CAPÍTULO XIX: GUARDIA SOMBRÍA

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Anisa no podía dormir. Se removía en su pequeño espacio en la esquina de la carreta, escuchando el eterno repiqueteo de las ruedas, de los cascos de la mula, el seco golpe que escupían las correas al golpear el viento para que la mula avanzara más rápido. Cerraba los ojos, esperando sumergirse en el sueño, pero de inmediato llegaban los recuerdos de aquel escenario ominoso y terrorífico: blanco arriba, ardiente, cegador; negro abajo, fuliginoso, asfixiante. Sin embargo, no era todo eso lo que le impedía caer inconsciente, así como no lo era tampoco el frío nocturno o el viento ululante.

Era Senth, eran sus ojos imperturbables, su rostro inexpresivo, su postura inmutable que se mantenía siempre, que no parecía haber algo que lo perturbara, incluso si ese algo era un grupo de mercaderes asesinados en medio del camino, incluso si los asesinos mismos, vestidos de un negro profundo y con armas teñidas de rojo, estaban frente a él, impidiéndoles el paso.

Se había bajado de la carreta, con la misma calma con la que siempre lo hacía cada vez que había una parada. Volteó hacia Terens y Barmus y, con un gesto, les indicó que esperaran. Nerviosos, no quitaron las manos de sus armas mientras veían a Senth acercarse a los encapuchados.

—¿Qué está...? —preguntó a medias Anisa, atragantándose con las palabras, presa de un nerviosismo que ascendía con lentitud y que poco a poco se convertía en miedo.

Intercambiaron murmullos. Anisa pensaba que en cualquier momento uno de los encapuchados atravesaría el pecho de Senth con una espada, pero no fue así, ni siquiera cuando se dio la vuelta y, desprotegido, vulnerable, regresó hasta ellos. En cambio, los asesinos enfundaron sus armas, escondiéndolas entre los pliegues de sus capas, y salieron del camino, dirigiéndose hacia el este, perdiéndose entre redes de colinas.

—¿Qué carajos pasó ahí? —preguntó Terens alterado, casi precipitándose contra Senth—. ¿Qué hiciste? ¿Por qué nos mataron?

—Bueno —decía Senth mientras volvía a la carreta—, un jefe no mata a sus peones, ¿verdad? Sería un mal negocio.

Terens quedó boquiabierto y su piel se volvió casi nívea, con los ojos tan abiertos, daba un espectáculo sombrío que no agradaba a la vista. Barmus, confundido, no parecía entender la gravedad del asunto, casi como Anisa. Ella solo podía suponer que estar aliado con unos sujetos como esos no podía derivar en nada bueno. Senth tiró de las correas y la mula reanudó el paso. Las ruedas pasaron por encima de charcos rojos; los encapuchados habían retirado los cadáveres, dejándolos a un lado del sendero.

No se han robado nada..., se percató Anisa, viendo cómo la carreta que pertenecía a las víctimas había dejado caer su contenido por el suelo: barriles llenos de un vino carmesí que se mezclaba con el jugo humano, volviéndolo más oscuro y brillante. La pelirroja movió la vista hacia la derecha del sendero, siguiendo a los tétricos personajes; logró atisbar una pequeña mancha fuliginosa, levemente humana, perderse entre una cuesta baja entre los terrenos al este del sendero.

Y ahora no podía conciliar el sueño. ¿Qué significaba el hecho de que sus captores estuvieran trabajando para esas personas? ¿Qué significaba para ella? ¿Qué destino le aguardaba? ¿Y qué destino le había sido deparado a Adrin?

Se habían detenido a un lado del camino, una pequeña fogata iluminaba el círculo en torno al cual se hallaban los captores de Anisa; en ese momento, Barmus se hallaba en su turno de guardia, mientras el resto dormitaba: Senth arrebujado en los pliegues de su capa azul y Terens temblando bajo una tela vieja, con roturas, que usaba para resguardarse del frío. Aún quedaba mucho camino por recorrer antes de llegar a los terrenos de Zedirn. El bosque Veredern los aguardaba en el horizonte, sus árboles confundiéndose en la negrura profunda de la noche.

El ruido de cascos, resonando de repente, advirtió que se acercaba gente desde el norte. Anisa se levantó un poco, lo suficiente como para asomarse y ver a las cuatro formas montadas en caballos fuliginosos. Sus captores lo escucharon también. Barmus levantó a Terens y Senth, poniéndolos alerta.

