19 - "Pesadilla"

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El corazón me latía fuerte. Intrépidamente.

Virkin me había permitido el acceso a ese cuarto grande, enorme, situado tras la barra de tragos.

La puerta de acceso era más que discreta; de no ser por una pequeña traba a la altura de la mano, sobre la margen derecha, bien podía ser parte de la decoración del bar.

Aquella sala estaba dos escalones por debajo del nivel del que veníamos; sobre las paredes de ladrillo visto, un santuario dedicado a los Atlanta Thrashers se desplegaba ante mi vista.

Fotografías de Zuloa y Virkin con jugadores luciendo las sudaderas oficiales, trofeos en pequeñas vitrinas y jerseys enmarcados en cuadros de diferentes grosores, hacían de aquel sitio un lugar digno de cualquier fanático.

—Waw, veo que te gusta el hockey.

—¿Eres aficionada a los deportes?

—No mucho. Mi padre prefirió inculcarme el amor a la mecánica ─largué con naturalidad observándolo todo dificultosamente, ya que unas dos lamparillas de color amarillento perjudicaban la visual.

— Bebes algo?

—Un Martini.

—¿Otro más?

—Del tuyo he bebido poco ─sonreí fingiendo placer. Pero tenía el estómago revuelto.

—Pensé que estarías con tu amigo ─acepté su copa.

—¿Mi amigo? Tengo muchos ─miró sobre sus hombros bebiendo un escocés.

—¡Vamos! ¿Me negarás que sabes a quién me refiero?

—Dímelo tú.

—El moreno alto con cicatrices en el rostro. Ese que me sedujo el jueves pasado aquí mismo.

—Todos seducen a todos aquí dentro ─¡Ni que lo digas!

—Mmm si tú lo dices.

—Eres muy bella para estar en un lugar así ─avanzó, quedando a escasos pasos de mi. Olí su aliento a alcohol.

—¿Y?

—Que este no es un lugar para chicas como tú ─¡bingo!

—¿Y dónde se supone que tendrían que estar las chicas como yo?

—Mmm no sé...en algún sitio menos peligroso.

—¿Un bar nocturno es peligroso? ─gané tiempo.

—No, claro que no. Me refiero a que la noche a veces es peligrosa.

—¿Eso crees?¿Por qué?

—Porque la oscuridad fomenta la violencia. Porque tras la oscuridad podemos esconder nuestro lado más siniestro, más...perverso ─me acarició un mechón de cabello, bebí un poco aquietando mis latidos.

—¿Por qué me hablas de oscuridad? Tú pareces un tipejo bien plantado, sensible...honesto. Eres fiel a tus amistades...─batí mis pestañas, disimulando nervios.

—No me conoces en absoluto. No tienes idea quién soy.

"Te equivocas, eres el asesino de mi hermana, quien probablemente, haya matado a mi madre. Tú me has matado en vida, ¡imbécil!"

—Pues... ¿Quién te dice que no me gustaría saberlo? ─el asco subió a mi garganta. Odiaba estar haciendo aquello, pero era el último paso. Tanto esfuerzo, tanto plan...todo debía funcionar.

—Conozco a las de tu clase. Pretenden exprimir billeteras.

—¡Oh vaya que me ofendes, bonito!

—Entonces, deja ya de rodeos y dime qué carajos haces aquí me sujetó del codo, asiéndome con firmeza pero sin hacerme daño.

—Me han dicho que vendes de la buena ─disparé, como si tuviese el Winchester de mi padre.

—¿Quién te lo dijo? ─surtiendo inesperado efecto, me soltó.

—Zuloa. Me dio una tarjeta con tu contacto.

—¿Cuándo?

—Cuando coqueteó conmigo.

Virkin caminó por delante de la preciosa mesa de madera con patas contorneadas al estilo Luis XV, donde se encontraba una bandeja de plata, más bella aún, con varias botellas y vasos de todos los tamaños.

—Me extraña que lo diga. Yo no vendo drogas ─dijo dándome la espalda, sirviéndose nuevamente.

—Entonces te está dejando muy mal parado, amigo ─lo provoqué. Arriesgué más de la cuenta con ello.

—¿A qué te refieres?

—A que entonces anda inventando cosas por detrás de ti ─giró de golpe, le había dado donde más le dolía. La teoría de Mitchell cobraba sentido. Muy en lo profundo, a Virkin le disgustaba ser la sombra de Zuloa.

—África no lo haría ─negó comprimiendo su mandíbula.

—¿Tan seguro estás?¿Tan fiel le eres?

