred caminó entonces, dirigiendo sus pasos hacia el noroeste de la urbe. A plena luz del sol, era difícil creer que, a la vuelta de alguna esquina, o pasando por un callejón, habrían asaltado a alguien durante la noche, en especial cuando por las calles de Zedirn siempre pasaban esos tipos envueltos en túnicas grises quienes ostentaban el título de eruditos. Gracias a ellos, la ciudad gozaba de una buena reputación, diciendo que sus habitantes eran más inteligentes que el promedio al estar rodeados de aquella clase de personas. Los eruditos parecían irradiar conocimiento y sabiduría; en cada paso lento que daban, en cada mirada que dirigían, en cada palabra, por más simple que fuera, que pronunciaran. En su mayoría, eran ancianos con ojeras gigantescas, pero de vez en cuando se podía ver a alguno joven, siempre cargando libros igual de gruesos que troncos de árboles. Se asentaban en la Gran Biblioteca de la ciudad, quizás en sus sótanos. Lotred nunca había ido allí, pero siempre la veía, resaltando en medio de todos las torres y casas, era un edificio alto y grueso, circular, de techo oscuro y cupulado que parecía estar hecho de obsidiana, con grandes ventanales a lo largo de su pétrea circunferencia; construida sobre la cima de la única colina de Zedirn, resaltaba mucho más que el cotidiano destino de Lotred: la fortaleza del gobernador.

Los territorios alrededor de la ciudad siempre eran recorridos por bandas de asaltantes. Eran como cucarachas: exterminabas una y al día siguiente aparecía otra, moviendo sus antenas desagradables para olfatear el pavimento, en búsqueda de algo de lo que alimentarse. La guardia de la ciudad no podía encargarse de todas a la vez, ya tenían suficiente con las que habían conseguido entrar en la ciudad, por lo que muy a menudo recurrían a los servicios de mercenarios para cuidar de los alrededores. Además, resultaban más baratos; si un guardia moría, se debía pagar una indemnización a la familia de por vida, y también había que buscarle un reemplazo, cosa que no aplicaba del todo con los mercenarios. Lotred resultó ser de los más eficientes a la hora de completar, lo que los de su clase llamaban, los encargos; llegó a demostrar su valía hasta tal punto en el que se le reservaba misiones específicas.

Después de unas horas de caminata, Lotred acabó llegando a la fortaleza de Zedirn. Se trataba de un castillo rodeado por una muralla plagada de ballesteros. Entre el conjunto de torres del castillo, sobresalían dos, una más alta que la otra, coronadas por dos banderas de diferentes colores. La más alta llevaba el estandarte real, el grifo blanco y rampante sobre campo de sable, mientras que la otra, una bandera de campo sinople con dos hachas doradas y cruzadas desde sus mangos. Aquella última pertenecía a la casa del gobernador de Zedirn, lord Lidaron. Los ballesteros, vigilando desde la muralla, a diferencia de la guardia de la ciudad, llevaban los colores de aquel señor. La entrada a la fortaleza estaba abarrotada de citadinos que esperaban por una audiencia con dicho hombre, había más guardias junto a ellos, armados con espadas y escudos, que los mantenían en orden.

—Eh, tú —Lotred arrastró sus ojos hacia el soldado que lo llamaba. Su rostro estaba escondido bajo un yelmo con visera—. ¿Audiencia con lord Lidaron?

—No —respondió al tiempo que negaba con la cabeza—. Vengo a ver al capitán de la guardia de la ciudad.

—Mercenario, ¿no? —añadió el guardia. Su voz se oía opacada por el hierro que rodeaba su rostro, aun así, Lotred percibió el repudio en su voz—. Sígueme.

Lotred avanzó tras el soldado, aunque ya se sabía el camino de memoria hasta la Torre de Guardia, sabía que era una pura formalidad y que no importara cuanto le aburriese, al final la única opción era seguir lo que dictaban los aburridos nobles. Cuando pasó de la aglomeración de ciudadanos, estos empezaron a reclamar el por qué de su rápido pase a la fortaleza.

El portón estaba abierto y una fila de soldados la protegía a lo largo de todo su ancho. Cuando vieron que se acercaba un compañero suyo, escoltando a un mercenario, dejaron abierto un pequeño espacio para permitir una entrada. Dentro, el patio era recorrido por la servidumbre y más soldados.

