12. El baile de cristal

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El día había amanecido despejado. Algunos pájaros daban su serenada matutina festejando la salida del sol en el cielo vespertino. La hierba estaba fresca y el ambiente olía a tierra mojada debido a la gran humedad del bosque. Nathan estaba teniendo un hermoso sueño en el que Amara y él aprobaban el examen juntos, con la máxima puntuación, tras haber machacado al imbécil ése de la espada rara, cuando sintió que alguien le estaba golpeando y echándole vaho en el oído. Casi pegó un grito suficiente como para despertar a sus dos amigos al encontrarse tan cerca de él la cara de su profesor.

—Nathan, prepárate que te espero afuera en cinco minutos —le susurraba éste en un tono de voz que pretendía no despertar al resto.

Nathan se levantó malhumorado por la interrupción y se preguntó qué pasaría ahora. Todavía era muy temprano como para empezar las clases. Demasiado temprano, pensó al contemplar al sol que ni siquiera había empezado a asomarse.

Se terminó de ajustar el cinturón y su espada a los pantalones y salió a reunirse con él. Gabriel le esperaba apoyado sobre el tronco de un árbol. Unos cuantos metros más alejados, Haziel también iba para allá, todavía frotándose los ojos. Si Evanth estuviese allí, habría exclamado que el chico se veía bien hasta con el pelo despeinado y recién levantado. No había duda de que había empezado mal el día.

Gabriel no tenía muy buen aspecto, no parecía muy descansado y era la primera vez que lo veía sin el pecho descubierto.

—¿Se puede saber qué pasa ahora? —protestó Haziel, aunque sólo se le entendió la mitad ya que estaba bostezando.

—Poneros firmes. Los ángeles no bostezan.

—¿Ocurre algo? —intentó ser más educado Nathan.

—Acompañadme —fue lo único que dijo.

Les llevó volando hasta una pequeña mansión. Gabriel les ordenó que le observasen mientras él se hacía pasar por un pobre mendigo en busca de algo de comida. Le atendió una criada que le pidió que aguardase. Tras un rato de espera, se escucharon al fondo las voces de la que parecía la señora de la casa. La criada volvió al rato excusándose de que ya no le quedaban sobras porque se las echaban a su perro y cerró la puerta en sus narices. Gabriel volvió con sus alumnos y les indicó que ahora lo intentasen ellos.

El primero fue Haziel. Intentó hacerse el simpático y ganarse el afecto del ama de llaves para que le diese cobijo. En un principio funcionó, pero después apareció la dueña con una escoba acusándolo de pervertido.

—Cuando estés en el Infierno me implorarás, vieja asquerosa —escupió el altanero ángel.

Nathan no tuvo mucha mejor suerte, de hecho apenas había golpeado la puerta cuando vaciaron sobre él desde la ventana de arriba un cubo de agua sucia. Haziel se estuvo riendo de aquel percance el resto del día. Ya se disponían a partir hacia otro lugar, cuando se escucharon unos relinches procedentes del interior del caserón.

—Viene del establo de esta familia —les aclaró Gabriel indicándoles con un gesto que se asomasen a echar un vistazo.

Por lo visto, uno de los caballos se estaba muriendo. Se le veía débil y sudoroso y sus patas segregaban un líquido blanquecino. Parecían estar allí reunidos todos.

—¡Ja! —masculló el joven ángel de cabellos oscuros—. Cada uno obtiene lo que se merece.

En cambio, el profesor entró dentro del establo sin perder un instante. Los que estaban allí dentro se quedaron asombrados al ver a aquel desconocido que vestía de forma tan extraña.

—¿Me permiten un momento? —formuló la pregunta con el tono de voz más amable que jamás habían escuchado.

Nadie se atrevió a contrariarle, así que él se arrodilló junto al pobre animal y comenzó a examinarlo.

—Ese animal está en sus últimas —se atrevió a decir el que parecía el más joven de los allí presentes.

—No deberías subestimarle —le contestó Gabriel con una sonrisa.

