CAPÍTULO 11: PROFECÍA

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Intenté conservar mis pies arriba del sofá, temía que el suelo se moviera y me enterrara en él; así de mal estaba. No pude dormir después de ver con mis propios ojos cómo la mujer se había desvanecido. Tuve que bajar a la sala y sentarme en el sillón para concentrarme en mantener la cordura.

Había visto al frío amanecer alumbrar a la pequeña mesa que estaba en el centro de la habitación. La luz iluminaba los colores más oscuros del cuarto, opacando completamente a los claros.

La mañana ya llevaba un buen rato irradiando hacia mi casa, tal vez hasta ya era la tarde y yo no lo había notado. No estaba cansada, pero tampoco poseía energía. No tenía hambre, pero no había comido nada. No oía mi respiración ni el bombeo de mi corazón, pero seguía viva. Estaba en trance entre este mundo y otro, donde la oscuridad reinaba y no existía la benevolencia. Mi cuerpo se hallaba despierto, pero mi cabeza deambulaba por aquel lugar lleno de tinieblas...

Sonó el timbre y reaccioné. Mi ser se encontraba adormilado, no podía moverme. Pensé en preguntar quién era, sin embargo, mi garganta se hallaba totalmente cerrada, así que hice un gran esfuerzo por levantarme y caminar hacia el umbral. Me tardé un par de minutos en desplazarme en un trayecto tan corto..., de verdad que estaba hundida. Tomé el picaporte y se me heló la piel. En otras circunstancias, habría agarrado mi arma de defensa, pero ahora no me importaba lo que pudiera suceder. El pavor no me destruiría más de lo que ya lo había hecho. Detrás de la puerta se encontraba Amanda. Una mínima parte de mí se alegró, sin embargo, la otra seguía absorbida por la negrura. La niña, primeramente, sonrió al verme; no obstante, su cara después se tornó llena de miedo y preocupación por observar mi estado actual. No me había mirado en un espejo, pero supongo que estaba espantosa; tal vez parecía muerta viviente.

—¡¿Qué te pasó?! —exclamó.

Quedaba claro que no le diría la verdad, sólo la angustiaría; de por sí, yo ya lo había hecho mal...: Estaban en terrible peligro por mi culpa. La mujer me amenazó con matarme si volvía a hablar con Peter y rompió mi celular; de seguro había desatado una terrible intriga en mi novio. Claramente, todos en Londres ya sabían que estaba aquí y él vendría a buscarme, eso lo llevaría a su trampa mortal. La Serpiente de seguro nos asesinaría a ambos en el momento en el que Peter pusiera un pie en esta casa y tal vez también iría por Amanda para degollarla. Nos quería ver muertos a los tres. Debí asesinarla aquella noche, pero no se puede matar a algo que no está aquí ni allá... Ella era invencible y esa era nuestra condena.

Pensé en una mentira para que la niña no supiera su destino. Ella no merecía esto; ni Peter ni ella lo merecían, sin embargo, este fue mi desliz. Por mis estupideces siempre se arruinaba todo. Ahora ellos tendrían que pagar con su vida por mi completo orgullo. Podría haber visitado este maldito lugar en el bosque con compañía, pero no lo hice por puro egoísmo. Bien, ahora me encontraba obligada a presenciar la muerte del hombre que más amaba y la chiquilla que alegraba mis días. Me odiaba a mí misma.

—Insomnio —respondí, fingiendo una sonrisa.

—Qué horror. Ven, sal un instante a la brisa, te refrescará —sugirió.

Me tomó la mano y jaló de mí para salir de la casa. Yo me quejaba como una niña chillona porque no quería el contacto con la naturaleza, sentía que no me lo merecía por haber cometido tales errores que nos llevarían a un cruel final.

Al pisar el pasto, todos los fallos, la oscuridad, el resentimiento y los males se alejaron de mi cuerpo como si me quitaran un peso de encima. Fue verdaderamente mágico. Metí mis dedos descalzos en la tierra. El olor a corteza, tierra y ventisca purificaron mi alma para salvarla. Cerré los ojos para disfrutar esa rara sensación de alivio.