—Por aquí —indicó el guía de Lotred.

La Torre de la Guardia se levantaba alejada de la fortaleza, no era un edificio que se conectara directamente con el castillo. La bandera del rey ondeaba sobre su tejado; tenía cinco niveles y estaba hecha de ladrillos de piedra oscura. Dos soldados de la guardia de la ciudad protegían la entrada a la torre, armados con lanzas. El soldado lo dejó frente a la puerta y se fue sin despedirse, aunque no es que Lotred también estuviese dispuesto a realizar tal gesto.

Los hombres dispuestos en la puerta ya conocían su rostro, por lo que no tuvieron que preguntarle quién era antes de dejarlo pasar. El salón principal de la torre estaba decorado con una mesa circular en medio de todo, en los muros estaban colgados escudos y armas y también había una armadura de placas puesta sobre un soporte. Unas escaleras llevaban a los pisos superiores y una puerta de hierro daba paso al descenso a las mazmorras de la torre, donde recluían a algunos presos. Lotred subió las escaleras, pasando por las primeras cuatro plantas dedicadas a labores que no tenían mucho que ver con las armas y la protección de la ciudad. Al piso quinto se entraba por una puerta resguardada por otros tres guardias. Aquella vez les tocaba turno a hombres que no lo conocían, puesto que tuvo que esperar a que uno de ellos le hiciera las preguntas de rutina.

—¿Razón de su visita? —preguntó el soldado de en medio.

—Asaltantes en el bosque Veredern —dijo mecánicamente—. Me encargué de ellos. Vengo por la recompensa.

—¿Y la evidencia?

Lotred resopló, aburrido. Llevó una mano hacia los bolsillos de su cinturón buscando la bolsa en donde llevaba los dedos.

—¿Lotred? —preguntó una voz, amortiguada, al otro lado de la puerta—. ¿Eres tú, Lotred? ¡Déjenlo entrar!

Los guardias se miraron, confusos, antes de obedecer las ordenes que les dictaba aquella voz gruesa y áspera. Abrieron la puerta y dieron pase al mercenario, que, aliviado, dejó de buscar lo que le habían solicitado.

El comandante de la guardia era un hombre entrado en sus cincuentas, llevaba la barba bien cortada y el cabello entrecano recogido por una cinta. Como uniforme, llevaba una gabardina negra abrochada con botones plateados, mismo color que el de las hombreras. Calzaba botas altas y tenía unos pantalones oscuros también, pero aquellos elementos no se veían desde el lado de la larga mesa, llena de papeles y pergaminos, en el que Lotred se hallaba. La habitación era grande, tenía una armadura puesta sobre un soporte y una magnifica espada colgando al lado suyo. También había un mapa de la ciudad lleno de X de distintos colores. Un ventanal, por el cual el comandante miraba en aquellos momentos, permitía entrar la luz del día, tiñendo de palidez al oscuro ambiente. Lotred siempre se quedaba viendo la cabeza de grifo disecada, colgando por encima de aquel ventanal, y pensaba en las épocas arcaicas de Aleron, cuando se podía ver a esas bestias en cada rincón del reino.

—Son reclutas —dijo el comandante, dándose la vuelta para ver a Lotred a los ojos—. Ya sabrán de ti tarde o temprano.

Hardan Grellmur era de esas personas que no parecían haber sido niños nunca. Con aquel rostro lleno de cicatrices y esos ojos verde oscuro, era imposible asignarle un rostro infantil que fue endurándose a lo largo de los años. A pesar de la edad que tenía, no chocheaba e imponía su presencia con aquella postura erguida, con las manos tras la espalda y el mentón ligeramente levantado. Lotred lo conoció luego de su primer año de estar aceptando encargos para la guardia de la ciudad; el comandante había mandado a llamarlo personalmente para poder verlo y conocer a ese mercenario que tanto humillaba a la utilidad de sus soldados. No se caían bien, tampoco se dedicaban odio, aunque no se podría decir que hubiese una especie de fría cordialidad entre ellos. Cuando ambos se veían a los ojos parecían combatir por medio de ellos, un duelo que tenía como objetivo desmoronar al adversario. Hardan no era partidario de contratar mercenarios para hacer el trabajo de mantener el orden, pero no podía hacer mucho ante las ordenes del propio gobernador; mientras, Lotred detestaba ser sometido a esas agobiantes peleas silenciosas que deslizaban entre sus voces y las palabras a las que daban forma, prefería solo llegar y reclamar el pago prometido.

