PROMESAS

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

La siguiente cabeza que acabó rodando en el suelo fue la de una anciana. Había gritado, incluso en la senectud de su vida peleó por su vida. Dos encapuchados tuvieron que sostenerla de los brazos para que no se moviera y así el espadón hiciera un corte limpio. La sangre que empapaba la negra y ancha hoja brillaba con la luz del fuego alrededor.

En su mente, y sin desearlo, Lotred ya se había aprendido las palabras que los cultistas repetían luego de asesinar a alguien frente suyo y de sus compañeros. De la luz nace la oscuridad, y de la oscuridad la luz. Aquel coro cobraba vida y se alzaba entre el crepitar del fuego. ¿Qué intentaban hacer con todo eso? ¿Por qué los mataban frente a ellos?

—¡Desgraciados! —gritaba Gredo cada que se llevaban a un nuevo pueblerino—. ¡Monstruos!

Su voz doliente, úrica, resonaba incluso después de que la nueva víctima cayera al suelo dando espasmos, revolcándose en la tierra. Después se apagaba poco a poco. Gredo no se quebraba con facilidad, eso Lotred lo sabía bien.

Al lado de un inconsciente Armont, sangrante aún, Cael lloraba. Se había roto después de la sexta víctima, bajó la mirada y empezó a gimotear. Jerssil, por otro lado, tenía la mirada perdida en los cuerpos decapitados; una vez que dejaban de moverse, dos encapuchados los tomaban de los brazos inertes y, arrastrándolos, los dejaban caer sobre una pila que iba haciéndose más grande.

Lotred acabó siendo el único que se quedó viendo a los ojos del próximo desgraciado. Impotencia, miedo, tristeza e incluso ira, eran las emociones que sentía reflejándose en esas pupilas, rojizas ya del llanto que había dado paso a la resignación, a la idea de que todos morirían aquella tarde. Él también las sentía, bullían en su interior, le hacían olvidar que estaba esposado por unos cortos instantes en las que deseaba arrojarse contra el Líder. Luego de la cuarta víctima, Lotred casi alcanzó a incorporarse y saltar hacia él, pero fue detenido por los sectarios detrás suyo, que también se mantenían expectantes al rojizo espectáculo.

El siguiente fue un joven de apenas una veintena. Sus ojos desesperados, suplicantes se clavaron en los de Lotred. Pero no podía hacer nada, ni siquiera pedir perdón; las palabras se atoraban en su garganta. Deseó que pudiera entenderle mirándolo a los ojos, que sintiera que al menos, en sus últimos momentos, no estaría solo.

Pero no fue suficiente.

El joven gritó, pataleó, berreó como un recién nacido, pidió a gritos por su madre. Y entonces el espadón lo silenció para siempre. La sangre manó como un abanico. Lotred cerró los ojos cuando una pequeña cantidad le cayó en la cara.

Basta..., susurró para sí. Paren ya... Por favor...


***


El dolor no se había desvanecido cuando recobró el conocimiento. Se sentía magullado, adivinó que las zonas de los brazos y las piernas, en donde persistía el ardor, estaban marcadas de arañazos. No tenía fuerzas para levantarse, aunque aún podía mover el cuello. Percibía un calor reconfortante a la derecha, por lo que volteó en esa dirección. Ahí, al lado suyo descubrió una fogata en la cual, sostenida por dos varas, una liebre empalada era cocinada. Al otro lado, Baldrick dormitaba.

—B-Baldrick... —susurró Lotred, olvidándose del dolor por unos segundos.

Al escucharlo, el hombre levantó el semblante. Tenía un cardenal inflamado en la mejilla derecha, y bajo su nariz se hallaba el rastro de la sangre seca. Lotred quedó confundido.

De repente, una sombra se acercó al hombre y le asestó un puñetazo que lo tiró al suelo. Baldrick gruñó, adolorido. En ese momento, Lotred advirtió que llevaba las manos atadas a la espalda; lo habían capturado, y, al parecer, a él también.

Recuperado del golpe, Baldrick se rio.

