4 - "El gran escape"

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La escena era atroz. Un claro mensaje mafioso. Sin lugar a dudas, alguien estaba atrás de Maya.

Sin el cuerpo de Felicity Morgan en la casa (la madre de mi clienta), saliendo de la habitación ya contaminada por sus múltiples pasos y algunos de los míos y sin la presencia policial, nos sentamos en la cocina. Ella preparó un café por inercia; su cuerpo pequeño caminaba sin fuerzas, con el dolor aguijoneando su pecho y sus pies arrastrándose cual caracol.

Lucía frágil, perdida y muy sola, y si bien yo también lo estaba, mi caso era una simple elección personal.

—No es posible... —deslizó apoyando las tazas en la mesa—.¿Por qué mi mamá? —vagando sus bellos ojos por el piso, buscaba respuestas.

—Debes pensar en que esto no ha sido producto del azar, Maya.

—¿Usted lo cree así? —quejumbrosa, en el abismo vocal, se desplomó en la silla.

—Puedes tratarme de tú, Maya. Quitemos formalismos —¿Yo, quitando formalismos? Evidentemente el cansancio, la presión y el tenebroso momento vivido, me jugaban una mala pasada.

—¿Lo vinculas con el incidente en la carretera?

—Por supuesto. 

 —¿Es necesario que la policía esté involucrada? —de la nada, cuestionó. Y yo recordé de inmediato su pedido de justicia: nadie, ni siquiera el cuerpo de policías habría hecho algo para esclarecer el crimen de su hermana.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque supongo que otra vez esto quedará impune —sumándome otro punto por mi sabia deducción, Maya diagnosticó.

—La de tu madre ha sido una muerte violenta. Los medios prontamente se harán eco de la noticia, máxime, si atan cabos con respecto a lo de Liz. Dos muertes dudosas de miembros de la misma familia en menos de un año, es sumamente sospechoso.

—¿Entonces? ¿Debo también perder las esperanzas con mi madre?

En mi trayectoria como agente de investigaciones, me había encontrados con situaciones de las más variables del mundo: desde desalojos violentos con niños mediante, toma de rehenes en robos y violaciones como las de Elizabeth Neummen hasta búsqueda de esposas infieles. Sin embargo, la tristeza, la resignación y el dolor desesperante de Maya, eran simplemente conmovedores.

—No,Maya. Trabajaremos juntos para encontrar al culpable —sosteniendo su mirada, arrastré una de mis manos sobre el mantel para posarla sobre la suya, la cual acariciaba la taza de porcelana labrada.

Ella elevó sus ojos marchitos de dolor, refugiándose en mi incipiente contacto.

—No te podré pagar para esclarecer este crimen también —masculló con una gran inocencia.

Tragué fuerte.

—No te he pedido honorarios.

—¿Cortesía de la casa? —suspiró dibujando una línea curva poco expresiva con sus labios en un gesto cautivante y sensible.

—Dalo por hecho.

Apartando mi mano de la suya, fría y sedosa, tomé desde dentro de mi chaqueta mi bolígrafo; una pluma Mont Blanc, mi preferida. Ante su mirada atónita, corté un paño de papel desechable del rollo parado sobre la mesa y me dispuse a escribir lo más prolijamente posible: "se deja constancia que en el día de la fecha no cobraré honorarios por mi ayuda profesional."

Con un garabato como firma, sellé mi compromiso.

Su sonrisa genuina y débil fue acaso la imagen más noble y preciosa del mundo. Debí pasar saliva y beber algo de café para no confundir mi análisis de la situación con algo más de compasión de la necesaria.

—La pondré junto a la otra nota —dijo, colocándola de lado, tibiamente.

—Mmm este un rico café —lo saboreé.

—Creo que después del que hemos tomado en esa cafetería de poca monta en la que nos encontramos, hasta el agua de un estanque sabe mejor —con la ironía aflorando en pequeñas dosis, de a poco, la muchacha jovial de la tarde anterior decía presente nuevamente.