El muchacho volvió a fijar su atención en el caballo y, para su sorpresa, ya no estaba tan sudoroso, y volvía a respirar con normalidad. Hasta el pelaje tenía más brillo que nunca. Boquiabiertos, se apresuraron a pedir explicaciones a aquel extraño, la dueña la primera de todas, pero para su sorpresa aquel desconocido había desaparecido.

—¿Por qué les ayudaste? ¿No recuerdas cómo nos trataron? —exclamó Haziel, incrédulo. No paraba de señalar a Nathanael que seguía empapado. Éste lo notó y enarboló una mueca. Le molestaba más aquella humillación que el estar calado de ese agua pestilente.

—Las cosas no son lo que parece —fue la respuesta que les dio ante ese sorprendente acto.

El siguiente lugar que visitaron fue una pequeña casa rural. Era muy antigua y estaba para el arrastre. No parecía ser capaz de soportar los fuertes vendavales que iba a tener que afrontar cuando llegase el invierno. Volvieron a intentar la operación, esta vez los tres juntos. Un matrimonio de mediana edad les recibió sorprendidos. Les explicaron que habían venido desde muy lejos para intentar obtener un trabajo en la cuidad, pero estaban sedientos y agotados. La pareja les hizo pasar inmediatamente, ofreciéndoles lo poco que tenían: una vasija de agua y unos trozos de pan duro. La mujer, preocupada porque no tenía nada decente que darles de comer, no se estaba quieta yendo de un lado para otro de la pequeña y pintoresca cocina mientras no paraba de disculparse. El marido, entonces, decidió sacrificar el cordero que tenían reservado para venderlo en el mercado. Nathan insistió en que no era necesario, pero ellos no desistieron. Preferían tratar como era debido a sus huéspedes, era una cuestión de honor según ellos.

—¿No vamos a hacer nada? —le susurró a su profesor. Éste se limitó a negar con la cabeza y a aceptar de buena gana el vaso con vino que le estaban tendiendo.

—Ya que vamos a comer un cordero, hay que acompañarlo bien —les dijo el pobre hombre.

Hasta Haziel parecía incómodo en esa situación. La humilde pareja comiendo una especie de sopa que era un poco de agua con unas semillas y ellos degustando su pata de cordero asada. Sin embargo, parecían estar pasándoselo muy bien, el hombre no paraba de hablar y Gabriel se reía con fuertes carcajadas. La esposa estuvo atenta todo el tiempo de rellenarles los vasos en cuanto se lo acababan.

—Beba usted también —le sugirió Gabriel a la mujer.

—No se preocupe por mí, yo no bebo alcohol. Estoy en estado —les anunció llevándose feliz las manos hacia su vientre. Su marido le pasó el hombro por encima muy orgulloso.

Al elemental de fuego se le estaba formando un nudo en la garganta. La carne se le estaba haciendo muy pesada y sentía la boca seca. No se había percatado de que aquella mujer estuviese embarazada, estaba demasiado famélica.

—Enhorabuena. ¡Brindemos entonces por su hijo! —exclamó Gabriel alzando su vaso.

—No se preocupe por nosotros, joven. Coma todo lo que quiera —le comentó el hombre a Nathan al ver que no estaba comiendo demasiado—. Nosotros estamos acostumbrados a comer poco y tenemos una vaca que nos da suficiente leche para abastecernos y vender lo que nos sobre.

Tras la comida. la pareja seguía insistiendo en que se quedasen a pasar la noche. Porque tenían que volver a clase. que si fuese por Gabriel. se habrían quedado hasta el día siguiente. 

De pronto, el grito de la mujer les sobresaltó. Fueron corriendo a ver qué ocurría. Nathan nunca se había sentido así de impotente en su vida, ni si quiera cuando no pudo proteger a Amara de ese demonio. La vaca había muerto. Gabriel aprovechó ese momento de desolación de la pareja para abandonar en silencio el lugar.

—¡Lo sabías! ¡Lo sabías y no hiciste nada! —le gritó Nathan una vez lejos de allí. Estaba furioso.

—Cálmate, Nathan.

—Pero por una vez Nathanael tiene razón. ¿Por qué salvaste al caballo de aquellos pedigüeños y la vaca de esta familia que nos trató tan bien no?

