3 - "Acechando"

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Por detrás de mí, Mitchell caminaba al mismo ritmo que yo ralentizando su propio andar, ya que la longitud de una de sus piernas era el doble de la mía.

Atractivo, pero malhumorado, me acompañó en dirección al lugar donde aparqué mi viejo pero adorado carro.

—¿Aun existen estos automóviles? —frunciendo el ceño, preguntó incrédulo.

—Tiene más de diez años en mi poder. ¡Más respeto con él, Mitchell! —respondió a mi regaño levantando ambos pulgares.

—Yo tengo un Mustang 69.

—Lo vi cuando lo ubicó allá— señalé a la distancia —, es un automóvil muy bello por cierto —luchando en vano contra el viento, perdí la batalla de acomodar mi flequillo en su sitio —.Bueno, supongo que aquí no levantaremos sospechas —subiendo mis hombros miré hacia ambos lados. Solo un grupo de tres hombres corpulentos, pero entretenidos en sus temas, salían de la cafetería para merodear a otro auto que vagaba por la playa de concreto.

Acercándose más de lo estipulado, fui receptiva a la proximidad de mi contratado.

—Deben creer que estamos juntos —soltó con acierto, mirando por sobre su hombro.

—Oh —expresé y como un agente del recontraespionaje, disimulé mi sorpresa.

Quedando a escasos centímetros de mí, abrió su chaqueta, tomó el dinero rápidamente y lo guardó dentro. Para cualquiera que observase desde fuera, parecía un cortejo inocente. Para mí, aquello significaría una pérdida total de cordura. Su mirada, oscura e intimidante, se posaba en mis ojos. Mordí mi labio, perdiéndome en aquella ridícula actuación.

Ese hombre era oscuro y lucía solitario. Evidentemente, para llevar a cabo esta clase de trabajos, no tendría una familia... ¿o sí?

—Listo, han subido a un coche —cerrando su chaqueta se apartó como si yo contagiase rabia. Parpadeé incómoda por quedarme más de la cuenta sosteniendo un estúpido análisis psicológico.

—Bueno, supongo que es todo por hoy —introduciendo mi llave en el cerrojo de la puerta del acompañante, lancé mi bolso dentro. Cerré, froté mis manos e intenté, por última vez, acomodar mi fleco. Inútilmente ciento por ciento.

—Perfecto, señorita Neummen. Con el transcurso de los días iremos puliendo los detalles del trabajo —profesional, gélido como la nieve, asumió.

—Por supuesto. Gracias de antemano por su ayuda... —solté en la oscuridad del parking, sólo flanqueado por un par de luces de mercurio del interior de la cafetería y otra, de la calle.

—No tiene que agradecer, me está pagando para hacer un trabajo.

—Cierto... —bajé la mirada aceptando su análisis. ¡No se le escapaba una!

—Adiós —inclinando la cabeza, se escabulló por entre los pocos carros linderos, más que al momento de su llegada. Sin tiempo que perder y frío que ganar, me metí en el propio.

Dando marcha puse en funcionamiento mi Chrysler. Debía calentarse lo suficiente como para arrancar y no dejarme varada en plena carretera. Encendí las luces (más potentes sin dudas que las farolas de la cafetería) y exhalé pesadamente.

Algo nerviosa aquieté mis manos en torno al volante. Le había prometido justicia a Elizabeth, y siendo lo más absurdo y loco que haría en mi vida, acababa de cerrar trato con un investigador privado con experiencia en espionaje.

Verificando por el espejo retrovisor el panorama circundante, el Mustang de Mitchell no daba señales de vida. Semejante carro volaba mientras que este, simplemente arrastraba los pies.

Saliendo del estacionamiento, rodé un par de kilómetros en la 41A cuando noté la presencia de otro auto, una SUV azul oscuro la cual se mantenía detrás de mí. Aminoré la velocidad con la esperanza de que  aquella extraña sensación de persecución fuese sólo una idea mía.

Pero no.

Mi corazón se aquietó; pero no sólo por lo que estaba sucediendo sino por lo que estaría por ocurrir: en una maniobra veloz, la SUV se colocó frente a mi vehículo obstruyéndome la marcha. Anclando los frenos para no colisionar de lleno contra el automóvil, perdí el control, acabando a un lado de la carretera, entre medio de una arboleda blanda, sin heridas, pero con un susto de muerte y algo dolorida en mi cuello por el brusco accionar.

Frotando mi nuca con la mano izquierda, jalé del cinto de seguridad con la poca fuerza que me quedaba en la derecha. Liberándome del ajuste, pude ver un gran y pesado humo saliendo del capó.

¡Mierda!

Acopiando voluntad y bastante molesta, abrí la puerta de mi lado para salir a los tumbos. Adolorida, aturdida y a tientas por la cerrada noche, rodeé mi automóvil. La chapa delantera estaba ardiendo y con un terrible golpe. Friccioné mis sienes y recuperando un poco de conciencia perdida, me cercioré que nadie estuviese a punto de atacarme: sin rastros, el auto del conflicto había desaparecido. A punto de estallar en llanto, girando desde la vera de la 41A hasta el sitio de la colisión, choqué inesperadamente con un muro de metro ochenta y tres forrado en cuero negro.

—¿¡Qué...rayos...!? —sin poder articular palabra, espeté. Mitchell estaba allí.

—¿Se encuentra bien? —extrañamente preocupado, me observaba el rostro, las orejas y la cúspide de mi cabeza con frenética atención.

—S...sí...tan sólo ha sido un susto. No estoy herida, pero mi coche no ha tenido la misma suerte—señalando mi pobre Chrysler, anticipé su final.

—No tiene nada que un buen mecánico no sepa arreglar. Éstos son duros de roer —avanzando a la par mía, nos acercamos a la verdadera víctima de aquella horrible escena. Por fortuna, la resistencia de aquel viejo carro me había salvado la vida; de manejar un coche último modelo, estaría viendo las flores desde abajo.

—No sé a qué tipo de mecánicos irá usted, Mitchell, pero esto no se soluciona ajustando sólo un par de tornillos —repliqué disgustada por su facilismo. No tenía el suficiente dinero para arreglarlo; lo acababa de invertir en un hombre de voz gruesa, serio y a su modo, seductor.

—De momento, no podrá utilizarlo. ¿Ha llamado a la emergencia vehicular? —expeditivo sacaba el teléfono de su chaqueta.

—No he tenido tiempo más que de reaccionar y salir del auto antes que explotase —exageré. Hizo un gesto desdeñoso con la boca —.Los papeles están dentro —señalé exasperada, exhausta y un tanto mareada. Tras un leve vahído, me sostuve colocando la mano en la puerta de mi lado.

—Usted no está bien—sentenció. ¡Me acabo de estrellar contra un árbol, Mitchell!¿Cómo cuernos pretende que me sienta?

—Estoy perfecta. Debe ser el mal trago... —minimicé.

—No puede volver en estas condiciones a su casa.

—Pues aun no vuelo, así que apenas esté el servicio de auxilio mecánico me iré de aquí.

Ignorándome por completo, tecleó en su móvil. Apartándose, hablaba muy por lo bajo. ¿O me habría quedado sorda por el impacto?

—En veinte minutos una empresa de acarreo estará por aquí.

—¿Qué? —el olor a combustible y a humo me descomponían.

—Quite las cosas útiles de su auto. Se lo remolcarán hasta donde usted lo indique.

—¿Pero...? —con la poca vegetación circundante dando vueltas a mi alrededor, cientos de palabras se estancaban en mi boca.

Mitchell me tomó de la mano como un padre a su hija; guantes desechables mediante (¿de dónde los había sacado?) me llevó a la rastra hacia su Mustang, estacionado a un lado de la carretera en un sitio oscuro prácticamente invisible.

—¡Suélteme, no soy una niña! —bufé forcejeando. Pero él era más fuerte y obstinado que yo.

—Aguarde dentro de mi coche. Al menos tiene calefacción y podrá recomponerse de sus mareos.

—¡Pero le he dicho que estoy bien!

—Notifíqueselo a su rostro; está blanca como un papel.

Tomando asiento en el lugar del acompañante asumí que Mitchell estaba en lo cierto: el Mustang estaba aclimatado y la butaca era sumamente cómoda.

Con esfuerzo, reseguí su proceder: abrió la puerta del acompañante de mi carro, sacó unos papeles, tomó mi bolso y se dispuso a inspeccionar el coche por fuera. Sin dudas, su oficio quedaba al descubierto a pesar de la oscuridad que se apropiaba de ese confuso episodio.

Apoyándose finalmente en la puerta del conductor de mi Chrysler, cruzó los brazos en su pecho. Era un tipo extraño y muy guapo. Un hilo de vapor salía de su nariz al respirar.

Mis parpadeos eran cada vez más largos e inconsistentes. No soportaba el peso sobre mis ojos.

Ofreciendo resistencia, abrí mis ojos de golpe pero la lucha tendría un solo ganador: el agotamiento.

____

Despegando mi boca pastosa, hice un chasquido exagerado con la boca.

Recuperando algo de energía, finalmente desperté. ¿Cuánto tiempo habría dormido en ese auto confortable? Irguiendo mi espalda, me incorporé al asiento, notando una risa maliciosa por parte del chófer del automóvil.

—¿Y mi auto? —pregunté reacomodándome.

—Allí —señalando el espejo central, mostró las luces del remolque que nos seguía.

—¿Hacia dónde vamos?

—¿Adónde cree?

Tardé un par de segundos, más de los necesarios, en comprender.

—Oh, sí...a mi casa.

—Exacto.

El pesado silencio se agolpó allí dentro. Reconocí el paisaje circundante y un par de carteles de la carretera; estábamos a 6 km de Brentwood.

—Falta menos para llegar —solté hacia la ventanilla señalando el indicador con la distancia.

—Los carteles suelen ser elocuentes —¿Era necesaria tan poca simpatía en sus comentarios? Llené mis mejillas de aire y me desinflé como un globo.

Otra vez un período de silencio nos embargó. Pero para mi sorpresa, él habló antes que yo.

—Señorita Neummen, ¿notó si la maniobra ha sido deliberada por parte del automóvil que iba detrás suyo? —enfundado en rol policial, miraba contrariado hacia delante.

—Obviamente que sí. Disminuí adrede la velocidad para deshacerme del automóvil, pero no sólo me siguió sino que después desvirtuó mi recorrido.

—Esta bien, ya sabremos con qué propósito ha sido.

Parpadeé frunciendo mi entrecejo.

—¿Lo sabremos?

—Por supuesto. Yo puedo saberlo todo.

—Oh... —expresé y arremetí más despierta —. ¿Y eso me resultará muy costoso?

—Gentileza de la casa —¿Mitchell me acababa de hacer una broma? Confirmé la existencia de esa extraña suerte que me perseguía este día.

—¿Puedo? —señalando el botón de la radio, pedí permiso. Aún teníamos algo tiempo para compartir y las pocas palabras entre ambos, me sofocaban.

—Si le agrada la música celta, no creo que tenga problemas.

—¿Música celta? ¿Cómo la de la "Corazón Valiente" de Mel Gibson? —apartando sus ojos de la carretera por primera vez, subió una ceja.

—Seee —a disgusto con mi comentario, regresó su vista al inexistente tráfico frente a nosotros.

Finalmente, apreté el botón.

El sonido de las gaitas no sería peor que el silencio o que sus respuestas con tan poca amabilidad.

—Nunca conocí a nadie que le guste esta clase de composiciones.

—Porque no es la más difundida.

—¿Su teoría radica en que por no ser popular, entonces cuenta con menos adeptos?

—Algo así —conciso, me dejaba sin tema de conversación. 

Grrrr.

Minutos más tarde, en las proximidades de mi hogar, la escena no sería mucho más favorable que la de la carretera al salir de Nolensville. Atravesando ese angosto camino rodeado de árboles frondosos, Mitchell entrecerraba sus ojos.

—Aquí hay algo raro —intuitivo como un perro de caza, estaba en lo cierto.

Aquel comentario me invitó a observar con atención: de prisa salí eyectada del Mustang; todas las noches, y religiosamente a las 7, mamá encendía las farolas del cobertizo. Esta vez, era la excepción.

Con un escalofrío desconcertante, correteé hasta subir al galope los cinco escalones que me separaban del nivel de ingreso.

Tras de mí, Mitchell apuraba el tranco.

Corroboré que la puerta estaba entreabierta. Llevé las manos a mi boca antes de entrar. Fue para entonces cuando el miedo paralizó mis músculos, adueñándose de cada fibra.

—Maya, quédese quieta.

—Pero... — sin saber si entrar o no, obedecí al borde del colapso nervioso.

—Siéntese allí —señaló hacia un lateral.

—Pero...¡mi mamá! —lloriqueé en estado de shock.

—Iré a por ella, despreocupése —ordenó —.Ahora —sujetando mis antebrazos, dictatorialmente, agregó —, tome asiento en la banca —señalando con su mirada el viejo asiento de madera repintado de mi madre, Mitchell quiso que mantuviera la calma.

Antes de ingresar por completo a mi casa, realizó una seña lejana al remolque que llegaba tras nosotros pidiéndole que abandonase mi coche y volara en ese mismo instante de allí.

De nuevo, tuve pánico; froté mis manos, crují mis dedos y les dí calor llevándolos a mi boca.

—Evidentemente no hay nadie —aún fuera, sentenció espiando por las ventanas, haciendo visera con sus manos.

—¿Cómo lo sabe?

—Hubiesen salido disparando apenas vieron las luces del coche y la grúa.

Respondí sorbiendo mi nariz, era imposible no estar llorando para esas alturas.

—Manténgase alejada de la escena. Confíe en mí. Sé lo que hago —tiritando, asentí convencida de lo que me decía.

Metiendo la mano dentro de su chaqueta, supuse, cargaría un arma. Con cuidado, sin hacer ruidos, entró. Aguardé por un instante eterno; impaciente, no duraría mucho tiempo sentada e inactiva. Sin desear entorpecer el accionar de Mitchell, caminé sigilosamente por detrás de la casa para entrar por la puerta de servicio, ubicada en la cocina.

Recurriendo a una copia de la llave original oculta en un cubo repleto de tierra, intenté calmar mis dedos temblorosos para girar el cerrojo. Abriendo en pleno silencio, ni una mosca volaba. A paso lento pero firme, fui hasta el corredor, aquel de larga extensión en el cual mi madre hacía alarde de nuestros méritos escolares, universitarios y morales: "La mejor compañera", "La mejor amiga", "La maestra de grado", "La enfermera diplomada"...

Mitchell no estaba allí, pero una línea de luz se colaba por debajo de la puerta del cuarto de mi madre.

Con un nudo en la garganta, las escenas más crueles se suscitaban en mi mente como refusiles de tormenta.

Adolorida moral y físicamente, me preparé para lo peor; envuelta en silencio y oscuridad fui hasta la habitación de mi madre, la última puerta en la que remataba ese largo pasillo. Un murmullo oscuro, me dio a entender que Mitchell estaba hablando.

¿Con ella?¿Con otros?¿Con quién?

Posando mi mano sobre la puerta, abrí con la impotencia de no saber cómo reaccionaría ante el eventual cuadro de situación, cuando, lamentablemente, enfrenté lo que no deseaba: confirmando mis peores pesadillas mis piernas pesaron, estampándose contra las tablas crujientes del piso de la habitación de mi madre. Poco me importaba arruinar la escena del crimen, llenando con mis propias huellas los pisos. 

Llorando a mares, no pude contener la decepción de esa imagen: mamá estaba recostada en su cama, tiesa, como dormida, pero con sangre a su alrededor. Mitchell se mantenía estático sobre el marco de la ventana hasta que me vio momento en el cual interrumpió su monólogo con el teléfono y a grandes zancadas (fue más cuidadoso que yo en cuanto a la preservación del sitio), me abordó:

—Le he pedido que espere fuera... —regañó pero con ternura. Guardando su móvil en el bolsillo de su chaqueta, me contuvo.

—¡M...mi...m...mamá! —busqué explicaciones en sus ojos, hundiéndome en su mirada color carbón. Gritando, con al afonía escalando mis cuerdas vocales, el dolor decía presente.

—No debía ver esto —en un susurró, siseó. Sus manos eran cálidas y serviciales.

—¿Quién...? ¿Por qué...? —continué preguntando con la angustia estallando en mi cuerpo.

Sujetándome por las manos, invitando a ponerme de pie, Mitchell me cobijó en su pecho fornido y suave, cubierto por la chaqueta de cuero. Lloriqueando, con el alma partida en dos, no daba crédito a semejante maldad. ¿Con qué propósito meterse con una mujer leal y formidable como ella? ¿Con qué fin dañarla?

Histérica, mis aullidos subían su volumen, pero el arrullo sostenido de Mitchell aquietaba mi furia ciega. No podía moverme, no podía abrazarla.

No podía creerlo.

—Maya, los forenses están en camino. La policía vendrá de inmediato.

Confundida, en penumbras, sólo pude asentir. La muerte se había equivocado de persona una vez más.

—Perdone mi crueldad en este momento, pero es necesario que omitamos el tipo de vínculo real que nos une para cuando lleguen los agentes —firme, dijo buscando mis ojos hinchados.

—¿Vínculo? No entiendo —desmembrada y hecha polvo, pregunté.

—Nadie puede saber que me acabas de conocer porque pretendes asustar a alguien. El objetivo quedaría trunco —afirmó.

—¿Qué sugiere? —rogando una definición, aun sabiendo que no era el momento, pedí.

—Diremos que somos pareja.

—¿¡Qué!?—en un quejido, expulsé con rabia.

—Será lo más fácil. Déjame hablar a mí; quien critique tu silencio, quedará como un idiota por no comprender la situación que estas atravesando. Recuerda que estoy acostumbrado a lidiar con estos temas.

Frotando mis ojos, accedí. Después de todo, él era el experto en actuación.

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