CAPÍTULO VIII: A LA LUZ

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Enir no podía quitar los ojos del Gran Templo de Aleron, tan emocionado se encontraba que no reparaba en la estúpida y risible sonrisa que doblaba sus labios de oreja a oreja y dejaba expuestos sus dientes. A lo lejos, la construcción imposiblemente real, tan blanca, parecía desprender luz propia, más brillante aun que el sol saliente en el este. El Gran Templo de Aleron era el centro de adoración más grande, no solo del reino del rampante grifo blanco, sino también de toda Daleria. Enir sintió pena por aquellos que no vivieran cerca de aquel lugar, privados de la magnífica visión que se reflejaba en sus pupilas, cerca ya de dejar brotar a las lágrimas. El Gran Templo estaba construido a base de piedra alba, un mineral que se explotaba en el sur del reino, en el valle Kaidelt. Aún después de terminar de construir el templo, varios milenios en el pasado, en las montañas del valle, incluso en la actualidad, seguían descubriendo yacimientos cada vez más profundos. Aleron no recibía el nombre del Reino Albino por nada; a la espalda de Enir se levantaba Aliadran, la capital del reino, también hecha en su totalidad a base de piedra alba. Igual que el Gran Templo, tenía ya varios años levantada, inmutable ante el paso de los años, al menos a ojos que no escrutaban a enfermiza profundidad. La piedra alba de Aleron era muy resistente al daño del tiempo, a la erosión. El pueblo llano, en especial los que vivían en los campos, labrando la tierra y cuidando de animales, tenían la fuerte creencia de que la piedra alba era una de esas cosas que Fanemil había dejado a la raza de los humanos, como muestra de una promesa de su pronto regreso, dando explicación así a la resistencia del material; junto con los árboles teriznios, las gemaluces, las florestrellas y los cometas, se volvía un objeto más de adoración, e incluso, aunque algo exagerado según Enir, de temor.

No había que temerles a los obsequios que Fanemil había dejado, había que temerle a él, temerle y adorarle, esperar su regreso, aguardar el Día del Resplandor, donde los Paladines bajarían de sus moradas en el cielo para rescatar a los hombres y mujeres del retorno del Vacío. En eso se apoyaba toda la filosofía de la Fe Blanca de Fanemil, la Fe a la que ahora Enir servía con orgullo. Su peregrinaje había acabado hacía un lejano año que nunca olvidaría, y ahora, habiendo demostrado su valía en el Castillo Blanco, luego de un viaje de medio año, por fin se acercaba a un nuevo escalón en su carrera como fervoroso de Dios.

En esos momentos, a solo medio kilómetro de él, Dios lo recibía erguido, personificado en una estatua de piedra alba que se elevaba quince metros del suelo. Nunca se había grabado un rostro humano para Fanemil; los Altos Hermanos de la Fe decían que proveerle de rostro solo lo haría tan humano como ellos, y él no podía ser un humano. Así, quedaba explicado el motivo de por qué en todas sus representaciones el rostro estaba cubierto por un velo de misterio e intriga; en aquella ocasión, Enir escrutaba los ingrabados ojos de Dios tras el visor de un yelmo alado. La armadura de placas era recorrida por intrincados grabados y volutas en altos relieves. Completamente extendida, la mano derecha se alzaba sosteniendo una larga espada que apuntaba hacia el este. Tras la espalda, las dos alas emplumadas se extendían en una envergadura de casi veinte metros hacia izquierda y derecha, extendiendo una basta sombra sobre el terreno herboso.

Y las maravillas arquitectónicas no acababan ahí. Tras la figura de Fanemil, el Gran Templo, superándolo en tamaño, se levantaba como una obra difícil de concebir incluso en los sueños, y que aun así ahí estaba, corpórea, táctil, pulcra y brillante como un gigantesco glacial de las tierras norteñas. La fachada se sostenía sobre unos extensos escalones que iban perdiéndose en la sombra de un anchísimo alero pétreo, cuyo peso se sostenía por una docena de columnas. El templo se extendía en tres grandes áreas; la primera, diseñada para el pueblo llano que deseaba ir a rezar, era un extenso salón que acababa en un cimborrio, el cual destacaba, elevándose corpulento entre dos delgadas torres coronadas por chapiteles y manteniéndose erguidas por una senda y enrevesada red de arbotantes y contrafuertes. Las otras dos áreas se desprendían desde la primera, aunque mucho más extensas, como formando dos brazos que se abrían en forma de semicírculo, destinadas en uso solo para las personas que habían entregado sus vidas al servicio de la Fe Blanca. Enir estaba emocionado por descubrir las cosas que le aguardaban en esas cámaras, en esas habitaciones cuyos interiores no podían escrutarse. Los ventanales, tantos como estrellas en el cielo, recibían los rayos del pálido sol y destellaban igual que diamantes; a ojos de Enir, el templo parecía estar saludándolo. El monje emitió un sonido parecido a una risa en medio de su boba expresión de alegría.

¿De verdad estoy aquí?, se dijo así mismo.

En ese momento, la carreta en la que iba pasó por encima de una piedra. La sacudida casi hizo a Enir perder el equilibrio y caer por el borde del vehículo, pero el joven monje consiguió que el peso de su cuerpo no lo venciera.

Morir así..., pensó entre divertido e inquieto, recordando la vez en la que vio a un campesino romperse el cuello y morir al instante al caer de una carreta en condiciones parecidas a la suya. Morir así, cuando ya estoy muy cerca... Volteó a ver el rostro de Fanemil, inexistente tras su yelmo, ¿Será cierto que obras de formas misteriosas? 

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