CAPÍTULO VII: CAPA AZUL

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—Ni se te ocurra —dijo uno de los bandidos, que se acercaba del lado derecho del callejón, al ver que el guardia había puesto la mano sobre la espada envainada.

Anisa, dentro de sí, tratando de mantener la calma, suplicó con todas sus fuerzas que el joven no obedeciera esa orden. Cuando vio que no sería así, ahogó un grito de pánico, tapándose la boca con las manos, y se pegó al muro tras ella. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que creía poder escucharlo, sus ojos, nerviosos, iban de un lado a otro, observando cómo iban cercándola como a una oveja de ganado.

—Robarme no les servirá de mucho —dijo el joven soldado, elevando las manos enguantadas en hierro—, reconocerán la armadura y el ar-...

—Oh, por Fanemil —se quejó el mismo bandido que hacia un rato le había hablado. Era un hombre bajo, aunque delgado, con los ojos pequeños en comparación a su nariz aguileña y sus orejas, desde las cuales emergían vellos negros—, hazme el favor de cerrar la maldita boca.

—Podríamos córtale la lengua —propuso el que iba al lado suyo. Una antítesis de su compañero, un cuerpo alto y robusto, el rostro lampiño y de ojos grandes.

—Cállate, Barmus —le exigió el hombre enjuto—, ¿acaso me crees un maldito enfermo?

—Pero Terens...

—Ahora mismo no quiero escuchar sus discusiones de pareja —exclamó la figura que se acercaba desde la izquierda. Esbelto, de tez tostada, con el cabello negro salpicado de canas y la mandíbula cubierta por una barba gris mal rasurada. Entre los pliegues de su vieja capa azul asomaba el filo de una hoja de doble filo. Se detuvo a unos tres pasos de Anisa y su guardia y agregó, mirándolos con un serio semblante: —Muévanse. Síganlos —señaló a los dos bandidos al otro lado del callejón—. Y no intenten gritar o escapar, será más doloroso para ustedes.

—¿Q-qué es lo que...? —Anisa perdía el control de sus fuerzas, sus piernas le fallaban y poco a poco iba deslizándose de la pared hacia el suelo—. No... No, por favor... Y-yo solo busco a mi hermano... —Unas lágrimas salieron desde sus ojos.

—Y yo una forma de ganarme la vida —añadió el hombre de la capa. Le hizo un gesto al soldado y esperó.

—Señorita... —le dijo el joven a Anisa, acercándosele—. Hagamos lo que nos piden. Todo estará bien, descuide. No dejaré que le pase nada malo.

La pelirroja notó que la mandíbula inferior de su escolta temblaba. El soldado le extendió la mano, esperando a que ella por fin accediera. No había más opción, fuese un cobarde o no, estar en compañía era mejor que ir sola con esos bandidos. Anisa tragó saliva y posó la mano temblorosa sobre aquella férrea palma.

—Andando pues —ordenó el de la capa azul.

Terens y Barmus les dieron la espalda a sus rehenes y caminaron hacia la salida del callejón. Anisa, llevada de la mano por el soldado, comenzó a caminar arrastrando los pies, las lágrimas continuaban desprendiéndose de sus ojos y se estrellaban contra el suelo lleno de pequeñas grietas.

—Un momento —dijo, tras ella, el de la capa. Todos se detuvieron. El hombre sacó un pañuelo de entre los pliegues de su tela y se lo extendió a Anisa—. Sécate las lágrimas. No quiero sospechas de nadie.

Aturdida, la pelirroja solo se quedó mirando el pañuelo, viejo y sucio. Antes de que se diera cuenta, el soldado ya había tomado la tela y la pasaba por encima de sus ojos con delicadeza, dejando no más rastro del llanto que los ojos enrojecidos.

—Me llamo Drehil —le murmuró el joven—. Todo estará bien.

Volvió a tomarle de la mano y siguieron caminando, flanqueados por sus captores.