—¿A eso le llamas un golpe? —preguntó, atreviéndose a sonreír de oreja a oreja.

La sombra estuvo por darle otro como respuesta, pero una voz más le detuvo.

—Ya déjalo —era grave, poderosa—. ¿Cómo cobraremos por su cabeza si es que lo matas antes?

—La recompensa es igual de buena si es que lo entregamos muerto —contestó la sombra frente a Baldrick. Era más joven, impulsiva.

—Y aún así, es menos de lo que nos darán si es que sigue respirando.

—¿Qué haremos con el niño?

Lotred volteó hacia la izquierda, despacio, intentando no forzarse para evitar alguna punzada de dolor. El hombre de la voz profunda estaba sentado sobre unos sacos de arpillera. Detrás suyo se hallaba el caballo que a Baldrick le regalaron. Sostenía una espada sobre las piernas. Era corpulento, mucho más que los soldados que a veces patrullaban por la aldea —esa aldea que ya no existía más—; tenía un rostro curtido, lleno de cicatrices y un cabello oscuro en el cual se asomaban algunas canas; sus ojos grisáceos reflejaban el anaranjado de las llamas, luciéndose feroces, intensos. La sombra que había golpeado a Baldrick se puso al lado de aquel hombre, o bestia. El dueño de la voz juvenil era más delgado, llevaba el cabello corto e igual de oscuro; sus facciones indicaban que no podía tener seis o siete años más que Lotred; no tenía los mismos ojos que el otro sujeto, eran de un azul profundo, oscuro como el mar.

—No matamos niños —dijo el hombre—. Lo dejaremos aquí. Seguro que alguien lo encuentra.


***


—De la luz nace la oscuridad —dijo el Líder.

—Y de la oscuridad, la luz —acabaron completando el resto de los encapuchados.

El nuevo cuerpo, el de una mujer, dejó de retorcerse.

Ahora, la respiración de Lotred se cortaba con cada nueva decapitación; parecía que el aire se negaba a entrar por sus fosas nasales o por su boca para llenarle los pulmones. Pensó que podría ser el aire contaminado por la combustión del fuego, por el aroma férreo de la sangre infectando las ventoleras que alcanzaban a colarse en medio del incendio.

El Líder se dio la vuelta hacia la multitud de pueblerinos amontonados frente a él. En la mano zurda seguía sosteniendo el collar de gemaluz. La centelleante piedra prismática se mecía de un lado a otro, contrastando su blanco refulgir con las telas negras y piezas acerinas oscuras que recubrían el cuerpo del Líder, con el espadón que derramaba hilillos de sangre desde su filo.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Lotred, exhausto.

—Un regreso —dijo el Líder, aún de espaldas a él.

La primera respuesta, aunque enigmática, que obtenían de él. Cael, sollozando, sorbiendo los mocos, llevó sus ojos hacia el sectario, al igual que Jerssil.

—Un reinicio —El Líder se volvió hacia los Cuervos. Al moverse el espadón, su filo hendía el viento—. Queremos un renacimiento. Hoy uno de ustedes entregará su humanidad para que eso suceda.


***


Al despertar, Lotred se encontró solo en medio del camino. Se habrían ido antes del amanecer. Ninguna señal de Baldrick ni de los que lo habían capturado, aunque en el sendero se podían encontrar las marcas dejadas por las herraduras del caballo.

La recompensa es igual de buena... recordó que había dicho el joven. Baldrick corría peligro.

Reclamando fuerza, ordenó a sus piernas que lo levantaran. Temblando, apretando los dientes para no gemir adolorido, consiguió incorporarse. De repente, un súbito dolor palpitante, naciendo desde su costado izquierdo, casi le hizo perder el equilibrio. El muchacho levantó los pliegues de su camisa desgarrada y polvorienta, justo por la zona en donde la agonía le había atacado. Justo debajo de sus costillas, una mancha verdusca y morada se había extendido por toda su piel. Ni siquiera podía alcanzar a tocarse aquella zona, pues el mero acercamiento de sus dedos hacia dicha lesión reactivaba las dolencias. Dio unos pasos y el dolor, como un segundo latido, se hizo presente de nuevo.