—Os dije que las cosas no son lo que parecen —les replicó muy serio—. Esta noche la muerte se habría llevado dos corazones: el de la mujer y su hijo. En su lugar, se ha llevado el del animal.

Los aprendices se habían quedado sin palabras.

—¿Se puede hacer eso? ¿Salvar dos almas a cambio de una? —preguntó Nathan.

—Yo soy el que manda en estos asuntos, así que a veces puedo hacer excepciones.

—¡Pero eso no es suficiente! —Haziel seguía sin aprobar el comportamiento de su profesor y Nathan le entendía perfectamente.

—El campesino le había hecho un favor al de la otra familia y en agradecimiento iban a darle ese caballo aprovechándose de que estaba enfermo.

—¡Serán...!

—Pero aún así el caballo no da leche. ¿Cómo van a sobrevivir? —se aventuró Nathan.

—El pobre animal tenía incrustado entre sus molares una pepita de oro. Le han cuidado tan poco que ni se habían percatado de este detalle.

Se quedaron en silencio asimilando el significado de aquellas palabras. Nathan se sentía avergonzado por haber dudado de su profesor.

—Espero que hayáis entendido el significado de "buena acción".

—¿Por qué nos ha mostrado esto a nosotros?

—Según los informes, sois mis dos mejores alumnos, así que confío en vosotros. —Gabriel sonrió para sí mismo, satisfecho, ya que por la expresión que tenían,  habían empezado a comprender—. Anda, volvamos, que vamos a llegar tarde.

Se encontraron con unos Ancel y Yael muy emocionados.

—¡Mira, Nathan, lo que hemos descubierto!

Le mostraron entusiasmados una enorme puerta de piedra medio oculta por la maleza. Tenía diferentes dibujos e inscripciones grabadas en ella.

—Hemos intentado de todo para abrirla, incluso una de las plumas explosivas de Ancel, pero no hay manera.

—¿Y no se os ha ocurrido que quizás haya una llave para abrirla? —les sugirió Gabriel.

—¿Qué hay ahí dentro?—preguntaron llenos de curiosidad.

—Quién sabe, pero seguro que hay algo importante si alguien se molestó en ocultarlo —dejó caer enigmáticamente.

—Esto... En cuanto a lo de ayer... —se aventuró Yael.

—Os comprendo perfectamente, así que por mi parte está olvidado, pero tened mucho cuidado. Las diablesas son muy peligrosas. Creedme que no me gusta nada enfrentarme a una.

Ancel y Yael respiraron aliviados. Se habían quitado un gran peso de encima.

—Venga, que las chicas nos estarán esperando —les llamó Gabriel.

Amara estaba ensimismada contemplando el vaivén de las olas cuando bajó de nuevo a la realidad al oír el gritito que pegaron las chicas. Al volverse, vio que se trataba de que los chicos ya habían llegado. Llegaban muy altaneros presumiendo de musculatura. La muchacha desvió la vista rápidamente al ver a Nathan. No sabía por qué, pero después de lo que había pasado la noche anterior, no se atrevía a mirarle a la cara.

—Bien, la clase de hoy será para comprobar vuestro nivel —les explicó Iraiael cuando ya parecían dispuestos a atender.

—Así que tendréis que hacer unas pruebas físicas —añadió Gabriel, colocándose junto a su compañera.

Ésta no le miró con muy buena cara, parecía molesta con él. A Nathan en otra ocasión le hubiese entusiasmado la idea, pero después de haber tenido cordero asado como desayuno, no le apetecía demasiado ponerse a dar piruetas en el aire. Aquel día se le estaba haciendo eterno. Gabriel les entregó a todos unas lanzas y les reunió en un corro.

—Tenéis que demostrar vuestra puntería con esas dianas que están colocadas a lo largo de la playa —les decía mientras señalaba las susodichas—. No me falléis y demostrad lo que valéis.