***


Los retuvieron en una casa que poco o nada faltaba para que tuviera los muros de madera pegados a la piedra de la muralla. Se trataba, más que una casa, de una choza. Sumergida en las sombras del muro de Vigiliaeterna, tenía un aspecto mucho más tétrico. Cualquiera que la viera habría dicho que el único motivo por el cual aún se mantenía en pie, en lugar de venirse abajo, era mágico. Sus ventanas no estaban tapadas por cortinas, en cambio tenían unos tablones clavados alrededor de sus marcos para evitar la ojeada de algún curioso. Dentro, todo se hallaba bajo una película de polvo que se levantaba y quedaba suspendido en el aire al menor movimiento; partes del suelo se habían resquebrajado hace mucho y en aquellas marcas las arañas habían arreglado sus nidos. La luz no entraba en esa casa más que por un pequeño espacio entre los tablones que taponaban la ventana derecha de la fachada, y, aun así, solo era una pequeña daga pálida internándose en la penumbra.

Ahí, en la casa, les ataron las manos con cuerdas tras la espalda, apretando tan bien que, por momentos, ni Anisa ni Drehil podían sentir sus extremidades. También les taparon las bocas con unos trapos sucios, los cuales les dejaron con un sabor a tierra los paladares.

El de la capa azul dijo que tenía que resolver unos asuntos antes de continuar, por lo que ordenó a sus compañeros que vigilasen a los rehenes. La particular pareja, Terens y Barmus, se turnaban en la vigilia; Barmus dormía en sus ratos libres, mientras que Terens se la pasaba puliendo el filo de una daga.

Durante las primeras horas, Anisa había intentado desesperadamente gritar por ayuda, sin importarle lo que le pudieran hacer después y aguantando el asqueroso sabor de boca que le dejaba el trapo alrededor de sus labios. Vio algunas sombras pasar frente al diminuto haz de luz. Incluso si lo único que salía de ella eran débiles berridos, alguien tenía que haberla escuchado. Y, aun así, no apareció nadie para salvarla. Exhausta, frustrada al darse cuenta de que nadie aparecería, incluso si lograba verla por entre los maderos de la ventana, dejó de moverse y de intentar gritar. Entonces llegó a su mente la imagen de su hermano. Adrin y ella volvían a estar en Teriznam, bebiendo jugo de manzana en una pequeña taberna, esperando la llegada de la comida, saboreándola ya, aunque no la tuvieran en sus bocas. No importaba que aquella imagen fuese un recuerdo falso, creado a partir de la desesperación y el miedo, Anisa se aferró a él como pudo, reteniéndolo, esforzándose para que nada la borrase de su cabeza.

¿Por qué te fuiste, Adrin?, se preguntó, la mirada perdida en algún punto del suelo polvoriento, ¿Y todo solo por unas monedas? ¿Todo por vivir mejor? No tardaron en asaltarla nuevas lágrimas.

El soldado, Drehil, a un lado suyo, mantenía una ridícula calma, limitándose solo a respirar y a acomodarse en su sitio en lo que las horas iban pasando. Barmus se había encargado de sujetarlo mientras Terens lo despojaba de su sobrevesta, de su cota de mallas y las demás piezas de hierro que cubrían su cuerpo; lo separaron de su espada también, e incluso le quitaron las botas, dejándolo solo vestido con unos pantalones de seda oscuros y un viejo camisón blanco. Aun así, arrebatado de todas sus pertenencias, él ni se había inmutado, manteniendo una cara inexpresiva.

El interior de la casa iba haciéndose más oscuro, allá afuera el sol ya debía estar ocultándose en el oeste, entre las torres, las casonas y la muralla de la ciudad.

Pronto todo se ensombreció, se ocultó bajo un manto de tinieblas. Aunque no duró mucho tiempo. Terens encendió una vela de cera cuya llama, vacilante, apenas y llegaba a iluminar unos cuántos centímetros a la redonda. La vibrante luz anaranjada llegaba hasta las piernas cruzadas de Anisa y de Drehil, sentados en el suelo. Para Terens eso sería suficiente. Barmus, tras él, roncaba, y por cómo lo hacía, la oscuridad podía hacer creer que se trataba de un ogro dormitando.

