CAPÍTULO 10: MI AMOR

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Abrí el picaporte para ingresar a la casa y Amanda se quedó con la boca abierta para que, posteriormente, expresara admiración. Le sorprendió cómo había quedado todo después de la remodelación de la semana pasada. La madera recién pulida de las puertas, paredes y pisos; comedor, cocina y sala totalmente nuevas; y las cosas en su lugar indicado. Era un sitio agradable para estar. Sabía que le sorprendió tanto como a mí. Esta casa hecha cenizas ahora era un hogar habitable y eso era bueno.

Dejó su mochila a un lado y se fue a preparar la mesa para servir el té. Yo le calentaba el líquido mientras ella colocaba las galletas. El estómago me gruñó. Tenía hambre y los bocadillos sólo servían para que se me hiciera agua la boca. Cuando el té estuvo listo, la niña lo sirvió. Posteriormente, bebimos, haciendo algunas imitaciones como si fuéramos de la alta sociedad. Me daban mucha gracia nuestras mofadas, reímos hasta que nos dolieron las costillas. Después lavé los utensilios.

Luego la chiquilla me llevó a la sala, fue hacia su mochila y sacó de ella unos dos pares de patines. Se los puso y me rogó que yo también lo hiciera. No quería decepcionarla, aunque probablemente me mataría con esas cosas. Al pisar terreno, me resbalé y caí en el sillón. La niña lanzó una risita y me ayudó a levantarme con la promesa de que me enseñaría a andar en estos objetos infernales. Dimos unas cuantas vueltas por la gran habitación mientras ella sostenía mi mano. Trataba de mantener el equilibrio, porque, si me tropezaba, podría lastimar a la niña. En cuestión de tiempo, pude manejar los patines, no a la perfección, pero algo era mejor que nada. Ya con las habilidades que me había enseñado Amanda, me dediqué a perseguirla por el lugar en ruedas; ella era muy sutil, por lo que me resultaba difícil atraparla.

Casi al final de la tarde salimos al columpio. Mecía a la chiquilla tan lejos, que creí que volaría. Se veía divertido.

—¿Mañana irás por mí o yo vengo? —preguntó la niña.

—Iré por ti, trae tu tarea —le mandé.

—Sí, sí, lo haré —dijo mientras detenía con sus pies el juego—. Tengo que irme, nos vemos —concluyó.

La abracé y ella me plantó un dulce beso en la mejilla. Después movió la mano en signo de despedida y se aventuró en el bosque para regresar a la ciudad. Era duro dejarla ir, se me encogía el corazón y retornaba ese molesto malestar en el pecho.

Pronto anochecería, así que entré a la casa. Estaba muy cansada por andar jugando toda la tarde con la niña.

Me preparé más té caliente, me puse mi acogedora pijama, me cepillé los dientes y el cabello. Luego dirigí a mi cuerpo hacia la cama para poder reposar del agitado día que había vivido; y con eso me refiero a que no podía dejar de pensar en Edwin, ahí, mirándome en la acera. ¿Por qué escapó de mí?, ¿qué le había hecho para que no quisiera ni verme? Ya habían transcurrido cuatro años desde nuestra graduación y no había sabido nada de él desde entonces... Sólo me había enterado de que dejó a Jade, abandonó la universidad y ahora era un fumador activo... Vaya, qué argumentos. Me moría por dentro. Quería saber más..., quería que se involucrara en mi vida otra vez porque ¡era mi mejor amigo!, una parte importante de mí y se había ido sin ninguna razón. Lo necesitaba y mucho.

No podía dormir, me había pasado horas y horas dando vueltas en la cama porque dos personas atosigaban mi paz. Una era Edwin, claro estaba, pero el otro individuo era Peter. Tenía unas terribles ganas de llamarlo. Los nervios me daban náuseas, mis manos sudaban y mi vacío en el pecho me dolía de una manera totalmente desagradable. Quise gritar por la total desesperación.

Tomé el celular de la mesita de noche, cuidando que no se me resbalara de mis temblorosas manos. Después prendí el aparato, él me había llamado cuatro veces, pero no respondí ni una; debido a esto, por suerte, fue rápida la marcación. Eran las once de la noche, eso significaba que en Londres eran las diez. Ojalá que siguiera despierto. Sonaron los timbrazos por un largo tiempo..., o eso pensé yo. Iba a colgar cuando su hermosa voz, que me ponía los pelos de punta y me aceleraba el corazón, se hizo presente del otro lado de la línea.

—¿Emily?

—Peter.

Pasé saliva y relajé los hombros. Había estado tensa todo este tiempo, creyendo que no iba a responder. Pensé tan negativamente, que tuve que tomar aire para poder seguir hablando; pero él me ganó.

—¿Estás bien? —preguntó— Si tenías planeado que tu viaje a Francia fuera un proyecto de aislamiento, te está yendo de maravilla —finalizó con ironía.

Quise colgar, me molestó que dijera eso; aunque tenía razones para estar enfadado. Todos los días me había llamado un par de veces —en algunas ocasiones, hasta el doble—, pero yo jamás había contestado.

