CAPÍTULO VI: EL PESO DE LA MISIÓN

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

El Cuartel General de Arrakdis se encontraba al noreste de la ciudad, levantándose cerca del castillo del rey, separado por unos cuantos barrios nobles. En el pasado, había sido un coliseo en donde se realizaron varias carreras de aknurs, lo que explicaba su forma circular y la gran arena en donde entrenaban tanto jinetes como infantería. Había sido remodelada para, en lugar de tener gradas, ostentar altos muros y pasadizos para habitaciones de reclutas o soldados rasos, para herreros y cocineros y hasta oficinas dedicadas a la administración del cuartel, como si en realidad todo el cuartel fuese la muralla más gruesa y alta que se fuese a construir en la historia de Daleria. En medio de la arena se levantaba una torre, la Torre de los Capitanes. Se levantaba por encima de la gran muralla, ahí quienes llevaran ese rango podían hacer reuniones e incluso quedarse por un tiempo en las habitaciones que tenían el resto de pisos. El pináculo de la torre lo formaba una planta amplia, sin más muros que gruesas láminas de cristal separadas por columnas de piedra, sobre las cuales se apoyaba el peso del tejado.

Valda miraba la arena de entrenamiento desde dicha sala. Desde tanta altura, los hombres y mujeres que se formaban para dar sus vidas al servicio de Tendrazk parecían tan pequeños como hormigas, incluso los que iban montados sobre aknurs. Verlos le hacía recordar sus primeros años como recluta en el ejército del rey, la primera vez que había sentido la incomodidad del gambesón y los fríos anillos engarzados de la cota de mallas, el peso del escudo en todo su brazo izquierdo y el del hacha o la espada en la mano contraria. Durante los entrenamientos, al igual que muchos otros reclutas, probó la áspera tierra de la arena de entrenamiento, derribada una y otra vez por los maestros de armas. En más de una ocasión acabó con una contusión en los costados, alguna muñeca dislocada y hasta una pierna rota. Varios de los reclutas que conoció se retiraron al terminar los entrenamientos de prueba, fuesen o no aceptados. Pero Valda no se retiró, presentía que la vida del ejército le daría esa fortaleza que tanto estaba buscando, una fortaleza que le permitiría superar aquella debilidad que invadía su cuerpo y su mente cuando veía o recordaba a lo que le esperaba en sus aposentos.

—Se ven prometedores —dijo una voz a su espalda—, ¿no?

Valda se volteó hacia Zebdran, capitán de la unidad número doce. Era un noble de un poco más de cuarenta años, de cabello y bigotes castaños bien recortados. Algunos le decían Zebdran el Joven, debido a que no aparentaba en nada la edad que le pesaba sobre los hombros; ni siquiera su piel se había visto atacada por las arrugas que debieron de haberle aparecido a la mitad de los treinta. Incluso su mirada, aquella mirada apoyada en sus ojos verdosos, parecía siempre divertida, como si no se tomara nada en serio, como si se tratara de un niño en el cuerpo de un hombre. Tenía puestos unas botas oscuras, pantalones de seda y un jubón de cuero rojizo sobre una camisa gris. En aquel momento se hallaba en su asiento, frente a la mesa en donde el resto de capitanes se unirían para discernir algunos asuntos.

Valda había sido la primera en llegar, como en la mayoría de ocasiones. Le sorprendió el hecho de ver a Zebdran llegar en segundo lugar, usualmente era de los últimos en pasar por la puerta.

—Esperemos que la mitad no deserte —siguió Zebdran, sin esperar a que Valda respondiera—. ¿Soy solo yo o cada vez hay menos reclutas que se ofrecen a las filas de su Majestad?

Valda arqueó una ceja. Si el capitán hubiese dicho eso frente al resto, que le cortaran la lengua habría sido poco.

—Tienes suerte de...

—De no haberlo dicho frente a los otros capitanes —dijo Zebdran con aburrimiento, perezoso—. Deja de ser tan... profesional, Valda. Ten un momento para reír. Esperaba verte celebrando con tu unidad luego de que regresaran a la ciudad, pero no estabas ahí.