Poco a poco, la luz de las antorchas fue revelándolos. Anisa ahogó un grito tapándose la boca con ambas manos, impedida por alguna fuerza desconocida de apartar los ojos de los recién llegados. Los encapuchados se detuvieron al otro lado del camino, frente a la carreta; bajaron de sus caballos y llegaron hasta el improvisado campamento. El negro de sus telas parecía tragarse la luz; ni siquiera la sombra de sus rostros se debilitaba.

Senth se adelantó, pero se detuvo ante un ademán del que parecía ser el líder de aquellos inquietantes extraños.

—Pensamos que podrían necesitar escolta —dijo, con una voz inquietantemente humana, relajada—. Venimos a ayudarlos.

—Gracias —respondió Senth—, pero creo que podemos arreglárnoslas solos.

—Me temo que debemos insistir —objetó el hombre.

Anisa volteó hacia Terens y Barmus. El primero, bajaba con lentitud la mano hacia el mando de la daga; el otro, miraba la escena, expectante. Aun así, a pesar del valor que querían demostrar, parecían intuir, al igual que Anisa, que contra aquellos espectros no tendrían ninguna oportunidad: la palidez de sus rostros se escondía bajo el brillo anaranjado de la fogata, pero el sudor no podía esconderse.

—Hay cosas en el bosque —añadió el encapuchado, volteándose hacia la lejana espesura, señalándola con un dedo recubierto por un guante de cuero negruzco. Volvió la mirada hacia Senth, pero no dejó de señalar el Veredern—. Cosas que no pueden matar con espadas.

Anisa escrutó la oscuridad que se refugiaba bajo la capucha de ese hombre. Él, como si pudiera sentir el peso de sus ojos sobre sí, volvió la mirada hacia ella, atrapándola aun estando medio escondida entre la carreta. Y Anisa, enfrentándose a ese fondo oscuro, volvió a escuchar aquellos susurros inhumanos.

HIJA DE FANEMIL...


***


Cuando el viento soplaba con fuerza, haciendo ondear los pliegues de su vestido, flamear sus cabellos rojizos, Anisa pensaba que, en cualquier momento, sus pies se levantarían del suelo, y ella comenzaría a flotar en el aire como una hierba que es arrancada del suelo y danza según los designios de las fuerzas de la naturaleza. Eran, después de todo, los pensamientos de una niña, productos de su imaginación prematura. No le causaba miedo, al inicio; pensaba que volando podría ver todo el mundo, los rincones más inhóspitos de Daleria, incluso las cimas de la Cadena, pero recordaba a su hermano, recordaba la casa solitaria en el campo y de repente tenía miedo, se horrorizaba ante sus ideas y, con rapidez, se lanzaba al suelo y, apretando la cara contra la hierba, los ojos fortísimamente cerrados, se aferraba a esta con sus manos hasta que las fuertes ráfagas se alejaran.

—¿Qué haces? —le preguntó Adrin un día, encontrándola en dicha situación. Resistía las ganas de reírse escondiéndolas bajo una capa de curiosidad.

—Me protejo del viento —dijo Anisa, aún con los ojos cerrados—. Me quiere llevar con él.

—Estoy seguro que el viento tiene mejores cosas que llevarse —respondió Adrin, no pudiendo contener más la risa. Anisa escuchó a la hierba, a un lado suyo, doblegarse ante el peso de su hermano. La niña se forzó a entreabrir un ojo, descubriendo a su hermano sentado al lado suyo, con la mirada perdida en el cielo—. ¿De qué le sirves al viento?

Volteó hacia ella entonces. Alrededor de su ojo derecho tenía un moretón inflamado. La noche pasada, aquella zona solo había estado roja, resaltando entre la pálida tez de Adrin. Cualquier rasguño o hematoma siempre resaltaba en sus caras. En el perfil izquierdo, una zona verdosa se confundía entre las miles de pecas; la marca de un golpe que ya desaparecía luego de dos semanas.

—¡Cállate! —exigió Anisa, asestándole una patada que apenas consiguió moverlo un poco—. ¡Ya verás cuando el viento se lleve todo menos a mí! ¡Podría llevarte a ti incluso!

—No me molestaría —respondió Adrin mostrando una amplia sonrisa—. Pero solo me dejaría llevar si vienes conmigo.