Las tripas de Anisa rugieron entonces, interrumpiendo la calma que reinaba en aquel sucio salón. Terens soltó una carcajada y Barmus, aún soñando, se removió en su lugar de descanso, dejando de roncar por unos instantes.

Parecía que el delgado hombrecillo estaba por soltar un comentario, pero le detuvo los golpes que recibió la puerta. Anisa vio una luz anaranjada filtrándose por la ventana de la fachada. Terens volvía la vista de la puerta y de regreso hacia Anisa, como si lamentara no haber podido revelar lo que iba a decir; se levantó y caminó hacia la entrada. Antes de abrirla, la golpeó tres veces a un ritmo particular. Luego de unos segundos, al otro lado, le respondieron con cuatro golpes con un ritmo distinto. Terens asintió y giró la manecilla

El hombre de la capa azul entró, llevando una antorcha en su mano derecha. La seria expresión de su rostro no había cambiado en lo absoluto, sus ojos parecían mantener aquella naturaleza escrutadora, atenta, intimidante.

—Hay una carreta afuera —dijo en voz baja, sombría—. Háganlos subir, quítenles los trapos de la boca y cúbranlos con mantas, así no verán que están atados.

Barmus se encargó de conducir a Anisa hasta el vehículo, sus manos tenían tanta fuerza que parecían ser capaces de llevarla en vilo.

Afuera, una carreta tirada por una mula esperaba. Desde el asiento del conductor colgaba una lámpara de aceite que brindaba otro poco de luz en medio de las tinieblas de aquellas calles; cerca de las murallas nadie parecía tener el dinero suficiente como para gastar en antorchas que iluminasen los rincones.

—Creo que está de más advertirles que no griten —les dijo Terens cuando estuvieron sobre la carreta, entre algunos sacos llenos de provisiones—. Se pueden hacer una idea de lo que les pasará —agregó, pasándose con suavidad el filo de la daga por su delgado cuello.

Barmus y él se quedaron con Anisa y Drehil, al otro lado de la carreta, manteniendo sus ojos sobre ellos, atentos al menor movimiento o intención de abrir la boca. Anisa, mirando la daga medio oculta que llevaba Terens bajo la manga de su camisa, casi hipnotizada por el tenue brillo de esa hoja, por unos instantes, casi olvidó lo que era gritar.

El la capa azul, subiéndose al asiento de conductor, tomó las riendas de la mula y, tirando de ellas, ordenó al animal que comenzara la marcha.

Las ruedas de la carreta repiqueteaban contra el suelo de piedra, creando una rítmica aunque extraña sinfonía. Anisa miraba en todas direcciones, suplicando dentro de sí para que alguien se percatara de su situación, un soldado quizá, algún compañero de Drehil que decidiera actuar contra los bandidos, pero no encontraba a nadie. Por esas calles, la mayoría de individuos que pasaban cerca eran vagabundos y civiles que apenas y dedicaban una mirada de reojo a la carreta y a quienes iban en ella. No había señales de soldados, el de la capa azul sabía conducir el vehículo por las zonas menos vigiladas de la ciudad.

Anisa respiraba rápido, nerviosa, asustada, pero cuando salieron a la calle principal, desde la cual, por el sur, asomaba el portón de salida de Vigiliaeterna, brillando, iluminada por varias antorchas, los músculos de su cuello se tensaron y sus fosas nasales dejaron de aspirar el aire del rededor. Una oportunidad, tenía una oportunidad para escapar. Miró a los ojos de sus captores; Barmus estaba concentrado en Drehil, mientras que Terens había desviado un poco los ojos hacia el portón, donde esperaban los guardias con sus lanzas. Anisa comprendió que también estaba nervioso.

La mula, poco a poco, fue disminuyendo la velocidad de su andar, deteniéndose justo a un metro de la salida de la ciudad. Los guardias se acercaron al de la capa azul, preguntándole qué cosas llevaba en la carreta.

—Patatas —respondió el de la capa, de nuevo con el mismo tono gélido—. Y a unos cuantos pasajeros.