—A ti no te importa si celebro o no con mis soldados —respondió la Campeona de Tendrazk, con un tono que haría pensar a cualquiera que se trataba de un capitán hablándole a un recluta rebelde, presto a descargarle los dientes de un puñetazo—. Metete en tus propios asuntos, Zebdran.

—Mis asuntos —siguió el inmaduro capitán, sonriendo— son mantener la seguridad del trono y mantener prospero el reino. No puedo hacer eso si no estoy enterado de todo, ¿verdad?

—Sigue hablando como si de verdad supieras cosas —Valda ocupó su asiento al otro lado de la mesa y se sorprendió de agregar más palabras a la conversación—. Pero los que te conocen saben que lo único que haces es solo eso, habar.

—¡Ja! —soltó Zebdran. Y habría continuado hablando, de no ser porque la puerta fue abierta y entraron los ocho capitanes que faltaban, uno detrás de otro.

Las unidades del ejército real de Tendrazk se agrupaban de a diez y a dicha agrupación se le denominaba legión. Las primeras de cada decena eran las líderes de sus respectivas agrupaciones, además, a diferencia de sus subordinadas, pertenecían a la unidad anterior a la que cerraban; la unidad número uno escapaba a esta última característica, después de todo, se trataba de la unidad al mando del Alto General del reino. Una sola orden bastaba para que todas las legiones siguieran al Alto General, pero eso solo ocurría en casos de necesidad extrema, y aquella situación, en toda la historia del reino, aparecía apenas como una leyenda enmarcada en tiempos arcaicos.

El líder de la legión de Valda, el comandante Garl Esdrel, esperó a que el resto de capitanes ocuparan sus asientos. Se trataba de un hombre esbelto a pesar de su edad, tenía un semblante que parecía estar petrificado en una expresión seria y orgullosa, enmarcado en unas motas de cabello blancuzco que solo crecían a los lados de su cabeza. En aquel momento, era el único de todos que llevaba armadura. Como líder de una legión, llevaba incrustado en su hombrera derecha el cuerno de un aknur.

—Buenos días, señores —empezó a decir una vez todos estuvieron acomodados en sus sillas. Él no se sentó, un hombre como él debería pensar que había de mantenerse por encima de sus subordinados—. Seguramente saben qué día es hoy.

Los murmullos que nacieron fueron indicadores de lo contrario. Valda era de los pocos que sabían muy bien a qué se refería el comandante. Al otro lado de la mesa, la sonrisa burlona de Zebdran parecía indicar que él también sabía lo importante que este día.

Garl arrugó las cejas y suspiró, decepcionado.

—Su alteza, el príncipe —pronunció, y entonces todos aquellos que tenían alguna duda sobre qué se llevaría acabo comenzaron a recordar, o al menos a tener una diminuta noción—, partirá hoy hacia el Paso de Tendrazk en la noche.

Valda recordó las palabras que había pronunciado ante el rey hacía dos días atrás. Quería sonar lo menos orgullosa y altanera posible, odiaba a los que alardeaban sobre sus capacidades y pensaba que las respuestas de un capitán hacia su rey debían reflejar aquella actitud. Aun así, las palabras con las que su Majestad había respondido parecían burlarse de su intención. Ir de escolta con el príncipe hacia el Paso no era una misión que la llevaría al fragor de la batalla, pero al menos era una que le haría sentir el peso de la cota de mallas sobre su cuerpo y, aún más importante, era una que la llevaría lejos de la ciudad por un tiempo.

—Los informes dicen que el príncipe en persona elegirá a su escolta —siguió Garl—. De entre todas las legiones, ha elegido a cinco unidades como posibles candidatos —hizo una pausa para repasar sus ojos por sobre todos los presentes—. Dos unidades de esta legión fueron elegidas.

Volvieron los murmullos, esta vez acompañados de miradas de reojo, de envidia mal disimulada y orgullo. Valda evitó cruzar miradas; dentro de ella nació una pequeña esperanza de poder salir de la ciudad, quizá su juramento sobre lealtad no había sido escuchado a manera de chiste en los oídos del príncipe.

—¿Puede decirnos —Se alzó la voz relajada de Zebdran entonces— cuáles fueron esas unidades?