Anisa aún se aferraba a la hierba. Si el viento se la llevaba a él y a su hermano, podrían volar juntos por Daleria.

—¿Y que pasará con la casa? —preguntó Anisa.

—No la necesitaríamos —su hermano señaló una nube blanca que surcaba el cénit del mundo—. Viviríamos sobre ellas.

Nunca supo decir si es que acaso olvidó hacer una última pregunta o si es que, simplemente, no quería hacerla. Él y ella eran lo único que importaba, lo único que debía importarle. Anisa abrió los ojos. Sus pequeños dedos aún estaban aferrados a la hierba; hebras verdes salían de entre ellos, quebradas, aplastadas.

La niña sintió un escalofrío cuando abrió las manos.


***


Un día gris les dio los buenos días, aunque ya habían estado despiertos antes de que la oscuridad se desvaneciera. El cielo, taponado por las amorfas y gigantescas nubes, vaticinaba el fin del verano. Los encapuchados iban montados en caballos de pelajes igual de oscuros que sus ropajes, aunque no precisamente negros. A la derecha del sendero, el bosque Veredern ya exhibía sus lindes, y a kilómetros de profundidad de este se observaban los límites del reino, marcados por la imponente presencia de las montañas de la Cadena.

Nadie había dicho nada en lo que llevaban de marcha. Terens y Barmus intercambiaban miradas inquietas y Senth, con la mirada en el frente, parecía vigilar a los encapuchados que encabezaban la marcha.

El camino real a veces zigzagueaba, respetando los límites del bosque. Un aroma a hojas secas, humedad y madera salía desde el Veredern. Anisa, de vez en cuando, atisbaba la figura de algún animal asomarse hacia la luz del campo abierto, algún ave o algún ciervo. Sabía que en la espesura de ese bosque aguardaban otras criaturas, como lobos y noggs. Pero, por encima de todo, tenía en mente a las simpiras. Había escuchado sobre ellas por parte de los viajeros que pasaban por Teriznam; decían que no se aventuraban más allá de sus territorios, allá en lo profundo del bosque, donde se enfrentaban continuamente a los kratnis que bajaban de las montañas.

Siguieron avanzando por unas tres horas hasta que sus guías dieron la orden de detenerse.

—¿Qué pasa? —preguntó Senth.

—Los observaremos desde la espesura —dijo el encapuchado al mando—. Sigan avanzando hasta llegar a Zedirn. En la ciudad serán escoltados por otro hermano.

¿Hay más como ellos?, se preguntó Anisa, intimidada ante la idea. Terens y Barmus intercambiaron miradas, seguro ellos también sentían a sus corazones encogerse ante tal idea. Por otro lado, la palabra que el desconocido había usado para referirse a su semejante causó cierta extrañeza.

—¿Cómo lo reconoceremos? —se aventuró a preguntar Terens, aunque no obtuvo respuesta.

—¿Cómo nos reconocerá? —preguntó Senth entonces.

—De eso se preocupará él —lo consoló terriblemente el encapuchado.

Y luego de eso, espolearon sus monturas, dirigiéndolas hacia la espesura, perdiéndose entre sus sombras.

—¿Tendremos que ver a otro en la ciudad? —preguntó Barmus—. No creo que la paga lo valga, Senth.

—Deja de decir tonterías. Ya hemos recibido la mitad, no nos queda mucho para el resto.

—A ti tampoco te gusta todo esto —comentó Terens—, ¿verdad?

Senth no respondió y tiró de las riendas de la mula.

Ahora no solo eran las criaturas las que acechaban en el bosque al lado de ellos. Anisa ahora temía mirar entre los árboles y descubrir a los encapuchados. Pero, sobre todo, no deseaba volver a escuchar aquellos susurros en su mente. No era un simple recuerdo que volvía a ella, no un mero fragmento de memoria; se adentraba en ella a la fuerza, invadía su mente y eclipsaba todos los retazos de su consciencia. No podía contarlo, sus captores se limitarían a reírse. Además, ¿cómo explicar algo como eso?


***


Adrin cayó al suelo con estrépito. Anisa soltó un grito. Cuando su hermano levantó el rostro, tenía el labio inferior reventado, rojo igual que su nariz rota.

—¡Levántate! —gritó Adrel.

Anisa no recordaba en qué momento había comenzado todo el alboroto. Momentos antes, su hermano estaba sirviendo la comida de la tarde, la sopa de verduras de todos los días. Y ahora su cara estaba manchada de sangre; el moratón de su ojo derecho aún no desaparecía, ahora tendría que ir al mercado llevando la capucha sobre la cabeza.

