22- "Devolución de gentilezas"

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En la bifurcación de sus piernas, en aquel sitio húmedo y privado, le propiné besos profundos y sedosos.

Dispuesta, con el valle de su luna esperando por mí, creí en mi propuesta de algo más que sexo desinteresado.

Aceptando el desafío, mi nariz perfiló el suave aroma de la piel de sus piernas, definidas y níveas. Arrastrando besos, rasgando su tersura con mi barba áspera, generaba un leve corcoveo de su espalda.

Sosteniéndole las rodillas apartada una de la otra, me aseguré la tortura (suya y mía) por un rato más. Un sonrisita pícara surcaba su rostro alegre y perspicaz. Levanté mi vista, examinando cada gesto suyo, estudiando la sencillez de su encanto.

Lascivo, llegué a la unión trémula de su paraíso. Su vello púbico demarcaba el acceso, su respiración y mi ritmo. Jadeándole de cerca, aproximándome al confín de su inquietante palpitar retuve en mi mente sus ojos cegados de deseo.

Causar esa sensación en las mujeres era parte del orgullo de macho cabrío con el que contaba, pero sentir y no sólo suponer que ese mordisqueo de su labio, que esos ojos casi negros de la lujuria me pertenecían, era un premio del que jamás dejaría de presumir.

Maya se había adueñado de cada fibra de mi ser de un modo poco convencional e irritante: siendo ella misma. Entonces, ¿cómo arrancarla de mi pecho? ¿Cómo decirle adiós a pesar de haberle dicho la verdad más pura e inquietante: que la amaba?

Entregado a la emoción de lo desconocido, besé su entrepierna, caliente y humedecida para decirle que a partir de ese instante, deseaba con todas mis fuerzas ser el dueño de cada centímetro de ella.

Su respiración sobre mi pecho era un bálsamo.

Enredar mis dedos en su cabello oscuro, era un deleite. Amarla, era una incógnita. Y aun así, no me imaginaba ni una sola noche más sin ella a mi lado.

Verborrágica, no dejaba de arrojar verdades que me molestaba admitir.

Soñando despierto, la veía reproducir un tic tan simpático como bello; la comisura de sus labios se movía dibujando una mueca divertida e inocente mientras dormía.

¿Ya estaríamos completamente a salvo?

¿Cuánto más tendríamos que esperar para despreocuparnos?

Un mensaje de Bryan, dos horas atrás, en plena faena amorosa, no habría conseguido más que arder mi estómago: el segundo ADN encontrado en el cuerpo de Liz Neummen no pertenecía a Virkin.

Entonces, ¿de quién era?

Sin ánimos de perturbar el descanso de Maya, con el temor de que perdiese su buen humor y la chispa de sus ojos verdes, omití decirle la verdad. Era cuestión de ganar tiempo hasta saber qué responder.

Bryan había prometido mantenerme al tanto.

¿Qué más me habría informado sobre Moscú Virkin? Pues que él no estaba dispuesto a cooperar demasiado aunque las escuchas del auricular de Maya, en Poupée, hubieran delatado su accionar.

Confiando en que fuese prueba suficiente, simplemente cerré los ojos, deseando despertar junto a ella, en un mundo real y sin injusticias.

Las tres horas de manejo hasta Louisville habían sido memorables. No sólo porque omitiría escuchar mis tan ansiados acordes celtas, sino que a cambio de su silencio, pactaría con Maya que fuese ella la nueva Disc Jockey.

Rumiando maldiciones, me habría prometido (a mí mismo), que este nuevo Gustave Mitchell sería más paciente. Con Maya, no tendría otra alternativa.

Para mi sorpresa, en lugar de música de moda, latosa y desagradable, Pink Floyd y su aclamado "Wish you were here" fue de la partida.

—¿Lo has visto?¡Sonreír no provoca efectos colaterales! ─era cierto. Aun así, no la malcriaría.

Para cuando arribamos al club de básquetbol, aun faltaban diez minutos para que los muchachos saliesen. Sin quitarme las gafas, con el nerviosismo haciéndome en nudo en la mitad del estómago, simplemente imaginaba qué cosas le diría.

Pero...¿Cómo abordarlo?

"Hey, Zach, ¿me recuerdas? Soy el bastardo que te abandono 10 años atrás"

"Hola amigo...soy tu padre... ¿me recuerdas?"

