21 - "La no fuga"

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Mitchell se encontraba fuera de la tienda. Se movía inquieto, pero sus músculos faciales me decían que no habría por qué temer. Incluso, noté una sonrisa colarse por entre sus rasgos de hombre duro tallado a golpes.

Porque eso era Mitchell: un hombre golpeado por la vida, que había aprendido a los golpes y que recurría a ellos cuando la impotencia lo dominaba. Sin justificar su accionar, yo entendía el dolor de la pérdida.

Estaba solo. En todo aspecto.

Sin motivaciones, sin incentivos que movieran el eje de su propio ser, caía en la mediocridad de pensar que todo estaba perdido. Como con su hijo; a escondidas, como un criminal, lo observaba misteriosamente.

—Señorita...señorita─ el joven me llamó dos veces para que le prestase atención y dejara de babearme por mi centinela cuarentón.

—Oh, disculpa ─ iré, no sin antes hacerle señas a mi guardián ─. ¡Él pagará! ─dije con una sonrisa idiota ante el chico que ininterrumpidamente me dio una clase magistral de tecnología de la cual solo aprendí cómo encender y apagar el móvil.

—¡Aquí estoy! ─como un vendaval, entró y le entregó sus acreditaciones al joven.

—Después debes decirme cuánto te debo ─susurré a su oído ─.La cuenta de tus honorarios asciende a la categoría de sideral.

—Ya encontrarás modo de pagármelo ─besó la cúspide mi cabeza, escondiendo las palabras en mi cabello.

Mis mejillas se encendieron por su indecencia y mis ojos, por su noble interior.

Una vez en el Mustang frotó sus manos entre sí por el frío.

—¿Era una llamada importante? ─pregunté curiosa, mirando mi nuevo aparato.

—Sí, era Bryan.

—Espero le hayas enviado saludos de mi parte. Nos ha ayudado mucho.

—Por supuesto que está al tanto de tus agradecimientos. Pero ha telefoneado para decirme que Zuloa...─hizo una pausa temeraria que me anticipó lo peor ─...Zuloa apareció muerto en su celda.

—¡Jesús mío! ─aterrorizada, llevé mis manos a la boca ─ .Es...¡un horror!

—No declaró nada. Lamentablemente, dejó solo un recado.

—¿Un recado? ─pestañeé desilusionada.

—Palabras sin trascendencia, por desgracia ─giró la llave dando vida al Mustang ─ .Sin embargo, se confirmó que ha sido uno de los dos violadores de tu hermana, Maya ─sus ojos profundos navegaron en los míos ─ .Ya tenemos un culpable, cariño ─inconscientemente, saltiqué en la medida de lo posible, abalanzándome sobre él, quien manejaba con prudencia.

Una de cal y una de arena. De a poco, el laberinto parecía tener salida.

—¡Eso es maravilloso, Mitchell! ─llenándolo de besos, no pude contenerme. Él sonreía, aceptando mi arrebato, intentando conducir sin perder el control.

—Lo es; ahora necesitamos esperar por Virkin y por las nuevas pericias al cuerpo de tu madre.

—Es un gran avance. Seis días atrás dudaba si era correcto llamarte.

—¿Quién lo diría? Tan solo un puñado de horas nos bastarían para conocernos, odiarnos y querernos...o algo así─ un tibio rubor subió a sus mejillas.

Mitchell era duro.

—¿Me llevarás a casa? ─el atardecer decía adiós para darle la bienvenida a los azules nocturnos.

—No ─me dedicó una mirada discreta color azabache. Una sonrisita primaveral se encendió en mis labios. Él me provocaba y era consciente de ello aunque le diese pudor.

—¿Un nuevo secuestro, tal vez? ─cerré un ojo, pícara.

—Tal vez ─ambiguo, como siempre, Mitchell decía mucho y no decía nada al mismo tiempo.

_____

—¡Waw!¡Eres más ordenado que yo! ─mirando a mi alrededor, aquel apartamento era pulcro, con buen aroma (a pesar de los días de encierro) y con líneas modernas.

¿Me acababa de traer a su cueva, a su refugio y yo sólo era capaz de reconocer su limpieza?

Sinceramente, tendría que rever mi cordura.

—¿Es un elogio? ─dejó las llaves en la pequeña mesa del recibidor, dentro de uno de sus dos cajones.