—Dije que... —Adrel golpeó la superficie de la mesa con la mano. El estruendo hizo saltar a Anisa; desde sus oídos comenzó a distinguirse un ligero y agudo zumbido—, ¡te levantes!

Anisa era tan pequeña que podía esconderse bajo su silla, pero nada podía impedir que viera la golpiza, nada a excepción de la oscuridad que le proporcionaban sus ojos al cerrarse. Sin embargo, aún en la oscuridad, seguía escuchando el impacto de los golpes, los gritos, las respiraciones ahogadas por el dolor.

—Maldito debilucho —dijo Adrel entre dientes, úrico. Anisa escuchó cómo pasaba su grueso brazo por la mesa, llevándose consigo los platos y los cubiertos hasta lanzarlos por el aire—. ¡Yo no críe a un debilucho! ¡¿Entiendes?! ¡Levántate!

Los platos se estrellaron contra el suelo, los cubiertos tintinearon como campanas al impactar en el suelo, los restos de la sopa se escurrieron por los bordes de la mesa como cataratas.

Adrel no era su padre, eso, tanto Anisa como Adrin lo sabían bien. Pero la madre de ambos había muerto tras traer a Anisa al mundo, y su padre había muerto en una trifulca contra piratas en altamar. Adrel los había recogido, les ofreció una casa y una habitación, todo siempre y cuando le sirvieran de algo. Los primeros días no habían sido tan duros, Adrel daba dinero y, con eso, Anisa y Adrin podían invertir en recursos. Pero después, Adrel comenzó a frecuentar tabernas, llenó el almacén de la casa con odres de vino en lugar de comida, y así se la pasaba bebiendo hasta que llegaba la noche y, no pudiendo más, se quedaba dormido, esperando que, al siguiente día, todo el desorden de jarras rotas y vino derramado estuviera limpio.

No podían dejarlo; las políticas de Karadas no permitían que un par de menores vivieran solos. Si los descubrían, Anisa sería enviada a una casa para hermanas blancas, y Adrin a un centro militar para que sirviera al reino como soldado. No era una vida digna la que tenían en casa de Adrel, pero era mucho mejor que una vida lejos el uno del otro.


***


En la noche del quinto día, cayó lluvia. Las gotas caían con tanta fuerza que dolían. Creaban una especie de neblina en plena noche que les impedía ver a más de tres metros.

—Denle una capa —dijo Senth. El agua le había pegado la tela de la que él tenía a su piel.

—Pero, Senth, solo tenemos dos más —reclamó Terens.

—No fue un pedido, Terens —finalizó Senth.

Anisa no volteó hacia la mirada úrica de Terens.

—Yo le puedo dar mi capa —dijo Barmus—. Es muy grande y le servirá mejor.

—No digas tonterías, Barmus —bramó Terens—. Quédate con esa cosa vieja.

El enjuto se quitó la capa y la tiró con furia a Anisa. Ella no esperó a las palabras hirientes de Terens, ni tampoco dio las gracias —ni siquiera a Senth—, y se puso la capa. Venía con capucha, así que también se la echó sobre la cabeza, donde su cabello rojizo, goteante, se le había pegado al rostro. Solo pasaron unos segundos para que la capa se bebiera toda el agua que caía sobre ella. ¿Cómo estaría Terens entonces? Por alguna razón que no comprendió, quizá la pena, volteó hacia él, descubriéndolo bajo el gran manto que Barmus llevaba puesto. A su mente llegó la imagen de una osa abrigando a su cría, y en medio de aquel desastre, Anisa se permitió sonreír.

Las ruedas de la carreta creaban un ruido chapoteante, las pisadas de la mula no resonaban ya. En poco, el sendero se volvería un terreno lodoso en el que sería complicado moverse. Anisa recordaba las ruedas de los vehículos atascándose en caminos arruinados por las lluvias. En parte, estaba aliviada de que al llanto de las nubes no se les unieran violentas ráfagas de viento, o resplandecientes rayos acompañados de truenos.