—Se siente genial, ¿no? —murmuró la chiquilla— Ahora abre los ojos y ve hacia arriba.

Hice lo que Amanda me recomendó. El cielo estaba limpio y las hojas de los árboles se movían al ritmo de una armoniosa melodía que podías escuchar si guardabas silencio absoluto. Sentí que el mundo empezó a darme vueltas. El olor del pasto mojado me provocaba cosquillas en la nariz, pero después fue en todo el cuerpo.

Empecé a reír como nunca. En mi ser sólo había felicidad, era como si no conociera las penas. Pronto mi vista se mareó y caí a tumbos hacia la tierra, pero seguí lanzando risotadas. La sombra de Amanda apareció, interponiéndose entre la diversión del cielo y yo; así que, poco a poco, mis risas se calmaron y regresé a la situación actual.

—No lo había notado, pero tus ojos se ven más claros de lo normal —aseguró la niña con voz temerosa, inclinándose hacia mí.

—Será porque no he dormido.

—Es que no es sólo eso. Tienes la mirada extraña, muy perdida. Parece que estás viendo un punto nulo dentro de la nada; como si te hallaras físicamente en este mundo, pero mentalmente en otro. Y tus ojeras resaltan mucho, ya que tu piel se encuentra demasiado pálida.

Amanda lo expresó con confusión, sin embargo, sus palabras me aterraron. No podía parecer de esa manera. Tal vez sólo eran signos de no haber descansado..., eso debía ser. Tuve ganas de mirarme en un espejo y comprobarlo, pero no entraría hasta la casa, por lo que cambié el tema de conversación.

—Estamos por finalizar octubre, Amanda, se aproxima tu cumpleaños —comenté, sentándome en el césped; ella tomó asiento junto a mí.

Sentí una punzada en el estómago. El cumpleaños de la niña me hacía pensar inevitablemente en Peter. Lo añoraba en exceso, sin embargo, jamás lo podría tener junto a mí sin evitar que saliera lastimado; esa mujer serpiente me había dejado con las palabras en la boca mientras hablaba con él por teléfono. La próxima vez que nos comunicáramos sería para que nos aniquilaran a los dos. ¡¿Qué diablos había hecho?! ¡Ella no podía matarlo!, ¡yo lo impediría! Evitaría que la Serpiente perjudicara a Peter y a Amanda. Tal vez podría negociar con ella...

—Ni me lo recuerdes, odio mi cumpleaños —respondió la niña, haciéndome volver a la realidad.

—¿Por qué? —pregunté, tratando de ocultar mi pesadumbre.

—Porque me la paso todos los años sola y mi padre apenas me trae un panqué... Es realmente deprimente, mi vida es deprimente.

—¡Amanda! —espeté molesta.

—No sé por qué me alegas tanto —contraatacó al instante—, tú estás en la misma situación que yo. ¿Crees que no he visto cómo te torturas a ti misma con tus pensamientos?, por ejemplo, ahora lo estás haciendo; pero ya es tan normal en ti, que dejó de importarte.

Me dolió lo que dijo, sin embargo, tenía razón.

—Está bien, me rindo: Tú y yo somos iguales —concluí, tirándome otra vez en el pasto con un toque dramático.

No comentó nada más. Después se acostó conmigo y nos dedicamos a observar un otoñal día en el bosque. Amanda se veía contenta, nada le preocupaba. Yo, por otra parte, pretendí serenarme; sin embargo, me resultaba imposible no pensar en las estrategias que debía implementar para mantener a la niña y a mi novio a salvo de la mujer que había jurado asesinarnos siniestramente. Nuestra supervivencia pendía de un hilo.