Varios capitanes le dirigieron miradas de desagrado. Garl mismo frunció los labios, no enforzándose en mostrar descontento ante las palabras del capitán.

—Lo sabrán hoy antes de la hora del Sol Rojo —respondió a regañadientes—. Los capitanes de cada unidad recibirán la notificación de sus primeros oficiales, y tendrán el tiempo necesario para reunir a sus soldados. Se espera que el asunto de la reunión se mantenga en secreto hasta que las unidades elegidas lleguen a la reunión, solo los capitanes sabrán el motivo verdadero.

Zebdran, sin ningún ápice de vergüenza, pareció mofarse de la contestación.

—¿Solo nos trajeron para esta noticia? —preguntó Slemad, capitán de la unidad número dieciséis—. Esto es solo importante para las unidades seleccionadas, ¿qué nos importa al resto?

—Hay otros asuntos, sí —contestó Garl, carraspeando—. La Fe Blanca tiene planeada hacer una visita y requieren de toda una unidad para escoltarlos desde su descenso en el Castillo Blanco. Al ser la segunda legión del reino, nos han dado el honor de seleccionar a una de nuestras unidades para que realice esa tarea. He designado a la unidad número quince para ello. También me ordenaron designar tres unidades para que vayan a las faldas de las Montañas Grises, allá necesitan protección en lo que las reconstrucciones de los pueblos inician. Irán las unidades dieciséis, diecisiete y dieciocho.

Valda sintió un respingo de decepción dentro de ella. Esperaba poder tener otra misión lo más pronto posible para poder salir de la ciudad.

—Esas son todas las noticias que tengo por compartirles —finalizó Garl, llevándose las manos hacia la espalda—. Si alguien desea agregar algo más, me gustaría proceder con informes sobre el estado de sus unidades.

Desde la unidad número once, los capitanes comenzaron a hablar sobre armas melladas y armaduras abolladas, grupos de soldados heridos a quienes dividían en aquellos que podrían recuperarse con días de descanso variables y, finalmente, mencionaban al número de muertos y la cantidad de dinero que tendrían que pagar por los funerales y la remuneración a las respectivas familias. Valda fue de los pocos capitanes que solo se limitó a hablar del daño en armas y armaduras, su unidad era de las que raras veces tenía bajas luego de alguna misión.

Garl, usando una pluma de cisne, anotaba cada uno de los datos le eran proporcionados en un cuaderno de piel roja, repitiéndoselos al respectivo capitán para asegurarse de que no había errores. Al terminar, cerró el cuaderno, provocando que sus viejas páginas crujieran.

—Pueden retirarse, capitanes —les dijo a los presentes.

Como si todos estuviesen esperando aquellas palabras, se levantaron con rapidez de sus asientos y encaminaron sus pasos hacia la salida. Valda quería ser de los primeros en salir, pero la ubicación en la mesa de los capitanes le jugó en contra, provocando que se viera atrapada entre sus compañeros de armas.

La escalera de la torre descendía en espiral, estaba rodeada por muros oscuros que apenas eran iluminados por la luz que se filtraba tras unas ventanas durante el día y, durante la noche, por unas antorchas refulgentes. El ruido de las botas de los capitanes chocaba contra esas paredes, rebotaba y se extendían tanto hacia arriba como hacia abajo, desfalleciendo poco a poco antes que el estruendo de otros pasos los sustituyera. Los capitanes, en el descenso, iban platicando sobre lo que deseaban para el almuerzo de la tarde. Valda se reservaba sus deseos de comida para ella misma, apartándose de la necesidad de incluirse en las conversaciones al pensar, de nuevo, en lo que le esperaba en su hogar. A pesar de lo mucho que aquella casa brillaba por la actitud de Ledia, nada se podía hacer ante la perturbación que atacaba su mente cuando veía el rostro de lo que estaba obligada a llamar hijo. Tenía que alejarse de la ciudad lo más pronto posible, alejarse de su hogar, de aquella broma cruel que el destino hizo salir de ella. Se imaginaba encaminándose a la Sala de Inscripciones cuando algo le hizo detenerse en seco: la voz de Zebdran llamándola desde atrás.

