FLORESTRELLA

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Pivotó en el aire. El filo de la hoja de su hacha hendió el viento. El acero aterrizó sobre la cabeza del muñeco de paja, sus sesos quebradizos y secos salieron despedidos en direcciones contrarias. Por un momento, parecía que el mástil que sostenía al maniquí se quebraría. El hacha se quedó clavada en la cabeza del hombre-paja.

Era la primera vez que Valda veía entrenar a su padre. A sus cuarenta y siete años, aún poseía la energía de un joven de veinte, los músculos que recorrían su cuerpo, sobresaliendo bajo las ropas, tampoco eran conscientes de la edad que soportaban; incluso las canas se negaban a nacer en medio de aquel fuego negro que era su cabellera. Algunos decían que Ultrern había nacido siendo una masa desarrollada de músculos y energía, Valda así lo creía también.

Se encontraban en el patio trasero de la casa. Las gallinas y las vacas comían muy lejos de la figura de su padre, preocupadas de que el filo del hacha les llegase por error. Valda había sido enviada por su madre, con la tarea de avisar que la comida estaba lista y aguardando en la mesa. Sin embargo, cuando vio a su padre danzar con el hacha en la mano derecha y con el escudo en la izquierda, quedó hipnotizada. Sus ojos no se cerraron ni un solo momento, ni siquiera cuando el filo resplandecía por la luz del sol. Los espectáculos de marionetas no se comparaban con la beldad, desatada y salvaje, que exhumaba aquella serie de movimientos rápidos y gráciles, pero fuertes y despiadados al mismo tiempo. Valda no alcanzaba a entender lo que sentía al ver el hacha de su padre, era una sensación extraña, un escalofrío que daba gusto; en su mente solo estaba el deseo de entender aquel sentimiento, y comprendió que la única forma de hacerlo era cerrando sus dedos alrededor de esa hacha.

Recuperando el aliento, los hombros de su padre subían y bajaban. Aun estando lejos, su respiración se escuchaba con claridad. En un momento determinado, él volteó hacia Valda, producto quizá de algún viejo reflejo de guerrero curtido. Tenía el rostro empapado de sudor, y un destello de alegría asomaba en sus ojos canelos.

—Hola, mi copo de nieve —le dijo antes de revolverle el cabello con una mano—. ¿Está lista la comida?

—Sí —respondió Valda, jovial, riéndose, cerrando los ojos cuando las puntas de sus cabellos le atacaban los ojos—. Madre hizo pure de patatas y estofado.

—Me muero de ganas por probarlo —Su padre sonrió—. Ve adentro y espérame junto a tu madre, no tardaré.

Ella obedeció. Cuando llegó al marco de la puerta, volvió la mirada hacia su padre. Él ya estaba de espaldas, mirando otra vez el muñeco de paja. No sacó el hacha de la cabeza destrozada para volver a realizar sus mortales piruetas, tan solo se quedó mirándolo por largo rato. Valda cayó en la cuenta de que estaba tardando demasiado en volver a la sala, así que entró por fin.

Su madre esperaba en la mesa acompañada de los cuencos de madera, desde los cuales la comida humeaba, esparciendo un aroma apetitoso. Todos decían que Valda era una copia en miniatura de su madre: los mismos ojos oscuros, la misma tez rosada, la misma actitud risueña que derramaba una energía de positivismo inagotable. El cabello cenizo no se comparaba tanto; al fin y al cabo, todas las mujeres de Tendrazk tenían aquella particular característica; sin embargo, para su padre, era el cenizo más potente y brillante de todo el reino, uno que superaba al fulgor de la plata. La madre de Valda llevaba el cabello recogido con una cinta rojiza que daba el aspecto de una cola de caballo. Cuando vio a Valda acercarse, sonrió.

—¿Ya viene? —preguntó, expectante. Se llamaba Denera y tenía una sonrisa contagiosa.

Valda asintió y ocupó su lugar en la mesa, justo en el medio. Su madre estaba en extremo de la derecha. Su padre, sonriente, no tardó en llegar, dio un cariño beso a la mejilla de su mujer y fue a sentarse en el extremo contrario.

—Podemos comer ya —dijo con jovialidad.

Valda observó a su padre comer con lentitud, saboreando cada bocado. Siempre era así cada vez que debía irse. A la mañana siguiente, luego de despedirse, lo vería alejarse de la casa, dirigiéndose hacia la muralla de Arrakdis. Luego, desde otro punto de la muralla, tendría que adivinarlo entre la multitud de jinetes de aknurs e infantería que marchaban hacia el norte.