—¡Claro que sí!

Caminé sin perderme detalle; apenas se ingresaba, un corredor de dos metros nos conducía al estar. Unas pinturas con reminiscencias abstractas (semejante a las obras de Kandinsky) se disponían en aquel muro color crema impoluto.

El sitio no era muy amplio poseyendo algo de mobiliario y mucha tecnología. Un televisor de plasma se expandía por buena parte del tabique central, no obstante una consola de videos, varios amplificadores y un equipo musical de avanzada, me abrumaban.

La cocina aparecía levemente escondida tras una barra alta que la separaba de la sala.

—Soy fanático de la tecnología. No sé si lo has podido notar ─sonriendo, puso su mano en mi espalda a modo de guía─. Puedes dejar tus cosas aquí ─deslizando su palma hasta mi cintura y cogiendo mi bolso, avanzamos para llegar a una puerta cerrada, a escasos metros de la sala principal.

Al desplazarla por la corredera, me hizo partícipe de aquel sitio de descanso: su habitación estaba íntegramente pintada de blanco; otros tres cuadros muchos más grandes que los del acceso, descansaban sobre el respaldo de la cama. De montura gruesa negra, en este caso, eran un trío de imágenes monocromas de un Mustang muy parecido al suyo.

¿Adoración excesiva?¿Fanatismo?¿Amor eterno?

—Es muy bonita ─a pesar de ser un tanto reducida, un vestidor enorme ocupaba la pared opuesta a la entrada, excepto por un pequeño corredor que desembocaba en una puerta: el baño en suite.

—Gracias. Para mí solo, es más que suficiente.

Sonreí por la contraposición con respecto a mi vivienda: era enorme, con muchas habitaciones, un extenso parque y techumbres altas. Sin dudas, me sobraba espacio que bien podía donar a Mitchell. Aunque se lo notaba a gusto con su lugar, unos metros cuadrados más, no le vendrían para nada mal.

—¿Por qué me has traído hasta aquí? ─dejó mi bolso en una pequeña silla, al costado de la cama, para cuando me rodeé con mis propios brazos.

—Porque me has pedido que tenga agallas.

Me enfoqué en su expresión: su voz ronca guardaba una revelación más.

—Ninguna mujer ha pisado este apartamento ─prosiguió, para mi sorpresa.

—¿Ninguna? ¡Eres un mentiroso! Pero ninguna...¿ninguna?

—Ninguna.

—¿Ninguna ninguna?

—No...

—¿Y dónde...? Bueno, tú sabes ─moví las manos, inquietamente.

—Un mago nunca revela sus secretos, linda.

¿Realmente me interesaba saber donde mantenía sus encuentros sexuales?

Mi respuesta fue un no gigante. Desistí en proseguir con mi cuestionamiento.

—Maya ─tomó mis manos, buscando mis ojos agitados ─, no sé cómo se hacen estas cosas.

—¿Estas...cosas? ─replegué mi ceño.

— Ya no soy un adolescente y hace diez años que estoy divorciado. Mis relaciones a partir de ese momento fueron inestables, poco duraderas y para nada importantes ─su boca se acercó a la mía; su vista se enfocaba en mis labios ─.Tú me interesas. Y mucho. Pero tendrás que enseñarme a hacer bien la tarea.

Cobijé su mirada oscura y serena, para hablar de mi experiencia, nula y para nada agradable.

—Mitchell, yo me he separado hace casi dos años y del único hombre que tuve en mi vida. David me fue infiel durante años y yo fui consciente de ello.

Perdió la respiración en el piso. ¿Remembranza?¿Compasión? Por momentos Mitchell era indescifrable.

—Él solía asistir a congresos a los que no me llevaba, se quedaba hasta la madrugada haciendo horario extra ...─suspiré y mi centinela me acarició la quijada con delicadeza ─ .Pero yo no quise aceptarlo. Era más fácil seguir como estaba todo, ignorando la verdad. Hasta que un día lo descubrí con mi jefa.

—¿Te engañó con tu jefa? ─mantuvo la capacidad de asombro intacta.