Todos se colocaron en sus posiciones y se prepararon para apuntar. Era bastante sencillo, las dianas solo estaban a unos cien metros de distancia. Para un ángel tampoco era demasiado. Haziel se había colocado en la diana de al lado de Nathan y, al verle tan concentrado, no pudo resistirse a la idea de empujarle. Disimuladamente puso el arma en horizontal e hizo un barrido con ella hacia el lado en el que se encontraba el elemental. Éste, que no se había percatado, el golpe le pilló desprevenido y se cayó al suelo tirando a los que estaban próximos a él. Gabriel se quedó atónito al ver como unos cuantos alumnos suyos se caían al suelo repentinamente. Ancel intentó coger tanto impulso para el lanzamiento que, al mover el brazo para atrás, la lanza salió disparada hacia atrás. Yael aprovechó el caos que se había formado para hacer trampas y acercarse descaradamente a su objetivo. Otro ángel más alejado se quejaba de que era alérgico a la arena de playa y el resto no paraban de reírse.

"Dios, ¿por qué a mí? ¿De dónde han salido éstos?"

—Bueno, no pasa nada, hay más pruebas... —intentaba restarle importancia al asunto Gabriel, pero las chicas no paraban de reírse—. ¡No! ¡No está bien! —cambió de tono de voz de repente—. Sois las criaturas más torpes que he conocido del Universo. Un plastocerebeilus es más inteligente que vosotros.

—¿Y eso qué es? —preguntó un ingenuo.

—Unos organismos que habitan al este del cinturón de Orión que se comen su propio cerebro —le respondió con una mirada muy seria que le dejó sin habla al pobre.

Las chicas les echaron de allí para poder ocupar su lugar, tensaron sus arcos y una lluvia de flechas salió disparada hacia las dianas dando en su blanco. Emitieron gestos y sonidos de superioridad para ridiculizarles aún más.

—¡No es justo! Ellas estuvieron practicando ayer —se quejaban algunos.

—Os aseguramos que ayer no lo hicimos tan mal como vosotros.

Iraiel fue pasando revisión a las diferentes dianas y anotando el progreso de cada una hasta que llegó a una diana sin ninguna flecha.

—¡Amara! ¿Se puede saber por qué no has disparado?

El joven ángel estaba en la inopia. La voz de la profesora la sobresaltó.

—Lo siento... Es que vi algo en el horizonte...

Iraia miró hacia donde señalaba Amarael y se sorprendió al ver la silueta de un gran barco.

—¿Un barco que ha atravesado el Atlántico? Solo puede estar infestado de demonios.

Y dicho esto ordenó a sus alumnas que la siguieran.

—Escuchad, vamos nosotras a encargarnos de esto. Vosotros quedaros aquí entrenando que os vendrá mejor.

Gabriel estaba herido en el orgullo porque sabía que Iraia lo hacía a modo de venganza, pero no podía culparla. Él lo habría hecho también de haber sido al revés. Sus alumnos necesitaban urgentemente entrenar más.

—Bueno, aprovecharemos que estamos aquí para entrenar vuestra resistencia física. Hoy hay bastante oleaje, así que quiero que nadéis todos hasta las boyas del fondo y volváis. Es bastante agotador nadar en el mar.

En la distancia, aunque no tan lejanas como el misterioso barco, podía distinguirse claramente una hilera de bolas de plástico rojas. Ancel había perdido el poco color que tenía su piel.

—¿Te encuentras bien, Ancel? No tienes buena cara.

—Esto... ¿Es necesario llegar tan lejos? Las plumas se mojan y...

—¡Pues guarda las alas! —le contestó Gabriel, sorprendido ante la falta de inteligencia tan evidente.

Nathan y Yael cruzaron miradas de complicidad. Sabían perfectamente que Ancel no sabía nadar y que no le gustaba el agua.

—Anda, deja de quejarte y métete en el agua —le ordenó su profesor mientras le empujaba hacia la orilla.

Plastocerebeilus el último —le murmuró Yael a su amigo mientras se sumergía corriendo en el mar.