Tan cerca y tan lejos, mi corazón agitado palpitaba esperando un dato, algo que lo hiciera caer.

—¿No te das cuenta de lo que pasa?¡Él siempre te ha tenido como ladero!¡No has sido más que un segundón de poca monta para él! ─di unos pasos hacia adelante. El ruso giraba el vaso, sumergiendo sus ojos azules y fríos en el líquido color ámbar.

—No es cierto. Gracias a él no estoy en la calle.

—¿Gracias a él? ¡Esto es gracias a ti! ¡Tú has hecho cada cosa que pidió!¡Tu jamás has dejado de ser su lacayo y fiel servidor! ¿Y cómo te paga?¡Sembrando mentiras a tu alrededor! ─baja ya las revoluciones Maya, ¡estás desencajada!

Sus dedos cercaron el vaso de whisky con fuerza; súbitamente, lo estrelló contra una pared, haciéndolo añicos.

Las cosas parecían tomar un rumbo más complicado de lo aparente.

—Abre tu negocio. Tienes potencial, tienes contactos. Zuloa está metido en demasiadas mierdas. ¡Tú estás limpio! ─insistí, evitando que huyera del tema.

—No...no sé ─meneó su cabeza y frotó sus sienes.

—El otro día, mientras esperaba con las chicas fuera para conseguir el empleo como bailarina, nos ofuscamos porque nos trataron mal. Salió ese moreno grande y feo a decirnos que nos vayamos de aquí ─cambiando de táctica, me acerqué. En una proximidad desagradable, bordeé con mi dedo el cuello de su camisa y clavé mis ojos en él ─.Tú tienes otro aspecto. Pareces más...gentil.

—Yo no debería estar aquí escuchándote ─se apartó en dirección a la mesa.

—¿Por qué no?

—Porque me recuerdas demasiado a alguien. Y eso es perturbador.

"Por supuesto que te recuerdo a alguien. ¡A la hermosa muchacha a la que le has arrancado la vida de modo animal!"

—¿A quién te recuerdo? ─sabía que no me respondería, aun así, tenté a la suerte.

—No te importa.

—Está bien...entiendo galán ─dije dando media vuelta, yendo a la puerta de salida, cerrada con una llave grande con una borla roja ridícula y poco disimulada ─.Pues creo que ya no tengo nada más por decir...─mirando sobre mis hombros, pretendía seducirlo para que me detuviese y continuar la conversación o lo que mierda teníamos a esas alturas.

Meneando mis caderas lentamente, con el ardor de la hiel comiendo mi esófago, llegué hasta el escalón próximo a la salida, cuando, finalmente, su voz dura me detuvo.

—¿Adónde crees que vas?

—Me voy de aquí. No tienes nada que ofrecerme ─juguetona, desplegué mi mirada felina.

Odiaba esto. Odiaba fingir ser algo que no era. Odiaba ser un señuelo. Odiaba que Mitchell no estuviera a mi lado, abrazando y conteniéndome.

—¿Ah no?¿Sólo me querías por la droga?¿Estás muy segura que no tengo nada que te anime a quedarte?

Desajustando la hebilla de su cinto, bajó la cremallera de sus pantalones de etiqueta. Tragué maldiciendo el momento en que me ofrecí a vestirme de justiciera.

Virkin me mostraba su miembro, palpitante, sonrosado.

—Oh...es muy interesante lo que me muestras ─regurgité ante ese primer plano ─, pero por más bolas que tengas, te faltan agallas. Y eso, no se consigue ni con prótesis ─herir el orgullo masculino era una estrategia muy profesada por mi padre: "Si quieres hacer sentir a un hombre inferior, pues háblale del tamaño de sus bolas".

Sí, sí...mi padre era todo un filósofo griego.

—¿Dices que me faltan agallas?

—Eres sólo un peón. Y a mí no me van los perdedores.

—¿Y qué si te demuestro tener más cojones de los que piensas?¿Qué obtendría a cambio? ─con los pantalones pendulando sobre sus caderas y su pene fuera, se acercó hacia mí.

—No me manejo con supuestos, bonito ─ataqué sin bajar la vista.

Al menor dedo que me pusiera encima, gritaría hasta que todos los del FBI pidieran la baja por sordera. Por fortuna, manteniendo la poca distancia, sólo se acomodaría sus partes, subiéndose la bragueta. Mi corazón no cabía en mi pecho de tanto bombear.

Del bolsillo de su chaqueta de confección parisina, saco su móvil para decir:

—Делать. прямо сейчас. 

¿Habló en ruso? Obviamente... 

Colgó y sostuvo su mirada fija en mí. Unidos por un incómodo hilo, espere su reacción. 

