0.II

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El invierno estaba finalizando, llenando de vida la arteria del valle que era el río con el suave derretirse de la nieve. Habían transcurrido varios meses desde que la pareja comenzó a intentar concebir. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos – los cuales puedo imaginar, pues me pareció descortés quedarme a comprobarlos – la empresa se mantenía infructífera.

"Y, díganme, pues no estoy muy familiarizado con los ciclos de su raza" -  decía Don Claudio Malabar, médico de la villa -. "¿Cuánto días dura su periodo fértil?" "Semana, semana y media lo que más" - contestó la señora Kàmìn -. "Comprendo, muy bien, sí... muy bien" - respondió anotando en su libreta manteniendo un balbuceo muy típico de los hombres de su edad -. "Y, dígame ¿Sobre qué edad suelen volverse estériles las mujeres de su raza?" "No lo tengo muy claro, pero sé que mi madre me tuvo pasados los seiscientos años" "Muy bien, muy bie... ¿Seiscientos ha dicho?" Su temblorosa y huesuda mano soltó la pluma sobre la gastada mesa de roble. "Dígame, ¿Usted qué edad tiene, señora Kàmìn?" "Cuatrocientos veintisiete" "Madre, mandrágora y muerte" - se le escapó a Don Claudio -. "De verás, deben entender, es apabullante mi desconocimiento. Lo lamento, muchísimo. Sin embargo, si lo que me dice de su madre es cierto, sigan intentándolo, imagino que es cuestión de tiempo. El invierno es mal tiempo para concebir, de todas formas. Todo se retrae y aletarga." La pareja se marchaba mientras el entrañable doctor se contraía en la silla para coger la pluma que ya había rodado al suelo.

"El viejo tiene más cojones que el joven. El joven no sirve para esas cosas." - le explicaba Yayo a Kainz, sentado al borde de su banquito. "El joven tiene muchas cosas que cree que tiene y que le son queridas que no quiere perder y el viejo ya está vivido y sabe lo que vale" Kainz lo miraba impasible y ojeroso. "Yo, fíjate, cuando era joven como con tu edad aun hacíamos esos desfiles con las espadas que había que estar preparados por si – claro eso no va a pasar – pero entonces pensábamos que podrían entrar enemigos del otro lado de los montes. Pues fíjate, como yo he sido bajito siempre eso estéticamente pues se ve que se cargaba un poco el equilibrio del desfile, que hacía feo y pues eso que por bajito no me dejaron desfilar. Yo me quedé ahí en el porche, viendo cada vez que pasaban, volcándome unos fresquitos. Y no veas, chaval, seis ¡no! Siete horas que estuvieron desfilando. El que no se cayó de culo se dejó los diente. Además que había llovido y estaba todo de barro. Yo ahí, a la fresca con mi aguardiente." Bea se había subido a un árbol y Jànz le gritaba que se iba a caer y romper algo. "Lo que quiero decir, chaval, es que mejor donde estás sentado tú, a tus cosas, tranquilo, que desfilando con los demás gaznápiros y mezucones." "¡Mami!" - gritó Jànz, olvidándose de su arbórea amiga -. "¡Hombre! ¿Qué tal con Don Claudio? ¿Se os ha arreglado algo?" "Pues la verdad es que no. Que sigamos intentándolo nos ha dicho" "Ah, bueno" - respondió Yayo a carcajada -. "Pues que todo sea eso. Yo y la dueña hace ya, pff, ni me acuerdo la última vez que nos pusimos truferos en la cama" "¡Yayo, por favor!" - risoteó ruborizada la señora Kàmìn -. "Bueno, seguro que es cosa del frío" "Eso nos ha dicho. En fin. Muchas gracias, Yayo, por cuidar de los niños." "Para eso estamos, hermosa. Anda, marcho que ya me estoy quedando arrecido. Buena tarde, pareja." "Buena tarde, Yayo" - respondieron a una voz -. "Bájate de ahí, Bea. A ver si te crees que eres una barnacla. Anda. Tira ya para casa" Bea saltó al suelo con una gracilidad envidiable, graznando divertida a la cara de jamón de su padre.


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