Giró frunciendo el ceño. No deseaba que la retrasaran, y mucho menos el Joven.

—Qué divertidas son estas reuniones —dijo Zebdran, irónico—, ¿no?

Más abajo, en los escalones, algunos de los capitanes miraron el inicio de la conversación por encima de sus hombros, pero volvieron al tema de sus almuerzos de inmediato.

Zebdran tenía la natural sonrisa decorando su cara, sus ojos relajados, que no parecían prestar atención a ningún punto en específico, llenaban de una rabia inexplicable a Valda. Zebdran no era un capitán, solo un noble que se habría ganado el puesto con su fortuna; no se merecía ni el más mínimo respeto. Pero era el líder de la unidad doce, Valda era de un rango inferior y debía limitarse a guardarse toda la bilis que le dedicaba.

—A que no sabes qué secretito me ha contado nuestro tan querido comandante —agregó Zebdran, apoyándose en el muro—. ¿No quieres saber?

Valda apretó los dientes, conteniendo las ganas de insultarlo al considerarla alguien que gustara de meterse en chismes, y peor aún, chismes dentro de su propia legión.

—¿Por qué el comandante Garl te contaría algo a ti? —preguntó con desagrado.

—Quién sabe —Zebdran se encogió de hombros con exagerada teatralidad—. A lo mejor quiere comer mejor que todos nosotros... Y yo le pude ayudar a ampliar sus opciones.

—Pagaste a cambio de información —pronunció Valda, conteniendo las ganas de asestarle un puñetazo—. Sabes que eso cuenta como soborno.

—Y sé que no me delatarás —se atrevió a agregar Zebdran ensanchando su sonrisa—. Porque lo que te voy a decir es de mucho interés para ti.

No se permitía llevar armas a las reuniones de capitanes, Valda echó en falta la daga que siempre llevaba asegurada en una vaina oculta en su vota derecha; la mano le tembló por un momento, como si por unos instantes se hubiese olvidado que estaba a las órdenes de la Campeona de Tendrazk y no motivada por un impulso furioso y asesino.

—Guárdate tus chismes para alguien a quien le interese —bufó, señalándole con el índice en falta de la daga, aunque para Zebdran, que retrocedió un paso, no pareció haber una diferencia—. Da gracias de que no te delate, Zebdran.

En toda su carrera dentro de las tropas reales, a Valda nunca se le había visto como una soplona, y prefería seguir manteniéndose así, lejos de los problemas y los murmullos a sus espaldas. Se dio la vuelta y descendió las escaleras.

—Un soldado ejemplar —escuchó pronunciar a la voz de Zebdran, llegando a ella rebotando por las paredes.


***


El salón estaba llenándose del delicioso aroma del estofado. La olla era acariciada por las anaranjadas lenguas del fuego, danzantes y que dejaban escapar chispas que se desvanecían tan rápido como el recuerdo de un sueño. El caldo burbujeaba, perfumado por zanahorias, patatas, especias y la misma carne del pollo; Ledia se encargaba de remover la mezcla con un cucharón de madera, evitando que los ingredientes se pegaran a los muros de hierro de la olla. Valda observaba aquel espectáculo sentada frente a la mesa, al otro lado de la sala de la casa, hipnotizada por el cariño con el que la sirvienta hacía su tarea. Ledia impregnaba todo lo que hacía con amor, siempre con una sonrisa y una mirada tiernas, incluso cuidar a su hijo, o a lo que ella se había visto obligada a llamar así. De vez en cuando, liberada por unos momentos del encantamiento de ver a Ledia, arrastraba los ojos hacia la escalera, temiendo que en cualquier momento asomaran los pequeños pies del niño, atraído por el aroma de la comida. Las amas de casa gritaban de horror al ver arrastrándose la cola de una rata por algún rincón de sus casas, Valda, en cambio, habría preferido eso a ver acercarse a Traharn.

Cuando, Ledia puso los cuencos de madera, llenos con el estofado, sobre la mesa, Valda parpadeó, alejando los ojos de las escaleras y colocándolos sobre el plato frente a ella. Los vapores de la comida le acariciaban el rostro, el exquisito aroma le hizo sonreír.