—Ya está hecho.

—¿Qué cosa?

—Mi demostración de agallas. Ahora quiero mi premio.

—No tengo idea qué has hecho porque hablaste en ruso. 

—Pues ordené que lo hicieran ya mismo—nuevamente en camino, avanzó hasta mí. Era un poco más alto que Mitchell, probablemente lo superaba por unos quince centímetros.

—¿Hacer qué? ─sonreí nerviosa. Mi mayor ventaja era el tiempo.

—Mandar a matar a la mujer de Zuloa. 

¿Qué?¿A Mariah? 

Estupefacta, empalidecí de golpe. Mi boca quedó abierta, sin reacción. 

—¿De qué...hablas? ─balbuceé como una tonta ─.¿De qué mujer hablas? ─no pude disimular mi nerviosismo. 

¿Para qué asesinar a Mariah? Pensé inmediatamente en sus hijos; esos niños estarían a merced de un sicario. Llevé las manos a mi boca. 

—¿Por qué te horrorizas? Tú misma me has pedido que muestre mis pelotas. Y no lo hice sólo literalmente ─enarcó una ceja. Sus ojos azules eran el mismísimo Ártico.

—¡No te he pedido que mates a nadie! ─presa de un ataque de histeria, comencé a estrellar mis puños cerrados en su pecho duro.

 Probablemente, bajo su fina camisa tendría algo más que piel y huesos: un chaleco antibalas, era una opción que barajé en mi mente.

—La mujer de Zuloa es su talón de Aquiles.

—¿Y?

—Él sabrá quién manda a partir de entonces. 

Indefensa, con mis ojos cayendo en el piso y las piernas enflaquecidas, sentí que el momento del atraco estaba cerca. Virkin me sujetó por los codos; con fuerza, me arrastró contra mis intentos de escape. 

Con una mano, me sujetó de la cintura. Cualquier maniobra de mi parte, era una cosquilla para él. Grité, pataleé, pero nadie me escuchaba.

 Con la esperanza de que la transmisión del micrófono fuese suficiente, me entregué a lo que sucedería allí dentro. Moscú, con la mano libre, despejó de botellas la mesa de madera lustrada, estrellándose en el piso, dejando una estela de líquido y vidrios. 

Colocándome de malos modos contra la fría superficie, sujetándome las piernas entre las suyas, luchó para anudar mis muñecas con su cinturón de cuero. Atrapándolas, ciñéndolas en el tirador de un cajón oculto por detrás, yo quedaba a su merced.

 Llorando, con poca fuerza gimoteaba sin poder liberarme de su presión. Lo peor estaba por venir. Y yo era consciente de ello. Bajándose nuevamente la bragueta, exponiéndose ante mí, jaló de mi pequeño pantalón, violentando los botones que lo mantenían cerrados. 

—Mmm...que bella ropa interior llevas. Roja, tal como llaman a la Plaza de Moscú ─mi garganta atrapaba una súplica, un "por favor, no lo hagas" que se disolvía en sus jadeos indignos. Virkin pasó su lengua en mi cuello retorcido y el desagrado me abordó—. Ya te mostraré quién es el que tiene las pelotas bien puestas aquí ─rasgando mi tanga me desposeyó de ella, humedeciéndome con su paso.

—¡Basta!¡Déjame! ─grité casi afónica. Envuelta en una eternidad, en un aturdimiento extremo, su rostro era borroso. Mis párpados se presionaban con fuerza. Deseaba no ver, no escuchar. No vivir. Fue para entonces cuando un estruendo seco, virulento, quebró aquel instante de confusión. 

—¡Virkin, detente ya o te volamos los sesos! ─unas voces arrebataron el silencio. El ruso depuso su accionar. Con lentitud llevó las manos a la nuca—. ¡Hijo de puta! ─reconocí la voz de Mitchell surcando el espeso oxígeno. Con furia, impactó de lleno en la nariz de mi atacante. 

Dos tipos apartaron a Moscú de mi vista en tanto que mi centinela, cubrió rápidamente mi pubis desnudo con su chaqueta. Girando hacia la parte trasera del escritorio, desajustó el cinto y regresando a mí, me atrapó entre sus brazos fuertes, cálidos. Angustia, alegría, dolor, remordimientos, mis ojos no dejaban de llorar. Aferrándome a él, apoyé mi cabeza en su hombro. 

—Mi amor...mi amor...ya estoy aquí ─acarició mi cabello con sus manos mientras el espectáculo se iba disolviendo frente a mi vista ─.¿Qué te ha hecho? ─acunó mi rostro, yo sostuve sus manos en mis mejillas. Devastada, no me era posible articular letra —. Aquí estoy. Prometí cuidarte. 

