CAPÍTULO XX: LA LUZ QUE NO MENGUA

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Seis ojos estaban puestos sobre Enir. Días atrás, en el pasado, días que ahora parecían haber sucedido hace eones, quizás en un tiempo en el que no era él si no otra persona, los admiró, creyendo que, a su debido tiempo, acabaría sentándose en uno de sus tronos en el Castillo Blanco. El más alto del trío tenía los rasgos finos, una cara delgada, pálida, que parecía haber sido aplastada desde los laterales, libres de cabello al igual que su cabeza; sus ojos, a pesar de ser pequeños, poseían una fuerza penetrante que parecía poder desnudar hasta los secretos del alma. La mujer resaltaba por su cabello negro, ondeando como una bandera desgarrada, entre la blanca túnica que se confundía con su nívea piel. En medio de ellos, el tercero, una figura esbelta, con el cuerpo recubierto de blanco, telas níveas que daban jirones una y otra vez sobre sus extremidades, sobre su torso e incluso sobre su cara, cubriéndola en su totalidad; sus manos, bajo el manto, sostenían una espada larga bocabajo, de hoja impecable, sin magulladuras, con una extraña empuñadura dorada que, en su centro, poseía una opaca gemaluz. Las ventiscas que azotaban la montaña y la nieve que llevaban consigo, les daba un aire espectral a esas figuras. Eran las Tres Voces, los Tres Hermanos, los miembros del Consejo Alboreo, los líderes de la Fe Blanca de Fanemil.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que salió de las sombras y llegó a la luz. No a la luz del día, pues en medio de la tormenta de nieve alrededor de las montañas no permitía la entrada del sol, sino a la luz de los ojos del Consejo. Los iris del Alto Hermano y de la Alta Hermana resplandecían de verde y azul; incluso en la blancura del manto que cubría el rostro del segundo Alto Hermano se podía percibir un brillo antinatural.

—Al fin nos encontramos —dijo este último. La tela alrededor de sus labios se removió un poco. Su aliento, cálido, traspasó el manto como una nubecilla—. Enir, hermano de la Fe Blanca.

Su voz era áspera, lenta, como un susurro cuyo poder pesadillesco aumentaba al no poder diferenciar una cara.

Enir no respondía; sentía que el frío le quemaba, castañeteaba mientras se abrazaba a sí mismo, desesperado por no perder ni una pizca del poco calor corporal que le quedaba. No duraría mucho así, lo sabía muy bien. Pero también sabía que la Fe Blanca no lo dejarían morir así, sus conocimientos eran muy valiosos. Al instante, sintió que le echaban mantos de pieles. Volvió la mirada hacia arriba, advirtiendo a los dos paladines que seguían a su lado.

—Volvamos al Castillo —dijo la Alta Hermana. A pesar de estar consagrada en carne hacia Fanemil, su voz estaba cargada de feminidad, transmitiendo una lujuria latente—. Debemos empezar cuánto antes.

Caminaron entonces, hacia un camino labrado sobre la piedra que se separaba de la montaña. Enir no podía caminar; la ardua subida desde las mazmorras hacia la superficie, sumado al hecho de que no había comido bien en quién sabía cuánto tiempo, privaba a sus piernas de la fuerza necesaria para levantarlo y sostenerlo en medio de la gelidez del ambiente; al final, fueron los fuertes brazos de los paladines, pasando por debajo de sus axilas, los que lo levantaron del suelo.

El camino se separaba de la montaña desde el flanco derecho, dejando al otro lado una vista panorámica de las montañas más altas de la Cadena de Daleria. Aún sin saber a la altura que se encontraban, Enir coligió que tardarían mucho en llegar a tierra firme. Echó un vistazo al abismo que esperaba, desde donde el viento ascendía dando alaridos casi fantasmales. De repente pensó que podría salir con facilidad de ahí, solo tendría que saltar, cerrar los ojos y esperar al impacto; quizá no alcanzara a sentirlo, quizá perdería el conocimiento en medio de la caída. Soltó un suspiro de angustia. De nuevo se había acobardado, a pesar de que cada molécula de su cuerpo le suplicaba tirarse por el borde.