___

—¿Por qué ocultaste tu identidad cuando los policías preguntaron por ti? —Maya indagó, sigilosa.

Estábamos aun en la cocina, con los primeros rayos del amanecer filtrándose por las ventanas.

—Soy detective privado, Maya. Y la privacidad, necesita de cierto resguardo.

—Pero fraguaste un testimonio.

—Despreocúpate por eso. Mi verdadero nombre es lo de menos.

—¿Realmente te llamas Gustave Mitchell?

—Gustave es verdadero, mas no así mi apellido —declaré en un estado de inconsciencia y sueño absurdo. ¿Desde cuándo ponía en riesgo mi profesión con un cliente?

—Comprendo. Debes reservar tu intimidad.

—Es parte del éxito de mi trabajo. Si todos me conocen o me encontrasen así como así en google, estaría fregado —me permití admitir frente a su gesto perplejo.

—Yo te he buscado en google... —enfundando sus dientes bajo sus labios, se mostró avergonzada, casi como si estuviese confesándose en misa dominical.

—Es lo más habitual del mundo, no te aflijas.

—No encontré mucho que digamos, tampoco.

—Entonces, es una buena señal —arqueé mis cejas, buscando complicidad de su parte. Y la obtendría.

Mirando la hora en mi reloj, las agujas decían que era tiempo de marcharme. El cadáver de su madre ya estaba en la morgue y dudaba ciertamente, que se lo entregasen a su hija en breves horas.

Pericias más exhaustivas, análisis y peritajes varios, le aseguraban una larga estadía lejos de casa.

—Es extraño haberme quedado sola —en un suspiro, se encargó de decir.

—Supongo que es más difícil cuando no optas por ello.

—Tal vez. Nunca lo he hecho por elección. No sabría qué se siente aquello —confesó con la intención de que yo hablase. Pero no obtendría más de mí.

Poniéndome de pie, decidí marcharme.

—Ante cualquier novedad, llamado policial, visita o lo que sea, me contactas, ¿correcto? —advertí tratándola como a un hijo pre adolescente —.Ahora mismo recuéstate, mira la televisión...haz algo.

—Como si fuera tan fácil —deslizó con justicia.

No pude acotar nada más. Si lo hacía, era desde el desconocimiento: mis padres vivían en Detroit, mi hermana en Oregon y mi hijo en Louisville. Jamás había atravesado semejante pérdida y de tal modo.

—Llámame.

—Está bien. Lo tendré en cuenta —al acompañarme hasta la puerta, su pesar reptaba por el piso.

Despidiéndome como la noche anterior, inclinando la cabeza, me introduje presurosamente dentro del Mustang. Ella no se despegaría ni por un segundo de la puerta. Recostada sobre la jamba lucía más pálida (si aquello era posible) y muy cansada. No era para menos: apenas horas atrás ajusticiaban a su madre de tres disparos.

Avanzando rumbo a Nashville, recordé esos ronquidos breves y espasmódicos al momento de su siesta tras el incidente en la carretera.

Distrayéndome más de lo admisible, sus rasgos dulces y delicados me arrebataban la atención. Su asiento aún conservaba algo de la esencia de su perfume.

Focalizándome en lo realmente importante, apenas llegase a mi domicilio debería investigar el titular del dominio del coche que le hizo perder el control (había tomado registro de la chapa al momento de salir del estacionamiento de la cafetería en la ruta, los tres tipejos fornidos que se fueron detrás nuestro eran quienes se encontraban dentro del automóvil agresor) y la conexión con este asesinato cruel.

El móvil sonó descompaginando mis eventos futuros. Era Bryan. Quizás, contarle sobre este caso, me daría acceso a mayor información.

Mi amigo sabía que yo me encargaba de "trabajitos menores" siendo en alguna que otra oportunidad quien me brindaba el acceso a determinados contactos pero siempre dentro del absoluto hermetismo; después de todo, él continuaba sirviendo a la patria desde la fuerza de elite por excelencia.

Pero este caso estaba en pañales; reciente, tibio, aún no debía salir a la luz si deseaba obtener la justicia tan ansiada. Mientras menos gente estuviese al tanto, mayores posibilidades de éxito nos asegurábamos.

—Hey, amigo. No me has llamado ayer —regañó.

—Se me ha pasado el día,no me he dado cuenta.

—¿Estás conduciendo?

—Sí, estoy en plena carretera. Si me fichan las cámaras, voy muerto.

—Pues ya sabes que eso tiene solución —sonrió apelando al poder de estar ocupando una banca importante dentro del FBI —. ¿Sigues escondiéndote de Zach? —él era el único que conocía aquel dato.

—Algo así —mentí. A medias.

—¿Por qué no hablas con Barbara? Quizás te permita acercártele...

—No —sentencié con rudeza —.Las cosas permanecerán así. Es lo mejor para todos.

—Lo mejor para él y ella, pero para ti, no lo creo.

—Supón lo que quieras. Yo no puedo darle una décima de lo que Brandon sí —y vaya que sí podía. 

Brandon Dillon IV era un reconocido médico especialista en pediatría y quien les daba la seguridad necesaria para sus vidas. No lo juzgaba: yo había dejado ir a Barbara antes que él comenzase su romance con ella. O al menos eso preferí creer.

—Eres terco, hombre.

—Como tú, insistente.

Dialogando de cosas sin sentido, finalmente colgué. Evadí hablar de Maya, de las tontas papeletas con mi firma en ellos y las muertes que misteriosamente la rodeaban.

Al ingresar a mi casa, una extraña puntada repercutió en mi estómago: ¿por qué la muerte la acechaba y yo la había dejado sola, en su casa, con la escena del crimen de su madre al alcance de la mano?

Sacudí mi cabeza presionando mis sienes: yo no era su niñero ni su guardaespaldas, simplemente me había contratado para cumplir con un trabajo, encontrándonos circunstancialmente envueltos en una situación (otra) confusa e inesperada.

Pero por un instante, algo que mucha gente llama conciencia, cerró sus nudillos haciéndome toc toc en la cabeza: ¿en qué clase de hijo de puta insensible me había convertido?

Dubitativo, aún sin desvestirme para colocarme un pantalón deportivo gris marengo y la sudadera de los Tigres de Tennesse, orgullo en mis tiempos como estudiante en la escuela de leyes, presioné su número.

Sonó en reiteradas oportunidades; impaciente, repetí el llamado tres veces más. Caminando como un poseso, peinando mi cabello ondulado con los dedos vertiginosamente, me debatí si debía recorrer los mismos kilómetros una vez más en pos de asegurarme la tranquilidad de Maya.

Si ella estaba muerta, la culpa por dejarla abandonada a su destino sin siquiera luchar, sería la asesina de mi mente.

Por fortuna, la devolución de su llamado dejó de lado mis conclusiones.

—¿Mitchell? —con voz pastosa, preguntó.

—Maya... ¡casi muero de un infarto! —exageradamente temperamental, exhalé mirando al techo. Pero ella ni se inmutó. Gracias al Cielo.

—Estaba dormida, enredada entre los cojines del sillón —desplomándome sobre el mío, descansé mi cabeza. Maya estaba sana y salva. Al igual que mi conciencia.

—Pensé...por un momento...lo peor... —reconocí, incómodamente.

—Estoy bien. Gracias por preguntar.

—Me he quedado preocupado. Creo que no es buena idea que permanezcas en tu casa y mantengas esa línea telefónica.

—¿Por qué?

—Porque es probable que vayan por ti —despertando al viejo Gus, lancé sin medir el impacto.

—¡Oh por Dios! —sin anestesia, había acestado mi golpe.

—Mira, Maya, debes mantener la calma. Ahora mismo debo hacer unas averiguaciones, pero necesito que me escuches con atención —con la cabeza fría, yo funcionaba mejor —:no debes correr riesgos.

—¿Entonces? ¿Qué hago?

—Sin levantar sospechas, arma un bolso pequeño con algo de ropa y papeles que puedan serte de utilidad. La idea es que te mantengas alejada.

—¿Y adónde iré? —quejumbrosa, su voz de a poco se despabilaba.

—Déjalo por mi cuenta. En breve te vuelvo a llamar...y por favor, respóndeme de inmediato —obligué con el dedo en alto, como si pudiese verme regañándola.

—Está bien, aguardo tu llamado.

Del fondo de mi armario rescaté una agenda con viejos contactos, forjados en mis años de servicio.

Maya tendría que desaparecer de Brentwood por su bien, pero no lo suficientemente lejos. Desde luego, ella tenía una vida y compromisos asumidos en ese sitio y borrarse del mapa, no era lo más viable.

Oak Hill era una ciudad pequeña, a mitad de camino entre su casa y Nashville, sitio de mi residencia y quizás, un lugar propicio para ocultarse con sobriedad donde nadie supiera de ella.

Yo conocía sobre vidas paralelas y escapes.

Encontrando en la web a un precio razonable un motel cercano a la carretera 78, la llamé para comunicarle mi plan. Sin tener en cuenta el detalle del dinero, decidí simplemente hacer la reserva por ambos.

De seguro protestaría por mi autoritarismo, pero si deseaba seguir con vida, no tendría otra opción más que tener confianza en mí y dejar el manejo de toda la situación en mis manos.

Ladinamente, me encontré pensando en la confianza, en la que no había sabido transmitir a Barbara. Casados por cinco años, todo parecía ir sobre ruedas hasta que las exigencias de mi trabajo, la falta de horario, mi licencia médica y la poca intimidad de pareja, en gran parte por la llegada de un bebé, desgastaría nuestra relación.

No obstante, a todos sus intentos, yo sólo sumaba problemas. Más concentrado en rendir laboralmente, las horas en mi casa eran pocas y las responsabilidades para con mi familia, inexistentes.

En aquella vieja agenda de cuero negro, ajada por el paso del tiempo y el abandono, como mi propia vida, unas fotografías asaltaron ingratamente a mi nostalgia: Barbara, Zach y yo éramos una familia, rememorando de este modo la felicidad de ser padres y lo mucho que habíamos luchado por conseguirlo.

La segunda imagen no sería menos impactante: dos años atrás, perseguiría a Zachary para tomarle una instantánea sin que lo notase.

Ante el mínimo problema, yo buscaría refugio en el alcohol y el tabaco, haciendo de esas adicciones una herramienta de choque. Abriendo el cajón de mi mesa de noche, coloqué mi hallazgo allí dentro con el afán de tenerlo más cerca de mí pero no a la vista de mi lado humano, fácil de flaquear.

Mientras planeaba los próximos pasos con algo más de cuidado, tomé una ducha y cambié mi atuendo por algo menos formal.

Gracias al agua cálida, mis músculos se sentían más a gusto dentro de mi cuerpo. Con ese alivio repercutiendo en cada poro de mi ser, abrí nuevamente mi portátil para continuar con mi punto de abordo.

Masticando un emparedado a grandes trozos y bebiendo cola de dieta, tipeé compulsivamente. Deducciones, datos, rasgos, todo aquello que venía a mi cabeza era volcado en esa hoja en blanco que de a poco se llenaba de letras.

La hermana de Maya, Elizabeth, era la mayor de las Neummen por tres años. Maestra de grado de una escuela pequeña en Brentwood, sin pareja estable y viviendo junto a su madre, era el prototipo de muchacha católica a ultranza y un ejemplo de mujer.

Sin embargo, una tarde, al regreso de sus clases, el destino cambió su rumbo: se mantendría como desaparecida por cinco días hasta que finalmente, un vecino de la zona encontró un cadáver a la orilla del río Little Harpeth, semidesnudo y con un avanzado grado de descomposición. Herida en cuello y muñecas y con una  violación consumada, el pueblo se vio conmocionado.

Pero lejos de convertirse en un caso emblemático, el público rápidamente la olvidó. Inconstancia, poca evidencia recogida en la escena del asesinato y escasa voluntad por parte de los que tenían en su poder la causa, relegarían todo a un archivo, a expensas del polvo y el abandono.

Otra vez recurriendo a viejos contactos, accedí a la información principal del caso. No sólo hallaría la mención periodística que ya pondría en mis manos con la primera investigación, sino que además, se sumaban algunas vagas pero concretas evidencias.

Las heridas en cuello y brazos habría sido impartidas por alguien zurdo, mucho más pesado que ella (en el informe constaba que Elizabeth rondaba los 50kg y medía 1.58 metros) y que el ADN que se encontraría bajo sus uñas pertenecía a dos sujetos. Al igual que el semen hallado en su cuerpo, las pruebas eran contundentes. No había sido obra de un tipo sino, de al menos, dos.

De la partida era una fotografía de baja calidad, pero que, según palabras de Maya, la habría encontrado entre las pertenencias de su hermana cuando junto a su madre recogían sus ropas para donarlas a la caridad.

Un hombre moreno de aspecto fuerte, acompañaba de lado a otro, uno rubio como el oro y en primer plano, de rasgos interesantes, el cual lucía una sudadera de los Atlanta Thrashers, un equipo de hockey sobre hielo con varios años de desaparecido en las ligas principales. Utilizando como disparador el hecho de que era un conjunto con poca trayectoria y que tan solo un puñado de fanáticos serían quienes adquiriese el merchandising oficial, resalté el hecho de visitar Atlanta en lo inmediato. Eso, sumado a un reporte extraoficial que ubicaba a la SUV azul en las inmediaciones de esa misma ciudad, calcinada y abandonada, nos marcaba la ruta a seguir.

Inmerso en mis tareas, olvidaría por completo llamar a Maya por segunda vez. Aparentemente escarmentada, el teléfono sonó tan sólo en una oportunidad.

—Pensé que tendría que acudir a mi abogado para llevarle los papeles que firmaste —retrucó despierta.

—¡Vaya que eres desconfiada, mujer! —suspiré resignado, pero sabiendo que sonaba a broma — .¿Has hecho lo que te indiqué?

—No tengo mucha ropa para escoger. La elección fue fácil —imaginé tres conjuntos de lanilla, horribles camisas de cuello amplio y chaquetas acampanadas como Mary Poppins —,y como no sé cuántos días tendré que estar fuera...

—No lo sabemos, Maya. Lo cierto es que esto ha pasado de ser una simple investigación. Hay alguien interesado en ti. Y no de la mejor manera precisamente —pude imaginar su rostro fruncido. Chasqueó la lengua.

—¿Y ahora qué hago? —desorientación recurrente.

—Por lo pronto esperar a que vaya a recogerte.

—¿Tú?¿Pasar por aquí?

—Si mal no recuerdo tu automóvil está averiado y visto y considerando que debes destinar el dinero de su arreglo a la renta de una habitación en un motel, no tienes muchas opciones de traslado.

—¡Maldita sea! Echaré de menos a mi Crysler.

—Pues más echarás de menos a tu vida si alguien te encuentra —poco sutil, impacté de lleno en su pecho —.Disculpa Maya, suelo ser un poco brusco —fui sutil. El mejor adjetivo era "hijo de puta".

—Ya lo creo que sí —se replegó, un tanto dolida. Lo noté en su tono de voz.

—Soy un...bruto.

—Mitchell, eres como eres. Y no es necesario que seas ni amable ni gentil conmigo. Estamos vinculados de un modo extraño y poco convencional, y ya. No hay que darle más vueltas al asunto —inteligentemente, me daba una bofetada de realidad. ¿Por qué entonces yo enredaba las cosas? El no dormir me condenaba.

—Perfecto...pues mantente alerta. En media hora estaré por allí.

En un pequeño bolso guardé unos documentos para repasar junto a ella, una grabadora, unos artefactos de audición de largo alcance, algo de dinero, dos teléfonos móvil anticuados pero necesarios en esta nueva etapa y un extraño amuleto: la fotografía de mi hijo, robada dos años atrás.


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