En la noche, cuando Amanda ya se había ido, decidí mirarme en el espejo. La chiquilla tenía razón, mis ojos estaban más claros y mis ojeras eran terriblemente notables en mi piel descolorida. No obstante, mi vista era centrada, por lo que fue un alivio.

Mi cuerpo estaba completamente cansado, sólo me pedía ir a la cama y dejar las preocupaciones a un lado para poder dormir. Le haría caso. Me fui del baño con mi pijama ya puesta hacia la recámara. Cerré la puerta con seguro y coloqué mi arma en la mesita de noche.

Pude haberme pasado el tiempo atormentándome con el futuro que avecinaba a mis seres queridos y a mí, pero mi cerebro no me dejó, sino que cayó rendido en un mar inhóspito. Primero pensé que era bueno, sin embargo, luego se me vino a la cabeza algo totalmente angustiante: En el mundo de los sueños, mi mente estaba a cargo; eso significaba que me hallaba bajo su dominio, bajo el dominio de la oscuridad. Esta vez no podría salvarme de lo que ella tenía preparado para mí, estaba en su territorio..., en el territorio al mando del demonio. 


—Señorita Anderson, puede ingresar; bienvenida —me dijo el señor recepcionista, y las puertas de cristal se abrieron, dejándome entrar a lo que parecía ser una fiesta muy formal.

Miré mi vestimenta. Llevaba una prenda corta, blanca del pecho para la cintura, y negra del cinto para las rodillas. También traía tacones oscuros demasiado altos. ¿Por qué accedí a lucir así? ¿Qué era este lugar? Observé a mi alrededor. Había gente adulta, pero nadie sobrepasaba los treinta años. Cada cara que pasaba frente a mí se me hacía vagamente familiar.

El salón se encontraba decorado con luces de distintos colores y globos, muchos globos. Había una pista de baile, mesas, y a un costado, las bebidas. Varias personas estaban ahí para servirse, otras platicaban sentadas en los bufetes —envueltos en telas blancas— y otras bailaban en el centro.

Dirigí mi mirada al cartel. Las palabras lo decían claramente: Fiesta de egresados, generación 2008. Las dudas huyeron, aunque repudié hallarme aquí; pero sólo fue por un segundo porque pensé que, tal vez, encontraría a Edwin. Sonreí ampliamente con la idea de que él estaría otra vez entre mis brazos, por eso me quedaría, por él. Rogué que sí llegara si no todo habría sido en vano. 

Me atreví a adentrarme más en la fiesta. De un lado, vi a Dylan platicando con Hayley Weston. Dios mío, ella era verdaderamente bella. Se había convertido en una rubia fenomenal con un cabello encendido, un cuerpo más esbelto y una piel delicadamente hermosa.

En la mesa más alejada del mi posición actual, Jade, Peter y Evelyn charlaban. Se constataron de mi presencia, así que me miraron, haciéndome señas para que me acercara a ellos. Quería estar con Peter; no quedaba mucho tiempo antes de... ¿qué?, ¿para qué no quedaba mucho tiempo?, ¿qué mal se aproximaba? No lo recordaba. Moví la cabeza para deshacerme de la idea. Sólo malgastaba mi tiempo en tonterías. Me reuniría con mi novio y mis amigas en un momento, pero antes tenía mucha sed, por lo tanto, decidí ir a los estantes para conseguir un poco de agua.

Me reflejé en el líquido, estaba irreconocible. Mi piel era pálida, mis ojos se hallaban delineados y más claros de lo normal. Abrí la boca por lo que veía, estaba muy bonita.

—¡Emily! —escuché una voz a mis espaldas.

Di la vuelta para ver de quién se trataba. Me quedé estupefacta y mi cuerpo se tensó.

—¿Alison?, ¿Alison Blake? —pregunté abrumada.

—Así es. ¿Cómo estás? Espero que ya no me tengas rencor por lo que sucedió en la secundaria —dijo inocentemente.

Quise golpearla. Era una hipócrita, se notaba en su tono falso a la hora de dirigirme la palabra. ¿Qué quería de mí?

