Recuerdo cristalino

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Recuerdo esos viajes al hospital con naturalidad: mamá me despertaba temprano, yo agarraba mis juguetes favoritos —y quizás algún libro repleto de dibujos—, desayunábamos y ambas emprendíamos camino, no sin antes recibir un beso y un abrazo de papá, que iba a su trabajo.  
El viaje era largo, tanto que parecía durar días. Tomaba primero un tren que venía rápido sobre las vías, haciendo temblar al suelo y espantando a las palomas del andén, aunque a mí no me asustaba porque veía a Thomas y sus amigos en la tele de mi abuela. Cuando ya estábamos sentadas, mamá me colocaba unas gotas que ardían como el fuego —las temidas “tapita roja”, como las solíamos llamar— y yo contaba los autos rojos que veía por la ventana: 
—Uno, dos, tres, cuarto, ¡catorce!
Mi mamá reía y me corregía con amabilidad: “después del cuatro viene el cinco”. 
A veces también jugábamos al “veo-veo” o me quedaba dormida un rato hasta llegar a Retiro, con sus techos enormes y su movimiento constante. 
El subte me emocionaba: ¡en ese sí que no me dormía! Era mi tren favorito: el tren de la cueva, del túnel gigante que atravesaba mundos. Me gustaba ir hacia el último vagón y ver cómo las luces se perdían en la oscuridad infinita. ¡Era como estar en el espacio, viendo pasar las estrellas! Y yo me sentía como en una de esas naves que aparecían en las películas favoritas de papá. Mamá destapaba las gotitas y yo le preguntaba:
—¿Son las de tapita roja otra vez?
—Sí, ya sé que son feas, pero son para que la doctora pueda ver bien tu ojito —me explicó en varias ocasiones–. ¡Y después de que te vean vamos a la sala de juegos!
Y solo eso bastaba para convencerme del segundo o tercer round de gotas del día. 
Cuando llegábamos al hospital Garrahan —luego de caminar varias cuadras— saltábamos por un camino de flechas coloridas que llevaban a la puerta.
—¡Esta es azul! ¡Esta verde! ¡Mirá, una violeta! ¡Estoy en una amarilla! ¡Esta es roja! —cantaba, pisando cada flecha grabada en el suelo hasta atravesar el portal. Adentro los colores no cesaban: las paredes estaban repletas de dibujos coloridos, ¡y también había puentes de colores que llevaban a otros pisos! 
Caminábamos de la mano hasta llegar a la zona de oftalmología, donde había un gran y angosto pasillo lleno de niños con sus familias. Ahí me hacía amistades efímeras, mamá me ponía más gotas de “tapita roja” —quizás ya por última vez—, jugaba y cantaba, hasta que una doctora abría una puerta y me hacía pasar a un cuarto.
Me mostraban dibujitos y yo tenía que decir qué veía —una casa, una manzana, un pato, otra casa, un corazón—, me llevaban a varias máquinas, me ponían unos anteojos raros y hablaban con mamá cosas que no entendía muy bien; los diseños de la pared llamaban más mi atención, parecían muchísimo más interesantes. 
Esa vez no era diferente la dinámica, salvo por una conversación que fue más o menos así (aunque sé que en la recreación de mi recuerdo puedo estar tomándome algunas licencias):
—Hija —llamó mi mamá, captando mi atención—, la doctora Ale te quiere decir algo.
—Como tu mamá ya te contó, dentro de poquito vas a venir acá y te vamos a poner una lente dentro de los ojos para que veas muuuucho mejor —me explicó ella, sentándose para quedar a mi altura y regalándome un chupetín—. Se llama “lente intraocular”. ¿Me querés hacer alguna pregunta sobre eso?
—¿Son como los que me pone mamá todos los días? —pregunté, recordando los lentes de contacto.
—No, los que te vamos a poner nosotros no se quitan, te duran para siempre —me explicó y supe que era algo bueno porque mi mamá sonreía con lágrimas en los ojos.  
Al salir, como siempre hacíamos, pasamos por la sala de juegos y por un kiosco, donde compramos un pebete “por haber sido valiente” y emprendimos el camino de regreso a casa, pisando flechas de colores y cantando canciones de Piñón Fijo, con un mundo entero para ver. 

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