Nathan ya había hecho demasiado el ridículo delante de Gabriel, así que al menos quería hacer eso bien. Empezó a acelerar para alcanzar al otro. Haziel tampoco pensaba ser menos que Nathan. Al cabo de un rato, ya estaban todos de vuelta en la orilla discutiendo quién había sido el primero. Nathan aseguraba que había sido él apoyado por Yael, mientras que Haziel decía que él había tocado antes con los dedos la orilla al haber cogido impulso de la ola. Las chicas ya estaban de vuelta esperándoles, así que les preguntaron a ellas quién había sido el vencedor.

—¿Pero tenéis que pelearos en todo lo que hagáis? —les regañó Gabriel.

—Evanth, tú lo has visto, ¿verdad? —le preguntó Haziel satisfecho a la chica.

—Eh... —Estaba en una encrucijada. Haziel era su novio, pero no quería enemistarse con Nathan—. ¿Y si lo repetís de nuevo? Solo para asegurarnos.

—¿Estás diciendo que no queda claro que yo soy mejor que ése? —exclamó Haziel, alzando la voz. La pobre chica bajó la mirada, nerviosa.

—¡No! Es solo que... ¡Debe de ser por el viento! Soplaba a su favor y por eso parecéis igualados.

—Serás estúpida —le espetó entre dientes.

 Ella lo oyó y tuvo que ocultar sus ojos llorosos.

—¡Ya es suficiente! —interrumpió la conversación Iraia.

—¿Qué ha ocurrido con el barco? —le preguntó Gabriel.

—A buenas horas te preocupas por nosotras —bramó. Él se quedó bastante sorprendido por esa respuesta, así que ella decidió ser un poco más amable—. Se trataba de unos cazadores... Se pensaban que podrían acabar con nosotros o algo así.

Los Cazadores eran una asociación que se encargaban, como su nombre indicaba, de cazar a los miembros de la Inquisición y ángeles que se encontraran en la Tierra. Estaba constituida por infectados y su líder era nada menos que Agneta, la hermana del arcángel Zadquiel.

—Cada vez se están volviendo más temerarios —observó Gabriel.

—Esto... —interrumpió Yael—. ¿Dónde está Ancel?

"Maldición. No me lo puedo creer"

Todos miraban a los lados en busca del chico, pero no había ni rastro de él.

—¿No me digáis que no ha salido del agua?

Haziel y otros ángeles comenzaron a reírse estrepitosamente. Gabriel hizo caso omiso de ellos mientras se sumergía en las frías aguas del Atlántico, el océano tenebroso.

El agua estaba helada por esa época del año. El fondo marino estaba compuesto por rocas oceánicas y un gran arrecife de coral. Antes estaba tan infestado de pequeños diablillos y otras criaturas malignas como lo estaba todo el océano, pero desde que la Inquisición había ocupado el archipiélago, se habían dedicado a exterminarlas. Ahora el mar era de un tono verdoso que reflejaba la luz del sol, en vez de tener aguas oscuras y profundas. Unos latigazos de dolor azotaron todo su cuerpo. Se le escaparon unas burbujas de aire por la boca. Un ángel no podía morir ahogado, pero sí el cuerpo en que se había materializado.

Todos se arremolinaron en la orilla, curiosos. Estaban tardando bastante en salir a la superficie. De pronto, el agua comenzó a teñirse de carmesí. Asustados, prepararon las armas, pero de las aguas tan solamente emergió Gabriel cargando con el cuerpo inerte de Ancel. Yael tuvo que contenerse porque las niñatas lo único que comentaban era lo bien que se veía Gabriel con la ropa mojada pegándose a su cuerpo, sin importarlas lo más mínimo su amigo.

—Voy a llevarle al hospital, está herido.

Todos pudieron ver como iba dejando un pequeño rastro de sangre en la arena. El hombro de Ancel lucía una herida muy fea. Parecía como si le hubiesen desgarrado el hombro. Tenía la piel hecha jirones, dejando al descubierto sus órganos internos.

—¿Qué lo atacó? —preguntó Iraiael mientras examinaba el fondo del mar detenidamente.

—No lo sé. No vi a nadie.

A Nathan le pareció curioso el mal aspecto que tenía su profesor esa mañana y cómo había ido mejorando a lo largo del día. A pesar de que estaba mojado y no cesaba de jadear, había recuperado su brillo habitual.