El mentón de Anisa comenzó a temblar, los gritos de auxilio luchaban por salir de ella. Pero tenía que ser paciente, tenía que esperar el momento en el que el portón se abriera, cuando sus captores estuviesen a merced de los ballesteros. Terens, frente a ella, sin poder quitar los ojos de los guardias, comenzó a tamborilear con sus dedos el filo de su daga. Sí, había una oportunidad, pequeña y casi insignificante, pero una, al fin y al cabo.

—¡Abran! —gritó uno de los guardias.

Arriba, en los adarves, algún mecanismo de hierro, madera y piedra comenzó a accionarse. El suelo tembló un poco y, con lentitud, ambos lados del portón fueron abriéndose hacia fuera. El de la capa azul azuzó a la mula y la carreta volvió a traquetear. La sombra de la muralla los envolvió de nuevo, Anisa volvió a respirar fuerte y rápido, su corazón como el de un caballo de carreras.

Las Lunas de Orthamc aparecieron en el cielo nocturno Anisa volteó y vio la barbacana llena de ballesteros. Tomó aire, cerró los ojos.

Entonces gritó.

Como un pez que salta de la canasta en donde lo han metido después de pescarlo, Anisa saltó por el borde de la carreta, aún con las manos atadas; la manta con la que la habían cubierto voló, reclamada por el viento como si de un trofeo se tratase.

—¡Mierda! —exclamó Terens, apresurándose a bajar.

Aún con el dolor del impacto contra el suelo, Anisa se levantó y corrió hacia el interior de la ciudad.

—¡Ayuda! —gritó con desesperación—. ¡Ayuda!

Los ballesteros se apresuraron a apuntar, Terens se quedó quieto, apartándose del alcance de los proyectiles. Anisa no volteó a verlo. Lo había conseguido, había escapado, estaba a salvo con los guardias. Uno de ellos se acercaba a toda prisa a recibirla.

—¡Gracias! ¡Gra-...!

Un poderoso rodillazo de hierro aterrizó sobre su estómago. El aire se le escapó del cuerpo al tiempo que el dolor se esparcía por todo su vientre, consumiendo su energía, robándole unas lágrimas de los ojos. Anisa cayó de rodillas. El suelo de tierra endurecido, al recibirla, levantó una pequeña nubecilla de polvo.

Aturdida, no gritó de dolor ni lloró. Temblando, sintiendo el frío del suelo, se quedó viendo el yelmo con visera que ocultaba el rostro del guardia.

—Deben tener más cuidado —dijo, elevando la mirada hacia Terens—. Si se les vuelve a escapar, quizá ya no me haga de la vista gorda.

—Je... —alcanzó a responder él, nervioso—, s-sí...

—Gracias por el servicio —interrumpió la voz del de la capa—. Tendré que ser más cuidadoso con esta.

—Considera esto una muestra de amistad, Senth —le dijo el guardia con un dejo alegre—. Por si quieres hacer negocios una segunda vez.

—Lo tendré en cuenta —respondió el de la capa—. Llévala de regreso a la carreta, Terens, y ten cuidado de que no se te escape de nuevo.


***


La carreta cubría mucho terreno durante el día y la noche. No paraba casi nunca; cuando Senth, el canoso de la capa azul, ya no podía seguir, designaba a Terens o a Barmus para que lo reemplazaran en el asiento de conductor, entonces iba a la parte trasera de la carreta, se acomodaba entre unos sacos frente a Anisa y a Drehil y dormía. Terens se mantenía silencioso durante sus turnos conduciendo la carreta, a diferencia de Barmus que se ponía conversar con la mula, a la que cariñosamente llamaba Mordedora. Las veces en las que se le ordenaba a la mula parar, el trío de bandidos bajaba de la carreta y, a un lado del camino, armaban una fogata en donde preparaban una rápida merienda. Anisa y Drehil miraban desde el vehículo, protegidos del frío nocturno por las mantas que ocultaban sus manos y pies atados. No era hasta que los bandidos terminaban de comer que se les daba un poco a los rehenes. Cualquiera habría pensado que les daban sobras o algo de la seca avena que comía la mula, pero Anisa quedó sorprendida cuando, la primera noche que los vio comer, se le ofreció después un cuenco con huevos y patatas cocidos.