Cobijándome, había cumplido con su cometido y mi pedido. 

____

 Sentada en la cama del hotel, bebí un té caliente. La ducha había resultado reparadora. Abrazando la taza, envuelta en un mullido albornoz, me entregué a los ojos oscuros de Mitchell.

 —Gracias ─musité con un poco de voz.

—No tienes nada que agradecer. Has hecho todo el trabajo ─vestido, sentado a mis pies, acariciaba mis rodillas por debajo de la manta ─ .Te felicito. 

—Ha sido una mierda estar allí.

—Pues ni te imaginas lo que he sufrido yo al escucharlo todo y no poder hacer nada ─ murmuró. 

Retiró la taza vacía de mis manos para posarla sobre la mesa de noche. Acariciando mis manos, besó sus nudillos. 

—Estuve a punto de balear su cabeza ─confesó como niño travieso.

—No hubiera servido de nada. Enterrado no nos es útil.

—Hablas como uno de los nuestros ─rozó mi mejilla con su pulgar.

—He pasado mucho tiempo a tu lado. Terminé demostrando que puedo ser una buena alumna. Mitchell ladeó su cabeza. 

Los relámpagos surcaban violentamente la madrugada. Habían sido unos días muy largos. 

—Descansa...─ animó inclinando su torso y besando mi frente.

—Mitchell, ¿cómo sigue esto? ─tenía la pregunta atascada en mi pecho.

—Presentaremos las notas amenazantes que Zuloa escribía a su ex esposa y las grabaciones de Virkin confesando que mandó a matar a Mariah.

—¿Se ha confirmado...? ─esperé un no.

—¿La muerte de Mariah?

 Mitchell bajó la vista. El silencio habló por él. Una lágrima rodó por mi mejilla.

 —¿Ninguno de los dos saldrá libre, verdad?

—La prensa se está haciendo un gran festín con ellos. Pescarán a varios peces gordos y no querrán perder el crédito.

—¿Continuarán investigando la muerte de Liz y la de mamá?

—Podemos pedir que estas pruebas se aporten a la causa.

 —Sí, eso quisiera. 

Mitchell intentó ponerse de pie, pero yo sujeté su mano con fuerza. 

—¿Adónde vas?

—A dormir en el sofá. Necesitas descansar cómoda.

—Lo haré si me acompañas.

—Maya...

 ─¿No me has mentido con eso de que te llamas Gus, verdad? ─insistí resiguiendo sus movimientos: se quitó los zapatos, luego su jersey, a posteriori sus pantalones hasta quedar con sus bóxer grises ceñidos a su culo pomposo y entrenado. 

Sonrió.

 Colocándose de lado desajustó mi bata, privándome de su calor, para reemplazarlo por sus brazos. Era mejor opción, de hecho. 

—Cuando lleguemos a Brentwood prométeme que compraras otro camisón.

—Trato hecho ─murmuré con él por detrás, adoptando el contorno de mi espalda.

—Y sí...mi nombre es Gustave.

—Me agrada ─me removí provocativamente; sacando mi trasero hacia atrás rozaba la protuberancia creciente entre sus piernas.

—¡Mira que has resultado malvada! 

Traviesa, gemí. 

—Me avergüenza mi segundo nombre ─vulnerado por mí, testimoniaba.

—Yo no tengo uno.

—Pues el mío es Adolph.

—Mmm, como Hitler.

—Sí. Pero no ha sido por ese canalla alemán claramente que mi madre lo escogió ─susurrando a mi oído, lo seducía. Su voz era una canción de cuna, su voz, una paz a mis sentidos.

—¿Y por qué lo ha hecho? ─pregunté pastosamente.

—Mi madre es profesora de Literatura en la Universidad de Columbia. Adoraba los escritos de Bécquer. 

Súbitamente parpadeé. Mitchell me hablaba de su madre. 

—Mi padre nunca quiso que me uniese al FBI. Decía que era "arriesgado".

— Te arrepientes de ello?

—¿De haberme alistado?

—Sí.

—Enrolarme en el FBI ha sido tan bueno como malo.

 —¿Lo dices porque no le has dedicado tiempo a tu familia?

—Entre otras cosas. 

Se removió intranquilo.

 —La pesadilla ha llegado a su fin, Maya...pronto estarás en casa y tu vida, comenzará de cero.

 Inspiré profundo, exhalé aún más, porque no solo la pesadilla había llegado a su fin. También lo haría el sueño de continuar a su lado.

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