Las clases se suspendieron y la isla se llenó de miembros de la Inquisición examinando cada rincón en busca de lo que fuese que había atacado al joven ángel. Definitivamente había sido un mal día. Nathan se dirigía al hospital de la isla para ver si ya había alguna noticia de su amigo, cuando se encontró con una distraída Amara. Parecía estar absorta en sus pensamientos, como siempre, admirando la vegetación que la rodeaba. El chico se dijo así mismo que era ese momento o nunca. Se acercó hacia ella, sacándola de su ensimismamiento.

—Hola... ¿Qué tal?

La chica alzó la vista para comprobar quién era el que la estaba hablando. Cuando vio que se trataba de Nathan, se ruborizó.

—Hola... Vaya susto lo de Ancel, ¿no?

—Malditos demonios —Nathan apretó tan fuertemente el puño que se hizo daño.

—No se sabe qué fue lo que le atacó...

—¿Qué iba a ser si no? Alguno de los que iban en el barco ese, seguro.

Ella dejó de prestarle atención y volvió a entretenerse con las variedades de flores que crecían allí. No tenía sentido intentar razonar con él sobre estas cosas.

—Amara... me gustaría hablar contigo. Desde ese día nos hemos distanciado y ha sido por mi culpa.

La chica se le quedó contemplando con sus ojos azules muy abiertos. Según la luz que les diese se volvían violetas o más verdosos. Nathan nunca se cansaría de bucear en ellos y siempre le seguirían sorprendiendo.

—Nathan... si decidiste que lo mejor era separarme de ti, por algo sería. Además, he estado reflexionando y es lo mejor.

—¿De verdad crees que es mejor que nos separemos? Me he dado cuenta de cómo me evitabas...

—Al igual que tú... —La chica jugaba nerviosa con una mariposa que se le había posado en el pelo.

—¿Estás bien? Te noto muy cambiada...

—Estoy perfectamente.

—Tengo algo para ti.

La cogió de la mano y la llevó hacia un banco que había allí. Amara se sorprendió de lo cálido que era su tacto, todo lo contrario al de Caín. Se encontraban en el mismo lugar en el que habían estado el día anterior sus dos profesores, cubiertos por rosales de diferentes colores.

—Nunca te agradecí lo que hiciste por mí —comenzó el ángel.

—Hice lo mínimo. Yo fui la que te metió en ese lío.

El joven ignoró aquello y extendió la palma de su mano sobre la cual se materializó una figura de cristal, pero no un cristal cualquiera. La pequeña escultura representaba una pareja de humanos bailando que a Amara les encontró un singular parecido a ellos. El especial cristal centelleaba pequeños arco-iris y arcos de luna, creando la ilusión de que parecía que la figura estaba viva y que bailaban de verdad. Hasta podía sentir las emociones que los dos amantes sentían al estar tan próximos entre sí.

—Es cristal de Miranda, extraído de la propia luna de Urano —le explicó. La chica seguía admirando la miniatura—. Mi familia se dedica a extraerlo y las esculpe. Cuando volvamos, te enseñaré el taller, te va a encantar. ¡Y podrás elegir la que quieras! Las hay de todas las formas y colores.

El cristal de Miranda era bastante apreciado, pues estaban elaboradas por un proceso que sólo la familia de Nathanael conocía. Primero extraían el cristal y lo refinaban y, después, mientras lo esculpían, le insuflaban poder sagrado que dotaba a las figuras de esa vitalidad que parecían poseer.

—Mi familia quería agradecerte lo que hiciste y bueno... Ésta es para ti —concluyó el ángel tendiéndole el regalo, ruborizado hasta las orejas.

La muchacha le miró de una forma que casi le derritió, pero después, su semblante se entristeció.

—Es preciosa, Nathan. Pero no puedo aceptarla.

—No seas tonta, es para ti. No tienes que sentirte mal por aceptar un regalo.

—De verdad que no puedo...

—Hace tiempo que quería dártela, pero no conseguía reunir el valor necesario —le confesó.