—Se ve delicioso —dijo mientras tomaba la cuchara al lado del cuenco. Probó un poco y cerró los ojos mientras saboreaba la comida—. Por Fanemil, Ledia. Deberías abrir una posada y servir este estofado todos los días.

—Me halaga, mi señora —Ledia sonrió y se sentó al otro lado de la mesa, dispuesta a comer también.

No mencionaban nada sobre Traharn durante las comidas, hacían como si no existiera hasta el momento en el que el niño bajaba las escaleras, cosa que no sucedía siempre. A menudo, Traharn quería pasar tiempo con Valda. En esos momentos, ella tenía que realizar un esfuerzo para no temblar o sentir una profunda inquietud que le impedía tocarlo, tenerlo en sus brazos o incluso abrazarlo. Podía enfrentarse a seis hombres sola y sin titubear y salir victoriosa, pero el reto de la maternidad le helaba hasta la sangre. En todo lo que tardó en devorarse el estofado, Valda no se detuvo a pensar en el pequeño; el sabor de la comida en su paladar ocupaba toda su mente. Al terminar, cada pulgada de su cuerpo le instaba a levantarse, salir del hogar y dirigir sus pasos de vuelta hacia el Cuartel General.

—¿Desea que yo me encargue de alimentarlo, señora? —Valda miró a Ledia.

La mirada que le dirigía la mujer era lo más parecido a la piedad que mostraba un recluta cuando estaba por matar a su primer enemigo. Esos ojos parecían comprender el miedo.

—Puedo encargarme —aseguró Ledia. A pesar de los años en que le había servido, cuando tocaba el tema de cuidar de Traharn siempre utilizaba aquel tono cuidadoso, casi tímido—. No se preocupe usted.

Era extraño lo difícil que se le hacía dar una respuesta. Sabía que alimentar a Traharn era deber suyo, como su madre, pero el imaginar dirigir la cuchara hacia esos labios siempre separados, a esa boca que siempre chupaba el aire con esfuerzo, le enfermaba.

De repente, alguien llamó a la puerta. Valda se levantó con tanta rapidez que la silla tras ella casi cae al suelo. Impresionada, Ledia tardó un poco en darse cuenta de que su ama se dirigía a ver quién llamaba, cuando esa era una de sus tareas.

Al otro lado, afuera en la calle, esperaba Gregald, vestido con su sobrevesta bajo la cota de mallas. Cuando vio a Valda, el grueso hombrecillo hizo el reglamentar saludo al estilo militar.

—Nos han convocado —dijo con una voz casi mecánica.

Insegura de que fuera algo real, miró al cielo. Aún no era la hora del Sol Rojo. ¿Será acaso...? Dudó, estaba la posibilidad de que la estuvieran llamando para designar a su unidad como parte de la guardia de aquel mes.

—No pareces muy emocionado —observó.

—Fueron a avisarme cuando estaba en la Torre del Sueño Nocturno —espetó Gregald antes de apretar los dientes y bufar—. No pensé que fueran a llamarnos tan rápido.

—¿Cuál es la misión ahora?

Gregald se encogió de hombros.

—No me lo dijeron —Cruzó los brazos y apoyó su peso en la pierna izquierda—. Solo que teníamos que reunir a la unidad en el Cuartel General antes que llegue la noche.

Esa era la respuesta que esperaba. Ahora no había lugar a dudas con el motivo de su llamado, sintió una agradable sensación naciéndole desde el pecho, extendiéndose al resto de su cuerpo.

—Bien —dijo Valda con una emoción contenida—. Ve y esparce la voz entre nuestros soldados. Deben estar en la entrada del Cuartel General justo después de la hora del Sol Rojo.

—A la orden, capitana —respondió Gregald, despidiéndose con el saludo militar y perdiéndose calle arriba.

Valda sonrió, satisfecha de sí misma y de que las cosas estuviesen marchando bien. Pronto partiría de la ciudad y lo más probable era que no regresara hasta dentro de unos ciclos, y en ese tiempo el reino no esperaría para proveerle de más misiones.

Dentro, con los ojos en los escalones, Valda quedó petrificada ante la imagen de Ledia alimentando a Traharn. La mujer llevaba el cucharon humeante hacia sus labios para darle un leve soplido y, acto seguido, lo conducía hacia la boca del niño. Por la comisura de esos pequeños labios, escapaba algo del caldo, dirigido a su estómago, junto a las babas, ensuciando sus ropas. Su hijo no parecía estar consciente de ello, sus ojos brillaban y se reía a ratos mientras se preparaba para recibir otro cucharon de estofado.

Antes que los alegres ojos de aquel ser se posaran sobre ella, Valda escapó al almacén de la casa, al cual se llegaba por una trampilla que conducía a unas descendentes escaleras. Ahí abajo se encontraba todo su equipo: la cota de mallas y la sobrevesta colgaban de un soporte, al igual que el escudo y su hacha. También se hallaba un cofre en donde descansaban sus botas altas, los guanteletes, el yelmo y su gambesón. Sin pensarlo dos veces, aturdida aún por la visión de Traharn, se vistió con sus ropas militares; pasó las correas de su escudo hasta los hombros y, encajando el hacha en la vaina, salió finalmente de casa sin detenerse un momento a despedirse.


***


Valda se había unido a Gregald en la tarea de notificar a sus soldados para la reunión en el Cuartel General. No tenían que llamarlos a todos, solamente a los jefes de cada división, quiénes se encargarían de notificar a sus inferiores inmediatos. Gregald no le hizo ninguna pregunta sobre por qué había decidido acompañarlo a la tarea de llamar a los demás miembros de la unidad, quizás, pensaba Valda, porque aún seguía concentrado en el enojo dentro de él cuando le obligaron a abandonar su cuarto en el prostíbulo.

Esperaron a los soldados frente a la entrada del Cuartel General. Valda ordenó a Gregald que preguntara a los guardias de la puerta si es que alguna otra unidad se había presentado. La respuesta que le dio su primer oficial la dejó satisfecha.

Los soldados llegaron a la hora pactada, todos con sus uniformes militares, los yelmos puestos y pulidos. En esos momentos, viendo a todos los soldados que seguían sus órdenes, la Campeona de Tendrazk se sorprendió del hecho de que no pensara en que iba a ser llamada. ¿Por qué no la llamarían a ella y a sus soldados, que habían demostrado ser más que eficientes en el campo de batalla? Habían realizado varios servicios para el reino, siempre asegurando su bienestar. Era lógico que les dieran un encargo que respaldase su reputación, ¿y qué mejor que servir de escolta en el viaje del príncipe?

Cuando el sol poniente dejó de verse entre los tejados y solo quedó el cielo teñido de rojo y azul, Valda ordenó a su unidad entrar en el Cuartel General. Los pasos de los soldados generaban un metálico y unísono ritmo.

El pasaje antes de llegar a la arena del Cuartel era amplio; las cinco filas de soldados que formaban la unidad podían caminar de lado a lado y aún seguía habiendo espacio. Unas antorchas iluminaban el recto sendero hacia una entrada sin puerta que conducía a la arena de entrenamiento; cerca, a ambos flancos se hallaban puertas que llevaban a los pasadizos de la muralla interna.

No había soldados entrenando en ese momento, tampoco jinetes, solo unas cuantas huellas desordenadas de las poderosas pisadas de los aknurs que el viento, paseándose libremente por la gigantesca área, aún no había conseguido ocultar, y la solitaria Torre de los Capitanes, resaltando oscura en medio de todo.

—Algunos de los soldados se preguntan por qué están aquí —informó Gregald.

Valda se encontraba mirando la cima de la Torre de los Capitanes en el momento en que su compañero le habló. Regresó la mirada justo a tiempo para notar cómo es que los de su unidad dejaban de cuchichear entre ellos y volvían a pararse, firmes, en sus filas.

—Pronto sabrán para qué nos han llamado —anunció Valda, elevando la voz para que todos la escucharan—. Lo único que puedo adelantarles es que se trata de algo muy importante.

