0.III

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Las flores del solsticio colmaban de aroma la brisa en su arbitrario acariciar. En ella bailaban, espectrales, las polillas bajo la atenta mirada de Kainz mientras las jóvenes de la villa, tan llenas de verano, eran incapaces de pegar ojo. Jànz ya era una de ellas y esos juegos y enredos con Bea en el río condujeron a besos como arena mojada. Le hablaba sobre su plan de marcharse en cuanto alcanzase la mayoría de edad y le instaba a venirse con ella. Bea sonreía y se acurrucaba en su pecho. Para ella esas cosas carecían de importancia y, al igual que los padres de Jànz, confiaba en que esas ideas terminaran por disiparse con los trabajos y los días.

Mientras tanto, una sombra de inquietud caía bajo el ceño de la población más madura de la villa. Hacía más de una década que no nacía una vida y el futuro, por primera vez en su memoria colectiva, se había vuelto incierto. Por su parte, el anciano Don Claudio se había vuelto todo un experto en las ciencias reproductoras. Sin embargo, a pesar de sus exhaustivos estudios y experimentos, había sido incapaz de arreglar el problema. Sumado a esto, el hecho de conocer tan minuciosamente los bajos de casi dos tercios de sus vecinos había vuelto su existencia cuanto menos incomoda. Los padres de adolescentes, lejos de predicar el autocontrol y la abstinencia, empujaban a sus hijos y sus parejas hacia los dormitorios y fumando en los recibidores esperaban que, por gracia de algún milagro, este tedioso quebradero llegar a término.

Era una tarde demasiado calurosa como para estar en la calle. Hacía tiempo que a Kainz se le habían retirado las cadenas, pues la memoria del pueblo era de fácil endulzar. Sin embargo, éste, tal vez por fuerza de habito tal vez por otras razones ocultas, jamás abandonó su puesto en el banquito de madera. Ya ni siquiera entraba en casa para dormir, ni siquiera se recostaba en el suelo al llegar la noche como hacía cuando más joven. Era como si sus pies hubiese echado raíces en la tierra y ésta le tuviera en constante coloquio, mostrándole realidades extrañas y abstractas, vetadas al entender humano. Rara vez comía y sus padres no recordaban la última vez que había bebido agua. En más de una ocasión, el viejo y venerable Don Claudio, sabio y conocedor de la genitalia vecinal, había venido a examinarle. Sin embargo, más allá de lo que pudo describir como "anhedónica quietud", no encontró ningún problema en el joven Kainz.

"Y bueno, al fin la cabra cazó a la loba" - le contaba animado el bueno de Yayo mientras con la camisa se secaba el sudor -. "...pero cuatro o cinco cestas de calvotes cada una. Que no eran cinco o siete pero treinta señoras las que venían. Seco habían dejado todo. Este año hay uvas. Cuidado te digo con el vino que salga. ¡Buf! Eso va a ser bueno, ya te digo, joven... Y ya te lo digo yo, aquí de todos los pinos que hay te vas por la mañana y con la fresca sacas la resina y le haces a tu hermana y a tu madre unas joyitas. Si quieres yo te puedo enseñar. Cuando quieras vamos juntos."

Es posible que todas las buenas intenciones de Yayo para con Kainz cayeran en saco roto. Él sabía que tal vez no hubiese nada ya escuchando lo que del mundo tangible viniese. Sin embargo, se le encogía el pecho de ver al pobre tan solo y descuidado. Sus padres hacía tiempo que ni se molestaban en mirarle. A veces incluso olvidaban llevarle de comer. Su hermana, por otra parte, andaba presa de los caprichos de la adolescencia y rara vez reparaba en él. Yayo era la única persona de la villa que sentía de veras por el joven y, cada tarde, al terminar la jornada, le brindaba un par de horas de compañía. A veces le contaba historias de su juventud, otras se limitaba a sentarse junto a él y otear el horizonte. En ocasiones se perdía en la frustración y trataba de sacarle alguna reacción al joven, pero pronto se descubría en sus malas formas y grave se disculpaba.

"No sé qué va a ser de nosotros" - le dijo apesadumbrado una tarde -. "Generaciones hemos vivido creyendo que nuestros dioses y costumbres nos sobrevivirían, eternos e intangibles. Esto parece que llega a su fin. Como un campo que se vuelve yermo todo tiene sus ciclos." Si Kainz hubiese podido apartar la vista de los escarabajos en los árboles se habría percatado de las lágrimas en el rostro de Yayo. Ese rostro, rojizo y lozano, de ojos con un brillo eternamente juvenil, se había vuelto caduco y gris. "La gente no termina de aceptarlo. Cada día le llueven con sus consultas al pobre Don Claudio que ya no sabe dónde meterse. Verás, Kainz, Carmela y yo estamos pensando en dejar la villa. Aun no se lo hemos contado a Bea pero no sabemos que más hacer ya... la alternativa es quedarse aquí a vernos marchitar. Hablaré con tus padres a la que vuelvan del huerto." Era imposible saber que había detrás de esos enormes ojos amarillos. Su eterna quietud había atrofiado los músculos de su afilado rostro, dejando sus facciones desleídas en un bruñido lienzo gris. Tan solo sus ojos parecían contener algo de vida. "En fin, ya hablaremos cuando esté todo más atado... ¿Te he llegado a contar la historia del jabalí, la matrona y el borracho?"

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