"Hola...¿adivina quién vino a verte hoy?"

Cualquier modo de hacerlo sonaba patético y desesperado.

Respiré profundo. Me sentía descompuesto. ¿Por qué había accedido a hacer esto?

Convencido que lo mejor hubiera sido simplemente verlo de lejos y seguir adelante con mi vida, miré de reojo a Maya por debajo de mis gafas...y las estructuras se me derritieron.

—Son las cinco ─recordó canturreando.

—Lo sé. Tengo reloj.

Fui grosero y ella me entendió. Adoptó silencio.

—¡Allí está! ─estrelló su dedo en el cristal del Mustang, señalando con ansiedad.

Aferrándome al volante, me detuve a pensar por milésima vez cómo actuar frente a esa inesperada situación. Otra más en tan poco tiempo.

—¡Vamos! ¡Baja ya!¿Qué esperas? ─con sus manos, me empujaba.

—Creo que es mejor que nos vayamos  ─puse en marcha el automóvil.

—¿Estás loco?

—Creo que nunca he estado más cuerdo en mi vida.

—¡Gustave Adolph Mitchell o cómo coño te llames! ─quitando de cuajo la llave del cerrojo del Mustang, las guardó para ella.

—¿Qué haces?¿Estás de remate? ─quería que me dejase solo, que la tierra me tragase y me escupiera en Australia.

—¡No menos que tú! ─su boca dibujó un frunce precioso. Quise comerla y matarla en partes iguales ─. Hemos venido hasta aquí para que hables con el chico.

—No es buena idea. Lo he decidido ─no había más que hablar.

—¿Has decido seguir siendo un cobarde? ─por favor, basta Maya...¿no ves mi miedo? —. Mitchell...¡te ordeno que bajes ya mismo y le digas a Zach cuánto lo has echado de menos durante estos diez años! ─ ¡Mierda que tenía pantalones! Ni siquiera mi madre me habría gritado de ese modo alguna vez en mi vida a pesar de su tendal de reproches cuando me separé de Barbara. Menos bonito, mi mamá me había dicho de todo.

La miré fijo, sumergiéndome en el incesante movimiento de sus labios parlanchines y reprochones. Me pregunté entonces, ¿cómo era posible que tanto coraje entrase en ese cuerpo?¿Cómo era posible que yo, el imperturbable macho que no sentía ni una pizca de amor por alguien, era capaz de darlo todo por ella?

—¿Tanto esfuerzo y tanto dolor no han valido la pena? ─inclinando su torso hacia mí atesoró mi rostro con sus manitas ─.Pues basta verlo para saber que es un calco de ti ─rogué que solo fuese físicamente ─ .Vamos, Gus...él se merece saber que tiene un padre pocas pulgas pero que lo ama aunque diga que no sabe hacerlo ─la amé. Por todo lo que decía y por todo lo que callaba. Por su bella manera de entonar el apócope de mi nombre.

Con el sentimiento de culpa cayendo sobre mis hombros desde más de una década atrás, con el temor de sentirme un idiota, con el posible repudio de Zachary a cuestas, asumí que cada una de sus palabras eran ciertas.

Saliendo del automóvil, hasta decirle hijo me sonaba a despropósito.

Con los puños apretados, avancé hacia el grupo de cinco chicos de alturas y edades similares, quienes gritaban y se dedicaban puñetazos suaves como los adolescentes de hoy en día.

Pero por un momento el mundo se detuvo a mi alrededor; el eco de mis zapatos avanzando hacia esa comunión, era quizás el único ruido perceptible por mis oídos. De espaldas, con el número cinco, Zachary gesticulaba. Con una mano sostenía su bolso, presumiblemente con la ropa sucia y transpirada.

Aun sin verle el rostro de cerca era igual a mí: ese modo particular de pararse, su cabello ligeramente ondulado, sus manos grandes, sus ademanes...

—Disculpen chicos ─interrumpí el momento de amistad. Zach giró hacia mí ─, necesitaría hablar a solas con Zachary, por favor.

Y la magia se produjo.

Tragué con la sensibilidad de mis rodillas en jaque. Ni siquiera el disparo de la Dragunov cuando ese mismo chico era un niño, habría doblegado tanto mis huesos.

Ya no había vuelta atrás. Era ahora o nunca.