—Bueno... —Hardan se apartó del ventanal y fue hasta su escritorio. Extendió sus manos enguantadas de blanco por toda la superficie, buscando. Al final, recogió un pergamino y lo alzó para leerlo en silencio—. Sí, asaltantes en Veredern. ¿Cuántos eran? La víctima que dejó su denuncia dijo que eran seis.

Lotred asintió. Aún no cruzaban miradas, el comandante se concentraba en estudiar el pergamino.

—Sí —dijo el mercenario—. Pero solo encontré tres. Al parecer estaban por irse, los encontré levantando el campamento.

O debería decir que ellos me encontraron, agregó para sí. Por suerte, el comandante no se percataría de su herida, los pliegues de su capa ocultaban las vendas que rodeaban su brazo herido.

—¿Estás seguro? —el comandante dejó el pergamino sobre la mesa y, en aquel momento, preparó sus ojos para ver a los de Lotred—. Quizá debiste buscar más en la espesura.

—Le aseguro que solo quedaban esos tres —insistió Lotred, frunciendo levemente el ceño, harto de presenciar el inicio del duelo de miradas.

—El contrato dice que eran seis —aclaró Hardan. Con la luz del día dando a sus espaldas, una sombra se levantaba sobre sus verdes ojos—. Te daré la mitad, es un trato justo. Muéstrame la evidencia de una vez y podremos seguir a otra cosa.

—¿Otro trabajo? —Lotred empezó a palpar en los bolsillos de su cinturón—. ¿Tan pronto? Usualmente pasan unas semanas.

—No se trata de asaltantes esta vez —Hardan se cruzó de brazos y apoyó su peso sobre una pierna—. La orden de Eruditos de Teriz ha solicitado una escolta.

—Tu guardia puede encargarse de eso —objetó Lotred, extrañado de que le delegaran un trabajo de ese tipo.

—Mis soldados no conocen la Cadena de Daleria como tú —declaró Hardan—. ¿Por qué tardas tanto con la evidencia?

Para ese momento, Lotred había caído en la cuenta de que ninguno de sus bolsillos contenía la bolsa con los dedos cercenados. Juraba que los tenía guardados, que nunca se había separado de ellos. Entonces, un impulso le hizo palpar las vendas limpias alrededor de la herida.

—¿Y bien? —preguntó Hardan arqueando una ceja—. ¿La evidencia?

Lotred gruñó, apretó los dientes con furia, conteniendo las ganas de soltar un insulto.

—¿Qué, la perdiste acaso? —Los ojos de Hardan parecían chispear, divertidos.

—No —dijo Lotred entre dientes—. Es solo un contratiempo. Volveré más tarde.

—Antes de que te vayas —Hardan tomó un pergamino diferente, apartado del montón de papeles y se lo extendió—. Ahí está toda la información sobre la escolta que necesito. Dame tu respuesta mañana a primera hora.

—Has dispuesto de otros —Lotred vio que el pergamino decía que la escolta debía ser de, al menos, cuatro personas—. No soy de grupos.

—Pero la paga es buena —añadió Hardan—. Ya te puedes retirar. Y no vuelvas hasta tener esa evidencia contigo, ¿sí? Odio perder el tiempo.

Lotred resopló y volvió en puños sus manos. Salió de la habitación dando pasos largos y firmes.


***


Gredo vivía en la zona suroeste de Zedirn. Su casa estaba hecha de madera, adobe y paja seca para el techo, tenía también un almacén al lado que le servía para guardar la tartana y a los dos caballos de tiro. La vivienda estaba cerca de la muralla de la ciudad, por lo que, en la mayor parte del día, la sombra de esa mole de piedra gris caía sobre ella; Gredo nunca se quejaba del intenso calor del verano debido a eso. La gente conocía a dicha zona de la ciudad como los Barrios Destellantes; durante el día, el nombre no tenía mucho sentido, pero, cuando el cielo se volvía negro y las estrellas y las lunas emergían, al acercarse a la boca de un callejón iluminado por una antorcha, se podía hallar la respuesta. Los asaltantes, esperando en esos pasajes con las dagas desenvainadas, abundaban más allí que en cualquier otra parte de Zedirn. Sin embargo, no había que esperar a las horas nocturnas para que los rincones de esos barrios fuesen desagradables. Lotred atravesó un callejón lleno de adictos a la rosazul para llegar a la plazuela en donde se levantaba la casa del tartanero.