¿Adónde se lo han llevado?, pensó Lotred, deteniéndose, tomando aire para recuperarse del ramalazo; miraba el horizonte, el camino que se perdía entre el resto de lomas. Sea cual fuera el lugar, no debía ser uno bueno. Recordó a los cadáveres dejados en la aldea por los bandidos, las extremidades desmembradas por el filo de espadas. Se quedó paralizado al verlos esa noche.

Pero Baldrick no, él había seguido abriéndose paso entre el violento caos hasta llegar a él. Llegó con él y lo salvó, incluso a costa de su propia sangre. Estaba en deuda con Baldrick, tenía que salvarlo a pesar de que tuviera que pagar el mismo costo.

Tomó aire y caminó, pero las magulladuras en su cuerpo y el ramalazo del costado lo detuvieron de sopetón, quebrándolo por dentro, haciéndolo contener un grito. Trastabilló, perdió el equilibrio y cayó al suelo, levantando una nube de polvo. A Baldrick no le habría pasado algo así. Incluso con las dos piernas rotas, Lotred estaba seguro de que aquel hombre podía levantarse y seguir luchando. Él no era como ese hombre, era débil, un niño endeble producto de haber pasado toda su vida en las calles. ¿Qué podría hacer él contra unos bandidos armados con espadas, versados en el asesinato? ¿Qué podría hacer él?


***


—¡BASTA! —se sorprendió gritando Lotred.

Habían matado a otro. La victima aceptó su destino con una aterradora tranquilidad; cerró los ojos, rojizos por el llanto, y entre murmullos en los que oraba a Fanemil su cuello fue segado por el espadón negro. Su sangre se unió a un charco rojo y brillante que ya estaba cerca de empapar las rodillas de Lotred y sus compañeros.

El Líder, ante ellos, se quedó quieto unos instantes. Sopesaba el peso de su gran hoja y hacía que el collar de gemaluz en su mano contraria se meciera levemente. Era la primera vez, después de haber decapitado a trece personas, que parecía tomarse un descanso. 

—Vas a tener que hacer algo más que gritar —dijo el Líder a Lotred, mirándolo tras la sombra de su capucha—. Traigan a otro.

El sectario se dio la vuelta, supervisando el traslado del siguiente sacrificio. Los encapuchados trajeron a la siguiente víctima, arrastrándola; esta, una mujer joven, sin fuerzas ya, se dejó llevar. Ante los ojos de Lotred, le pareció una aborrecible parodia de las hermanas blancas llevándose a un cadáver para los correspondientes ritos funerarios.

—Tenemos que liberarnos —murmuró Cael en un tono bajísimo. Lotred apenas consiguió escucharlo.

—No hay forma —dijo Jerssil sin poder quitar los ojos de la mujer—. No hay salida de esto.

—Tiene que haberla —añadió Lotred, mascullando. La mujer ya había sido puesta frente a ellos.

Lotred la miró, era el único consuelo que podía ofrecerle. Los ojos de la mujer se clavaron sobre él, carentes de toda emoción, como si la muerte se le hubiese adelantado. El espadón, describiendo un arco en paralelo al suelo, desgarró la carne y destrozó el hueso con la misma facilidad anterior. El cuerpo degollado cayó se desplomó de bruces, su sangre se unió al charco y, por fin, el líquido espeso y rojizo llegó hasta las rodillas de los Cuervos.

Girando, la cabeza dio contra la rodilla de Lotred, bañada de rojo. Un escalofrío recorrió su cuerpo entonces. Ya había visto cabezas antes, no era nada nuevo para él. Lo que sí fue nuevo fueron los ojos, abiertos aún, que lo miraban.

Salva... Parecieron susurrar. Era una voz fuera de su mente, una voz que pareció llegar desde el exterior e invadir su consciencia.


