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Querido Alan:

(No diré querido diario, porque mis pensamientos no son secretos ni de esta libreta. Sino tuyos)

El primer día en que llegué al vencindario, me sentí totalmente fuera de lugar.
Era un niña de siete años muy tímida y desconfiada.
Desde que era más pequeña, me llevaron incontables veces con un psicólogo porque no hablaba, con nadie. Ni con mis padres o hermanos. Llegaron a pensar que estaría muda siempre.

Pero simplemente no quería decir nada.
Porque cuando aprendes a emitir palabras con tu voz, es un comienzo en la vida.

Uno que muchas veces no es favorable y yo tenía miedo.
Temía a que todo me saliera mal, a herir personas con mis palabras.

Porque las palabras, a veces dolían más que una herida física.

Lo sabía porque yo lo había sufrido, en la escuela. Y no quería ser como ellos. No quería ser mala.

Siete años de nunca platicar con nadie. No me mal entiendas, hablaba todo el tiempo con mi oso de peluche, en voz baja. Sabía que no me contestaría ni se enojaría conmigo. Así que era mi confidente, mi mejor amigo.

Hasta que un día, esos que me herian de forma cruel, tomaron al señor Frodo (mi oso), y lo quemaron con un encendedor. Frente a mí.

Yo siempre había sido callada, lloraba en silencio, pero aquella vez... aquella vez perdí la cordura y grité. Grité como nunca lo había hecho y me vengué.

Le quemé su bello cabello rubio y largo a una de ellos. Me satisfació verla llorando, no te diré que no.

Pero pasó exactamente lo que no quería que pasara, y ni siquiera había hablado aún.

Así que huí. Lejos de todos mis problemas. Pero había olvidado que los problemas y desgracias son los mejor buscadores.

Mis padres rogaron a la directora que me diera otra oportunidad pero no aceptó, hablaron con el psicólogo y les aconsejó que yo necesitaba otro cambio de aire. Un nuevo comienzo.

Así que, ahí me tenías.

Ese día mi madre me pidió, no, me ordenó que saliera a caminar, a hacer amigos.

Para no preocuparla y enojarla, obedecí. No pretendía hacer amigos, solo esconderme o sentarme en una banca solitaria en aquel parque que estaba a dos calles.

Demasiados niños corriendo y jugando me intimidaban.

Hacía mucho calor, tenía sed. Y luego tuve algo de suerte supongo. Un heladero que se había estacionado justo frente a mí.

Me levanté de un salto y fui antes de que me ganaran lugar.

Cuando el señor me preguntó lo que quería, nervios me llenaron por dentro.

Quería decir el sabor, era una frase tan simple, pero no podía.
Una niña me empujó por atrás con fastidio para que me diera prisa.

Así que solo señalé con el dedo la palabra que deseaba.

Fresa, ¿ves? Algo sencillo y ya no podía pronunciar ni eso.

Cuando tuve el helado en mis manos y lo saboree, me relajé de inmediato.

Sin embargo, ahora estaba en el suelo al igual que yo. La niña que me había empujado antes, lo había hecho de nuevo.

Fue cuando lo supe, siempre lo había sabido. Los problemas son los mejores buscadores, porque te encuentran en donde quiera que estés.

No hice nada salvo llorar, en el suelo.

¿Lo recuerdas Alan?

¿Recuerdas aquella vez que me empujaron y tiraron mi helado favorito cuando éramos niños?

Tú llegaste, me defendiste y me compraste otro para que dejara de llorar. Era nueva en la ciudad, sin embargo, siempre fuiste amable, y a partir de ahí, empezaste a ser importante para mí.

Porque te convertiste en la primera persona que me había ayudado.

Te presentaste como Alan Samuels, un nombre que se quedaría grabado en mi mente por siempre.

Me preguntaste mi nombre, no supe decirte.

Tu cara se descepcionó, no quería ser mala contigo.

Así que lo dije. ¡Lo había dicho, había hablado por primera vez!
¡Y a un desconocido!

Sonreíste otra vez y supe, que había valido la pena.

Ese fue nuestro comienzo.

Te preguntarás el porqué nunca te dije el motivo de nuestra mudanza. Aún cuando me lo habías preguntado muchas veces. Pero yo te dije que llegaría un día en el que lo haría.

Pues ese día es hoy.

Siempre tuya:

Amelia.

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