—Tienes que comer —dijo Senth, quien le ofreció la primera comida del viaje—. Muerta de hambre no me sirves.

Incluso con las tripas rugiéndole, exigiéndole el alimento, Anisa no podía comer, y si lo hacía era porque o Terens o Barmus, a regañadientes, le ponían el alimento en la boca. No era simplemente por las entumecidas articulaciones al estar sometida a una sola posición en el traqueteante viaje, o por el dolor que le producían las ajustadas cuerdas. Era el miedo, pero no el miedo a morir. Esa clase de horror ya la había superado hace mucho, cuando era una niña que apenas empezaba a tener consciencia de sí misma. Se trataba del miedo a dejarlo solo, a Adrin. Habían hecho una promesa hace mucho, motivados por la fuerza de sus corazones conectados por la sangre más que por la razón de sobrevivir. No podía dejarlo solo, no podía quedarse sola. Incluso si el mismísimo Fanemil le daba un espacio en los Salones de Luz, en medio de aquel paraíso de júbilo, sin Adrin, estaría igual de aterrada que si fuera enviada a las entrañas del Vacío.

Drehil, por otro lado, aunque a mala gana, comía lo que le daban, lo mismo que Anisa recibía en su cuenco se lo daban a él. Como si siguiesen en las calles de Vigiliaeterna, el soldado no había cambiado su austero semblante. A veces, Terens lo fastidiaba con alguna broma referente a sus compañeros, aquellos guardias dispuestos en la salida de la ciudad que, sobornados, les habían hecho salir aun con deplorable espectáculo de Anisa. En esos momentos, parecía encenderse en Drehil una fugaz llama de ira; sus ojos se arrastraban hacia los del enjuto bandido de rostro ratonil, a lo que este solo respondía riéndose y echándose a ver el cielo, contando las estrellas si era noche y buscando formas particulares en las nubes si es que era de día.

Pasaron cuatro días hasta que las primeras ondulaciones de las colinas Tesdea asomaron por el noroeste, verdosas y con cimas decoradas por miles de flores con colores que, a la luz del día, chillaban a los ojos incluso a kilómetros de distancia. El paso del viento hacía ondear la hierba, dando la óptica ilusión de un calmado mar esmeraldino. Anisa pensó en lo que esperaba más adentro entre esas colinas, un espacio llano en donde un pequeño ejército de casas de adobe, con techos de paja, se levantaba bajo la sombra protectora de un árbol teriznio. En Orthamc existían muchas cosas gigantes, desde animales hasta montañas, pero ninguna de esas cosas podía ser tan hermoso a ojos de Anisa como un árbol teriznio. Pensar en aquel titán de la naturaleza le dio cierta calma en medio del horror que sentía. El sendero real, que era por el cual pasaban en ese momento, se perdía en el norte, bordeando el terreno colinoso, por el cual se perdía un camino secundario. Cuando Anisa se dio cuenta de que seguirían por el sendero real, una punzada de alivio le hizo soltar un suspiro.

Dos días después, hacia el este se avistaron los altos pinos del bosque Aktos, aunque borrosos por la distancia.

—Más allá de ese bosque está el lago Estoger —señaló Barmus, apuntando con el dedo índice hacia la inmensidad del este—. Es un lago muy bonito en esta época del año. Es tan calmado que parece un espejo gigante. Terens, ¿crees que podamos ir después de este trabajo?

Extrañado por la pregunta, Terens se encogió de hombros.

—Pregúntale a Senth —respondió—. Si por mí fuera, iríamos más allá, pasando la Cadena de Daleria —Se volvió al este y señaló las fantasmagóricas montañas, dibujándose, celestinas, incluso en remota lontananza—, al reino de Tendrazk. Nunca he montado un aknur, ¿sabes? Daría lo que fuera por montar uno.