Luego de un mes, a veces hasta tres, Ultrern regresaba a casa. Exhausto, se dejaba caer sobre la cama y no se levantaba sino hasta la tarde del siguiente día; llegar de la guerra lo dejaba así, pero nunca faltaba energía cuando se trataba de Valda, cuando debía jugar con ella o ayudarle a alimentar a los animales del corral. Siempre había una reserva para Valda, un último aliento que guardaba con extremo cuidado.

Quizás por eso, luego de siete meses desde aquel plato de puré, no fue su padre el que tocó la puerta de la casa para avisar de su llegada.


***


El maestro de armas, Bralderd, quedó confundido cuando Verenald le dijo que le preparara una espada roma y un gambesón.

—¿Me ha entendido? —preguntó el príncipe luego de un rato.

Bralderd era un hombre que frisaba los cincuenta, aun así, se mantenía siempre erguido y nunca descuidaba sus gruesos músculos. Para esconder las canas, se había teñido el cabello, regresándolo, en parte, a su negro natural, dejando únicamente las patillas como muestra del paso de los años. Todos decían que, en su tiempo de soldado, antes de volverse maestro de armas, acostumbraba clavar las cabezas de sus víctimas en picas que colocaba tanto a la entrada de los campamentos como a la de su tienda. Era un hombre forjado en acero, sin lugar a dudas, sin tiempo para las dudas. Pero aquella mañana, quizás por primera vez en su vida, tuvo que hacer espacio para titubear solo unos segundos.

—Sí, Alteza —respondió, asintiendo y dirigiéndose hacia el mostrador de armas y armaduras.

Valda miró de reojo a los soldados que entrenaban en los círculos distribuidos a lo largo del arenal, que servía como campo de entrenamiento. Todos llevaban armas romas y diferentes tipos de armaduras; eran vigilados por los aprendices de Bralderd, quienes se paseaban alrededor de ellos, mirando con suma atención cada movimiento que realizaran. Al menos así había sido antes que el príncipe apareciera con ella detrás.

Bralderd volvió casi al instante. En sus manos velludas lo acompañaban una espada larga de filo romo y un gambesón rojizo. Primero ofreció el gambesón a su Alteza. Verenald no tardó en ponerse la prenda acolchada y voltearse para recibir el arma de entrenamiento.

—¿Qué tal me veo? —preguntó una vez listo.

—Es la viva imagen de su padre cuando tenía su edad, Alteza —alcanzó a decir el maestro de armas.

Valda volvió la mirada hacia los soldados. Algunos se enfrentaron a sus iris antes de volver al entrenamiento. Se preguntó cuántos de los presentes eran traidores, cuántos estarían dispuestos a matar a Verenald al menor descuido. Una chispa nació desde su cabeza, ígnea, ardiente, lumínica, solo por unos instantes, los suficientes para cegarle la consciencia; antes de darse cuenta, tenía la mano sobre el mango de su hacha.

—Andando, Valda —le dijo el príncipe entonces. Pasó de ella, adelantándose hacia la arena de entrenamiento.

Por momentos, a Valda le resultaba extraño estar siempre detrás de la menuda figura de Verenald. Capitana de una unidad, lo suyo era estar siempre adelante, nunca andando con precaución, preocupándose de pisarle los talones a alguien delante suyo. Por suerte, quizás, aquel sentimiento de extrañeza era reemplazado por la preocupación que nacía dentro de sí al recordar en dónde estaba.

Valda suspiró y finalmente caminó detrás de Verenald. Los impactos furiosos de armas contra armas, comenzando a rodearla, la reconfortaron un poco, le hacía recordar el ambiente de los campamentos, aunque la presencia de las murallas debilitaba esa visión nostálgica.

Se detuvieron dentro de un círculo libre. Verenald sopesó el peso de su espada con ambas manos, una hoja larga con detalles dorados alrededor de su empuñadura. Con dificultad, el joven levantó levemente la hoja, manteniéndola en un ángulo de noventa grados; separó las piernas, apoyando su peso en la pierna derecha. Era una pose típica de los esgrimistas, de las más básicas; Valda, como muchos otros reclutas, tuvo que aprenderla también. Ningún recluta tenía problemas en dominar aquella postura, se basaba en el equilibrio y el dominio del espacio, pero a su Alteza le temblaban las manos por el peso de su arma, lo que provocaba que la hoja subiera y bajara; por si fuera poco, sus débiles piernas no se asentaban con fuerza sobre el suelo. Si se hubiera tratado de un recluta a la víspera de una batalla, su muerte estaría más que asegurada, incluso si perteneciera a la unidad de Valda.