—Claro que no —aclaré con una sonrisa fingida—. Estoy bien, las cosas van por buen curso.

Eso no era cierto, pero estaba tan acostumbrada a responder de esta forma que no me quedó de otra. Además, era Alison Blake, jamás le contaría mis cosas a una persona tan oportunista.

—¿Estás segura? No lo creo. Has matado, Emily Anderson. Eres un monstruo —la última palabra se oyó más grave.

—¿Un qué? —musité totalmente confundida.

—Eres un monstruo —otra vez esa voz lúgubre.

¿Un monstruo? ¿Había matado?, ¡¿pero a quién?! 

La música se detuvo y todas las miradas se dirigieron a mí. Alison se apartó y yo caminé entre la gente. Ahora no sólo estaban mis compañeros de la escuela y mis amigos, sino que también mi familia: Victoria, Lorraine, Jack, William, Jennifer, Francesca, Jane, Erick, Charlotte..., todos me observaban con una mirada acusadora y brutal, como si fuera una especie de animal extraño. ¡Es un monstruo! ¡Esa no es mi hija! ¡Mírala, qué rara es! ¡Es una asesina! Me hacían sentir fatal y culpable, ¿pero por qué?, ¿a quién había matado?

Busqué entre el gentío a Peter, pero no estaba; había desaparecido. Me angustié. 

Las voces empezaron a hacerse más potentes, perturbándome. ¡ERES UN MONSTRUO! ¡ASESINA! ¡ERES UN MONSTRUO! ¡ASESINA! ¡ERES UN MONSTRUO! ¡ASESINA! ¡ERES UN MONSTRUO! ¡ASESINA! No resistía más, las palabras me ahogaban. Mis ojos empezaron a llorar, provocando que el delineador se corriera por mis mejillas. No me pude controlar; así que grité como nunca antes lo había hecho en mi vida, tapándome fuertemente los oídos de la verdad.

Me callé cuando todo empezó a tornarse confuso y escalofriante cuando las personas de la fiesta desaparecieron poco a poco junto con el salón. El lugar se desvaneció, dejándome en la tenebrosa penumbra. Pude escuchar mi voz entrecortada entre el silencio. Mis manos sudaban y mi cuerpo sufría de una parálisis por el nerviosismo.

De repente, un reflector me iluminó. Me quité las lágrimas, que me empañaban la vista, y las lagañas. Mi vestidura era diferente, ahora usaba una bata blanca como si fuera paciente de algún hospital. Una alarma sonó —ensordecedoramente— por unos segundos y después se detuvo. Las luces de la habitación se prendieron por completo. El cuarto era blanco, y sus paredes, sólidas. No había escapatoria, aunque, de todos modos, no huiría; mis piernas estaban tan débiles, que no podía moverme. Mi alma se congeló y estuve a punto de desmayarme al darme cuenta de que estaba en un hospital psiquiátrico. Una voz se hizo escuchar entre el silencio; pertenecía a un hombre.

—Las siguientes fotografías que le mostraremos son imágenes de personas que han sido asesinadas por usted, Emily Anderson. ¿Puede reconocerlas?

Una enorme pantalla se elevó frente a mí, y de la nada, se encendió. Primero apareció una mujer treintañera con cabellera rubia y hermosos ojos azules. Tenía puesta una bata blanca como la mía. Sus labios rosados sólo representaban una línea. Era mi madre. Me llevé la mano a la boca para ahogar un grito de nostalgia. La mirada se me cristalizó y sentí cómo el corazón me punzó.

—Sarah Lorraine Collinwood —dijo la voz masculina.

Apareció la siguiente fotografía. Esta se trataba de una niña; tenía una pequeña nariz, piel aceitunada, cabello castaño —que le llegaba al lóbulo de la oreja— y ojos marrones. Al igual que mi madre, ella traía una bata puesta. No verla sonreír me causó una profunda tristeza.

—¿Qué? —murmuré para mí misma.