—Sí. Por eso es que me han pagado tanto dinero al irme de la clínica: ambos quisieron mantenerme callada para no perjudicar la reputación del instituto médico, ni la de ellos ─mordí mi labio, para cuando Mitchell lo quitó de las garras de mi diente─. Ese era dinero sucio. A pesar de haberme distanciado de David, continué trabajando en el Centro Médico, pero los rumores sobre su comportamiento libertino me abrumaban ─continué ─.Por fortuna Alice quería deshacerse de mí, y bueno...pagó mi silencio aduciendo ante el personal restante de la clínica que necesitaban "recortar" gastos ─ exhalé al recordar cuando me encerró en su despacho y sacó una chequera del cajón de su bello escritorio ─.Quise guardarlo para darlo en parte de pago de una hipoteca, arreglar mi Chrysler. Tenía varios planes en mente — enumeré en voz alta ─. Lamentablemente, me encontraría contratando un ex agente del FBI y entregando parte de él en concepto de honorarios profesionales ─mirándolo por sobre mis pestañas, afirmé.

—Los hombres somos muy hijos de puta, Maya. Están aquellos que seguirán siéndolo por siempre y esos que no querríamos volver a serlo.

Sonreí de lado, tomando ese deseo como una afirmación.

______

Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Algo de ruido de la ciudad, movimientos dentro del bloque de edificios y la incertidumbre por saber cómo nos las arreglaríamos para estar separados, me hacía ruido en la cabeza.

Mitchell respiraba en mi oído; abrazándome posesivamente, nuestros cuerpos de adaptaban a su propio descanso. Un descanso relegado a una exquisita sesión de masajes propinados por el ex agente, Gustave Mitchell.

Era generoso, amable y a si bien su carácter no era el mejor, se mostraba menos reticente al cambio.

—Pensé que era el único maniático que hace que su cabeza trabaje por las noches ─susurró desarmando mi red de pensamientos.

—Soy adepta a hacer horas extras ─volteándome, quedamos cara a cara enredando nuestro aliento.

Enamorada de sus ojos, embelesada con sus pómulos altos y su nariz fuerte, recorrí cada rincón de su rostro con detenimiento. Su cabello revuelto le sentaba de maravillas junto a esos finos hilos plateados que dominaban sus sienes y parte de su nuca. Mitchell no era un chicuelo y precisamente, ese aspecto adulto y su experiencia ante la vida, me atraían sobremanera.

Mitchell no jugaba a ser mayor porque lo era, siendo esa, su mayor ventaja.

—¿No te disgusta la diferencia de edad? Tú andabas con los pañales sucios para cuando yo correteaba chicas en el Instituto.

—Mientras no lo hagas ahora, no me importa─ murmuré hablándole a su boca.

—¿Sabes? Eres muy bella para que seas real.

—¿Pues tienes alguna duda de que lo soy? Quizás pueda recordártelo haciendo esto ─deslicé mi mano bajo la sábana para tocar su miembro. Estaba esperando por mí.

Un gemido se atoró en la garganta de Mitchell, que resistía estoicamente a mi contacto.

—Cariño, creo que me estás dejando más que en claro que existes, pero quisiera que me escuches bien. Y con lo que haces, no podré concentrarme ─Mitchell necesitaba confesar. De inmediato lo noté en el tono gentil pero determinado de su voz.

Interrumpí mi breve felación para ser puro oído.

Mitchell sostuvo mi rostro entre sus manos. Sus ojos lucían cristalinos y desnudos.

—Cuando Barbara me abandonó o mejor dicho, cuando la dejé ir, mi mundo se derribó. La impotencia apretó cada músculo de mi ser. He estado realmente perdido ─comenzó a relatar con la angustia in crescendo ─.Esa misma noche, tomé una botella de tequila y en menos de media hora de ingerirla y sentir que una úlcera me quemaba las tripas por completo, conduje el Mustang hasta la agencia donde brindaba servicio.

—¿Manejaste en estado de ebriedad? —parpadeé frenética. Su rectitud no se condecía con sus actos.

—Lo que la diferenciaba de las oportunidades anteriores es que esta vez ni siquiera distinguiría los colores del semáforo ─inspiré con rabia por su inconsciencia ─. Llegué pateándolo todo, desalineado, con un olor espantoso y de mal genio. Para entonces, marcaban más de las 6 de la mañana...

—¿Te suspendieron?

—Me ofrecieron el retiro voluntario a cambio de mi discreción absoluta.

—Oh... —sus ojos brillaban resignados. Los míos, sorprendidos.

—Debí tragarme mi orgullo, mi reputación, mi experiencia...todo por una estupidez enorme. Por ser un maldito adicto incapaz de madurar.

Mitchell no lloraba, pero su semblante era adusto.

—Desde entonces fui un alma en pena. Mi casa estaba hipotecada y los pocos ahorros que tenían fueron destinados a pagar las cuentas pendientes.

—Mitchell...─acaricié tiernamente su barba de tres días, rasposa y galante.

—Bryan me dio algo de dinero, el cual pude devolver con mucho esfuerzo. Ha sido un gran sostén en mis momentos de depresión.

—¿Remataron tu casa?

—No ─bajó la mirada, tomó mis manos y depositó un cálido beso en el dorso de ellas.

Tomando asiento en la cama, Mitchell me cobijó bajo su brazo protector. Me ceñí a su torso, oyendo los latidos de su corazón, mi música preferida.

—Meses después Barbara apareció junto a Zach; en ese momento, yo estaba por mudarme al apartamento de Bryan. Sería algo temporario hasta que consiguiese un empleo y rentara algo. El niño tenía poco más de dos años.

Sin dejar de acariciarlo, lo acompañé en su tristeza.

—Ella lucía grandiosa, su cabellera rubia era brillante como el sol. Sus ojos grises tenían...vida ─ reconoció mirando un punto fijo a lo lejos, enfrentado a la pared —. Zach caminaba a su lado. Yo estaba en la puerta, cortando el césped o lavando el coche...no recuerdo bien ─exhaló retrotrayendo ese incómodo momento a su cabeza ─. Lo que sí recuerdo es que cuando ambos aparecieron, mi mundo tuvo sentido nuevamente: quise arrodillarme ante ella, asirme a sus piernas y pedirle de mil maneras que no se marchase más...pero al aproximarse a la puerta, Zach fue quien la atrapó. Al verme, comenzó a llorar a mares.

Un silencio doloroso atrapó su garganta. Lo abracé más fuerte, besé su pecho, lo acaricié con pertenencia.

—Él reconoció en mí el monstruo que alguna vez fui. Ese, es mi mayor miedo, Maya. No quiero que huya cuando me vea, creo que no soportaría su rechazo otra vez.

El Gustave Mitchell recio, intimidante y gélido como un témpano, se derretía.

—Mitchell, él era solo un niño de dos años —con voz quebrada, reflexioné.

—Un niño al que le he dejado cicatrices muy profundas en su pequeña mente ─se culpó.

—No puedes saber eso...

—Ni quiero averiguarlo.

—¿Por qué no?

—Porque me rompería el corazón y porque ya le he hecho mucho daño.

No era momento de debatirlo. No era momento de persuadir a Mitchell que cambiase de opinión.

—Barbara solo me dijo que la hipoteca estaba cancelada. Sin mediar explicaciones, por detrás de su hombro vi un Audi último modelo. Detrás del coche, un tipo de buen porte, apuesto y de aspecto íntegro, erguía su espalda.

—¿Ella estaba con otro hombre? ─me costó preguntar.

—Apartándome de sus ojos, oyendo sus palabras, avancé hacia la calle, donde este tipo con su Audi los esperaba. Lejos de cualquier pronóstico, le ofrecí mi mano y mi agradecimiento eterno. Él había pagado cada centavo de la hipoteca y era quien hacía feliz a Barbara y a mi hijo.

Un nudo enorme secuestró mi voz. Tanto, que no pudo salir de mi cuerpo.

—Desconozco si para cuando Barbara se marchó de casa ya lo conocía; lo único que sí sé es que ella se merecía estar con un hombre como él. Y Zach, tener un padre como ese hombre.

—Tú eres su padre, Mitchell. No renuncies a eso.

—No tengo nada que ofrecerle.

—Tu amor.

—No sé amar...

—Conmigo no ha sido así.

Mitchell besó la cima de mi cabeza, evitando responder mi conjetura.

—Nunca volví a hablar con ella. Pero supe donde vive.

—Era de imaginarlo ─resoplé.

—Ir a los entrenamientos los días miércoles se ha convertido en mi rutina durante los últimos dos años. Cada vez que sale del club sueño con abordarlo, con invitarlo a tomar una malteada, con ir a comer a algún sitio decente. Anhelo decirle que soy su padre...pero la cobardía me paraliza ─comentaba, siendo aquel muchacho, su kriptonita.

—¡Aún estás a tiempo de hacerlo! Los adolescentes saben comprender las cosas mejor que los adultos...

—No lo creo.

—Mitchell ─extendiendo mi espalda, me senté en su falda. De frente, inquirí ─:eres un ser capaz de dar mucho amor y me duele demasiado que así como pudiste decirme a mí que me quieres, no puedes hacerlo con la sangre de tu sangre, con tu propio hijo ─ sus ojos vagaban en mis dedos, en la zona de su ombligo ─.Mírame...─elevó su vista, aceptando mi solicitud ─en estos poquísimos días hemos aprendido más que en muchos años. Esto tiene que significar algo más...

—No soportaría que huya nuevamente ─su pecho se abría, salpicándome con una mezcla de remordimientos, dolor y culpa.

—Pues hasta que no lo intentes, no lo sabrás ─dije y proseguí con una última reflexión matinal ─. ¿Dónde está el Mitchell dispuesto a todo?¿Donde ha quedado el Mitchell obstinado y testarudo que me conquistó?

—Lo has ablandado...─eso jamás sucedería.

Chasqueé la lengua.

—Gus...hazlo posible. Por ti, por él...por mí. Por todos nosotros ─besé la comisura de sus labios ─.Créeme que todo estará bien.

Mitchell exhaló.

—Prométeme que al menos lo pensarás ─junté las manos en señal de rezo ─.¿Por favor, sí? ─ batí mis pestañas dibujando un puchero con mis labios.

—Está bien...

—¡Júramelo!

—¡No! Eso es de chiquilín —había vuelto el viejo nuevo Mitchell.

Y lo apabullé a besos; en la cara, en el pecho, en sus manos. Lo abracé hasta asfixiarlo.

____

—Oh —exclamó destapando mi pie derecho desde el otro extremo de la cama —. Me gusta que tengas las uñas pintadas con este color de barniz —compuso masajeando mi empeine con delicadeza para extender su tacto a mis cortos dedos.

—Mmm eso se siente bien  ronroneé.

—¿El cumplido por el color carmesí de tus uñas o por el masaje?

—Ambas — mordí mi labio traviesamente, mirándolo en profundidad.

Mi cabeza permanecía estanca sobre la voluminosa almohada; cubierta desde el pecho hacia abajo, la sabana sólo dejaba mi pie por fuera.

Mitchell parecía no avergonzarse de estar solo con su calzoncillo negro de cinturilla ancha "Calvin Klein". Su torso tallado y la breve sombra de vello sobre su ombligo marcando la zona baja de sus abdominales, hacían de él un hombre de acero forjado a pesar de no tener veinticinco años.

Esos mimos eran deliciosos, y él disfrutaba de propinarlos.

—¿De qué te ocultas? —cuestionó pasando su pulgar sobre uno de los nervios tensos de mi pie.

—No comprendo...creo que sabes de qué me oculto —expliqué resuelta, acomodándome sobre mis codos, en clara referencia a lo sucedido desde el miércoles pasado.

—Me refiero a la ropa. Usas prendas grandes y de la prehistoria —largó un carcajada contagiosa, esas que lo rejuvenecían diez años

—¿Por qué te mofas de mi ropa? Lo viejo siempre vuelve... ¡Si no mírate tú! Aquí estás, teniendo relaciones con alguien que no es de la laguna de Cocoon —lancé pagándole con la misma moneda.

Su instante de seriedad me preocupó, torció la boca y me esperé un regaño que finalmente no llegó a destino: jaló de la sábana dejándome desnuda de pies a cabeza.

—¡Hey! ¿Qué haces? —rechiné agudamente.

—Demostrándote lo que este viejito de la tercera edad aún puede hacer —como un tigre en plena estepa, se incorporó clavando sus rodillas en el colchón.

Vulnerable, yo crucé una pierna sobre la otra, cubriendo mi pubis desnudo.

—No, no, señorita... ¡esto es no quedará así! —sujetándome los pies, desde su altura, abrió mis piernas de un solo movimiento, dejándome expuesta en carne viva.

Presionando la parte interna de mis muslos, flanqueó el acceso a mi sonrosada femineidad con sus rodillas.

—Me ha desafiado. Y eso tiene sus consecuencias —amenazó inclinando su torso, hablándole a mi boca, sin aliento.

No fui capaz de impedir que perpetrara su premeditado castigo.

Pasando su lengua por la vena de mi cuello, endureció mis pezones, rozagantes. Su piel rozó la mía, generando esa chispa que nosotros bien conocíamos. Tomándome de las muñecas, las mantuvo cautivas sobre ambas márgenes de mi cabeza y con un vaivén indecoroso se frotó en mis humedecidos pliegues.

—Dime cómo haré —pensativo, dijo antes de comerme la boca de modo febril.

—Para... ¿qué? —gemí cuando abandonó su beso.

—Para no necesitar más de ti —sonreí tontamente. Mitchell no era de esos tipos aduladores ni que buscaban simpatizar para llevar a alguien a la cama. Él no necesitaba discursos sensibles ni mucho cortejo: era pura masculinidad. Y con eso a cualquier chica le bastaría.

Sin embargo, conmigo era distinto. Me regañaba, me felicitaba, me protegía y me hacía el amor delicadamente.

Me había dicho "te amo". ¿Pero sería un te amo desesperado y de prisa?

Perdiéndome en la inconsciencia de mis suposiciones y en el encantador ardor de sus besos fatales, lo sentí dentro de mí. Sabroso, cálido y voraz, Mitchell no pedía permiso.

Mis talones se aferraron a sus glúteos perfectos, cubiertos hasta la mitad por su calzoncillo. Mis jadeos envolvían su oído ensordecedoramente.

Nuestros dedos se entrelazaban a la par de nuestras lenguas, cautivas de su propia pasión desmedida. Danzando, con él sobre mí, éramos dos bailarines moviéndose en su mejor tango.

Sudados, eufóricos y complacientes, nos entregábamos al resultado de nuestras vacilaciones internas.

Ambos creíamos que esto era incorrecto, confuso e inexplicable casi tanto como necesario y evidente.

Mitchell me arrebató la cordura, me dignificó el cuerpo haciéndolo suyo, dándole vida y sentido.

Cada caricia era una lengua de fuego, quemándolo todo a su paso. Yo era incapaz de detenerlo, incapaz de decirle que su tortura debía finalizar.

Por el contrario, ansiaba más y más.

Pasiva, lo recibía todo de él. Sus embates profundos, sus gemidos gruesos y su miembro henchido de lascivia dentro de mí, espiralaban un orgasmo ensordecedor a la altura de mi vientre.

Aullé de placer, sosteniéndome de sus antebrazos duros como vigas. ¡Dios santo! Mitchell me llevaba a los sitios más recónditos de mi propia indecencia. Yo era lava, una brasa ardiente que buscaba un sitio donde mantenerse encendida.

Y lo encontraría en el cuerpo de mi centinela.

—No quiero perderte... —en un último gemido, combativo y suplicante, Mitchell se dejó ir dentro de mi ser, con idéntica quimera de la noche del callejón, desplomándose en cuerpo y alma sobre mi pequeño refugio.

Yo no sería mucho menos; mis músculos inferiores se dilataron por última vez para contraerse en torno a su miembro.

Fijando mis manos en su rostro, impactado y hermoso, entregué un beso en sus pómulos.

—Yo no dejaré que me pierdas, Mitchell... ni ahora ni nunca —sellando un pacto con nuestras miradas, él aceptó la tregua complacido y yo, con una sonrisa en el alma.

______

El martes trascurrió en medio de un sinfín de besos, un exquisito almuerzo y una mejor cena. Mitchell demostraba ser un eximio cocinero y eso me agradaba. Mucho.

Por la noche, las caricias, las palabras bonitas y los besos, serían protagonistas de esta extraña pero sincera historia de amor entre nosotros.

Desnuda bajo el cuerpo de Mitchell, aceptaba cada uno de sus embates entregando de mi parte, mi pertenencia. Mi lealtad.

Abierta ante él, enredando mis pies en su cintura, mordisqueaba sus hombros redondeados, fuertes y guerreros. Lo amaba, de un modo desconocido hasta entonces, con una rapidez digna de la locura y la ansiedad de un animal que había permanecido en cautiverio por mucho tiempo.

Él besaba mis brazos, degustaba cada poro de mi cuerpo sediento. Me penetraba suavemente, sintiéndome. Sintiéndose. Reflejándonos el uno en el otro, nos convertíamos en una sola pieza del rompecabezas.

Su soledad y la mía harían el amor. Aunando sueños, conciliando deseos, ambas estrechaban sus lazos para enfrentar lo que vendría en mutua compañía.

Dibujando el mismo futuro, demoliendo viejos fantasmas, Mitchell y yo iluminábamos nuestros oscuros caminos bajo aquellas estrellas de invierno, perpetrando la eternidad de nuestro compromiso.

____

Situados frente al sitio de entrenamiento de los Louisville Cardinals, Mitchell y yo cumplíamos con esa rutina que hoy tendría un final distinto. Mejor o peor, no lo sabíamos, pero sí diferente de aquel que se suscitaba desde hacía dos años atrás.

Mitchell escondía la mirada tras sus gafas oscuras de sol; seguramente conteniendo la emoción por dejar de lado esos miedos tan intrínsecos. Lucía tenso, nervioso; sus manos sudaban un poco y su respiración era pesada.

—Son las cinco ─apunté.

—Lo sé. Tengo reloj.

Volteé los ojos. Su malhumor hablaba por él porque aunque no lo reconociese abiertamente, mucho yo tenía que ver con haber llegado a esta instancia.

No lo juzgué. En tan solo una semana yo había dado vuelta su mundo.

—¡Allí está! ─aplaudiendo en mímica, señalé a través del vidrio.

Mitchell permaneció petrificado en su asiento.

—¡Vamos! ¡Baja ya! ¿Qué esperas? ─empujé su brazo a mi lado, sin moverlo.

—Creo que es mejor que nos vayamos  ─girando la llave, el Mustang rugió.

—¿Estás loco?

—Creo que nunca he estado más cuerdo en mi vida.

—¡Gustave Adolph Mitchell o cómo coño te llames! ─invadiendo su mando, detuve el motor del coche al quitar la llave del contacto de golpe, casi arrancándola. La tomé entre mis manos.

—¿Qué haces?¿Estás de remate?

—¡No menos que tú! ─ofuscada, me removí sobre mi asiento. El bullicio de los muchachos parecía disiparse por cada minuto que perdíamos discutiendo ─. Hemos venido hasta aquí para que hables con el chico.

—No es buena idea. Lo tengo decidido. Y punto.

—¿Has decido seguir siendo un cobarde? ─se mostraba intransigente, echando por tierra mi insistencia.

Su mandíbula se tensó; era llevarlo al límite, yo lo sabía y jugaba peligrosamente con esa delgada línea que me separaba del insulto y un regaño molesto...pero mantuve la esperanza de hacerlo reaccionar.

—Mitchell...¡te ordeno que bajes ya mismo y le digas a Zach cuánto lo has echado de menos durante estos diez años!

Frunció su ceño. Enarcando una ceja, de seguro meditó mil formas de enviarme más allá del infierno, pero con un gran autocontrol y respeto, simplemente se tragó el orgullo. O se lo metió donde le daba la sombra. Era de esperar que en breve se indigestase con tanta palabra reprimida.

Para el caso, era lo mismo.

—¿Tanto esfuerzo y tanto dolor no han valido la pena? ─acuné su mandíbula ─.Pues basta verlo para saber que es un calco de ti ─rogué para que recapacitase ─. Vamos, Gus...él se merece saber que tiene un padre pocas pulgas pero que lo ama aunque diga que no sabe hacerlo ─sonreí de lado y besé su frente, de ese modo paternal que él solía hacer cuando yo necesitaba calmarme.

Rígido, implacable, saldría del coche refunfuñando como un crío.

Cruzando mis dedos, reseguí su andar; pasando por frente a su automóvil, se encaramó hacia la entrada del club, donde un grupo de cinco muchachos conversaban afablemente. Entre ellos, su hijo Zachary.

Sumamente inquieta, repiqueteaba en el asiento rogando que finalmente, este fuera un final feliz.

A lo lejos pude ver el rostro del chico, que despidiéndose de sus amigos, quedaba a solos con Mitchell.

—Vamos...¡abrázalo! ─comiéndome las uñas, ansiosa, esperaba ese momento.

Mitchell me daba la espalda, tapando casi por completo al niño que se sorprendía al ser contactado por ese hombre que por más de dos años se había conformado con las migajas de un amor tan grande como el cielo mismo.

Sollozando, mis manos fueron a mi boca, porque el hijo de Mitchell, finalmente no había huido.

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