Mi unidad... ¿Qué estarían haciendo en ese momento? No había tenido tiempo para darse una vuelta por la urbe e inspeccionar el trabajo de sus soldados. ¿Qué estaría haciendo Gregald? Y pensar en él trasladó su conciencia hacia Ledia y Traharn. Por suerte, un elemento externo la hizo salir de su inminente perturbación.

Valda desenvainó y levantó el hacha por puro reflejo, con una rapidez sorpresiva. No aplicó mucha fuerza al agarre y aun así logró detener el intento de estocada por parte de Verenald. La hoja del príncipe quedó atrapada por la curvatura inferior del hacha de Valda, desviada del abdomen hacia el que apuntaba a llegar. La Campeona Tendrazk retiró su hacha y la espada acabó desviándose hacia la derecha, arrastrando consigo los brazos del príncipe.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Valda.

Verenald volvió a su deplorable postura original, preparó un mandoble y lo descargó, aunque con mucha lentitud: Valda solo tuvo que hacerse a un lado para evitar el filo romo.

—Mira a tu alrededor —murmuró Verenald, recuperando el equilibrio—. Mira sus rostros.

Valda lo hizo con discreción, usando el rabillo del ojo. Su Alteza quiso sorprenderla de nuevo, pero ella volvió a desviar su ataque con la parte superior de su hacha, golpeando levemente la hoja, produciendo un lamento acerino diferente del resto; las armas afiladas cantaban distinto.

—Algunos de ellos son los primeros oficiales de Dartius —reveló Verenald, aún en voz baja. Volvió a atacar, Valda lo rechazó con facilidad de nuevo. Unas gotas de sudor comenzaron a brillar en la frente del príncipe—. Pero no sé quiénes pudieron participar en mi atentado. Pueden ser solo algunos, puede que sean todos...

Valda volteó hacia el círculo más cercano, vio a los soldados entrenando.

—¿Y cómo sabes quiénes son? —preguntó.

—Estuve investigando. Los libros de registros tienen toda la información que necesito sobre ellos.

Todos los militares en Tendrazk estaban anotados en algún libro en donde se detallaban datos suyos, cosas como altura, peso, color de ojos, cabello, lugar de vivienda e incluso los familiares que tenía. Los miembros de la milicia real no eran la excepción, incluso el Alto General tendría su espacio.

—Pon recta la espalda —dijo Valda entonces, viendo que Verenald preparaba otra embestida.

—¿Qué? —se detuvo a preguntarle.

—Te paras mal —respondió Valda—. Pon recta la espalda. Y no sostengas toda la empuñadura con las dos manos, lleva derecha hacia el pomo. Úsala de timón.

Extrañado, el príncipe obedeció.

—Bloquea el siguiente ataque —agregó Valda antes de lanzar un hachazo desde la derecha.

Movido por el instinto, Verenald logró interponer su hoja contra el filo del hacha de Valda. El agudo lamento se elevó por encima del resto de golpes del rededor.

—Mucho mejor —felicitó la Campeona.

—Gracias —Verenald desvió levemente su mirada hacia la izquierda—. Mira allá, a tres círculos de nosotros.

Valda obedeció. Descubrió a un soldado raso intercambiando mandobles con un hombre de armadura articulada, con un rostro de facciones duras, curtidas por las batallas, aunque no del todo anciana; una barba en forma de candado remarcaba la cuadrada mandíbula, y sus ojos celestinos no se habían separado de la hoja de su adversario.

—Se llama Fradbarn —siguió Verenald. El chico volvió a adoptar su pose de batalla, esperando un nuevo golpe—. Un primer oficial. Se enlistó hace veinte años. Tengo entendido que es de los que más tiempo han pertenecido a la unidad del Alto General.

Valda contraatacó y fue bloqueada de nuevo, aunque fue un rechazo algo torpe. El príncipe aún seguía dando oportunidades para realizar un contraataque fatal. Pero Valda no lo hacía, había comprendido el objetivo de lo que hacían: reconocimiento, trabajo de inteligencia contra el enemigo.

—Ahora detrás de nosotros, cerca de la muralla —Valda se giró con la excusa de reposicionarse al otro extremo del área de pelea—. Ese es Thordert, lleva menos tiempo, pero idolatra al General. Dicen que mató a un soldado ebrio que habló mal de él una vez. Nunca se comprobó su culpabilidad.