—Los tendrazknos no dejan que los extranjeros monten aknurs —comentó Drehil—, incluso si es un aknur salvaje. Te cortarían las manos y las piernas.

—Si es que el aknur no te mata antes —añadió Senth desde el asiento del conductor, antes de que Terens se encaminara hacia Drehil, empuñando su daga—. Déjalo tranquilo, Terens. Deja que hable. Estar callado tanto tiempo te puede volver lo suficientemente estúpido como para insultar a tu captor. No es su culpa el no ser inteligente.

—Cierto —Terens gruñó y fue hasta su asiento, al lado de Barmus, quien aún seguía con la mirada perdida en el este.

Anisa había quedado petrificada, aterrada, en su mente ya estaba viendo a Drehil cayendo al suelo de la carreta, el cuello desgarrado y la sangre manando, esparciéndose por toda la superficie de madera astillada, el cuerpo del joven soldado sufriendo inquietantes espasmos mientras se ahogaba en su propia esencia. Pero a lo que siguió, no supo cómo reaccionar. Drehil, con la mirada baja, describía en sus labios una sonrisa apenas perceptible, maliciosa, perversa incluso, y apenas conseguía diferenciarse. ¿Por qué ni Terens ni Barmus la habían notado? Anisa volvió la mirada hacia los captores, que ahora intercambiaban murmullos mientras apuntaban a direcciones lejanas, perdidos otra vez en los lugares que deseaban visitar.

Dos días después, en el horizonte, recortada por un cénit en donde todas las nubes del mundo parecían arremolinarse, la cumbre escondida de una montaña comenzó a asomarse. Poco a poco, el resto de su cuerpo rocoso fue revelándose en medio del llano terreno, seccionado por el sendero. Anisa sintió un escalofrío al darse cuenta de que la carreta, luego de varios días de solo seguir el camino real, por fin tomaba uno de los tantos caminos que se desligaban de él. Precisamente, el camino que ahora empezaban a tomar, los llevaba hacia aquel monte solitario. Recordó esos cuentos sobre mujeres que eran ofrecidas a algún monstruo para de calmar su ira.

Un conjunto de casas y granjas, construidas alrededor de una fortaleza que se levantaba cerca de la gigantesca formación de roca, decoraban el verdeante suelo. Anisa no conocía los territorios del reino más allá de su tranquilo pueblo en Teriz, tenía una vaga idea de cómo eran las ciudades más importantes, sí, pero eso no era conocer cada rincón de Aleron. Esperaba que alguno de sus captores soltara algún comentario sobre las tierras a las que estaban adentrándose, algo acerca del señor que las gobernaba, pero ellos se quedaron en silencio, limitándose solo a observar la montaña con semblantes sombríos.

Se había levantado un arco de piedra sobre el camino. Dos guardias, armados con espadas, escudos y cotas de malla, lo protegían. Anisa pensó en que podía volver a intentar escapar, pero antes de que siquiera en su mente surgieran los primeros borradores que esquematizaban su huida, los guardias, desde la distancia, saludaron a sus captores con una alegría que hacía parecer aquella escena una reunión de familiares alejados unos de otros por mucho tiempo.

—Uno siempre vuelve a donde fue feliz —exclamó uno, cuando la mula ya había arrastrado la carreta hasta el pétreo arco—. ¿Cómo han estado?

—Trabajando —respondió Senth. Su voz continuaba siendo severa, aunque ahora tenía un ligero tono amigable—. Como siempre.

—Nos informaron de su llegada —agregó el otro guardia, recargado contra el pilar derecho del arco. Señaló a Anisa y a Drehil con la mandíbula—. ¿Ellos son su carga?

—Lo son —afirmó Terens—. Nos han pagado una parte en Vigiliaeterna. Nos pagarán otra aquí y la última paga será en Zedirn.

—Vaya viaje van a realizar —siguió el guardia de antes—. Son... ¿Cuánto? ¿Un mes y medio hasta Zedirn?

—Un mes —corrigió Senth—. Nos quedaremos una noche aquí y luego seguiremos el viaje.

—Pues bienvenidos —dijo el guardia que había hablado primero—. Y dense prisa, lord Casnarev debe estar esperándolos.

Senth asintió con la cabeza y tiró de las riendas, reanudando el paso de la mula, que, resoplando, volvió a tirar de la carreta.

Mientras se alejaban, Anisa miró a uno de los guardias a los ojos, suplicándole en silencio que le ayudara. Tal y como pensó, el hombre respondió con indiferencia. La impotencia de aquel momento dolía tanto o más que el rodillazo que recibió a las puertas de la Ciudad Gris.

Drehil, como siempre, se mantenía callado, limitándose a observar. Anisa empezaba a sentirse desesperada por aquella calma, tan irreal a sus ojos en un escenario como en el que estaban.

Las pocas casas en donde podía haber gente que se compadecieran de su situación estaban alejadas del camino. Los que vivían en ellas, granjeros en su mayoría, aparecían como figuras ensombrecidas en la distancia que enfocaban todos sus esfuerzos en trabajar la tierra.

El camino iba elevándose en una suave pendiente, y cada vez estaba más repleto de pequeñas rocas, por lo que la carreta de mecía de un lado a otro. Barmus se mataba a carcajadas al ver que su barriga se movía como un ser independiente a él a merced de las continuas sacudidas del vehículo. Terens, entre decepcionado y asqueado por ese espectáculo, bajó de la carreta con un salto, levantando una nubecilla de polvo que se unió a la que levantaban a las ruedas. Zigzagueando, siguiendo la senda, subiendo cada vez más, se acercaban a la fortaleza construida a los pies del monte. Un segundo camino se desprendía en cierto punto, rodeando la ladera, perdiéndose al otro lado del monte, una dirección en a la que Senth desvío su mirada por unos instantes.

Tres soldados vigilaban la entrada a la fortaleza. El portón ya estaba abierto, dando una vista recortada del patio de armas. Senth, Terens y Barmus fueron recibidos una vez más con amistosos saludos. A Anisa, de repente, le pareció que aquellos tres bandidos conocían a todo el mundo, que no había nadie más en quien pudiera confiar; ni siquiera en Drehil, quien lo máximo que había hecho había sido hacer enfadar a Terens y estar muy cerca de que le abriera el cuello como a un pollo.

Una vez al otro lado de las murallas, Senth condujo a la carreta hacia la retaguardia del castillo, bordeando los muros de este, grises y marcados por el tiempo. Parte de la sombra de la montaña caía sobre el patio de armas y las paredes, ensombreciéndolas más.

La mula acabó por detenerse en tras una puerta de hierro resguardada por cuatro guardias armados con lanzas y armaduras de placas. Llevaban una sobrevesta negra con una serpiente dorada en la zona del pecho.

—Enciérrenlos —dijo Senth—. Volveremos por ellos mañana en la mañana.

Los guardias asintieron y, ante la nerviosa mirada de Anisa, se acercaron tanto a ella como a Drehil.

—Duerman bien, pequeños —carcajeó Terens, mientras se alejaba junto a sus compañeros.

—N-no... —llegó a murmurar Anisa, agazapada, encogiéndose, los ojos más abiertos de los normal. Separó más los labios para dar lugar a un grito.

Pero no llegó a gritar. La mano envuelta en hierro de uno de los guardias tapó su boca con tanta fuerza que le hacía doler los músculos alrededor de sus labios. Ni siquiera pudo patalear mientras la conducían hacía la puerta de hierro, la cual iba abriéndose poco a poco por los otros dos guardias que la custodiaban.

Al otro lado, aguardaban unos escalones que se iban perdiendo en una oscuridad insondable. Anisa había escuchado las historias de la gente recluida en las mazmorras, lugares oscuros y fríos, donde si no morías por hambre lo hacías por los ejércitos de ratas que se lanzaban sobre ti para devorar tu carne.

¡Adrin!, llegó a pronunciar en su mente, a gritar, antes de caer desvanecida. 

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