La plazuela, una pequeña zona cuadrada, tenía una fuente de piedra en medio de las casas que la rodeaban. El agua había dejado de correr hacía muchos años atrás, por lo que la fuente se halla seca. Se avistaban guardias en esquinas, vigilantes. La tarde ya caía sobre la ciudad y los mercaderes en aquella zona ya levantaban sus puestos, acompañados por una música lenta y desafinada que salía desde las cuerdas del viejo laúd de un bardo.

A pesar de tener la capucha sobre la cabeza, el calor conseguía arañarle el rostro a Lotred. El mercenario avanzaba, casi arrastrando los pies embotados, por las sombras que el resto de casas extendían.

Para esa hora de la tarde, Gredo se encontraba en el almacén. El portón estaba abierto hacia el decadente paisaje urbano de la plazuela, dejaba ver cómo el anciano cepillaba el cuerpo de uno de sus caballos mientras silbaba aquella canción infantil que ya parecía haber hecho completamente suya.

—Adoro los días de paga —dijo el anciano sin parar de cepillar a su animal, al notar la silueta de Lotred en la entrada del almacén, deteniendo sus silbidos. El caballo, como quejándose de que la música se detuviera, resopló—. Tengo algo que decir...

Detuvo sus palabras al voltear y mirar el rostro enfurecido del mercenario.

—Te contrataron unas personas —dijo Lotred—, ¿verdad?

Gredo ladeó la cabeza, extrañado. Al parecer, a Lotred no le había fallado la intuición, sabía muy bien lo que estaba sucediendo. Buscó entre los bolsillos de su cinturón y sacó el pergamino, que Hardan le entregó en la mañana, para exhibirlo ante la mirada del anciano.

—Dijeron que necesitaban transporte hacia la Cadena de Daleria —Lotred señaló una parte de los escritos en el pergamino—. Lo más probable es que te ofrecieran más de lo que te pago.

—Por Fanemil —Gredo dejó caer el cepillo del caballo a la cubeta llena de agua y se volteó por completo hacia el mercenario, las manos empapadas y cubiertas de espuma puestas sobre sus caderas—. No pensé que fuese a importarte. Solo serán unos días, después de todo.

—Y no me importa —Lotred guardó el pergamino—. Solo quería confirmar mis sospechas.

—¿Qué harás ahora que las has confirmado?

Al escuchar aquella voz, una ira abrumadora tomó posesión de su cuerpo. Antes de que él mismo se diera cuenta, ya había desenvainado la espada. La hoja destellaba al sol, separada del cuello de Jerssil por solo unos escasos centímetros. La mujer tenía tensados los músculos de dicha zona y su mano derecha se hallaba petrificada, cerrada sobre el mango de una de sus dagas. Tras ella, Cael y Armont se hallaban boquiabiertos.

—Dame otro motivo —siseó Lotred, acercando el filo a la piel de Jerssil—. Uno solo.

—Maldita sea, Lotred —bramó Gredo—. No te atrevas a matar a alguien aquí.

—Aunque quisiera, no lo haría —lo tranquilizó Jerssil. El factor sorpresivo que le había asaltado se desvaneció, su voz se había tornado burlona y ahora sus ojos miraban a los de Lotred.

—¡¿Eso crees?! —exclamó él. Todos alrededor parecieron encogerse ante aquel grito, incluso Armont. Pero Jerssil ni siquiera se inmutó— ¿Eso crees? —masculló luego. La espada comenzó a temblar, la ira en su rostro flaqueaba—. ¿Acaso... acaso crees que no tengo una buena razón para...?

Bufando, retiró la espada y la enfundó. Cael y Armont, aliviados, dejaron escapar unas sonrisas nerviosas. Jerssil suspiró.

—Ten cuidado con ellos, Gredo —dijo, manteniendo la mirada sobre esos tres sujetos a los que alguna vez llamó amigos y que, en lo más profundo de su corazón, consideró como familia. Comenzó a caminar, a alejarse, pasando entre ellos como si fueran desconocidos—, puede que también te abandonen.

—Lot... —Era la voz de Cael—. ¿A dónde...?

