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Italia, después de la Guerra de Troya

Gracias a la ayuda de la diosa Atenea acabé llegando al sur de Italia, porque de no ser por ella, mi esposa Egialea junto con el amante que había tenido durante mi larga ausencia debido a la guerra que tuvo lugar ante las murallas de Ilión, me habrían matado en el acto.

***

Recuerdo mi llegada a casa como si fuera ayer. Tras haber estado navegando durante varias semanas vislumbramos al fin las costas de Argos y nuestros corazones se hinchieron de alegría porque por fin podíamos volver a casa sin haber sufrido daño alguno. Mis hombres y yo desembarcamos y llevando con nosotros los tesoros sustraídos en Ilión, irrumpimos en el palacio de mi padre. Mi esposa Egialea se acercó a mí con andares sensuales y yo la había echado tanto de menos que no dudé en acercarme a ella para besarla en los labios. Cuando lo hice, ella me devolvió una sonrisa que parecía falsa y en sus ojos marrones vislumbré que me ocultaba algo, si bien, decidí no darle importancia.

— Cariño, ¿por qué no vamos al lecho a recuperar el tiempo perdido? — me propuso.

Había estado 10 años sin probar mujer alguna y no pude evitar acompañarla sin saber lo que a continuación pasaría. Ella me tomaba de la mano y me condujo a nuestro dormitorio. Vi que todo estaba tal y como lo había dejado antes de partir ante la llamada de Agamenón y eso me tranquilizó. Si bien, había algo sospechoso en su forma de actuar, pues no paraba de mirar a todos lados de la habitación, como si buscara algo o lo que es peor, a alguien.

— Diomedes, carísimo a mi corazón, tu esposa te acaba de tender una trampa junto a su amante Cometes. Huye y no mires atrás— resonó una voz en mi corazón.

Reconocí esa voz, era la de mi mentora, la diosa Atenea y no necesité más para confirmar mis sospechas porque un hombre que me resultaba desconocido con puñal en mano se acercó a mí. Mi esposa intentó sujetarme para que no pudiera moverme, pero yo me resistí y eché a correr por el palacio.

Algunos de mis hombres de confianza no dudaron en acercarse a mí.

— Mi rey, ¿por qué intentáis huir? — me preguntó uno de ellos.

De repente vislumbré por el rabillo del ojo que Cometes iba tras de mí sin parar de correr y no dudé en echarme a correr de nuevo. Por suerte para mí cuando sentí que mis fuerzas ya flaqueaban hasta el punto de poder ser alcanzado por el amante de mi esposa, Atenea me ayudó concediéndome una mayor resistencia y velocidad para llegar en cuestión de minutos al puerto de Argos. Me subí a mi barco y abandoné las costas de Argos.

— No temas Diomedes, Tidida, porque yo te ayudaré a llegar a una prometedora tierra.

Ahí estaba ante mí mi mentora. Ya había perdido la cuenta de las veces en las que se me había aparecido sin hacer uso de disfraz o adoptando la forma de un animal para que no la pudiera ver en todo su esplendor divino, al verla agaché la cabeza, deslumbrado por su belleza.

— Si me acompañas en este viaje tú, Atenea, indómita, nada temeré— repuse yo.

Ella me ordenó que alzara mi rostro y me regaló una sonrisa de dientes blancos. Su sonrisa era hermosa a la par de inquietante, señal que me indicaba que me estaba ocultando algo.

— ¿Tú sabías lo que mi esposa tramaba?— le pregunté en un susurro.

— Sí. Sabía que Afrodita intentaría vengarse de ti por la herida que le causaste durante la Guerra de Troya y por eso he acudido en tu ayuda.

— De acuerdo, tiene mucho sentido que Afrodita haya intercedido para que mi esposa se acabara enamorando de otro hombre y llegara a conspirar junto con él mi muerte— repuse dolido.

Me imaginaba a mi esposa yaciendo con él y me entraban ganas de matarlo con mis propias manos e incluso pensé en matarla a ella también por haber sido tan vil y zorra como para unirse a otro hombre que no fuera yo. La hija de Zeus pareció darse cuenta de lo que pasaba por mi cabeza porque me tocó suavemente en uno de mis hombros y susurró con dulzura lo siguiente:

— Ni se te ocurra dar la vuelta para matar a tu esposa y a su amante. Partimos al sur de Italia, una región muy prometedora en la que podrás empezar de cero.

La dulzura de su voz y la determinación reflejada en sus ojos grises como las nubes que portan tormentas bastó para desechar esa idea porque recapacitándolo, volver a Argos con ese cometido sería un error que me costaría la vida.

Después de aquello, Atenea me dio unas claras instrucciones sobre hacia dónde debía navegar y qué debía hacer exactamente para llegar a esas tierras tan remotas y desconocidas para mí hasta este momento y cuando quise darle las gracias por su benevolencia, ya se había marchado. Decepcionado por la traición de mi esposa y desconcertado por haber tenido a la diosa delante de mí, intenté centrarme en dirigir mi barco siguiendo sus instrucciones a pies juntillas.

***

Navegué durante varios días hasta que llegue a las tierras que me indicó Palas Atenea y gracias a su encomiable ayuda, acabé fundando algunas ciudades, como Canusio y Siponto. 

Ahora que mi vida estaba en calma, no podía evitar echar la mirada atrás y rememorar aquellas amistades que forjé antes y durante la Guerra de Troya. Pensé en mi gran amigo Odiseo y me pregunté si había podido regresar a su hogar sano y salvo. Pensé en Aquiles, el de los pies ligeros, y en su inseparable compañero de armas, Patroclo. Me acordé de Menelao, de Agamenón y de Áyax de Salamina, el cual fue uno de los mejores guerreros que tuvimos en nuestras filas. Pensé en todos ellos y comencé a recordar aquellos días tan lejanos en los que habíamos alcanzado la gloria más grande que un hombre podía alcanzar.

Nota de la autora: Hacía tiempo que deseaba escribirle una historia a Diomedes y en el día menos pensado, empecé a redactarla. Muchas cosas van a suceder y espero que me acompañéis en este viaje que recorreremos junto a Diomedes de Argos✨

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