***


Avanzaba cojeando. Las lágrimas recorrían su rostro, naciendo a la par que la punzada del costado nacía e iba extendiéndose por cada centímetro de su pequeño cuerpo. En cierto punto, respirar también se le había vuelto difícil, por lo que a intervalos se detenía y tomaba una bocada de aire, aunque despacio, cuidando de no inflar demasiado el pecho. Una vez recuperado, volvía a la andada, casi arrastrando los pies; la arena se colaba entre sus zapatos ya destrozados, le arañaba la piel y alguna que otra piedra conseguía hacerle chillar al clavársele en la planta. No debía detenerse, no podía dejar que mataran a Baldrick, se lo debía. ¿Qué importaba si moría en el proceso? Era un donnadie, no lo extrañarían ni las ratas. Pero Baldrick no debía morir, él tenía que seguir haciendo su trabajo, debía levantar su espada y seguir asesinando bandidos, salvando pueblos. La llegada del anochecer le alivió el viaje, pues ya no sentía la arena arder bajo sus pies polvorientos ya; aunque ahora tenía que andar con más cuidado, no quería caer por el barranco otra vez. Las huellas que dejaba el paso del caballo habían vuelto a hacerse difíciles de encontrar, Lotred ya no podía agacharse y palpar la tierra, por lo que ahora, tanteando en el camino, descubría las huellas con los pies. Dentro de él, sus tripas ardían, el estómago le reclamaba a cada tanto con una claridad preocupante, sonando como el rugido de una bestia que por poco y no se transformaba en un eco que escalara a la cima de las lomas. De pronto, Lotred ya no solo se enfrentaba al dolor de su magullado cuerpecito, sino que a eso se le sumaron unos mareos que, además de darle arcadas, provocaban que perdiese el equilibrio por momentos. Un diminuto destello en su consciencia le dijo; no, le suplicó, que parase, que diera media vuelta y buscara ayuda, el dolor acabaría por matarlo y ni siquiera estaría cerca de encontrar a Baldrick. ¿Qué podría hacer él? Aquella pregunta volvió a golpearle como un rayo, deteniéndolo de súbito. Un niño salvando a un hombre versado en el arte de la espada, alguien que pudo matar a tres hombres y que apenas resultó herido, que se burlaba del dolor y que incluso capturado mantenía una calma ilógica. Sus piernas debilitadas estaban rindiéndose, sus manos temblaban, sintió la sangre caliente corriendo entre los dedos de sus pies. Suspiró.

Lo intenté...

Pero antes de dejarse caer divisó una luz. Dorada, titilante, se asomaba en una curva del camino. Lotred tomó aire, dio unos pasos forzosos, y poco a poco fue descubriendo la figura de los dos bandidos. El caballo, apartado, devoraba unas hierbas que crecían al borde del barranco. Baldrick dormitaba al otro lado de la fogata, atadas las manos y los pies. Lotred soltó una sonrisa temblorosa, permitiéndose una puñalada de orgullo.

—Es una buena espada —dijo el bandido ojigris—. Acero rojo, ¿quién lo diría?

Sopesaba en sus manos la espada de Baldrick, aquella hoja de acero rojizo. El fuego danzante dibujaba líneas brillantes en los bordes de la espada, arrancaba destellos desde sus filos.

—Es difícil hacerse con una —continuó el hombre—. ¿A quién se la robaste?

Baldrick se quedó callado, cabizbajo.

El otro captor, el más joven, estaba sentado al lado de su compañero, viendo con admiración el cuerpo alargado de la espada. Pasaba como una versión más joven del hombre corpulento, de no ser por los ojos.

—Creo que nos quedaremos con algo más que con el dinero por tu vida —el hombre volvió la mirada al acero, embarrándolo con su mirada. En sus ojos destellaba la admiración, la emoción por esgrimirla—. Una muy buena espada...

Lotred se quedó pegado al muro natural de las lomas, respirando con lentitud, cuidando de que la zona iluminada por la fogata no lo alcanzara. Muy quieto, luchando contra el cansancio, contra sus piernas temblorosas, el sudor mezclándose con sus lágrimas aún frescas, aguardó.