Amara examinó la figura más detenidamente. Incluso le pareció escuchar una dulce melodía que provenía del interior. Dudosa, la sostuvo entre sus manos cuidadosamente.

—Nathan, no deberías hacer estas cosas por mí. Yo... soy horrible.

El muchacho sacudió la cabeza. Era increíble lo testaruda y complicada que podía llegar a ser una mujer.

—Deja de sentirte culpable por todo, deja de culparte a ti misma por existir. Lo pasado, pasado está. Significas mucho para mí y me tienes preocupado.

Aquellas tiernas palabras estaban hechas para consolarla, pero lo único que hacían era incrementar sus lágrimas. La culpabilidad la estaba corroyendo, tenía que decírselo.

—El problema es que no me arrepiento de mis actos, no me arrepiento de hablar con ese diablo.

Esa confesión fue para Nathan más fría que el cubo de agua y más difícil de digerir que el cordero de esa mañana.

—¿Sigues encaprichada con él?

Los ojos de la chica se estrecharon, no le había gustado en absoluto eso último. 

—Caín es diferente a los demás. Cuando estoy con él, el mundo a mi alrededor se transforma...

—¿Caín? ¿Ya sabes su nombre? —Nathan  se había enfadado, sus palabras sonaban tirantes.

—Sigo viéndome con él y pienso seguir haciéndolo, así que estás a tiempo de denunciarme.

—¡Te está engañando! —exclamó levantándose enérgicamente—. ¡En cuanto te descuides, se llevará tu alma!

—Prefiero entregársela a él que a Metatrón.

El chico se había quedado descompuesto, completamente abatido. La estaba perdiendo y ni en sus peores pesadillas quería verla rodeada de las llamas del Infierno. Con solo imaginársela junto a ese bastardo, le hervía la sangre. Setenta veces siete no eran suficientes veces para maldecirle.

—Ya sabes lo que soy, así que si no vas a detenerme, olvídate de mí.

—¡Basta ya! —bramó el elemental. Una fuerte aura ígnea le rodeaba y la flora de su alrededor se quemó.

No quería oír más, ya había tenido suficiente. No quería imaginársela haciendo cosas horribles solo para satisfacer a ese demonio. Para él, ella siempre seguiría siendo su Amara, la chica de rubios cabellos tímida e inocente que siempre se andaba preocupando más por los demás que por ella misma. ¿Por qué la vida era tan injusta? 

Amara quería decirle que podía seguir preocupándose por los demás y acostarse con quien quisiera mientras tanto, pero no se atrevió. Nathan era demasiado conservador y tenía muy claro sus ideologías. Tan claro que hasta Amara le envidiaba por lo fácil que debía de ser para él la vida. Todo era blanco o negro, no había cabida para toda una gama mucho más compleja de grises.

Nathan echó a correr, perdiéndose en el bosque. Corrió hasta que tropezó con una piedra invisible y cayó de bruces contra el suelo. Por primera vez, estaba llorando. Sus lágrimas florecían desde las grietas de su destrozado corazón y caían por sus mejillas, dejando un ardiente rastro tras de sí. Las lágrimas le incendiaron el rostro y hubiese querido que le incendiaran todo su ser.

Amarael se quedó contemplando la figurita. La pareja seguía inmersa en su danza, ajenos a todo lo que les rodeaba. Eran afortunados. A ella también le hubiese gustado ser una figura de cristal y danzar toda la eternidad, danzar al lado de Nathanael que habría sido esculpido para encajar perfectamente con ella. Y bailarían y bailarían hasta el final de los tiempos, contemplando el sonriente rostro de su pareja. Pero el mundo no era tan sencillo y ella estaba hecha de dudas en vez de cristal reluciente, y existía un ser llamado Caín dispuesto a sacarla de esa monotonía, de esa danza eterna, y a enseñarle que existían otros tipos de bailes. Sintió la necesidad de dejar que la figura se escurriera entre sus dedos y se rompiese en miles de fragmentos independientes, pero por alguna incomprensible fuerza, no tuvo el valor suficiente y la guardó consigo.

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