Zach era un muchacho alto para su edad; incluso medía más que la joven de ojos verdes que aguardaba por mí en el automóvil de los hombres de la familia Mitchell.

¿Su madre le habría mostrado fotografías mías? ¿Él me recordaría como el patán abandónico?

—Chicos, ahora los alcanzo ─chocando sus puños con sus amigos, éstos se dispersaban.

—¿Estás seguro de...? ─uno de ellos, moreno, gesticuló dándole una palmadita a su espalda con desconfianza.

—Sí, Rudolph. Los veo en la cafetería ─respondió con serenidad.

Zach era mi reflejo a su edad. Y un escalofrío recorrió cada nervio de mi cuerpo.

—Hola Zach, ver que no has huido, es muy importante para mí ─dije con los puños hechos piedras, sin poder quitarle los ojos de encima.

—¿Debería haberlo hecho? ─inteligente, preguntó.

—No, pero supongo que tu madre te ha inculcado que no debes hablar con desconocidos.

—Tú no lo eres ─el corazón me galopó como caballo de carrera.

—¿Sabes quién soy?

—Por supuesto. Eres mi padre. Eres Gustave ─con naturalidad, respondió. Maya no estaba equivocada.

—Sí. Lo soy. He decidido venir a verte...─rasqué mi cabeza. Era un idiota en materia de confesar sentimientos.

—Lo has hecho desde que comencé a practicar básquetbol aquí ─levantó una ceja en un gesto muy parecido al de mi propio padre, su abuelo.

Pestañeé... ¿cómo era posible que lo supiera?

—Mamá me ha mostrado fotografía de ustedes, cuando eran novios y salían a pasear con el Mustang de allí ─señalando el carro que albergaba a Maya, Zachary me daba una clase magistral de espionaje —. Al principio me dio un poco de miedo que el carro siempre estuviese aparcado bajo el mismo árbol, hasta que con el paso del tiempo, me di cuenta que eras tú ─me sentí un estúpido.

El cazador cazado.

—¿Por qué nunca...? No sé...tal vez... ─balbuceé.

—¿Por qué no me he acercado?

—Sí...sé que no te correspondía a ti hacerlo pero...

—No sé...tenía miedo que salieras corriendo...─pasando la mano por su nuca, nuestro gesto fue gemelo.

—¿Puedo...? ─abriendo mis brazos, pedí permiso.

—¿Abrazarme?

—Claro...

—Pues desde ya que sí... ¡eres mi viejo después de todo!,¿no?

Entregándome a sus palabras adolescentes, a su sinceridad y falta de prejuicios, nos fundimos en un abrazo cargado de sentimentalismo y emotividad. Lo sujeté fuerte, con la ilusión de recuperar los años perdidos, con la esperanza de poder establecer un vínculo inquebrantable de ahora en más.

Liberándolo, sacudí su cabello negro con mis manos.

—Me hace feliz verte así de bien. Brandon ha sido un buen padre.

—Brandon no es mi padre; ha sido una muy buena persona, me paga los estudios. Pero tú...tú eres el verdadero —con una madurez superadora, aquietó mis miedos.

—Mira...yo...quisiera llevarte a casa. Pero tu madre me matará.

—Mamá se pondrá contenta de verte. Además, hace dos años que muero por subir a ese auto.

Reí a carcajadas, como nunca pensé que sería capaz de hacer.

—¿No te despedirás de tus amigos? Están aguardando por ti.

—Les avisaré enviándoles un mensaje.

Los chicos y la tecnología.

Avanzando por el prolijo camino de pedregullo del club, finalmente llegamos al Mustang. Maya salió disparada del interior al vernos caminar rumbo al automóvil.

—Tú debes ser Zach, ¿cierto? ─limpiando unas lágrimas, la emoción delató a Maya.

—Sí...─ la observó ─. ¿Ella es tu novia? ─sus ojos oscuros se abrieron muy grandes y parpadeó en mi dirección. La preadolescencia, daba los primeros estragos.

—Sí ─reconocí ante Maya y mi hijo ─.Su nombre es Maya.

Ella me dio una sonrisa complacida, generosa, que me indicaba lo mucho que todo esto valía para los tres.

—Iré atrás.Tú tienes las piernas más largas que yo ─el chico sonrió y no se negó.