La noche siguió avanzando, haciéndose más oscura. Poco a poco las estrellas se hicieron más nítidas en el firmamento negro.

—Haz la primera guardia —dijo el ojigris antes de retirarse a dormir.

—Sí, padre.

Lotred sabía esperar, aprendió durante su tiempo en la aldea. Los soldados, en sus guardias, se mantenían alertas siempre, vigilando diferentes caravanas que deseaban entrar para vender sus productos; siempre andaban con ojos atentos, al menos hasta que caía la noche y algunos empezaban a cabecear. Era en esos momentos en los que él se escabullía; avanzaba sin hacer ruido, extendía una mano y robaba una manzana o alguna hogaza de pan. Siempre había riesgo de que los guardias lo descubrieran y llevaran al calabozo de la aldea. Pero en aquella ocasión no se enfrentaba a guardias entrenados, sino a un simple bandolero impulsivo y descuidado, el cual no tardó en empezar a caer presa del cansancio.

De todas formas, seguía estando el dolor de las heridas y fracturas. Lotred lo recordó al dar una zancada. El ramalazo fue tan intenso que le cegó la vista, le arrebató todo el aire en los pulmones y lo detuvo a medio paso. Cayó sobre el suelo al tiempo que soltaba un alarido. La figura de Baldrick, quieta, imperturbable, a solo unos metros de él.

Al otro lado de la fogata, el joven bandido se levantó de un salto.

—¡¿Tú?! ­—exclamó al ver a Lotred antes de lanzarse a él, desenvainando su espada.

Los ojos del pequeño se quedaron viendo el filoso acero siendo preparado para lanzarse contra él. El tiempo pareció ralentizarse entonces. Lotred vio cómo la espada se preparaba parar asestarle un tajo descendente. Y entonces una figura se interpuso. El niño reconoció las facciones de Baldrick tras la sangre seca que cubría su rostro; estaba de frente a él, dándole la espalda al joven verdugo.

—¡Baldrick! —gritó Lotred. La espada lo alcanzaría, lo partiría en dos.

El paso de la hoja hendió el aire. Pero no se oyó el grotesco ruido de la carne siendo atravesada, sino el nítido chasqueo de unas sogas que se rompen con fuerza. Lotred, sin aliento, observó los brazos de Baldrick separándose de su espalda; parecían abarcar el mundo entero. Rápido como no pudo haber imaginado jamás, Baldrick giró y lanzó una mano hacia el joven, atrapando su cuello como una serpiente lanzándose hacia un ratón. Los ojos del joven tan abiertos de sorpresa, por poco y salían de sus órbitas. La espada cayó, tintineando contra el suelo antes de que su hoja aterrizara sobre las llamas, avivándolas, haciéndoles escupir chispas.

Un gritó de oyó desde la retaguardia del joven, el hombre ojigris se había despertado y corría hacia Baldrick con su espada carmesí, brillante, en la mano. Lotred logró ver un atisbo de sonrisa en los labios de Baldrick. Haciendo uso de todas sus fuerzas, el hombre lanzó al joven al suelo; su rostro aterrizó cerca de las llamas. Baldrick se apresuró y levantó la espada al tiempo que barría la tierra con su brazo. La nube de polvo que se levantó cayó sobre sus dos enemigos, cegándolos.

—¡Hijo de perra! —gritó el ojigris.

La hoja de Baldrick estaba roja por el contacto con el fuego, como si recién hubiese salido de la forja. Dio una patada y alcanzó el costado izquierdo del joven; su figura se retorció del dolor. Baldrick blandió su espada ardiente entonces. La hoja impactó contra el acero carmesí, brotaron chispas, el agudo lamento de las hojas se extendió por un instante que pareció eterno. Lotred, hipnotizado, vio cómo las hojas se separaban y volvían a chocar con violencia. Baldrick retrocedió, dio un mandoble que fue rechazado, bloqueó otro embate. Su enemigo gritaba con cada golpe que le dedicaba, lanzó un estoque, un golpe en arco ascendente, otro en paralelo contra el suelo. Las sombras de los duelistas se alzaban titilantes por el fuego entre ellos, unas veces Baldrick era más pequeño y en otras se alzaba como un titán.