Lotred elevó una mano. La bolsa con los dedos cercenados estaba ahí.

—Carajo —maldijo Armont, al darse cuenta que ya no los tenía sujetos a su cinturón—. Hey, Lotred, te juro que no fue mi...

—Tengo una recompensa que reclamar —le interrumpió—. Búsquense a alguien más para que los guíe en la Cadena. No aceptaré la misión.

De hecho, creo que ya no aceptaré más misiones en esta ciudad. Era momento de buscar otros horizontes, alguna vez había oído que a los mercenarios se les pagaba bien en los reinos al sur de Daleria, podría ir a tomar un barco y zarpar hacia Karadas después de recibir su paga.

Se adentró en el callejón por el cual había llegado a la plazuela. Ya no había ningún drogadicto acuclillado contra las paredes, se habrían buscado otro lugar o habrían sido echados por los guardias. Estaba llegando ya a la salida, cuando algo captó su atención. Una mancha pequeña en el suelo, una mancha de sangre justo en el lugar en el que hacía unos minutos un adicto gimoteaba ante la falta de la rosazul. Lotred frunció el ceño. Entonces una sombra se asomó por encima de los tejados, una silueta humana que saltó hacia él. Lotred desenvainó y pivoteó blandiendo su espada. Su acero chocó contra una cimitarra blandida por un sujeto envuelto de ropajes negros; tras él, su capa oscura ondeaba como las alas de un murciélago gigante.

Chispas brotaron desde el impacto entre las espadas. El encapuchado cayó a un lado por la inercia, impactando contra el muro de la izquierda. Lotred no le daría tiempo de reponerse: cargó contra él dispuesto a atravesarle el corazón con su espada. Pero su enemigo se recompuso con rapidez y se hizo a un lado, provocando que la hoja de Lotred diera contra la pared, haciendo que naciera un chirrido inquietante. La cimitarra volvió a caer sobre Lotred, él redirigió su hoja y bloqueó el nuevo ataque que ya estaba por llegar a su rostro. Las espadas se besaban como dos amantes de desenfrenada pasión. Lotred no tenía tanta fuerza con una sola mano; no podía usar la izquierda, el dolor de la flecha continuaba asesinándolo, y mucho más en aquel momento. Su rival estaba muy cerca, un error que se arrepentiría de cometer; Lotred se asestó un rodillazo en la entrepierna. El encapuchado soltó un gemido de dolor, su cuerpo se dobló hacia delante y por un momento perdió fuerza en el agarre de su cimitarra. Lotred procedió con un empujón, alejándolo, y luego volvió a blandir su espada. Aquella vez acertaría contra la carne.

Una de las manos de su enemigo dio vueltas en el aire antes de caer al suelo. El muñón que quedó en el brazo derecho borboteó sangre, el blancuzco hueso sobresaliendo entre la piel rebanada. Su rival no gritó; sin embargo, el mercenario pudo ver que, bajo la sombra de la oscura capucha, unos ojos apenas visibles se hallaban sorprendidos. Lotred extendió la espada larga lo más que pudo, tratando de mantener la distancia con su rival. Ahora estaban en igualdad de condiciones; Capuchanegra sopesó el peso de su cimitarra en la mano izquierda y, acto seguido, volvió a lanzarse contra Lotred.

La espada larga bloqueaba y desviaba los golpes de la cimitarra. El canto agudo de las hojas se levantaba por encima de los tejados. Cuando una de las armas tocaba las zonas a donde las sombras no llegaban, resplandecían con el beso del sol. Las capas de los adversarios parecían mezclarse y producir un torbellino de negro y rojo.

¡Mierda!, exclamó Lotred para sí, mientras retrocedía, cauteloso, después de desviar una estocada que estuvo cerca de dar contra su coraza. Su enemigo, al parecer, no era diestro. Necesitaba pensar, elaborar una estrategia. Su cimitarra, se dijo entonces, solo tiene un filo... Lo tengo.

Sería arriesgado, pero tenía que intentarlo; ya había pasado mucho tiempo y los guardias no hacían acto de presencia. Estaban solo ellos.

Capuchanegra corrió hacia él, cargando un mandoble desde la izquierda. Lotred frunció el ceño, apretó la mano entorno al mango de su espada y esperó en una posición defensiva.