Los Altos Hermanos caminaban uno detrás del otro. El Alto Hermano estaba en la retaguardia, justo delante de Enir y los paladines que lo escoltaban. Le seguía la Alta Hermana y, en la cabeza, el Alto Hermano Espectral, que a la par que caminaba iba arrastrando el filo de su particular espada por el suelo, dejando que la hoja produjera un ruido rasposo al acariciar la piedra.

—Quién lo diría —escuchó Enir. La voz de aquel sujeto se alzaba clara, aunque aún áspera, susurrante—. Miles y miles de años de investigación...

—Y la respuesta era más simple de lo que imaginamos —agregó el Alto Hermano de ojos verdes—. Ojalá lo hubiésemos sabido antes. Habríamos evitado tu accidente, Velek.

—Cuando hayamos terminado —siguió la Alta Hermana—, no habrá que preocuparnos por accidentes.

Habían leído sus apuntes, los descubrimientos que había anotado en su cuaderno de campo durante su tiempo en el Gran Templo de Aleron. Volvió a odiarse por haber empezado esa investigación, maldijo su ansía de conocimiento, el ego que le impulsó a seguir haciendo descubrimiento tras descubrimiento. Quizás, el haberse mantenido ignorante habría sido lo mejor.

—Nunca nuestros ancestros han estado tan cerca como nosotros —señaló el Alto Hermano Espectral—. Somos afortunados.

La procesión continuaba sin más complicaciones. Pero, de repente, los Altos Hermanos se detuvieron.

—Viene alguien —dijo la Alta Hermana.

Desde el lado contrario del camino, entre la neblina que creaba la tormenta de nieve, comenzó a distinguirse una silueta.

—Sí... —El Alto Hermano de la voz susurrante dejó de arrastrar la espada.

Se distinguió la capa negra, la capucha. Enir sintió un escalofrío cuando vio la oscuridad arremolinada bajo la capucha, ocultando el rostro del extraño, armado con una lanza cuyo mástil llevaba, justo antes de llegar a la pica, una cinta oscura que se agitaba con las continuas ráfagas de las alturas.

—No... —murmuró Enir, los ojos desorbitados, presas del pánico.

Todo lo que había predicho que pasaría se estaba cumpliendo, todo lo que había intuido. No eran meras coincidencias.

El Culto del Vacío volvía a levantarse, después de años de espera. Y él era el responsable.

—¡No! —gritó, desconsolado, haciendo acopio de unas fuerzas que no sabía que aún tenía, una fuerza que nació impulsada por el horror.

Por instinto, quizá, Los Altos Hermanos y los paladines clavaron sus ojos en él, sorprendiéndose de aquel esfuerzo.

En medio de su desesperante miedo, Enir halló espacio para la súbita confusión cuando, de repente, el oscuro encapuchado corrió hacia El Hermano Susurrante, colocando la pica de su lanza delante, dispuesto a matarlo.

De pronto, de un movimiento aterradoramente rápido, el Alto Hermano esquivó el ataque. El encapuchado no se detuvo, dispuesto a fulminar ahora a la Alta Hermana. Pero en una respuesta igual de veliz, la espada de empuñadura dorada fue blandida. La pica y gran parte del mástil cayeron entonces, rodaron hasta el borde del abismo y siguieron cayendo. Sin que pudiera reaccionar, el encapuchado recibió la espada ahí en donde las tinieblas protegían su identidad. La hoja de doble filo salió desde el otro lado del cráneo manchada de rojo y con restos de carne y hueso. El Hermano Susurrante liberó su arma de un tirón y el cuerpo ya inerte de su víctima se desplomó contra el muro de la montaña.

—L-lo mataste... —tartajeó Enir, confundido.

El Alto Hermano se volteó hacia él. Parte de la sangre ahora manchaba su manto en la zona de las manos y el rostro. Aquello solo le daba un detalle más siniestro.

—Somos el resplandor que no muere, Enir —dijo—. Somos la luz que no mengua al anochecer.

Encargó la espada a la Alta Hermana cuando acabó de hablar. Procedió a acercarse al cadáver y, tomándolo de los pliegues de su capa, tan contrastante con los colores que vestía, lo arrastró hasta que, por la propia fuerza gravitatoria, el cadáver negro cayó al abismo.

—Muerte al Vacío —dijo. 

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