Por poco, Lotred no vio la figura del joven levantarse. No lo dejaría interferir; salvaría a Baldrick: saltó sobre el joven y ambos rodaron. Su cuerpo ardió de dolor, las lágrimas corrieron, sintió el polvo y la sangre mezclándose en su boca. Cerró la mano menos lastimada en un puño y lo lanzó contra el rostro del joven. El impacto le hizo pensar que su brazo se había quebrado, pero ignoró aquello y volvió a atacar. Un rodillazo aterrizó sobre su estómago, le hizo retorcerse y arrastrarse lejos de su presa, alguien más fuerte y más preparado que él. Detrás de ellos Baldrick y el ojigris seguían intercambiando golpes de sus espadas. La visión de Lotred comenzó a apagarse, las fuerzas se le iban. La figura de su rival se apareció, le dio la vuelta, sintió que sus brazos lo levantaban en vilo. De repente sintió el viento fresco, escalando desde abajo, desde las profundidades del barranco.

—¡N-No! —alcanzó a gritar, extendió los brazos, las manos, los dedos alcanzaron una textura gelatinosa.

El joven gritó. Lotred se asió con fuerza, sintió la sangre correr por sus manos. Los brazos de su enemigo lo soltaron con brusquedad. Lotred cayó al suelo firme, las manos oscuras, empapadas. El joven bandido gritaba mientras se llevaba las manos a la cara. Era su oportunidad, no tendría otra. Se levantó, apretando los dientes, respirando con fuerza, llorando. Gritó, corrió, cargó, empujó. Las piedras y ramas caían y se quebraban mientras recibían la caída un gran cuerpo. Lotred sintió un escalofrío cuando los gritos se apagaron y solo quedó el rebote seco de las piedras.

—¡¿Qué has hecho?! —gritó una voz detrás de él, dolorida, úrica—. ¡¿Qué hiciste?!

Volteó y el hombre corría hacia él. Lotred apretó los ojos, esperando su final. Pero solo le llegó la caricia del viento. Abrió los ojos y descubrió que al desgraciado le nacía la punta de una espada carmesí en medio del pecho. La hoja se introdujo en él con un sonido desagradable. Entonces, sin hacer más ruido que el de su cuerpo cayendo contra el suelo, murió.

Baldrick se alzaba detrás, aspirando aire por la boca, su pecho subiendo y bajando, su espada carmesí llorando sangre.

Lotred le sonrió, luego cayó de bruces al suelo. Lo último que llegó a ver antes de enterrarse en la oscuridad, fue el resplandor plateado de las Tres Lunas de Orthamc.

Pero las tinieblas no duraron demasiado. Despertó con el cálido sol cayéndole sobre la cara, atravesando las sombras que proyectaban las ramas de un árbol, sobre cuyo tronco descansaba.

—Eres un hueso duro de roer, ¿eh? —escuchó que le decían.

Alzó levemente la vista, sintiendo que si se esforzaba de más su cuello acabaría quebrado. Baldrick estaba parado al lado suyo, apoyando un pie sobre el tronco, cruzado de brazos. Unos vendajes recorrían su rostro. Lotred cayó en la cuenta de los suyos: estaban sobre sus brazos, recorrían su torso, gran parte de su cuello y cara; los había también en su espalda y en sus piernas.

—Parezco un muerto —se le ocurrió decir.

—Un poco más —comentó Baldrick—, y casi te convertías en uno.

El hombre se recostó a su lado. En su cinturón, sostenida por cuerdas, se hallaba la espada carmesí envainada.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó—. Casi mueres intentando...

—No eres un donnadie —respondió Lotred, bajando la mirada, prestando atención a las telas que recubrían su piel magullada—. No podías morir. No debías morir. Las personas como tú... —volvió la mirada hacia él—, deben seguir vivas, para poder salvar a más gente.