De vez en cuando, entre el constante golpeteo de la lluvia, se escuchaban las riendas de la mula al chasquear. Senth tenía prisa, y con razón. Parecía no desear quedarse atascado en medio del camino, pero no por el esfuerzo que suponía al tener que liberar las ruedas de la carreta; Anisa presentía que, al igual que él, no estaba cómodo al no ver a los encapuchados. Que él no pudiera verlos, pero ellos a él sí, debía aterrorizarle, a pesar de que en sus facciones o su postura aquel miedo creciente no se evidenciara.

La carreta se detuvo, el chapoteo de las ruedas cesó.

—¿Qué pasa? —exclamó Terens, tiritando luego de callarse. El cabello le cubría la frente y el agua en su cara se deslizaba por su nariz. Se aferraba con fuerza a los gruesos pliegues de la capa de Barmus.

Senth bajó de su asiento y se alejó un poco de la carreta, caminando hacia el norte con un paso cuidadoso. Había visto algo. Anisa achinó los ojos, enfocando la vista para tratar de distinguir algo en la oscuridad. El hombre de la capa azul soltó una maldición, apenas oíble por el estruendo de la lluvia, y regresó a paso rápido hasta su asiento de conductor. La carreta avanzó entonces.

—Bajen las cabezas —dijo.

Barmus y Terens se miraron, intercambiando expresiones confundidas. Anisa se limitó a obedecer. Los árboles del Veredern avanzaban un poco, acercándose al sendero hasta el punto que las gruesas ramas de sus árboles, repletas de hojas, se asomaban hasta el camino. Aquello provocaba que el agua, en esa zona, cayera de forma irregular.

—Carajo —soltó Terens.

Anisa, que hasta ese momento se había limitado a ver el suelo de la carreta, donde el agua se escurría hacia abajo, elevó un poco el rostro para ver qué esperaba más adelante.

Lo primero que vio fueron los pies, desnudos, colgantes, empapados, la piel alrededor de ellos pegada a los huesos. Por poco y su rostro impacto contra los muslos, igual de delgados y descarnados, si no fuera porque se agachó a tiempo. Estuvo por levantarse, pero Barmus la detuvo.

—¡Hay más! —exclamó—. Por Fanemil, ¿cuántos son?

Las ruedas pasaron por algo tirado en el suelo. Si hubiera sido una roca, se habrían partido, y el ruido particular de la madera chocando contra la roca habría irrumpido entre el impacto del agua contra la tierra. La carreta dio un pequeño salto que casi hace a Anisa caerse.

—No creo que haya sido...

—Silencio —interrumpió Senth a Barmus. Maldijo entre dientes—. Ya los pasamos.

Anisa se levantó y miró a la zona que dejaban atrás. En el suelo, logró divisar la atropellada forma de un cadáver; la piel marcada sobre los resquebrajados huesos. Si la noche hubiera sido más profunda, Anisa no habría conseguido ver la gruesa cuerda de mimbre alrededor del cuello.

—Los alerianos —dijo Senth—. Ellos no...

—No matan por horca —interrumpió Anisa.

Todos voltearon hacia ella. Anisa se dio cuenta de que volvía a enterrar sus uñas en la palma de sus manos. Vivió muchos años en Aleron, conocía la cultura alrededor de la pena de muerte; las ejecuciones se hacían en todos los rincones del reino, incluso en pueblos como Teriznam, pero todas eran decapitaciones, nunca horcas.

Aún con la vista en el cadáver, poco a poco siendo devorado por la noche, Anisa alcanzó a divisar las formas de los encapuchados, confundiéndose en las sombras por sus oscuros mantos. Anisa ahogó un grito cuando diferenció un pequeño y fugaz resplandor dorado. Los susurros volvieron a su cabeza también. Su cuerpo tembló, sus ojos le escocieron al llenarse de lágrimas.

HIJA DE FANEMIL, HIJA DE FANEMIL...

La estaban llamando, dominaban su mente y la llamaban. Dejó de escuchar la lluvia, las ruedas pasando por encima del lodo, ya no sentía la gelidez del agua empapándola, ni la madera de la carreta sobre la que estaba.

—¡Sujétala! —gritó Terens.

Una gran mano la tomó del hombro y tiró de ella hacia atrás. Al chocar contra la superficie dura de la carreta, Anisa dejó de escuchar los susurros; la lluvia atacó su rostro, golpeaba sus mejillas y le inundaba los ojos.

—¡Recuerda que muerta no nos sirves! —gritó Senth desde el asiento del conductor; el agua que rebotaba desde sus labios hacía parecer que escupía las palabras. La carreta se había detenido—. ¡Y tampoco a tu hermano!

Anisa se incorporó a medias para evitar que la lluvia siguiera cayendo sobre su cara. Respiró hondo y, temerosa, volvió la mirada hacia la retaguardia. Donde antes estaba el cadáver, donde debían estar los encapuchados y en donde apareció aquel resplandor, ya solo había un charco lodoso que se rebalsaba con la caída del agua.


***


Estaba limpiando todo el desastre que había quedado después de la ira de Adrel. Primero recogió los cubiertos, después los fragmentos de los platos, esparcidos por distintas partes; pensó que podría volver a unirlos si es que juntaba los trozos, pero al instante estos se separaban. La sangre de Adrin se hallaba cerca de muchos trozos, se hallaba en diferentes formas: huellas, salpicaduras o pequeños charcos que dejaban un rastro, allí donde su hermano había sido pateado, arrastrado y golpeado por Adrel. Anisa tuvo que lavarse las manos antes de ponerse a limpiar, de lo contrario habría terminado manchando de más sangre el suelo; en sus palmas se habían quedado, ardientes, las marcas de las uñas que se había clavado.

Lo último fue la sopa derramada. Mientras restregaba una y otra vez los restos de aquella comida que no alcanzó a probar, una lágrima consiguió escapársele, una pequeña gota reluciente que acabó perdiéndose en el espeso líquido. Anisa sorbió los mocos que se apelotonaban en su nariz y siguió limpiando.

Terminó cuando la noche desplazó al día, y por la puerta abierta que permitía la entrada del viento, en el cielo se podían admirar las Lunas de Orthamc junto con las estrellas. Anisa se quedó mirándolas un rato, un pequeño instante, que se interrumpió cuando la niña parpadeó y su boca, obligada por un repentino bostezo, se abrió e inhaló un poco de aire. Se restregó los ojos agotados y decidió caminar hacia la habitación que compartía con Adrin.

Su hermano ya se había limpiado la sangre de la cara. En el suelo se veían los pedazos de vendas que usaba para cubrirse la cara. Estaba descansando en su lecho, con la mirada puesta en el tejado, el rostro fantasmal por las vendas que lo surcaban. Anisa se sentó en el otro colchón, su cama, y se quedó mirando las rojizas manchas que sobresalían entre algunas telas tiradas por el suelo. Se preguntó, de repente, por qué a ella nunca Adrel le golpeaba. Había hecho cosas que pudieron generar su ira: una vez rompió un plato, en otra ocasión, y solo por curiosidad, probó un poco del vino, pero Adrel no la golpeó nunca, apenas y sí le gritaba.

Aquella noche, Anisa no pudo dormir. Y en medio de la oscuridad, escuchó, por primera vez, los sollozos de aquel hombre.

Extrañada, salió de los territorios de su cama y de su cuarto. Andando en puntitas, se acercó hasta la habitación de Adrel. Una un poco más grande que la que ella y Adrin tenían. El hombre gordo, con el rostro casi devorado por la viruela, que parecía tener menos pelos sobre su gran cabeza cada día, estaba arrodillado ante su cama, sosteniendo algo en las manos con esos nudillos heridos de tanto golpear a su hermano. Era un retrato, sostenía un retrato. Anisa se acercó un poco, poniendo un pie en el cuarto del monstruo que la protegía a cambio de la sangre de su hermano, intentan ver qué había en esa pequeña pintura.

—Perdóname —murmuró Adrel al retrato—. Perdóname... No cuido bien de ellos. No como... no como te lo prometí.

Anisa descubrió los cabellos lisos y rojos, la piel pintada con un rosa tan claro que casi parecía nieve, las pecas alrededor de las mejillas y los ojos azules. Adrin se la había descrito muchas veces, pero Anisa nunca pensó que su madre podía ser tan bella. El azul de sus ojos resaltaba entre los bucles carmesís bordeando su rostro acorazonado.


***


Era la segunda vez en la vida de Anisa que veía las murallas de una ciudad. En verdad era curioso que esas construcciones, reflejadas en sus pupilas, no pertenecieran a las del reino del que venía. La mayoría de urbes de Karadas eran portuarias, sus murallas no encerraban todo el conjunto de casas, torres, mansiones y castillos, sino que dejaba un espacio abierto para la entrada de los barcos mercantes. En Aleron, por el contrario, todas las ciudades estaban encerradas por esos gigantescos anillos de piedra, que proyectaban unas sombras ominosas sobre gran parte del terreno alrededor suyo.

Pasaron tres días más de viaje hasta que por fin habían llegado a Zedirn. A pesar de que dentro de aquellos muros esperaba otro encapuchado, Anisa se permitió sentir una pequeña punzada de alivio. En el camino, durante el viaje, el sendero siguió proveyéndoles de imágenes perturbadoras. Luego de los colgados de los árboles, a la tarde del día siguiente, mientras esperaban que sus prendas se secaran, encontraron un charco de sangre fresca en medio del sendero, el cual se esparcía de forma irregular hacia el bosque Veredern. Durante la noche, desde la espesura, confundiéndose con el viento y el entrechocar de las ramas, parecían llegar hasta ellos lamentos entremezclándose con murmullos que parecían recitarse en una lengua desconocida. Anisa no volvió a ver resplandores áureos en medio de las sombras, así como tampoco sentía que una voz ajena e inhumana invadía su mente por el resto del viaje, y aun así, todo lo que el camino junto al Veredern le mostraba no hacía más que erizarle la piel; apenas conseguía reunir el valor suficiente como para dormitar unos instantes, solo para despertar de inmediato y así no sumergirse por completo, no solo en las sombras, si no en aquellas pesadillas en las que no quería volver a verse atrapada.

El gran portón de la ciudad se hallaba abierto, recibiendo a un cumulo de viajeros y comerciantes que, esperando a que les dejaran entrar en la cite, se amontonaban bajo la sombra que proyectaba la barbacana. Entre aquellas personas también resaltaban los soldados de la ciudad, quienes trataban de mantener el orden azuzando a los recién llegados con gritos y las picas de sus lanzas, como si fueran ovejeros tratando con un rebaño rebelde.

—Parece que tendremos que esperar —señaló Barmus.

—Bien —respondió Terens aún inquieto—. Mientras estemos lejos del bosque.

En realidad, la espesura seguía acosándolos desde el este: estaba muy cercana a Zedirn, apenas separada por unos treinta metros de distancia.

Para cuando estuvieron más cerca de la entrada, la multitud ya se había calmado un poco, por lo que los guardias permitían la entrada luego de una minuciosa inspección y el cobro del impuesto respectivo. No fue hasta llegada la tarde en la que Senth pudo detener a la mula justo frente al portón. Los guardias comprobaron la carga que llevaban; no hicieron mucho caso de Anisa o de Terens y Barmus. Anisa ya ni siquiera pensó en intentar dar un aviso para escapar de sus captores, estaba demasiado cerca de la verdad como para dar un paso, o quizás un salto, hacia atrás.

Anisa esperaba encontrar una gran cantidad de guardias moviéndose entre las calles cercanas a la entrada de la ciudad, pensaba que sería como en Vigiliaeterna; en la pequeña plazuela que seguía a la entrada de Zedirn no había más que un cuarteto de soldados vigilando a los civiles y mercaderes que, desde sus puestos, exhibían sus bienes en venta. El aroma incluso era distinto: por un rincón llegaba el perfume de las flores, proveniente de un pequeño puesto de mercadería, mientras que, desde un callejón, el humeante sabor de la carne siendo cocinada; el olor del hierro aceitado de las armaduras y el estruendo de pasos metálicos era casi inexistente, se confundía entre los murmullos de los ciudadanos. Anisa no alcanzaba a decidirse cuál de las dos ciudades que había visitado era más asfixiante.

—¿En dónde demonios está? —escuchó que preguntó Senth entre dientes, oteando entre la multitud, casi desesperado, impaciente.

La gente que debía rodear la carreta para seguir avanzando comenzó a quejarse de ellos, pronto los guardias les ordenarían que siguieran moviéndose. Senth no tuvo más remedio que empezar a internarse en la ciudad.

—¿No deberíamos esperar al sujeto? —preguntó Terens.

—De eso se preocupará él —dijo Senth—. Es lo que nos dijeron.

Cada que giraban en una esquina, cada que se internaban en una nueva calle mercante, Anisa se quedaba hipnotizada con los vestidos de las damas, con las plazuelas decoradas. De vez en cuando, entre los tejados de las casas, se podía apreciar un masivo techo cupulado, parte de un basto edificio circular con ventanales que resplandecían al tacto con los rayos del sol.

