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Querido Alan:

¿Alguna vez has sentido demasiado dolor que lo único que quisieras es desaparecer? ¿Correr lejos? ¿Dormir y no despertar nunca?

Eso es lo que muchas veces he deseado.

Pero siempre olvido que la realidad es otra y que debes afrontar los problemas por más horribles que sean.

Eso me pasó cuando entramos a la secundaria.

Creí que... Tú, Nancy y yo, seguiríamos siendo los tres mosqueteros.

Me equivoqué.

Nancy se mudaba. Lejos. A otro país.

Fue catastrófico para mí.

No los quería perder, a ninguno.

Mi madre se preocupó de verme tan triste. Temía a que yo "recayera".

¿Recuerdas la primera vez que los llevé a ustedes a mi casa? Mis padres los recibieron con mucho gusto, casi eufóricos. Mi hermano estaba en la universidad, pero cuando mamá le contó por teléfono, me felicitó.
Eran mis primeros amigos. Un gran paso para ese cambio que necesitaba.

Sin embargo, ese día no aguanté y lágrimas mojaron mis mejillas.

Hace tiempo que no lloraba.

Cuando me fui a despedir de Nancy, se veía igual de desolada que yo. Pero lo que me dijo después, fue la razón por la que empecé por fin a comunicarme con los demás.

¿Nunca te preguntaste ese cambio repentino mío de querer hablar de pronto?
Pues fue gracias a Nancy. Me hizo prometerle antes de marcharse que intentaría hablar. Que usaría mi voz.

Lo intenté, fuiste testigo de mis torpes intentos por platicar en nuestras charlas.

Tú me ayudaste. Fuiste mi apoyo.

Y perdí el miedo a ser oída.

Perdí el miedo a todo, porque si estabas conmigo, no tendría que temer a nada.

Mis padres te agredecieron. No olvido sus lágrimas de felicidad al ver que su hija ya estaba bien.

Pero lo que no entendían es que siempre lo estuve.

Solo necesitaba la compañía de alguien.

Necesitaba un amigo.

Te necesitaba a ti.

Siempre tuya:

La chica a la que ayudaste contra su grande temor.
Amelia.

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