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Querido Alan:

¿Nunca te dije que era alérgica a las margaritas?

Pues siempre lo fui.

Y las flores que me llevaste cuando enfermé de la gripe, las metí dentro de un gran frasco de vidrio para poder contemplarlas de lejos y sin que me dañaran.

Mi madre quiso tirarlas, pero no la dejé.

Porque me gustaban.

Me gustaba el sentir que habías tenido al llevarme algo.

¿Sabes? Esos mismos detalles hicieron que te comenzara a ver diferente.
No sabía lo que era.

O sea, nunca me había pasado en todos mis quince años.

No lo entendía, quería decirte.

Pero, ¿cómo explicar algo que no llegaba a comprender ni yo?

Callé. Además, no era nuevo para mí hacerlo.

Hasta que un día te vi con una chica.

Me sentía extraña, molesta, decepcionada.

Pero algo pasó... nada.

No tuviste nada que ver con ella.
Me dijiste que habían ido al cine pero que no la volviste a llamar porque no te había gustado.

Me alivié, sabía que si tenías novia, me dejarías sola. Llámame egoísta, lo soy y lo admito.
Sin embargo, no estaba acostumbrada a verte con nadie. Jamás habías tenido citas, mucho menos novias.

Aunque dentro de mí, no lo entendía. Sofía era bonita, lista, divertida. Podía no estar de acuerdo con ustedes dos juntos al principio. Pero no tenía nada en su contra. Hasta me agradaba.

¿Por qué no te gustaba Alan?

Esa pregunta me la hacía cada noche. No obtuve respuesta.

Esperaba que me dijeras algún día lo que te atormentaba. No lo niegues. Siempre me di cuenta pero no te quería presionar.

Nunca me dijiste.

Entonces yo decidí guardarme también lo que empezaba a sentir.

Simpre tuya... o tal vez no tanto:

Amelia.

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