El mencionado se movía con gracilidad mientras esgrimía una lanza, la hacía girar y rechazaba los embates de su rival.

—Ese otro, en el mismo círculo —siguió Verenald luego de rechazar otro ataque—, se llama Vedarn, otro primer oficial. Es el mejor amigo de Thordert y casi siempre anda con él.

—¿Y el resto? —Valda lanzó un golpe descendente. Verenald lo esquivó, casi perdiendo el equilibrio en el intento.

—Por ahora no sospecho de ellos, al menos no en gran medida —Verenald se aclaró la garganta, un poco de polvo había entrado en su garganta—. Quiero investigarlos a ellos más a fondo... o, mejor dicho... —sonrió casi maquiavélico a Valda.

—Quieres que los investigue —dijo no sin mostrar su claro fastidio.

—No puedo hacerlo yo, Valda —argumentó Verenald—. Si mis sospechas son ciertas, no dudarán en matarme.

—Para eso...

—¡Campeona! —gritó de una voz. Valda se volteó, buscando.

Se trataba de Fradbarn. Caminaba hacia ella con la espada al hombro. Cuando llegó a estar frente a ella, tuvo que elevar la mirada un poco; Valda le sobrepasaba en tamaño por unos cuantos centímetros.

—En el campo de entrenamiento se entrena —dijo. Su voz era firme, militar, autoritaria, aunque no excedida lo altanero—. No se habla, distrae al resto.

—Solo le dictaba unas instrucciones a su Alteza —dijo Valda—. No volverá a pasar.

—Seguro que no —Fradbarn miró a Verenald y realizó una ligera reverencia—. Alteza, humildemente le pido que se retire de este círculo.

Verenald frunció el ceño. Antes que pudiera decir algo, Fradbarn continuó hablando.

—Nunca antes tuve la oportunidad de entablar conversación con la Campeona de Tendrazk, la Asesina de Salvajes, la Muerte que Cabalga, la Marcada por la Guerra —en aquella última aposición se pasó la mano por su perfil derecho—. Me gustaría batirme en un duelo contra su Espada Jurada, Alteza.

Al terminar de hablar, despegó sus ojos del príncipe y los llevó de vuelta hacia los de Valda, como si esperara que ella también diera su consentimiento. Pero ella no podría elegir ahí, era una Espada Jurada, haría lo que mandara su príncipe. Y su príncipe quería que investigara.

—Mi Espada Jurada aceptará con gusto un embate, señor.

—¡Perfecto! —Los ojos del oficial casi echaron chispas. Un poco más y pudo haber incluso hasta abrazado a Valda—. ¡Será hasta que el filo se quiebre!

Los que entrenaban alrededor soltaron un grito de júbilo, salieron de sus círculos y se amontonaron para ver el duelo.

Fradbarn hizo otra reverencia en señal de agradecimiento y fue a ocupar el lugar en donde hacia unos instantes estaba Verenald. El militar preparó su espada para el duelo sujetándola con ambas manos, colocándola a la altura del rostro, con la punta en dirección al cielo. Valda sopesó el hacha en su mano y adoptó una posición agresiva que le permitiría desplegar ráfagas de ataques rápidos y contundentes.

—¿Podría hacer los honores, Alteza? —preguntó Fradbarn, con los ojos fijos sobre los de Valda.

—Eh... sí, sí —Verenald tomó y aire soltó un grito:—. ¡Ya!

Fradbarn corrió contra Valda, descargando un ataque en diagonal desde la izquierda. Valda evadió el mandoble y contraatacó. Los aceros se encontraron y entonaron su canción. Los duelistas separaron sus armas, descansaron apenas unos segundos y volvieron a lanzarse en contra. Valda describió un arco paralelo al suelo, Fradbarn interpuso su espada para bloquear. Valda retrajo su arma y volvió a descargarla en un arco descendente, pero Fradbarn lo desvió el ataque al hacerse a un lado y empujar el brazo de Valda con habilidad. La Campeona mantuvo su equilibrio, sin embargo, y golpeó con el codo la zona baja de la coraza que cubría el pecho de su adversario. El dolor palpitante le recorrió la extremidad, pero a cambio obtuvo más libertad de movimiento; Fradbarn, con la fuerza del golpe, se había desestabilizado y trastabillaba dando pasos hacia atrás, luchando con el peso de su armadura. Aprovechó ese momento, dio una zancada y volvió a golpear su coraza, pero esta vez con más fuerza y usando el pomo del hacha. Se produjo un retumbar metálico y Fradbarn acabó cayendo a la tierra. Muchos en el público ahogaron un grito. El oficial intentó recuperar su espada, pero Valda consiguió aplastarla con el peso de su pie embotado antes si quiera de que sus dedos llegaran a la empuñadura.