—Es la Gran Biblioteca —dijo la voz de Barmus. Anisa se volteó hacia él. Era extraño que le dirigiese la palabra, apenas y sí habían intercambiado una o dos a lo largo del viaje—. Bonita, ¿no?

—¿La conoces? —se aventuró a preguntar ella.

—Solo por fuera —agregó Terens. ¿Qué estaba pasando? Anisa parpadeó, confundida—. Nunca ha entrado.

—Hay que pagar la entrada —señaló Barmus haciendo un gesto que indicaba dinero—. Es para que mantengan en buen estado los libros.

¿Por qué alguien como Barmus estaría interesado en entrar a una biblioteca? No parecía ser del tipo que se interesaban por esas cosas.

—¿Por qué...?

—¿Por qué quería entrar? —interrumpió Terens. Una sonrisa se insinuaba en sus labios—. Quería ser un Erudito de la orden de Teriz. —En ese momento, no pudo resistir más y estalló en carcajadas. ¿Cuándo había Terens reído de manera genuina frente a ella?

—Hey, no te burles —Barmus enduró los puños, aunque no se atrevió a golpear a su compañero—. Ser un erudito es un gran honor.

—Sí —coincidió Terens—. Pero necesitas ser inteligente para eso, Barmus. Y si hablamos de inteligencia...

—Cállense. —ordenó Senth de repente, interrumpiendo la conversación.

Anisa había estado tan concentrada en las palabras que Terens y Barmus intercambiaban, que no se había dado cuenta de que la carreta se detuvo. Se hallaban ahora frente a una torre que ocupaba la esquina de una calle solitaria. Una callejuela se abría desde atrás para estacionar vehículos y amarrar a monturas.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Anisa, perdiendo la mirada en la cima de la torre.

Senth bajó de la carreta y sujetó las riendas de la mula, llevándola como a un perro hasta la zona en donde pudo amarrarla a un mástil. La carreta se quedó a un lado y ordenó a Terens y Barmus bajar; Anisa los siguió, como no pudo ser de otra forma.

—Si esos encapuchados creen que lo tienen todo bajo control... —dijo Senth—. Se equivocan. Los esperaremos en nuestro territorio.

Lo siguieron hasta la puerta, donde se quedaron esperando.

Senth tocó la puerta de una forma particular, primero dos golpes en la parte superior y luego otros tres en la parte baja. Se quedó quieto, esperando. Pasaron segundos y minutos, pero no sucedió nada. Senth gruñó.

—¿Qué carajos significa todo esto? —preguntó.

—Tal vez salieron —dijo Barmus.

—No —respondió Senth, volteando a ver a sus compañeros por encima del hombro.

Anisa, más allá de la ira contenida en los ojos, descubrió una preocupación y un miedo ascendentes. Los descubrió porque conocía esas sensaciones, las conocía desde niña.

—¿Senth? —La voz de Terens pareció infectarse.

—Shhh —Le cortó Senth.

El hombre de la capa azul se acercó a la puerta y puso el oído sobre la vieja superficie de madera. Anisa recordó a los hombres en la taberna del Barrio de las Espadas. ¿Estarían esperando desde el otro lado?

De repente, Senth se separó de la puerta con una rapidez incomprensible, como si hubiese escuchado algo que lo inquietó.

—¿Qué pasa? —preguntó Terens al momento—. ¿Qué escuchaste?

—Nada —contestó Senth.

Por alguna razón, aquello hizo que la sangre de Anisa se congelara de inmediato.

Sin dar tiempo para algo más, Senth lanzó una pata a la puerta. Un gozne salió disparado, la madera se quebró bajó la fuerza del golpe y levantó una nube de polvo al caer dentro de la torre, con el estrépito de un ruido sordo.

—No...

Terens soltó una maldición y cayó de rodillas al suelo.

—¿Senth? —preguntó Barmus. Se había quedado atrás, junto a Anisa—. ¿Senth? ¿Qué pasa?

—No es posible...

Anisa, boquiabierta, respirando con rapidez por la boca, se quedó petrificada cuando vio los cadáveres dentro. Incluso ignoró que sus manos comenzaban a sangrar por las uñas que se clavaba en las palmas. Porque parado en medio de los cuerpos, sosteniendo dos espadas que lloraban sangre fresca, se hallaba un encapuchado negro. Desde la oscuridad profunda que cubría su rostro, un resplandor dorado chisporroteó.

Y los susurros regresaron.

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