—¿Qué se supone que tengo que decir? —espeté a la defensiva.

Él suspiró. Se controló porque sabía que, si se dejaba llevar, terminaríamos peleando. Yo me hubiera detenido; sin embargo, una vez más, los sentimientos negativos le ganaban a la lógica. No sé por qué estaba tan enojada.

—Por lo menos ya respondí, ¿no?

—Sí, pero podrías haberlo hecho antes, o tan sólo mandarme un mensaje de que estabas bien.

—¡¿Para qué?!, eso es insignificante —exclamé.

—Tal vez no lo sepas, ¡pero yo me preocupo por ti! ¡No sabes lo difícil que es mantener un secreto cuando eso incluye tu protección!

Mi cuerpo echó chispas. No se habría atrevido a divulgarlo... No, no puede ser, yo confiaba en él.

—¡¿Le contaste a alguien que vine para acá?! —exclamé.

Escuché cómo la puerta de mi habitación se abrió a mis espaldas. El rechinido me provocó un tenebroso escalofrío que paralizó mi cuerpo de la cintura para abajo. Volteé de reojo y ahogué un grito. Era ella: la mujer serpiente vestida de negro.

—No, nadie sabe nada. Todos piensan que estás con tu tía y abuela en París, y adivino, ellas piensan que estás aquí. En qué embrollo te has metido, Anderson.

Apenas pude distinguir sus palabras, ya que el cuchillo brillante y filoso de la mujer se robó toda mi atención. No me atrevía a ver su rostro porque temía desmayarme. Se me puso la carne de gallina. Había venido por mí.

—¡Entonces diles! Grita a los cuatro vientos que estoy aquí, ya no me importa porque tal vez nunca regrese —declaré.

No era verdad. Creo que ni pensé lo que dije por el pavor que estaba tomando control sobre mí. 

No es real, no es real, no es real, no es real, no es real, no es real, no es real, no es real..., me tuve que repetir una y otra vez como loca para que la imagen de la mujer desapareciera, pero no lo conseguí. Mis ojos se habían cristalizado y mi cuerpo entero temblaba. Estaba segura de que sudaba, pero la transpiración no hervía, sino que era gélida como el hielo.

Mírame, o acaso... ¿te doy miedo?

Su voz era rasposa y emitía unas carcajadas totalmente diabólicas dentro de mi cabeza. ¿Cómo consiguió entrar...? La quería lejos. Mi corazón iba a estallar, el miedo me tenía acorralada.

—¿Emily?, ¿qué sucede? No te has decidido quedar allá por esta tonta pelea, ¿o sí? ¿Por qué estás respirando así?, ¿qué te pasa? —escuché la voz de Peter entre mis suspiros entrecortados.

Se me había olvidado nuestra charla. Su voz era una combinación de exigencia con pánico. Le diría, le diría que la mujer había llegado para matarme.

—Peter... —pronuncié entre sollozos.

No, Emily. Aún no es tiempo de que él regrese, afirmó la mujer con voz áspera como si me murmura al oído, ¡Cuelga!, me ordenó.

—Emily, ¿estás lastimada? ¿Qué sucede?, me estás asustando —suplicó mi novio.

Traté de formar una oración, pero la lengua se me enredó y no pude decir ni una palabra más.

¡Cuelga! 

No moví ni un solo músculo para acatar la orden de la Serpiente. Mis brazos y piernas se fortalecían, listas para afrontarla. La mujer empuñó el cuchillo.

¡TE ORDENÉ QUE COLGARAS!

Tomó el celular y lo arrojó a la pared, rompiéndolo en decenas de pedazos. En ese momento me dio un golpe de adrenalina. Tomé la navaja, que había colocado debajo de mi cama, y la aventé hacia la mujer. Ella logró esquivarla con suma agilidad. Después empezó a burlarse de mí con sus espeluznantes y asquerosas risotadas.

—¿Creíste que me matarías así?, qué ingenua —por fin las palabras salían de su boca. Sinceramente, lo prefería de esta manera, no jugaba con mi mente—. ¡Soy invencible, Emily Anderson!, ¡¿lo entiendes?!, ¡¡invencible!! —jamás había escuchado una voz tan macabra.

Antes de que pudiera procesar lo ocurrido, la mujer se movió hasta mí y me alzó del suelo, asfixiándome con sus manos. Estas eran esqueléticas, pero poseían un vigor impresionante. Lancé manotazos y patadas para que me dejara ir, sin embargo, nada funcionó. Ella pudo haberme asesinado ahí sin ningún problema. El aire casi no llegaba a mis pulmones; pararía de respirar en cualquier momento, así que apenas pude entender su advertencia.

—¡No puedes hablar con él!, ¡jamás mientras Amanda respire! —brumó y los ojos se le tornaron amarillos— Si te atreves a desobedecerme, lo mataré frente a ti y también a la niña.

Me soltó, dejando que mi cuerpo se oxigenara. Estuve a punto de vomitar en la madera. No obstante, me contuve para poder enterrarle la daga en su espalda mientras se marchaba; pero cuando giré hacia la puerta, la Serpiente había desaparecido. 

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