Unos treinta minutos nos separaban de la casa de Brandon Dillon, el esposo de Barbara. La casa de ellos tres.

—¿Continúas trabajando como policía? ─preguntó antes de bajar del vehículo.

—Digamos que sí. De a ratos ─observé a Maya quien hizo la mímica de un cierre sobre los labios graciosamente.

Raudo, Zachary se despediría de Maya para corretear hasta su enorme casa. El jardín delantero era muy prolijo. Unos setos con flores flanqueaban el acceso y los grifos de riego giraban sin parar.

Con mis manos en los bolsillos lo seguí muy despacio; él abrió la puerta de madera gruesa de roble y fue rumbo al interior de la vivienda. Yo, avancé hasta quedar de frente al ingreso.

Minuto más tarde, Barbara aparecía con el muchacho en la puerta.

—¡Dios santo, Gus! ─llevó sus manos a la boca, emocionada ─.Pensé que Zachary estaría haciendo una de sus bromas pesadas ─abrazando por detrás a nuestro hijo, lo arrimó contra su cuerpo.

Barbara jamás dejaría de ser hermosa. Su sonrisa sólo se vería profanada por unas pequeñas arrugas a su alrededor y sus ojos, expresivos y brillantes, centellaban un posible llanto. Lucía sofisticada y refinada. Nada opacaba su belleza.

—Papá hace dos años que viene a verme al club ─afirmó a su madre, quien no daba crédito. El muchacho habría guardo nuestro pequeño gran secreto.

—¿De qué hablas? ─ inquirió al muchacho.

—Supongo que me descubrió viéndolo a escondidas ─peiné mi cabello con nerviosismo ─.Él podría ser un buen detective privado ─guiñé mi ojo a Barbara con notable complicidad.

—Zachary será un excelente jugador de básquetbol ─agregó orgullosa, y no era para menos — .¿Por qué no vas dentro un segundo, Zach?

—¿Volverá? ─mi hijo miró a su madre para cuando lo tomé por los hombros y obligué inconscientemente a mirarme.

—Zach, te prometo que volveré.

—¿Lo juras?

—Por supuesto. Hoy en día vivo en Nashville y estoy un poco ocupado, pero nada del mundo impedirá que venga a verte. Prometo asistir a las prácticas y salir a comer algo después o lo que tengas ganas de hacer. ¿Lo permites Barbara? ─miré a quien había sido mi compañera de tantos años.

—Por supuesto que sí —agradecí que ella fuera tan noble.

—¿Vendrás con Maya? ─vivaz, preguntó el adolescente.

—¿Quién es Maya? ─Barbara nos miró, primero a él. Luego, fue mi turno.

—La novia de papá.

—Estás...¿de novio? ─mirando por sobre mi hombro, buscó el Mustang, curiosa y visiblemente sonriente.

—Está dentro del coche ─Zachary respondió por mí.

Avergonzado, noté que el rojo se apoderaba de mis pómulos. Odiaba sentirme tan vulnerable y por un motivo tan inocente.

—¿Entonces, te espero el miércoles próximo? ─ Zach me rescató del incendio.

—Por supuesto, dalo por hecho.

—¡Buenísimo! ─con el puño cerrado, bajó su codo. Me divertí por su gesto adolescente─. Saluda a Maya de mi parte. Y dile que es muy bonita ─dijo, impertinente ─. No tanto como mamá pero...

—¡Vete dentro, mocoso! ─elevando la voz, de buen humor, Barbara cruzó los brazos sobre su pecho para dirigir su mirada hacia mí.

—Hola...─ saludé con las palmas en los bolsillos traseros de mi pantalón, levantando mis hombros como un colegial.

—Hola, Gus ─respondió comenzando de cero.

—Creí que él no tendría idea de quién era yo.

—Jamás le he negado quién eras.

—Si lo hubieras hecho, no me quejaría ─una brisa fresca movió los árboles cercanos, estaba anocheciendo y aun nos esperaban un par de horas hacia Brentwood si el tráfico nos era liviano.

—Gus, lo que sucedió entre nosotros nada tenía que ver con tu hijo.

—Él me rechazó ─triste, ensombrecí mis músculos con nostalgia.

—Era un niño asustado porque no te reconocía. Y con esa barba de mil días, eras la reencarnación del ropavejero ─contuvo una carcajada.

—Supongo que es posible... —estaba en lo cierto. Mi aspecto para ese entonces dejaba mucho que desear.

—Le he mostrado fotografías nuestras; tu padre le ha obsequiado algunas de tu infancia.

—¿Mis padres continúan viéndolo? ─azorado, pestañeé sin creerlo.

—Ellos son sus abuelos y Zach es su único nieto. Lo adoran. Y también a ti.

—Ellos me odian... —ladeé la cabeza.

—El orgullo es una de las cualidades de la familia Steiner.

Levanté la mirada. Había pasado mucho tiempo desde que alguien no mencionaba mi verdadero apellido. Sonreí. Ni siquiera a Maya, a quien amaba de un extraño y loco modo, se lo habría dicho. Pensé en adoptarlo como un próximo paso.

—Mira, ahora mismo estoy con poco tiempo, pero me gustaría que un día podamos platicar tranquilos.

—Por supuesto, Gus. A mí también.

Barbara avanzó un paso, hasta ponerse a pocos centímetros de mi rostro. Respirando al unísono, recordé por qué era una mujer tan importante en mi vida.

—Me agradaría conocer a Maya en otro momento. Debe de ser una muchacha excepcional. No debe ser fácil soportar a un cascarrabias como tú ─rió fuerte, tanto que me contagió.

—He sido doblemente bendecido en esta vida. Creo que más de lo que tengo ganado.

—¡Deja ya de fastidiarlo todo con tu pesimismo! ─golpeó mi brazo, desestabilizándome ─.Sé feliz de una buena vez.

—Por ahora, creo serlo.

—Pues se te nota. Maya ha sido una buena influencia; conociéndote como te conozco, de seguro ella te ha insistido para que tomes la decisión de hablar con Zach.

—Sí. Fue ella la gran hacedora de este milagro ─susurré reconociéndole el logro obtenido.

—Entonces significa que te quiere. Y tú a ella ─subiendo sus manos, acarició mis mejillas con maternalismo ─. Gus, eres un ser maravilloso. Cometiste muchos errores y los has pagado con más aciertos. Aquí estará siempre tu hijo, esperándote con los brazos abiertos.

Sin tener corbata, la garganta se me cerraba como con un lazo imaginario. Barbara me dio en beso ruidoso en la mitad de la mejilla.

—Ve con Maya. Debe estar desesperada por saber qué ha sucedido aquí ─retrocediendo hasta quedar por detrás de la puerta, nos despedimos con respeto. Con la promesa latente de subsanar aquellas equivocaciones del pasado.

Con un sabor dulce en la boca, con la sensación de revivir de mis escombros, fui en busca de mi pequeña traviesa.

—Vi el modo en que mirabas a Barbara ─jugueteando con sus uñas, dijo sin mirarme apenas abordé el coche.

Pero lejos de importarme su tonta escenita de celos, me incliné sobre ella, arrebatándole un beso agradecido, animado y cargado de esperanzas.

—Gracias por hacerme tan feliz ─ pleno, con el corazón bullendo de alegría, solté sin miramientos ni vergüenzas─.Gracias por enseñarme a ver el bosque y no sólo al árbol. Gracias por confiar en mí ─mil gracias más pujaban por salir de mi pecho; tantas, que no me cabría el mundo ni alcanzaría el tiempo.

Maya comenzó a llorar como una magdalena, retribuyó mi beso con simplicidad, pero la pasión pronto ganaría la partida. Estábamos bordeando, además, el momento de nuestro desapego. Lo sentí; la conocía lo suficiente como para saber que ese beso tenía cierta carga de angustia.

—Cariño... ¿son lágrimas de felicidad o tristeza? ─musité con la luz de mercurio de la calle entrando por el parabrisas del coche.

—De ambas. Pero las de felicidad son más ─sorbiendo su nariz, arrastró su llanto con el puño de su suéter rojo.

—No temas. Yo estaré contigo aun a la distancia. Me prometí velar por tus sueños, prometí protegerte de tus pesadillas; siempre te acompañaré.

—Pero esta noche no estarás a mi lado...

—Estaré a menos de veinte minutos de ti─ rocé mi nariz con la suya.

—¡Pues será como una vida!

—¡No exageres! ─chasqueé la lengua por su dramatismo femenino.

Asintiendo a desgano, finalmente se colocó el cinto de seguridad y replegó su espalda en el asiento.

Tomé su mano con la derecha, para conducir durante todo el trayecto que nos separaba de Brentwood con la izquierda.

Siendo casi las diez de la noche, arribamos a esa casona que se escabullía solitariamente por detrás de una arboleda profusa y oscura.

Atravesando el extenso terraplén, el destartalado Chrysler se mantenía con vida en el mismo lugar en el que sería arrumbado por el auxilio mecánico, exactamente una semana atrás, cuando ella y yo éramos dos perfectos desconocidos y recién comenzábamos a desenmarañar esta trágica historia.

—Es hora de levantarse ─canturreé. Para variar, Maya dormitaba sobre su mejilla derecha.

—Mmm...¿qué? —preguntó con la boca pastosa.

—Vamos Maya. Debes cenar algo e irte a dormir.

Extendiendo sus brazos y ocultando un bostezo, cedió.

Al mismo tiempo descendimos del coche, atrapados por la espesura de la noche. Solo una bombilla iluminaba el pórtico de acceso a su casa.

Caminando hasta el cobertizo, llevé su pequeño bolso repleto de ropa aburrida, a excepción de unas dos piezas de exquisito encaje color rojo furia.

—Supongo que es ahora cuando termina todo ─dejando su equipaje de lado, recibí esas tristes palabras.

—No, es aquí donde todo empieza ─mi subyacente (e inesperado) espíritu optimista, la arrastraba.

Un beso sensual, erótico, copó sus labios. Recorrí su lengua con suavidad, con indulgencia.

—Será mejor que me vaya antes que te desnude aquí mismo en el cobertizo ─ronroneé con la voz seca.

—Puedes pasar y hacerlo dentro...

—No, no puedo Maya ─debía reunirme con Bryan a primera hora del día siguiente para ponerlo al tanto de toda esta locura.

—Mmm, prométeme que vendrás mañana apenas te liberes de tu amigo, el cargoso —me abrazó, balanceándome de un lado al otro contra mi voluntad.

—Sí. Haré lo posible ─acepté.

Tomando algo de indeseada distancia, me aparté.

—Maya...cuidaré de ti. ¿Sí?

—Ajá ─aceptó gimoteando. Odiaba tener que dejarla así.

—Volveré.

—Está bien... ─me esquivaba la mirada, para no llorar abiertamente.

Descendí los cinco escalones que me separaban del cobertizo, agité mi mano y subí al Mustang. Toqué la bocina y salí hacia la carretera, rumbo a Nashville, para que a poco de subir la 65, recordar tener el sobre con aquellos mil dólares como paga por adelantado.

Meneé mi cabeza reprendiéndome, porque durante todo el día habría querido entregárselo. No obstante, cuando la volviese a ver, lo haría sin falta...

Fruncí la boca por enésima vez, miré la guantera donde protegí el sobre y busqué la salida más próxima. Regresaría a darle el dinero y a quedarme con ella esta noche. 

¡Al diablo mi encuentro planeado con Bryan! Podía citarlo unos minutos en alguna cafetería pulgosa...como lo había hecho con Maya al conocerla.

Emocionado por entregarme a la desfachatez de lo imprevisible, me encontré nuevamente en el predio de las Neummen.

Con una sonrisa de oreja a oreja, recogí ese sobre de manila y lo puse bajo mi chaqueta. De seguro, le causaría una sorpresa agradable verme otra vez. Cogerla por sorpresa, también me llenaba el espíritu.

Apostado en la entrada, golpeé con mis nudillos la puerta...y ésta rechinó en soledad.

Un extraño malestar respingó en mi espina. Maya era precavida, de hecho, nunca dejaría la puerta de su casa abierta y menos con lo sucedido en su vida los últimos días.

—¿Maya? ─ingresé elevando un poco la voz. Quitando de mi chaqueta el sobre, lo abandoné en una mesa cercana. En contraposición, busqué mi pequeño revolver, oculto estratégicamente en mi tobillo derecho.

Con lentitud, envuelto en la oscuridad del interior de aquella fantasmagórica casa, fui hacia la cocina.

—Cariño, he vuelto...─ dije para cuando una voz potente y conocida, que no era la suya, respondió:

—Pues es una pena, no te estábamos esperando.

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