Esperaron formados poco menos de media hora antes de que llegara la primera unidad. Muchos no pudieron evitar quedar boquiabiertos al ver quiénes eran los que ocupaban un sitio en la arena de entrenamiento, al lado de ellos, porque se trataba ni más ni menos de la mismísima unidad del Alto General. Pero no había rastro de aquel hombre legendario entre las filas, solo estaba su primer oficial. Valda buscó en los rincones de su mente el nombre de aquella persona. Se llamaba Faodran Zarkt, un hombre alto y esbelto y de mediana edad que había pasado por muchas batallas antes de siquiera aspirar al puesto que ostentaba aquellos años. Tenía el cabello negro salpicado de canas, peinado hacia atrás y una piel curtida por el tiempo; se rumoreaba que había perdido el ojo derecho, ahora tapado con un parche, en medio de una sesión de tortura cuando, en sus años de soldado raso, había sido capturado por bárbaros; aún así, sus habilidades con la espada y el arco eran muy elogiadas, y su ojo restante, de un tono azul oscuro, miraba por debajo a todo y a todos, bastándole con eso para imponer su dominio, su fuerza. Aquella noche llevaba una armadura de placas negra, cuyos bordes estaban teñidos de rojo, y una espada larga atada al cinturón. Una vez tuvo a sus soldados formados ante él, se separó de ellos y se encaminó hacia Valda y Gregald.

—La Campeona de Tendrazk —dijo, mirándola con aquel ojo de zafiro. Luego lo desvió hacia Gregald y agregó: —, y su primer oficial. Es un honor tenerlos aquí esta noche.

Valda logró escuchar un murmullo entre sus soldados. Era más que evidente que ver a la primera unidad del reino los había dejado pasmados. Le hizo una señal a Gregald y este se dirigió a las filas para poner un poco de orden, no sin antes despedirse con el gesto militar de Zarkt. Una vez con un poco más espacio, los capitanes volvieron a mirarse. Valda nunca había hablado con Zarkt, apenas y lo había visto de vez en cuando por los rincones del Cuartel, siempre caminando cerca de las sombras, como un espectro al servicio del Alto General. Le había llamado la Campeona de Tendrazk, pero en el tono que había usado no notó ni un ápice de burla o resentimiento.

—Primer Oficial Faodran —Valda posó su puño derecho sobre el pecho. La cota de mallas y el hierro del guantelete articulado tintinearon—. El honor es mío, por estar frente a un soldado con una trayectoria como la suya.

Concentraba todos sus esfuerzos en evitar que sus ojos se desviaran hacia el parche, pero el único ojo azulado, tan intenso, no se lo dejaba para nada fácil.

En ese momento, cuando Faodran parecía estar por decir algo más, el estruendo metálico de otras pisadas llegó desde la entrada a la arena. Ambos capitanes voltearon para recibir con la mirada a la unidad setenta y ocho, al mando del capitán Lerdon, hizo su aparición. Se formaron al lado de la de Valda, igual de impresionados por ver a la primera unidad del ejército haciéndoles compañía. Casi al instante, apareció el capitán Geldrick, al mando de la unidad cuarenta y cinco. La última en llegar fue la unidad bajo el liderazgo de Delberet. La unidad del anciano era el número once, todos sus integrantes eran hombres de rostros curtidos por el tiempo y las batallas; nadie estaba libre de cicatrices o marcas o abolladuras en sus viejas sobrevestas y armas.

También lo eligieron a él, pensó Valda, un tanto sorprendida de que el príncipe considerara a unas tropas cuyos integrantes pasaban de los cuarenta años. No lo pensaba porque no confiara en la habilidad de Delberet y sus soldados, después de todo había una razón por la cual ostentaban el puesto once en su legión; simplemente imaginaba al príncipe como alguien que confiaría en soldados jóvenes en vez de a otros.

Valda volvió junto a su unidad, formándose frente a ella, no sin antes despedirse del capitán Faodran.

Minutos más tarde, por la entrada a la arena se asomaron tres figuras, una más pequeña que las otras, caminando entre esas dos como un niño que anda bajo la vigilancia de sus padres. Valda supo que se trataba del príncipe y del rey incluso antes de que la luz de las antorchas en la arena iluminase sus rostros; fue la tercera persona la que la dejó aturdida por unos momentos.