—Filo quebrado —anunció Valda con severidad, aunque guardaba para sí misma el tono burlón.

Aturdido, Fradbarn se quedó observando a la nada, más allá de Valda. De repente, se incorporó con toda la rapidez que le permitía el peso de su armadura.

La Campeona de Tendrazk tardó un poco antes de darse cuenta de que ya nadie, ni siquiera Verenald, tenían sus ojos en ella y su adversario. Ahora todos miraban hacia arriba, hacia una torre que se levantaba en una zona de la muralla en donde se levantaba una pequeña torre de observación. Estaban observándolos, dos hombres, apoteosis antropomórficas de sus tiempos: el Alto General y su Majestad habían presenciado la escena de combate. Todos se apresuraron a realizar una reverencia, incluso Valda. Cuando los rostros de elevaron, los dos titanes habían desaparecido, internándose de vuelta a la torre.

—Buena pelea, Campeona —dijo Fradbarn luego de levantarse. Valda lo miró, incrédula por unos segundos; pensó que el hombre inventaría una excusa que justificara la derrota—. Voy a necesitar una nueva espada de entrenamiento gracias a ti —agregó mientras sonreía.

—No seré tan ruda la próxima vez —respondió Valda, correspondiendo a la confianza que le era entregada.

Fradbarn finalizó la conversación dando una afirmación con la cabeza y se alejó, regresando hacia su círculo.

—Ya debemos irnos —dijo Verenald tras Valda.

—Pienso igual, Alteza.

Caminaron en dirección a un pasadizo y se internaron en él. Rodeados de nuevo por la piedra de los muros, lejos de las miradas, Valda se sintió un poco más tranquila.

—No vuelvas a ordenarme algo así —dijo Valda mientras caminaban—. Estoy para protegerte, y no puedo hacerlo mientras peleo contra un posible traidor, ¿qué crees que hubiese pasado si resultaba herida?

—Su espada era roma —Se defendió Verenald.

—En manos de un experto —aseguró Valda— hasta una astilla es un arma mortal.

—Aún así —continuó el príncipe—. Creo que he podido aprender algo de ese combate.

—¿Y qué sería eso?

—Fradbarn te respeta —señaló.

Valda suspiró.

—Es lo mínimo que un ser humano debería hacer con otro.

—Creo que no entiendes el punto, Valda.

La Campeona se detuvo y miró extrañada al príncipe.

—¿Qué quieres decir?

—Alguien que te respeta no podría mentirte.


***


—Deberías estar de guardia —regañó Valda, incrédula aún por lo que veía.

Gregald, con ayuda de Egroot, bajaba unas cajas desde la carreta. Estaban a la entrada del callejón del Rincón de Augus. El primer oficial de Valda llevaba puesta su cota de mallas por debajo de su sobrevesta, sus anillos tintineaban a cada movimiento, a cada esfuerzo realizado.

—Solo me tomé un rato libre —se defendió—. Quería supervisar esta entrega personalmente.

—¿Y qué sería más importante que tu puesto?

—Es un puesto de oficina, Valda —Gregald apiló la última de las cinco cajas que descargó de la carreta, al terminar miró a su capitana—. No irá nadie en muchas horas. Además, ya estoy terminando.

Hizo una señal a Egroot y este fue hacia las escaleras que conducían a la taberna subterránea. Una vez solos en el callejón, Gregald adoptó un gesto más sombrío.

—¿Cómo va el asunto real?

—Verenald tiene en mente a unos cuantos sospechosos, gente que puede estar del lado del Alto General —Valda respondió con la mirada puesta en la entrada del callejón; el conductor del vehículo esperaba allí, viendo a las personas que pasaban de un lado hacia otro—. Quiere que los investigue.

—Ten cuidado —pidió Gregald—. Los castillos son conocidos por sus plagas de víboras.

—Imagino que te refieres al Joven también.

—En especial a Zebdran, sí —Gregald fue arrastrando la pirámide de cajas hacia la entrada, cuidando de que ninguna se desequilibrara—. ¿Has hablado con él?

—No —Valda negó con la cabeza—. Esperaba que tú sí.

Verenald le había prometido que el Joven hablaría con ella una vez dentro del castillo, pero ya habían pasado cerca de dos semanas y no había ni rastro de él. Otra cosa que le ensombrecía el pensamiento.

Gregald hizo otro gesto de negación doblando los labios.

—Estoy seguro de que planea algo —agregó—. Cuídate en especial de él.

Valda recordó cómo los había sorprendido apareciendo dentro de su casa. ¿Cuánto tiempo habría pasado dentro de los rincones de su hogar? ¿Cuánto pudo haber visto e intuido? Algo habría pensado cuando vio las tres habitaciones de la casa, y quizá no sería una premisa muy alejada de la verdad. Aún así, no lo había mencionado en ningún momento. Quizá, pensó Valda, no lo había dicho porque aún no podía sacarle provecho a la información, pero tarde o temprano se presentaría la oportunidad, tarde o temprano usaría todo eso en su contra. Tenía que encontrar una salida a eso. Pero también había estado quién sabe cuántas horas al lado del príncipe, horas en las que no le hizo daño y en las que no llamó guardias para que se lo llevaran. Valda no podía confiar en él, según lo que le decía Gregald, pero, hasta aquel momento, Zebdran aparentaba ser un buen aliado. De todas formas, Valda anotó en su mente estar al pendiente de los movimientos que hiciera.

Al poco rato, Egroot volvió, emergiendo de la oscuridad del pasadizo. Llevaba en una mano unas pinzas gigantescas que servían para romper candados; se lo pasó a Gregald y este procedió a romper el de una de las cajas. Cuando abrió una, se quedó pasmado de la emoción, ahogando un grito. Valda no podía ver bien de qué se trataba, pero quedó extrañada cuando vio que Egroot sonreía.

¿Cuándo lo había visto ronreír?...

—¿Qué tienes ahí, Gregald?

Él soltó una risilla.

­—Míralo tú misma.

Valda se acercó y vio lo que guardaba la caja. Estaban en sus macetas, se levantaban orgullosas, albas, desprendiendo un brillo que apenas se notaba en la claridad del día. Florestrellas. Los pétalos blancos eran puntiagudos, delgados, se separaban de un centro igual de pulcro, daban la idea de ser estrellas. De hecho, Valda recordó un cuento que alguna vez escucharía de niña, un relato corto de una madre que deseaba conseguir un regalo para el cumpleaños de su menor hija, la más hermosa de las tres que tenía. Aunque con un final triste, la historia se centraba en contar el origen de las florestrellas. Por las noches, brillaban tan bien como la más viva antorcha. Por si fuera poco, también podía ser triturada para crear cataplasmas curativas, bebidas que reestablecían al agotado e, incluso, para dar pase a un aceite especial con el que se embadurnaban objetos sagrados, con el fin de hacerlos brillar. Aun así, su uso estaba regulado por la Fe Blanca de Fanemil; no cualquier podía usarla, las facilidades apenas estaban permitidas en el campo de la medicina, pero con varias especificaciones que reducían su uso a solo casos muy particulares.

—¿Cómo...?

—Tengo unos amigos que trabajan para la Fe Blanca —dijo Gregald—. Me facilitaron su obtención. No son artificiales, ¿sabes? Las sacaron de Campoestrellado, en Aleron. Je, me han costado un ojo de la cara.

—¿Qué harás con ellas? —preguntó Valda, curiosa.

—Sembraré una, para que sirva de atractivo a los religiosos —reveló su primer oficial luego de tapar de nuevo su mercancía. Hizo una señal a Egroot y este tomo una caja que aún no había abierto y la llevó hacia el interior de la taberna—. El resto las tendré en conservación, para extractos.

—La Fe Blanca no permite que la florestrella sea usada de ese modo, lo sabes, ¿no? —Los tiempos en los que la Fe Blanca podía quemar a alguien en una plaza por romper sus normas ya no estaba presente, para fortuna de su primer oficial, pero seguía viéndose como un tabú—. ¿Cuánto cobrarás por un trago de eso?

—¿Por qué? ¿Quieres uno? —Gregald soltó una risotada.

Aún en medio de todo el caos que estaba suscitándose, él encontraba espacio para reírse. Valda se sorprendió de encontrar aquello como algo tranquilizador. Por otro lado, le daba genuino gusto el ver a Gregald tan feliz y emocionado. Necesitaba más gestos así, más gestos de verdadera felicidad. En las últimas semanas, su Majestad había pedido que se duplicara la guardia en la ciudad y que se registrara exhaustivamente a todo aquel que quisiera entrar en la urbe, y mucho más aún a quienes mostraban deseos de dirigirse a palacio. También, según el mismo Verenald, se había vuelto más hosco; se alejaba de todos los que querían hablar con él, limitando sus conversaciones solo cuando eran parte del protocolo real y, por lo tanto, no podía evitar; sin embargo, de todos los que había alejado, fue al Alto General Dartius a quien conservaba más cerca de sí. Valda no entendía cómo acercaba más a sí al que planeaba usurpar el trono valiéndose de tretas, no lo entendió hasta que Verenald le explicó la historia que ambos tenían.


***


—Una deuda de vida —dijo su madre—. Es una costumbre entre guerreros, Valda.

Aquella mañana, su madre no había llorado. A pesar de haber compartido media vida, a pesar de que saltaba hacia sus brazos cada vez que lo descubría al otro lado de la puerta. Cuando Gregald, aquella primera vez que lo viera, le informó de su muerte, apenas soltó un trémulo suspiro. Después de informar del deceso y dejar el yelmo, procedió a seguir hablando, aunque con un tono un tanto apenado, como si le causara pena interferir con el luto que debía proseguir.

—Le hice un juramento, mi señora —dijo Gregald, el rostro tenso y las manos vueltas puños, juntas a las caderas—. La protegeré a usted y a la pequeña, en su triste falta.

Valda no había entendido a qué se referían con deuda de vida, en su mente no cabía ninguna otra idea más que la muerte de su padre. Escapó de aquel escenario, corriendo, los ojos llenándose y luego desbordando lágrimas. Había visto el yelmo de su padre sobre la mesa; estaba limpio, pulido, como nuevo excepto por la gran hendidura que pasaba por encima del perfil derecho. Pudo haber sido una espada, un hacha quizás. Valda imaginaba todas las posibilidades, de repente parecía poder visualizar cómo es que el enemigo, algo, ensombrecido, con los ojos malévolos, esgrimiendo el arma, hacía descender el ataque final. Parecía tan real, se sentía ella misma en medio del caos de la batalla, a pesar de que nunca lo había presenciado.

Antes de que se diera cuenta, ya estaba corriendo, alejándose de la casa. El camino dividía su pueblo en dos, avanzaba casi recto hasta conectarse con el camino real de Tendrazk. Incluso desde la distancia, podía ver a los soldados montados en sus aknurs, ensombrecidos, avanzando hacia el interior de la ciudad.

Se ha equivocado, quizás se ha equivocado...

Respiró con ansiedad, sintió que las lágrimas se le amontonaban en los ojos y que se desbordaban. A pesar de sentir las piernas débiles, temblorosas, no paró de correr; a pesar de las pequeñas piedras en el camino lastimándole la planta de sus pequeños pies desnudos. Encontraría a su padre entre la multitud de soldados, saltaría hacia él a pesar de verlo montado en su aknur y él le diría que Gregald se había equivocado, que la batalla había sido muy confusa. Sí, eso había pasado. Su madre lloraría, pero ahora de lo contenta que estaría al ver que su esposo estaba con vida. Y nada podría cambiar, todo se iba a mantener igual. Solo había sido un error.

Pero un agarre firme, que la sostuvo desde los hombros, la detuvo de golpe, tan repentinamente que por un momento sus pies se separaron del suelo al seguir haciendo fuerza para moverla; levantó algo de polvo. Valda levantó la mirada y vio el rostro de Gregald. Sus ojos la miraban con tristeza, estaban rojizos y los párpados, alrededor de ellos, hinchados.


***


A la mañana siguiente, Valda tuvo que encabezar la bienvenida a la Fe Blanca. Al parecer, el buen tiempo adelantó la llegada del grupo, por lo que se tuvo que improvisar algo cuando la carta acabó por llegar la noche pasada. El sol veraniego resplandecía, a pesar de que la mañana apenas comenzaba; el viento arrastraba consigo una frescura aliviadora ante el calor que parecía aumentar a cada minuto.

Valda había pulido su armadura durante la noche, incluso el cuerno en su hombrera derecha brillaba, y ordenó al resto de soldados seleccionados, Gregald incluido, que hicieran lo mismo para recibir a los sacros invitados. Algunos lo hicieron por el deseo de estar impecables ante representantes de la Fe Blanca, pero otros, Valda incluida, lo hacían como parte del compromiso que tenían con la milicia de Tendrazk. Estaban apostados frente al portón principal de la ciudad, formados en todo lo ancho de la entrada, descubierta para el paso. Los mercaderes y viajeros no aparecían por ningún lado, pues Valda dispuso a un pequeño grupo para que los desviara hacía una entrada secundaria.

Pezuña Roja, a menos de cincuenta metros, se alzaba frente a la ciudad. Valda evitaba posar sus ojos sobre el pueblo, evitaba que regresaran imágenes de su pasado, aunque no porque no deseara recordarlos; deseaba que no se mezclaran con los actuales. Traharn estaría ahí. Demasiadas cosas en qué pensar, mucho que sostener; ni siquiera disfrutaba del sueño.

De repente, luego de bostezar, los vio.

—Ahí vienen —apresuró a pronunciar, enderezándose.

Los soldados iban a la delantera, uno de ellos portaba el estandarte de la casa real: un aknur negro sobre una estrella dorada de cinco puntas en campo de gules. Detrás, incluso en la lejanía, se podían distinguir las ropas de los miembros de la Fe Blanca. La unidad número quince, que los había escoltado, les proporcionó de caballos en algún punto del viaje, pues los santos se hallaban montados en aquellas criaturas tan extrañas de ver en Tendrazk más que ayudando a labrar el ganado o tirando de carretas.

—¡Buena organización, Campeona! —gritó una voz, enérgica, a su espalda, desde la entrada a la ciudad.

Valda volteó y vio a su Majestad avanzando hacia su formación. Llevaba puesta la armadura real y sujetaba el gigantesco martillo con una mano, como si se tratara de una liviana ramita de árbol. Valda hizo una leve reverencia cuando tuvo al rey frente a ella. El resto de los soldados, igual de sorprendidos, cuidaron de no echar miradas tan evidentes.

—Gracias, Majestad —Habría querido reclamar por el poco tiempo que tuvo para organizar todo, pero prefirió mantenerse callada, hablar solo lo necesario.

—Supuse que estar presente daría una mejor imagen —comentó el rey en un tono casi bajo, aunque manteniendo su poderío. Valda se dio cuenta de que solo quería hablar con ella—. Además, quería comentar algunas cosas.

Valda echó una rápida mirada la escolta, aún lejos, por encima del rey. Desviar sus ojos hacia Gregald habría sido demasiado obvio, por lo que decidió no hacerlo.

—Por supuesto, Majestad —concedió.

—Te consta que mi hijo expandió la noticia de su intento de asesinato en la plaza de la ciudad aquella vez, ¿no? —El rey no esperó una respuesta—. Me preocupa aquella decisión. ¿Y si los asesinos...?

¿Por qué no decirle en aquel momento que era el mismísimo Alto General el que estaba organizando todo un complot para apoderarse del trono? No interesaban las investigaciones, no importaba jugar al inquisidor. Ante el miedo de la ejecución, todos los culpables podían salir a la luz.

—Protegeré al príncipe con mi vida, Majestad —respondió Valda—. El heredero no correrá peligro conmigo como su Espada Jurada.

—Entiendo que lo dejaste con dos soldados de tu unidad —replicó el rey.

—No tuve opción, mi rey. Como capitana de la Guardia de la ciudad, es mi deber dirigir la bienvenida a la Fe Blanca.

—Descuida —Su Majestad hizo un gesto de negación con la mano—. No era una queja. Entiendo que confías en esos soldados.

—No hay nadie en quien confíe más que en mi unidad —aseguró Valda—. El príncipe estará bien.

El rey asintió, pero en su rostro aún se hallaba una especie de desconcierto.

—¿Por qué cree que no me dijo quién era el conspirador?

Aquella era una pregunta para la que Verenald ya le había dado una salida.

—Quiere manipularlo —confesó Valda—, hacer que confiese por su propia cuenta. Para eso, debe arrinconarlo, dejarlo sin salida. Eso solo se logra con lentitud. Si él le revelara a usted la identidad de esa persona...

—Ya estaría decapitado, su cuerpo expuesto en la plaza.

—Su Alteza quiere poner a prueba sus capacidades —agregó Valda—. Quiere demostrarle que es capaz de arreglar asuntos sin que usted interceda.

Una sonrisa incrédula deformó la expresión de estatua del rey.

—Parece que críe un buen heredero —dijo. Luego de una pausa, agregó:—. Estoy orgulloso de él desde el día en que nació, capitana —añadió. En su tono de voz se descubría un genuino orgullo; Valda recordó el tono en el que su padre le hablaba—. No lo descuide, Campeona. Proteja a mi hijo, mientras él me protege a mí y yo a su futuro.

Valda sintió una punzada de determinación y asintió con la cabeza.

—Sí, Majestad. 

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