¡Ella no podía estar muerta! ¡¿Pero qué demonios había ocurrido?! Mi pequeña...

—Amanda Breslow.

La garganta se me llenó de rabia. Quería gritarle a la pantalla que yo jamás podría haber asesinado a la chiquilla, pero la fotografía se cambió.

La siguiente persona era una joven..., una adolescente. Nunca la había visto en mi vida. El cabello desaliñado y perjudicado le llegaba a los hombros. Tenía un largo cuello y su nariz era respingada. Estaba totalmente pálida, sus ojeras sobresalían de su rostro y tenía los ojos exactamente iguales a los de Amanda.

—Geneviève Abdelbari.

Sé que debí sentir indiferencia por la chica desconocida, pero no era así. Yo la había asesinado y me intrigaba totalmente la manera en que llegué hasta ella para que una tragedia ocurriera.

La imagen posterior se hizo presente antes de que yo siguiera con mi cuestionamiento sobre esa tal Geneviève. Este era un hombre con un hermoso rostro y unos ojos que detuvieron mi respiración. Peter... ¡Esto era inaudito! ¡Yo jamás asesinaría a estas personas!, todas ellas eran mi vida. No sentí tristeza por ver a Peter entre las fotografías, sino que la ira me invadió. Alguien me estaba jugando una mala broma que no iba a tolerar.

—¡Esta es una mentira!, ¡un engaño! ¡Yo amo a esas personas! ¡Déjame en paz y lárgate de aquí! —bufé.

En mis ojos contuve las lágrimas que emanaron de mi rabia. El hombre me obedeció: Todo se apagó, regresándome a la completa negrura con el silencio como mi única compañía. Me sentía aliviada de que esto hubiera acabado, pero segundos después, otro reflector alumbró a un hombre que estaba de espaldas hacia mí. Tenía puestos tenis opacos, pantalones de mezclilla del mismo color que el calzado y una chaqueta de cuero oscura. Vi sus manos blancas y su cabello sedosamente negro.

—¡Edwin! —exclamé con la felicidad inundando mi pecho.

La luz del cuarto blanco volvió a prenderse. Mi amigo dio media vuelta para mirarme, expulsando humo por su boca.

Me levanté del suelo con el corazón brincando dentro de mi pecho para irlo a abrazar. Corrí, pero por más que avanzaba, no llegaba. Era como un camino interminable. Mi amigo me observaba con indiferencia; no se tomó ni la molestia de venir a encontrarse conmigo.

Cuando menos lo esperé, Edwin expresó un gesto de completo pavor. Su mirada me confundió. No terminé de formularme la pregunta, ya que unos dedos esqueléticos me tomaron por el cuello. La mujer le dio vuelta a mi cuerpo para que la observara fijamente. ¡Despierta, despierta!, me repetía a mí misma una y otra vez, sin embargo, no funcionaba. El aire disminuyó en mis pulmones porque la Serpiente me aplastaba la garganta. No respiraba. Moriría y no podía hacer nada para impedirlo, forcejear con ella sólo empeoraría las cosas. Mis ojos estaban rojos y mis órganos luchaban por sobrevivir. La mirada de la Serpiente se tornó amarilla.

—Conque crees que tú no mataste a todas esas personas, ¡¿eh?! ¡Emily Anderson —rugió la vil mujer—, no sabes lo que te espera!, ¡no tienes ni idea! ¡Haré cosas tan terribles, que desearás estar muerta! —concluyó, enseñándome sus filosos dientes.

De repente, el oxígeno regresó a mi cuerpo. Fue un pequeño estado de bienestar, hasta que me percaté de que había sido lanzada fuertemente por los aires. Ni siquiera pude gritar por el espeluznante nudo en mi garganta. Pensé que me estamparía contra la pared del cuarto; pero no lo hice, sino que caí en un líquido pegajoso y rojizo, que se esparcía con la longitud y profundidad de un lago. Era sangre.

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