El Alto General Dartius Kraeltorn caminaba al lado izquierdo del príncipe, flanqueándolo junto a su Majestad, llevaba una portentosa armadura de placas rojas, cuyo peso no parecía percibir; su hombrera derecha estaba coronada un cuerno de aknur bañado en oro, y tras él su capa de marta negra ondeaba por el viento. Valda nunca imaginó que existiera alguien tan alto y corpulento. Ni siquiera el rey tenía una figura así de titánica. Hasta para un aknur sería difícil llevar sobre su lomo semejante maza de músculos. Su rostro inexpresivo, curtido, bien afeitado, de cuadrada mandíbula, llevaba incrustados unos ojos grises que seccionaban una nariz aguileña. La gente decía que las canas le estaban empezando a salir en el cabello azabache, razón por la cual se lo cortaba, dejando apenas un rastro en la nueva calva reluciente.

El trío caminó entre las unidades hasta ponerse frente a ellas. Solo Dartius llevaba armadura, cada paso suyo hacía tintinear la cota de mallas que llevaba debajo. Al lado suyo, todas las figuras, incluso la del mismo rey, que iba vestido con sus mejores ropas y llevaba el Martillo Real sujeto en la mano, parecían opacarse.

Demasiado tarde, Valda cayó en la cuenta de que había estado siguiendo con los ojos al Alto General cuando los de este aterrizaron en ella. La Campeona de Tendrazk se apresuró a bajar la cabeza, evitando aquellas flechas grises.

—Todos saben por qué están aquí —dijo el Rey, con aquella potencia retumbante que tanto caracterizaba a su voz, mientras paseaba su vista por entre los soldados y sus capitanes—. Han demostrado ser unidades más que eficientes en el campo de la batalla, manteniendo la paz en el reino.

—Ese chico —Valda desvió los ojos hacia el susurro de Gregald, entre sorprendida e indignada por el atrevimiento de su primer oficial al murmurar frente al rey—. Parece que se lo va a llevar el viento.

—Ahora no —masculló Valda—. Cállate.

—Es increíble pensar que ese chico será mi rey. —agregó el primer oficial, negando levemente con la cabeza.

—Luego de un minucioso estudio de sus desempeños —continuó la gran voz de su Majestad­—, mi hijo, el príncipe, heredero al trono de Tendrazk, dará a conocer quién tendrá el honor de escoltarlo a las fronteras de nuestra nación.

Gregald se preparaba para soltar otra imprecación contra el príncipe cuando oyó aquellas palabras. Valda sonrió, burlona, ante la reacción de su compañero. Gregald volteó hacia su capitana con una expresión de enfado.

—No me dijiste que...

—Me ordenaron no decirlo —le interrumpió Valda—. Ahora ponte derecho y cállate.

Justo en ese momento, el pomo del Martillo Real golpeó la arena, levantando una diminuta nubecilla alrededor suyo y generando un ruido sordo. No era una señal para los capitanes y sus soldados, era una señal para el príncipe. Menudo, con esos ojos tímidos que parecían estar apunto de soltar lágrimas, el heredero al trono dio un paso adelante.

El joven abrió la boca, pero ninguna palabra escapó entre sus labios. Pasó el viento entre los presentes, extendiendo un susurro duradero como si, compadecido, deseara llenar el penoso silencio de su Alteza. Al chico ya le estaban temblando los labios cuando, de repente, la mano envuelta en hierro del Alto General se posó sobre su hombro.

Valda y el resto de capitanes habrían dado lo que fuera por saber qué clase de consejo le daba un hombre como Dartius al príncipe en ese momento; el Alto General casi tuvo que arrodillarse para llegar hasta el oído del muchacho y susurrarle unas palabras.

El chico, decidido, mejoró su postura, paseó los ojos por encima de todas las unidades frente a él. Valda cerró los ojos. Por favor... Por lo que más quieras...

—Unidad once —dijo el príncipe—. Un paso al frente.

A Valda le temblaron las piernas cuando entendió que aquella noche la pasaría bajo el mismo techo en el que dormiría Traharn.  

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro