CAPÍTULO 1: LA CAÍDA

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—¿Hoy enviaste tu novela al concurso literario? —preguntó Peter desde el otro lado de la línea.

Volver a escuchar su voz, aunque sólo fuera por teléfono, me traía un sorprendente sentimiento de paz.

—Sí, la convocatoria cierra en un mes y el ganador lo anuncian en cinco meses —le respondí mientras jugueteaba con las llaves de mi auto; indudablemente, el tono que había usado estuvo lleno de nerviosismo.

Este era el primer concurso en el que participaba con la novela que había estado puliendo desde los dieciocho años, así que me hallaba sumamente angustiada por el resultado. Ya había concursado en competencias literarias antes —organizadas por la universidad—, pero siempre participé con cuentos, no con una novela. Además, ahora me había inscrito a un certamen nacional; las cosas, sin duda, eran muy diferentes así.

Debo admitir que realmente me estaba controlando mientras hablaba con mi novio por el móvil, ya que la verdad es que, dentro de mí, la emoción, la incertidumbre y la esperanza se mezclaban en mi pecho, haciéndome sentir más desorientada y ansiosa que nunca.

—Estoy seguro de que ganarás —afirmó Peter—. Tu historia me atrapó desde la primera página y el final es completamente inesperado —hizo una pausa—. Si yo fuera el juez, te daría ese premio ahora.

No pude evitar sonreír. Esta es una de las razones por las que lo amo, pensé en ese instante, siempre sabe qué decir cuando estoy al borde del colapso.

—Espero que los jueces piensen de la misma forma que tú —le respondí a punto de lanzar una risita nerviosa.

—Lo harán, si no, por fin confirmaremos que no tienen uso de razón —dijo, y yo lancé una carcajada—. En fin —empezó, empleando un tono de voz más serio—, quiero decirte que, sea cual sea el resultado, estoy muy orgulloso de ti, Emily.

Sonreí de oreja a oreja.

—Gracias, Peter; yo también estoy orgullosa de ti. Esa investigación, en la que estuviste trabajando durante todo tu último año, será el comienzo de algo grande, ya lo verás.

—Eso espero —contestó.

El silencio inundó la línea telefónica. La tensión inexplicable se adueñó de mi estómago.

—Te extraño —me dijo después de un tiempo.

Suspiré.

—Yo también.

Un hueco apareció en mi abdomen. De repente, la idea de abrazarlo y besarlo se me presentó como una necesidad sofocante.

—¿Cuándo regresarás? —le pregunté.

—En una semana.

Una semana es toda una eternidad, pensé. 

—¿Hoy qué harás? —quiso saber.

—Cena familiar —le respondí—: Mis abuelos paternos, mi abuela y mi tía materna, mi padre, Jennifer, Jane y Lorraine con su esposo Erick, todos reunidos en una mesa.

—Espero que sea una gran cena.

—Gracias. Espero que sigas disfrutando esta semana con tu familia en Carolina.

—Gracias.

Luego vino otro silencio. Presentí que quería añadir algo más, pero no lo hacía. Tal vez sólo eran inventos míos.

—¿Em? —agregó luego de un rato.

—¿Sí?

—Te amo.

Dos palabras de gran valor. Dos palabras que significaban muchas cosas. Dos palabras que sentíamos mutuamente.

—Yo también te amo.

—Nos vemos.

—Nos vemos.

Entonces colgué. Dejé el celular a un lado y me levanté de mi lugar para acercarme al espejo. El departamento estaba sombrío por el exceso de nubes en el cielo, sin embargo, lograba reflejarme con claridad en el cristal. Cabello castaño y rizado, ojos oscuros azulados, piel más morena que pálida...

—Han cambiado muchas cosas desde que me gradué de la secundaria —hablé con la mujer frente a mí—. Hace unos meses terminé la universidad y ahora estoy viviendo en este departamento londinense. Hice nuevas amistades en Oxford: Colin, Samantha y Javier. Mi novio es Peter. Mi familia sigue igual de completa que hace cuatro años, con la excepción del esposo de Lorraine: Erick. Me llamo Emily Anderson y entré a un concurso literario; sabré el resultado en febrero del 2013. No sé qué día exacto es hoy, pero es septiembre, septiembre del 2012. 

Desde que había egresado de la universidad, empecé a hacer este ejercicio en voz alta. Por alguna razón, que me comenzaba a preocupar, estaba perdiendo mi capacidad de concentración, así que, escucharme narrando mi presente, me ayudaba a mantener la calma. No le había dicho esto a nadie y no pensaba hacerlo. Es sólo estrés, me aseguraba inocentemente. Se me quitará en algunos días, me había estado repitiendo por tres meses.

Sentí un nudo en el estómago. 

—Edwin..., Jade, Evelyn y Dylan eran tus amigos en la secundaria; los mejores amigos que has tenido. No sabes nada de ellos desde hace cuatro años —el silencio invadió mi hogar y traté de no llorar—. Edwin..., Jade..., Evelyn..., Dylan, ¿dónde están?

Moví la cabeza para alejar la idea de mi mente. Si empezaba a explorar el pensamiento de haberlos perdido para siempre, me hundiría sin retorno en un mar de lágrimas. No tenía tiempo para esto, debía llegar a casa de mi padre para la cena; por lo tanto, agarré mi bolso, tomé las llaves del vehículo y del departamento, y salí de mi hogar. Esto último fue lo más tardado de realizar, ya que revisé tres veces que todas las ventanas estuvieran selladas, también abrí y cerré el picaporte del umbral dos veces, todo con el objetivo de asegurarme que sí le estaba poniendo seguro a la entrada. La verdad es que, desde que había regresado a Londres, una extraña obsesión por mantener mi departamento completamente seguro se había apoderado de mis entrañas.

Después de repetirme varias veces en la cabeza que todo se encontraba en perfecto orden, bajé las escaleras y me fui al exterior para llegar a mi auto. Localicé mi carro mientras pensaba en lo helada que se hallaba la tarde. Abrí el vehículo de manera atropellada, me senté en el sitio del conductor, acomodé las cosas que cargaba conmigo en sus respectivos lugares, cerré la puerta y giré las llaves para encender el coche. Esperé unos minutos a que el motor se calentara para pisar el acelerador. El automóvil avanzó por el mojado cemento de las avenidas sin ninguna dificultad. Había algo de tráfico, pero con algo de suerte, sí podría llegar a tiempo.

Durante el trayecto, me imaginé la escena de la reunión familiar con mucho anhelo. Mis abuelos paternos estarían discutiendo sobre cualquier tema, pero, aun así, se ayudarían mutuamente a sentarse alrededor del comedor. Mi tía asistiría a mi abuela materna a acomodarse en su silla. Jack y su hija de veintiún años estarían preparando los alimentos; y otra joven de veinte años pondría los cubiertos sobre la mesa.

Exhalé. Pensar en la premisa de que Jennifer tenía veintiuno, y Jane, veinte, sólo ponía en evidencia lo rápido que se había evaporado el tiempo. Aún recordaba a mis hermanas como a unas pequeñas traviesas, pero era evidente que hace muchos años lo habían dejado de ser. Jennifer se dedicaba a estudiar Ballet de manera profesional en la Real Academia de Danza, y Jane estaba en la Real Academia de Música; ambas se localizaban aquí en Londres. Yo sabía acertadamente que mis hermanas se encontraban muy motivadas con el rumbo que habían elegido, se les notaba a simple vista cuando practicaban sus respectivas disciplinas. Ninguna de las dos tenía un novio o una pareja oficial, pero estaba bien... Por otra parte, Peter y yo sí teníamos una relación estable, sin embargo, no vivíamos juntos ni tampoco habíamos pensado en sacar ese tema a discusión; para ambos nuestro estatus actual era más que suficiente. Luego había otra persona: mi hermana mayor. Lorraine tenía veintisiete años. Se había casado hace un año, y desde entonces Erick y ella se veían más contentos de lo usual. Lorraine era abogada, trabajaba para el Gobierno al igual que su esposo. Su morada se hallaba muy cerca de la mía.

Mi vida marchaba de forma correcta. Si todo salía bien, en febrero sabría si el esfuerzo de cuatro años tendría alguna recompensa.

Puse los limpiadores a funcionar, ya que había empezado a llover de forma estruendosa... Ahí fue cuando me di cuenta de que mis manos se encontraban heladas y temblaban sin control, mi cuerpo tiritaba, el pulso de mi corazón me cerraba la garganta... No podía respirar... El carro estaba empezando a cerrarse en torno a mí para no dejarme escapar... Quise gritar, pero sólo unos chillidos insignificantes emanaron de mi boca. Mis piernas se inmovilizaron, mis brazos se pusieron como rocas y lo único que mis ojos delirantes pudieron distinguir fue a esa luz blanca y sofocante que se acercaba para devorarme. Pensé que se trataba de la muerte, pero era algo mucho peor. 

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