0.VI

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Desperté mecida por la más extraña melodía. Los silbidos del viento entre la hierba; el aleteo de una polilla ante el crepitar de un fuego; el susurro de una falda moviéndose. Me estiré, incorporándome suavemente. Para mi sorpresa, la fría dureza de la cueva se había tornado suave y cálido lecho. Tuve que ahogar un grito en cuanto abrí los ojos. Jamás había visto un lugar así. Una inmensidad verde y pajiza que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ningún árbol o montaña cortaba la vastedad del horizonte. El sol brillaba con fuerza y los insectos repiqueteaban ligeros en su deleite. Olvidé que Bea debería haber amanecido a mi lado. Me levanté resuelta y curiosa, girando sobre mi misma tratando de otear algo en la imposible vastedad de mi entorno. Comencé a dar más y más vueltas, acelerándome en una frenética euforia para finalmente dejarme caer en el mullido lecho que la pradera creaba. Suspiré profundamente y me deshice sin querer en una divertida carcajada. A pesar de la intensa claridad del día, no era desagradable mirar el cielo y me quedé un rato absorta. La luna también podía verse y parecía bailar con su adverso en un lento y fluido tentar. Me di la vuelta y mis ojos se toparon con una pequeña mariquita sobre una amapola de manchas negras. Parecía tan fascinada como yo en su fantástico parentesco. Crepitaba nerviosa de un pétalo a otro. De vez en cuando agitaba las alas y giraba sobre si misma como había hecho yo hacía un momento. De pronto la brisa trajo con sí el suave eco de una voz que, aún en su extrañeza, me era familiar. Me levanté de un salto y, sacudiéndome la falda, fui buscando el origen de aquel leve sonido. El sol había bajado a una velocidad incomprensible y, envuelta en su luz, vislumbré una larga y ajada figura. Fui corriendo hacia ella pero cuanto más me acercaba mayor parecía la distancia que nos separaba. El cielo se rompió en un instante y de sus fragmentos nació la noche más oscura que había vivido. Ni en las más recónditas grutas de las cuevas galindas había conocido semejante oscuridad. Me paré en seco tratando de atisbar alguna forma a mi alrededor. "¿No es esto fantástico, hermanita?" - susurró sibilante aquella voz que había perseguido, con una nitidez tal que supe que su dueño no se encontraba a más de un palmo de mí -. Me giré hacia su origen y, casi emulando la celeridad de mi movimiento, la espesa negrura fue rota por una luna grande y clara. Era Kainz. Estaba frente a mí, de pie, con una sonrisa tan leve que casi parecía dibujada en su tensa palidez. Su figura, consumida terriblemente en una trágica languidez, me llenó de un terror que no pude sacudirme. "¿No lo escuchas?" - me repitió con esa voz lúgubre y sosegada -. Esa voz que jamás en mi vida había oído y que jamás habría imaginado así. Su sonrisa se acentuó y se agachó ante mí. "Ven. Quítate los zapatos. Quiero que lo sientas." Me dejé descalzar sin oponer resistencia. Mi corazón había dejado de latir. "Déjate mover. Siente el murmullo inquieto y vivo que tienes a tus pies. Escucha lo que tiene que decirte." La tierra pareció temblar y me sobresalté de tal manera que casi perdí el equilibrio. Kainz me sonrió y tendió gentil su mano. Había amor en sus ojos. "Kainz..." - dije por fin -. "...puedes hablar." Nada más supe decirle. "No." Fue su respuesta, grave y sombría. Posó con cuidado su mano sobre mi mejilla y me acarició con el pulgar. "Me es difícil alcanzarte desde las cuevas." -me dijo devolviendo a su tono la dulzura anterior -. "Ven a verme en cuanto despiertes y te lo mostraré todo. Te quiero, Jànz." Apenas pronunció esas palabras todo comenzó a dar vueltas y sacudirse. El aire crujía como sal en el fuego y el mundo parecía plegarse sobre sí mismo conduciéndome a un abismo albo y desierto. Desperté entre gritos y sollozos, tiritando contra la gélida roca. El fuego se había apagado y repté ciega entre llantos buscando el abrazo de Bea. Nadie había ahí conmigo.

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