La cimitarra hendió el viento, describiendo un arco paralelo al suelo. Lotred se agachó con rapidez, al ver que la hoja enemiga pasó debajo suyo, volvió a incorporarse. Capuchanegra ahogó un grito; trató de voltear su arma para realizar un revés con la parte afilada, pero Lotred fue más rápido: blandió su espada, asestando al lado romo de la cimitarra con fuerza.

Un chasquido resonó en todo el callejón y le siguieron los tintineos de la cimitarra rota al estrellarse contra el suelo.

—¡No...! —alcanzó a gritar Capuchanegra antes que la espada de Lotred, regresando, le atravesara el cuello.

El cuerpo, luego de ser liberado del filoso acero, cayó con un ruido sordo. La sangre fue formando un charco debajo.

Lotred, recuperando el aliento, se apoyó sobre un muro. Entonces escuchó ruidos de pisadas. Maldijo dentro de su mente al tiempo que pensaba en cómo explicaría todo aquel desastre a los guardias. Tenían que llegar en este momento...

Pero no eran los guardias.

—Carajo —soltó Armont mientras sonreía de oreja a oreja.

—No lo celebres —le regañó Cael, golpeándole con el codo, aunque no fuese a tener mucho efecto—. ¿Ahora cómo sabremos qué era lo que quería?

—Llevaba semanas siguiéndonos —dijo Jerssil, deteniéndose frente al cadáver—. No lo matamos porque queríamos saber más de él.

Lotred miró con odio a Jerssil. Primero llegaban para turbar su tranquilidad, tomaban su trabajo y se robaban a su transporte, y ahora lo dejaban a merced de un asesino.

—Tenía un compañero —reveló Jerssil, volteando hacia él—. A ese sí lo matamos. Vinieron a nosotros una semana después de que Baldrick desapareciera.

Baldrick... ¿desaparecido?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lotred, pasando de la ira a la confusión.

—Fue como si la tierra se lo tragase —comentó Cael—. Ni una nota de despedida, nada. Un día despertamos más tarde de lo habitual y resulta que Baldrick no está en su habitación.

Jerssil comenzó a rebuscar entre las ropas de Capuchanegra.

—Los últimos días —dijo Jerssil mientras hurgaba—, antes de desaparecer, Baldrick hablaba mucho de ir a la Cadena de Daleria. Quería conseguir un explorador, pero terminaba por rechazar a todos los que llegaban a él. No confiaba en nadie que no fueses tú.

Lotred no supo cómo reaccionar ante esa noticia, pero pensó que soltar un gruñido sería lo más adecuado.

Al final, Jerssil extrajo un papel de las ropas de Capuchanegra, uno muy maltratado por el tiempo y empapado de sangre en una de sus esquinas. Alzó el papel y silbó. Cael se acercó y lo tomó en sus manos.

—¿Y bien? —preguntó Jerssil.

—Un mapa de la Cadena —dijo—. O al menos de una parte.

Cuando terminó de hablar, Cael volteó hacia Lotred con una mirada que parecía de súplica. Lotred resopló y extendió la mano.

—Parece que es la zona norte —interpretó Lotred en voz alta—, la limítrofe. La tinta está muy desgastada.

—El mapa que tenía el otro sujeto ­—comentó Armont— tenía otra ubicación. —Rebuscó entre sus bolsillos y se lo pasó a Lotred.

—Cerca de la zona central —reconoció Lotred—. Tiene una X cerca del Castillo Blanco.

—No hagas esto por nosotros, si así lo quieres —dijo Jerssil, levantándose y limpiándose la sangre de las manos en la capa rojiza—. Solo sé nuestro guía. Llévanos hasta la X de la zona central. Es la más cercana. Tendremos respuestas ahí y tú una paga.

—Podrían pedírselo a cualquier otro explorador —objetó Lotred.

—¿Baldrick confiaría en otro explorador? —preguntó Cael.

—Mierda... —soltó Armont—, creo que he escuchado algo. Los guardias deben estar llegando.

—Solo por esta vez, Lot —dijo Jerssil, o, más bien, casi, suplicó—. Desapareceremos de tu vida cuando sepamos qué pasó con Baldrick. Solo por esta vez, vuelve a ser un Cuervo Rojo.

Los escarpes, a lo lejos, comenzaron a resonar. Lotred volvió los ojos a los de Jerssil y tragó saliva. 

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