VI

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Escúchame, amigo y sigue mis palabras. Deja que la pena sea una hoja en el otoño. Desatiende toda banalidad altisonante y no te pierdas de cada instante en lugares que no han sido ni serán. Siente con raíces en la espalda y el vasto mar en la mente. ¿Ves a ese hombre meando? Si, ese, el que es como un jabalí a dos patas. Su cuerpo está aquí, como puedes ver, pero su mente hace mucho que desapareció. Jamás se percataría de nada que no sea su sufrir. Jamás oiría la voz de una criatura tan insignificante como yo. Pero yo sí que le oigo, le oigo cada noche aullarle a un pasado cada vez más torcido y difuso. Esa es la ilusión que lo envenena. Habrá llegado al final antes de siquiera reparar en el camino que recorre. Yo que soy efímera y bien anclada en mi lugar, tan solo puedo sentir y escuchar. Siempre consciente. Siempre aquí. Participando de una sabiduría que trasciende mi limitada existencia. Esa es la virtud de las flores. Tú harías bien de aprender de nosotras. Me gustas. Tengo un amigo que te podría ayudar. O tal vez tú a él. Últimamente se anda extraviando. No creas que no te entiendo. Yo también andaría triste si tuviera un pasado. Vuestro camino es mucho más largo y a menudo olvidáis el lastre que os cuelga. Mira tus manos. Son muy bonitas. Con dedos largos y estilizados. No me importaría que me arrancases con esas manos. Si te hace feliz puedes llevarme contigo. De veras, no me importa. Sé que soy bonita. Hazlo si te puedo dar consuelo. Te veo en los ojos que estarás bien. ¿Sabes? Tú también eres muy linda.

                                     La urgencia de matar a alguien se ha vuelto insoportablemente dolorosa

  Estoy seguro de que antes era diferente. Otra persona. Alguien con  voluntad y entereza. Este     lugar me ha roto. Me ha torcido y apretado hasta dejarme hueco; reducido a una tibia    inexistencia.

                       ¡Pedro! ¡Mi niño mi Pedro! ¡Ven con tu padre mi Pedro! ¡PEDRO!

                                                                                                                                                                      ...y por vergüenza torera se me desgañitó. El cielo se me caía en la cola del bus. Nadie sabía que era un fracaso. Si lo hubiera sabido. Nadie lo sabía.

  Tengo un sueño recurrente. Me encuentro flotando en las aguas del pacífico. Nunca he estado pero se me antoja un lugar extraño. Hay criaturas monstruosas nadando por debajo y tengo miedo y repto a la seguridad de una balsa de hielo. No sé si hay hielo así en el pacífico.

Dormir era, quizás, lo más complicado. Brezo hacía tiempo que había renunciado a ello durante la noche. Al salir el sol buscaba un lugar fresco y oscuro en las cuevas galindas y ahí reposaba hasta que el cuerpo le pidiera. Capucha Gris lo conocía de antes. Era alguien bastante risueño, con los ojos como dos navajazos en un cartón y una sonrisa inalterable. De eso hace ya una vida. Su rostro se había vuelto severo e inmutable y rara vez articulaba palabra. Es curioso lo que este lugar les hace a las personalidades humanas. Como una realidad aterradora deconstruida de forma inepta. Uno queda para siempre torcido y deshecho.

Antes de entrar a la gruta, Brezo reavivó el fuego casi extinto entre los ronquidos de Pavel y Capucha Gris. Es posible que no le recordara, pero algo en él le trasportaba a un lugar más cálido al que estaba acostumbrado. Eso era fácil de leer en ese rostro de piedra. En ocasiones florecen los esquejes de un árbol muerto. Machango se quedó a dormir al calor de la lumbre con su dueño putativo.

Cuando despertaron la niebla ya se había levantado, impregnándolo todo de ese pesado olor a humedad que caracterizaba las cuevas. Sobre sus cabezas, a través de la ambarina espesura, las alas majestuosas de un enorme ave del que ninguno se percató. Capucha Gris acariciaba a un inerme Machango panza arriba y Pavel se calentaba una infusión de raíz ortiguera. La desenfadada quietud de la mañana se vio segada por una presencia. Nebulosa entre la bruma, se discernía la larga y gibosa figura de un Jincho. Sus enormes y raquíticas manos se reunían a la altura del pecho sosteniendo algo. No se movía. Miraba fijo en dirección del campamento. Machango comenzó a ladrar. "Si corremos estamos muertos"-  dijo Pavel, apagando el fuego con la infusión -. Gris se agachó con cuidado a recoger su cuchillo. "Llévate al perro. Me iré acercando a él despacio para que no desvíe la vista. Venga, fuera." Comenzó a caminar hacia la criatura, pausado y decidido. Sus anchas espaldas se movían pesadamente a cada respiración, a cada arrestado paso hacia una muerte innegable. El Jincho se mantenía terriblemente lúgubre en inacción. Si sus tendones hubieran sido cables, le habrían cortado la carne de pura tensión. El cuchillo temblaba en su mano. De hecho, todo su cuerpo se sacudía con una energía eléctrica. Los ojos le brillaban y una leve sonrisa – tal vez producto del nervio – se había dibujado en su rostro. Solo fue un instante. Oyó el crujido del suelo bajo los pies de la criatura. En menos de un segundo ésta se encontraba en frente suya. No tuvo tiempo de blandir el cuchillo. Cayó al suelo bruscamente. Cuando miró a su alrededor, se encontraba solo. Una extraña fatiga se apoderó de él y decidió cerrar los ojos por un momento.

Se despertó sumido en la más profunda oscuridad. El aire era pesado y frío y el cuerpo le dolía como jamás en su vida. Su ropa estaba empapada y tiritaba sin control. Tenía vagos recuerdos de conversaciones ininteligibles llevadas por un millar de manos. Tal vez la fiebre. Definitivamente estaba febril. Trató de incorporarse pero el dolor fue tan agudo que volvió a su posición. En otro tiempo, tal vez hubiera recordado a su madre y mascullado una suerte de rezo resignado. Ahora mismo nada ocupaba su mente. Tan solo el frío y la oscuridad que lo invadía todo.

El suelo era duro y rocoso. Nada vivo podía crecer. Le era imposible saber dónde se encontraba, pero debía ser alguna cámara subterránea de las cuevas. El pecho le palpitaba y se sentía tirante. No sabía cuánto tiempo llevaba ahí tumbado. No tenía hambre ni sed, pero algo le decía que no podía ser así. De vez en cuando distinguía luces y movimiento, pero sus ojos estaban cerrados y no podía abrirlos por mucho que lo intentara. Tal vez se trataba de un sueño. Tampoco tenía claro cuando dormía. Esos dos mundos se vuelven desleídos en la penumbra. El frío era insoportable. Su ropa se había secado de alguna forma que no comprendía – tampoco le dedicó mucho pensamiento – pero el frío... húmedo y punzante, le reptaba por cada rincón del cuerpo, desde la piel hasta los tuétanos. En algún que otro momento se sorprendía llorando. Nada consciente, se podría decir. Casi como un reflejo animal. Ya había desistido sus intentos de levantarse. Eran en vano. Su cuerpo no respondía. Su mente ya se había resignado a morir. Sin embargo, algo, un sentir, un instinto, le mantenía en una suerte de sosiego. No era esperanza. Simplemente no era capaz de creer que iba a morir. Algo le impedía aceptar aquello que, a todas luces, era inevitable. De pronto, un destello robó toda oscuridad y una agradable calidez inundó su cuerpo. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a su nueva realidad. Había un fuego ardiendo a su vera. Confirmó lo que, de alguna forma, intuía. No iba a morir.

"A ver si hoy comes algo" - dijo una voz detrás de las llamas -. Se sobresaltó y el respingo hizo que le doliera el cuerpo. Era una criatura diminuta, de rostro felino y cubierta completamente de un pelaje blanco, salvo por algunas partes de la cara, mostrando una piel gris carbón. Se acercó y comenzó a manipular su pecho. "Vamos a ver cómo está esto." Comenzó a desvendarle. Sus manos eran pequeñas, con dedos largos y ágiles. Tampoco tenía pelo ahí. "Que feo que está. Parece de un Jincho. A ver, dime ¿En qué andabas pensando? Los del otro lado sois tontísimos." Gris no dijo nada. "Al menos ya estás despierto. Vaya días has pasado. Hablas en sueños ¿sabes? Tendrás contenta a tu pareja." Gris sintió algo extraño en el fondo de su cabeza. "Estamos en las cuevas" - llegó a articular al fin -. "Pues claro que estamos en las cuevas. Mira que si el bicho te llega a tocar la cabeza. Madre, mandrágora y muerte. A ver quién te aguanta." "Me llamó Mingo, por cierto. ¿y tú, bella durmiente?" A Gris se le endureció la mirada. "No es algo que a ti te importe." "Comprendo. Es común en los bichos como tú. Perdéis la cabeza. Debe ser cosa fea no recordarse. Lo lamento." Algo en su mirada hacía ver que de verdad lo sentía. "¿Cómo te llama quien te nombra?" "Gris" respondió tras una pausa dubitativa. "Gris entonces... Ahora en un rato vendrán mis panas, Gero y Mero traerán algo de carne, supongo. Te vendrá bien comer. Además, Dera sabe mucho más que yo sobre heridas. Te aliviará un poco." De pronto, Gris sintió una pequeña corriente y la oscuridad volvió a llenarlo todo. "¡Mingo!" - comenzó a gritar, pero no recibió respuesta -. Volvió a sentir el frío y maldijo los juegos de su mente enferma. Debía de haber sido un sueño. Aun podía sentir algo de calor en su costado, pero debía de ser un reflejo fantasma. Ahí no había nadie y nunca lo hubo. Cerró los ojos tratando de volver a la calidez de su sueño.

Soñó que caminaba por un desierto. No tenía el recuerdo de haber visto uno jamás pero de alguna forma le era conocido a su mente. Era de noche y tenía la boca pastosa y las grietas de los labios surcadas por sangre seca. Pensaba constantemente en el agua mas no tenía sed. ¿Podía ser posible aquello? A lo lejos vio a una criatura jorobada cargando a una mujer pero no pareció importarle. En la oscuridad reinaba el silencio y eso le ponía nervioso. Paso tras paso parecía avanzar, mecánico y tonto. Paso tras paso pensaba en el agua sin anhelarla. El viento arrastró una voz cruel y por un instante sintió reposo. Pensó que alguien debía tratar de encontrar a Pedro y, estando solo, solo podía ser él. Comenzó a llamarle, primero en silencio, luego a grito. La bestia jorobada volvió a pasar, esta vez en soledad. La miró sin ser capaz de advertir el cambio. Sin transición se hizo de día. La arena se extendía imposible más allá de lo que su mente pudiera imaginar. Blanca y vasta nada. El reflejo de una sortija, la sombra de un gesto que conocía irrumpió en su visión. Cuando abrió los ojos volvía a estar tumbado en la humedad frigidez de la cueva. En su insatisfacción cortó por un momento su respiración y en el total silencio percibió un murmullo que se acercaba.

"...Si, si, un Jincho. Te digo que está como una caja de grillos"

Era la voz de la criatura peluda de antes. Tal vez no fuera un sueño. De pronto se volvió a hacer la luz. La repentina aparición de la fogata le hizo sobresaltarse y el agudo pinchazo que siguió la agitación lo sacó de su modorra. "Ya hemos vuelto, Lis ¿Qué tal ese pecho suicida tuyo?" Gris se giró y noto varias figuras rodeando la hoguera. "Cuando está soñando es que te partes. No parece pero tiene un verbo muy florido. Vaya cosas que suelta." "Pues aquí no es que diga mucho" - replicó uno con espesos bigotes que le llegaban al pecho -. "Claro. Despierto es la carcasa. Pero bueno, ya sabes con estos." "Es una enfermedad perniciosa de la mente..." - dijo uno que le pareció insultantemente viejo -. "Sea como sea la cura no está entre estas rocas." "¿Hablas de Boletaire?" - dijo el de los bigotes -. "No, hijo, no. Ese ya es otra cuestión más compleja." "Ah" - dijo uno que andaba pelando un pescado -. Otro se le había subido encima y, tras quitarle con sorprendente agilidad las vendas, le esparcía un ungüento por la profunda llaga del pecho. "En cuanto purgue habría que coser." - dijo el del ungüento -. "Pues ya sabes. Cuando tu sepas." - le dijo Mingo distraído -. "¿Cómo van esos rybanes, Mero?" "Que me comas la cloaca, bigotúo." La criatura Mero comenzó a arder espontáneamente y todos los demás rieron con ganas. El fuego se apagó tal como surgió, mostrando un cuerpo gris sin pelo. Esta imagen dio lugar a un mayor alborozo y todos se sacudían y hacían volteretas y chuscos gestos. Mero reanudó resignado su trabajo con el pescado en un feo rezongar.

"Ya verás cuando Dera te cosa, Lis. No hay trabajo más fino que el suyo." - exclamó uno tuerto metiendo los hocicos bajo las vendas -. Todos comenzaron a reír, provocando un resoplido molesto en la criatura Dera. "Ya me vendréis cuando un Kinzo os abra la cabeza, ya. Ahí me vais a comer el escroto, necios de la mierda." "Anda, anda, parchecitos, que no es de molestarse. Es querellante este Dera ¿sabes, Lis?" "Es Gris" contestó finalmente. "Gris, Lis, Pis... esa memoria tuya como te la juega. ¿Verdad que nos ha dicho que se llama Pis? Si es que como están las cabezas" Todos rieron y comenzaron a corear Pis. "¡Gris! ¡Me llamo Gris! ¡Ese es mi nombre! ¡Gris!" "Que va" dijo uno con sorna, reavivando la risa de todos. "No te muevas, Pis, que se te va a reventar el pecho." - dijo Mingo desde el interior de la hoguera -. "Anda, Mero, pásame los rybanes que lleves." "¿Tenemos licor ese del pelón borracho?" "Algo queda. Se fue con un perro y aún no ha vuelto. Ahora bajo a sisarle otro barrilete" "Muy bien, hay que atemperarse. Tenemos que tratar eso ¿no?" "Madre, Mandrágora y Muerte... no delante del extraño." "Si que sabrá. Ahora nos lo quitamos." La última criatura en hablar se le subió sobre el pecho y, frotándose suave las manos, liberó un humo que enturbió la mente de Gris. "Ale. Dormidito. Vamos a ello."



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