El ceño del hombre se frunció, volvió la mirada hacia el horizonte. Lotred también lo hizo, descubriendo un terreno llano; al suroeste, detrás de ellos, la red de lomas terminaba ya. El caballo comía hierba, alejado de los dos.

—Hay un pueblo cerca de aquí —dijo Baldrick, levantándose entonces—. Te dejaré ahí, ¿de acuerdo?

Caminó hacia el caballo, listo para emprender el viaje.

—N-no... —dijo Lotred— No estoy de acuerdo.

Baldrick se volteó hacia él y su semblante cambió a una expresión perpleja. Lotred se había levantado, a pesar del dolor, de las heridas que volvían a abrirse.

—Llévame contigo —dijo—. Enséñame a pelear. Quiero... quiero ser alguien.


***

Salva...

La cabeza rebotó, rodó. Lotred sintió el sudor recorriendo su frente. Aquel fue el último de los pueblerinos. El Líder se quedó mirando a Lotred y sus compañeros. Alrededor de ellos, el fuego ya había consumido todo el pueblo, su humareda negra se extendía hacia el cielo, oscuro.

—Te sigues resistiendo —dijo.

Lotred dejó de mirar los ojos del recién sacrificado, los arrastró hasta el Líder.

—Los escuchas —le dijo el sectario—, ¿verdad?

—¿De qué estás hablando? —preguntó Jerssil, úrica, tratando de lanzarse contra el hombre antes de que los grilletes de las cadenas le recordaran su estado.

Por alguna razón, los ojos de Lotred descendieron hasta la gemaluz. En la noche, seguía vibrando; hacía brillar la sangre en el suelo, se imponía contra el refulgir del incendio y combatía contra las sombras que eran los encapuchados. Lotred apartó la mirada cuando volvió a escuchar los susurros, proviniendo de aquella piedra prismática.

¿Qué era todo eso? ¿Qué era aquella voz?

—Traigan al último —ordenó el Líder.

Incluso con los muertos alrededor, con la sangre brillando, imposibilitado de ver los rostros de quienes lo iban a asesinar, Gredo luchó. Soltó insultos.

—Última oportunidad —advirtió el Líder—, Lotred.

Jerssil y Cael, ojipláticos, miraron al sectario con desconcierto. Lotred trató de escrutar entre las sombras de la capucha. Conocía su nombre, ¿por qué conocía su nombre?

Se lanzó contra él, pero las cadenas lo detuvieron, apretaron sus brazos, se hincaron en su piel. Lotred gritó, su voz se alzó por encima del crepitar del fuego. Y las fuerzas lo abandonaron; cayó de rodillas, exhausto.

Salva...

—¿Cómo? —masculló—. ¿Cómo los salvo?

Jerssil volteó hacia él.

—¿Lotred?

—No puedo salvarlos —dijo, conteniendo el llanto—. No puedo... Yo... Yo no...

—Seguirán tus compañeros —amenazó el Líder.

—¡Vas a pagar por esto! —gritó Jerssil. También se perdía en lágrimas—. ¡Ten por seguro que lo pagarás caro!

El Líder preparó el golpe, sopesando el peso del espadón en su mano.

No, no, no... Lotred miró con desesperación. Deténganse... No lo hagan...

Salva...

Lotred soltó un sollozo. No podía hacer nada. Miró a los ojos de Gredo. El miedo comenzó a nacer poco a poco en el anciano.

El negro espadón se levantó de nuevo, listo para cumplir su tenebroso deber.

Salva...

Una fuerza le levantó la mirada. Haría cualquier cosa por mantenerlos a salvo, para salvarlos. Incluso si él moría, incluso si dejaba de existir. Sus ojos se encontraron con la gemaluz.

¡SALVA!

La piedra prismática se apagó de repente. Lotred sintió que algo se adentraba en él con violencia, algo que atravesaba su piel y sus huesos, que recorría lo más hondo de su ser.

—Voy a salvarlos... —murmuró.

Y la luz explotó desde él. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro