Capítulo 10

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DIARIO DE MARLENE FRANCESTE 

17 de agosto de 1605

Al observar las confesiones de Anna en su diario, me pareció muy curiosa la cadena de eventos que la llevaron a ese punto en concreto. Al principio, sentía que lo sucedido no era suficiente para conmoverme, aunque al ir adentrándome, cada vez más, percibía un apretujón en mi corazón. 

La chica era odiosa, fastidiosa, ególatra; pero no merecía que el Sr. Decalle la tratara de esa manera. Como he mencionado, él justificaba sus acciones tras una religión permisiva y que había dejado de ser sobre Dios para transformarse en un culto alrededor de algo extraño. Los actos cruzaban la línea de lo inhumano, era claro que debió pedir ayuda con mayor fuerza y salir de ese infierno. 

Apenas mi padre y yo acordamos desistir de un matrimonio con el Sr. Decalle, ambos discutieron. La charla terminó en una competencia de egos que cruzó la línea de la impertinencia.

Luego de la merienda ligera del día siguiente, mi querido progenitor comenzó a presentar ciertos síntomas. Primero, iniciaron las quejas sobre un dolor de cabeza, fiebre, aparecieron labios azulados y los vómitos fueron lo peor de todo. Siendo así, nuestro plan de viajar se frustró, por lo que le envié un telegrama urgente al Dr. Vaneshi para su pronta atención. 

Estuve preocupada, ya que el tiempo entero me tenía inquieta por su posible fallecimiento. Era de ese modo, que existía en mí una constante angustia sobre su mal estado. Mi padre era, en buenas bases, uno de los únicos amigos que mantenía. Al tener que jubilarse, pudimos unirnos de una mejor forma. Sin duda, me tocó el corazón, con profundidad, el peligro de perder a ese increíble galeno que llevó el título de ser mi padre. Y aunque no quise admitirlo, se reforzó ese miedo con la muerte de Anna.

En ese instante, era incapaz de imaginar cómo sería mi vida si me quedara sin familia por completo.

Por dicha nuestra, el Dr. Vaneshi respondió el llamado con una rapidez asombrosa, arribando en un pobre carruaje de ruedas rotas a velocidad máxima. Pasé a la entrada a recibirlo junto a Retya. Su traje estaba en tonos oliva con un pantalón negro y una camisa blanca simple, también traía un maletín de color café claro y venía deprisa en unos zapatos que apenas lo dejaban caminar. 

—Infórmeme, ¿qué ha sucedido? —dijo dirigiéndose a la sala principal—. Con los cuidados que le recomendé, se supone que debía de estar bien en algunos días. 

El varón de barba blanca se situaba encima del sofá carmesí, con sus pies levantados, en un estado nada óptimo para su salud. Los temblores eran potentes, incluso era capaz de escuchar cómo se quejaba de un dolor abdominal espantoso. 

A continuación, el Dr. Vaneshi siguió caminando en busca de mi padre y, cuando lo halló, se extrajo el estetoscopio del saco. En la habitación se ubicaban Retya y Cómalo, al lado del Sr. Decalle. Yo sospechaba de que el viudo tuviera inclinaciones a la felonía, mucho más si se hablaba de que apenas sucedió la discusión, mi padre enfermó de manera repentina.

El médico se arrodilló sobre el pulcro suelo a fin de examinarlo. Sin importar lo que comentase el doctor, yo tenía mis suposiciones de una intoxicación, después de todo, calzaba a la perfección con lo que había leído en los invaluables escritos de Nebel. Aun así, no podía entrometerme con la educación tan prestigiosa que recibió el Dr. Vaneshi en la gran escuela Dansfo.

—¿Tiene una remota idea de si el señor pudo haber contraído difteria por contacto con algún infectado? —cuestionó el galeno levantando una ceja, a la vez, colocó la mano en la frente de mi padre, asumí que lo hacía con el objetivo de encontrar pistas certeras. 

—No, ha sido repentino. Sin embargo, ¿esa enfermedad no produce úlceras en la garganta? Mi apreciado no presenta nada de eso. —Mi respuesta era clara, con altas probabilidades de veracidad. No obstante, mi voz pareció sonar grosera, a causa de la expresión de los rostros de los presentes. 

Me acerqué un par de pasos para observar mejor la escena. 

—¡Srta. Franceste, le sugiero que no le indique a un médico cómo hacer su trabajo! —ordenó el Sr. Decalle furioso—. ¿No podría ser Frebritil? Tiene los síntomas que mi adorada Anna presentaba.

Ese hombre me colmaba la paciencia, pues poseía una particularidad para lanzar palabras al aire que se acompañaban de una grosería. Claro, era en pocas ocasiones que lo escuchábamos alterado, normalmente sonaba apacible. Aparte, me estaba cansando de oír ese juego suyo, de enaltecer la memoria de mi hermana, cuando lo único que hizo fue herirla.

Existía la chance que, dentro de mi alma, siempre supiera que Anna no tenía las mismas preferencias que las otras doncellas, aunque no me encontraba segura. La verdad es que nunca conocí la historia de Valera, quizá estaba enfocada en mis propios rechazos y, por ello, no noté esa situación. De haberlo sabido, la hubiera aconsejado para mantenerlo en secreto, al mismo tiempo, está la posibilidad de que no me escuchara. 

Anna era impulsiva y se dejaba llevar por lo que sentía, siguiendo sus emociones en la mínima oportunidad. Una evidencia de ello era el Sr. Decalle. 

—Srta. Franceste, considero que su padre padece de una intoxicación. Muestra cada síntoma descrito en el libro de toxicología, eso sí, dependiendo de la dosis que haya consumido, su efecto será peor. Le dejaré unos remedios con Retya, suminístrenselos en los siguientes días y le administraré una dosis de una medicina nueva que baja la fiebre. —El galeno se levantó y miró al Sr. Decalle de reojo—. No se trataba de Frebritil. Es seguro que ingirió algo que le hizo mal a su organismo, es probable que algún tipo de carne contaminada.

El maligno estaba de pie examinándolo con un semblante amenazador, vi sus ojos atacar al Dr. Vaneshi en un violento movimiento de lado a lado; había una gran tensión entre ellos dos. Las cuencas azules del viudo apuntaban a las oscuras del galeno. Este último recogió sus múltiples cosas para dirigirse a la ansiada salida.

—¿Cuánto sería por los servicios? —pregunté seria, intentando sacar mi ligera bolsa de tela negra.

—No, no se preocupe. El Sr. Franceste fue víctima de las malas intenciones de los demás, espero que un poco de buena voluntad ayude. 

Antes de cruzar el imponente pórtico, le dio un pequeño papel a Retya con palabras que apenas logré distinguir.

Mi amado padre comenzó a sentirse mejor con la novedosa medicina y se quedó dormido. Me tranquilizaba un poco que no estuviera en ese estado tan deplorable, eso era angustiante y un castigo terrible.

—Es una lástima que no puedan irse, espero que el señor se mejore. 

Los finos labios del Sr. Decalle eran hipócritas, con un sabor a mitomanía, y sus ojos eran pícaros.

Me acerqué a él con cuidado, luego coloqué mis jóvenes y nudosas manos cruzadas por delante de mi ropa. La idea que poseía trataba de abrir mi posición corporal a la conversación, aparte de cuidarme para no lucir sumisa. Tampoco quería proyectar una posición de debilidad justo el día más vulnerable de mi vida, puesto que eso era lo que percibía que Decalle anhelaba. 

—¿A usted qué le sucede? No me va a decir que esto no fue a causa de la merienda ligera del día que le dijimos que nos marchábamos. ¿Sabe una cosa? Me estoy hastiando de todas las increíbles coincidencias que ocurren en esta casa. 

Ahora no estaba quien me contenía y el Sr. Decalle había llegado al tope de mi paciencia.

—¡Vaya insolente que es! ¿Está usted insinuando que he sido el culpable del estado del pobre enfermo? —dijo con fuerza. Se indignó de manera escandalosa, para dar dos pisadas en retroceso.

—¡Crea lo que usted guste! —exclamé con atrevimiento. Mis luceros hundidos lo acechaban de manera directa, no deseaba ceder ante lo que decía, para mí estaba bastante claro quién era el autor del crimen.

—Es libre de volver a Goya cuando lo desee, lo único es que los diarios se quedan en esta casa. —Alzó su dedo índice y en un gesto señaló el suelo. 

En ese momento mi corazón se aceleró a más latidos de los cuantificables. Me preguntaba si es que sabía que yo albergaba los libros. ¿Tenía en cuenta que yo había leído las atrocidades cometidas a Anna? Casi no podía sostenerme en pie; sin embargo, respiré y me aferré cuanto pude.

—Y-Yo... —respondí tímida.

—Cuando los halle, por supuesto. Le reitero que los necesito, Anna es la única mujer que he amado en mi vida y no puedo permitirme que alguien más los lea. ¿No ha tenido pista de su paradero? 

El destello sobre sus pupilas casi se sentía genuino. Parecía que guardaba un brillo de lágrimas; me costaba creer que ese hombre tuviera emociones.

—No hay nada en esa habitación —afirmé con seguridad, tratando de ocultar mis signos de nerviosismo.

Se limitó a marcharse con el rostro arrugado, en señal de una ira incontenible. 

Unas horas después, me encontraba en mi decorada alcoba, mis varias pertenencias estaban acomodadas inusualmente, llegué a la conclusión de que alguna mano intrusa se entrometió en mi preciada ropa. 

Nota: «¿podría ser el Sr. Decalle en busca de los diarios?» 

De pronto, Retya entró al cuarto. Su expresión era de sorpresa y, en sus pequeñas manos, llevaba un diminuto trozo de papel. Admiré cómo revisaba a cada lado para descartar que alguien la siguiera; del mismo modo, su vestido blanco estaba sucio.

—Srta. Franceste, el Dr. Vaneshi me dio algo para usted —susurró con una voz temerosa—. Tome.

FRAGMENTO DE PAPEL DEL DR. VANESHI HACIA SRTA. FRANCESTE

«Srta. Franceste, Frebritil no existe»

Y es que si la dichosa enfermedad era ficticia, entonces, ¿de qué había muerto Anna? El Dr. Vaneshi contenía otra parte de la verdad que necesitaba a urgencias, pero sabía que no me daría tan simple, mucho menos abrumado de todas esas amenazas. 

20 de agosto de 1605

Noté el comienzo de una mejoría en la salud de mi padre. No obstante, todavía veía su debilidad. Yo le sugerí que no habláramos mientras transcurriera la situación, era muy importante para mí que él se sintiera bien. Así, con los remedios de Retya, fue incrementando su energía.

Tenía la certeza de que el culpable era el Sr. Decalle, aunque me dejaba pensando cómo llegó a colocarle comida contaminada. 

¿Será que esa otra persona que he estado rastreando se localiza en esta casa? Quizá esa sea la razón por la que el viudo sabe cada paso que doy. ¡Está en mis narices! El cómplice oculto tras las paredes de la casa. Pero ¿por qué Anna no menciona a esta entidad en su diario? Puede que ella tampoco estuviera advertida de su existencia hasta el momento que escribió aquella tarjeta. Lo que me lleva a deducir que debo tener más cuidado.

Esta mañana de martes, me levanté con el toque del sol sobre mis macilentos rasgos, esperando que lo que había vivido desde mi salida de Goya, fuera una pesadilla. Al observar la cama de madera y ese ambiente gótico, me di cuenta de que no era así. Luego de haberme alistado, con un vestido en tonos violetas que me regaló una pomposa dama de la corte, bajé al almuerzo. 

Había algún elemento de esa gigantesca casa que hacía que me aterrorizara.

A lo lejos pude examinar al impoluto Sr. Decalle, quien revisaba unas cosas junto a Retya. Se volteó como reacción a mi llegada, a lo que respondí con la faz templada.

—Srta. Franceste, me alegra verla acá. Retya me comentaba que su padre ha amanecido en una espléndida condición, incluso yo fui a visitarlo. —Su sonrisa era un poema, tan amable como perversa.

No quería que ese hombre fuera a ver a mi padre; no obstante, tampoco tenía la intención de terminar como Anna.

—Si me disculpan, iré a verlo. —Traté de ser lo más directa posible.

Se deslizó frente a mí, evitando que diera un paso más. Por dentro me hervía la sangre, a la vez que me preguntaba quién le había dado el permiso para limitarme el tránsito. No quería dejar que se tomara atributos que no le correspondían, era mejor que pensara que entrometerse en mi camino no era algo que debía hacer. 

Me ofreció hacer un pequeño viaje con él a uno de los campos de flores de la familia, desconfiaba de las palabras engañosas del hombre, me mantenía en duda que siquiera supusiera que yo disfrutaría de su compañía. Era un caballero repleto de intrigas, aunque la situación me fue de utilidad para saber si soltaría algún tipo de información.

—¿Se ha olvidado de que ambos no podemos estar a solas? —contesté sin reparo.

El hombre giró sus facciones a la delicada sirvienta, insinuando que ella nos acompañaría en el trayecto a este lugar que apuntaba, sin más, acepté. 

En la ruta no existían más que ojeadas evasivas, por mi lado, no aconteció intención de mirar al Sr. Decalle y, por la suya, solo había examinaciones. El repulsivo viudo tenía un traje completo con una camisa blanca bastante elegante. No iba a negar el atractivo de sus cristales, aun cuando era bueno tener presente que había un demonio escondido en esas ropas.

—Hemos llegado —anunció, esperó a que el carruaje se detuviera y enseguida descendió; escuché sus zapatos, tocar la tierra.

Al aproximarse, cuidé que mi vestido no estuviera repleto de lodo. Lo cierto era que nunca me preocupaba demasiado por ello, como en el caso de este atuendo que me agobiaba en una mínima porción.

—¿Dónde estamos? —interrogué con curiosidad. 

Ambos lados del camino estaban cubiertos de vegetación, en su defecto, había una cantidad considerable de flores iluminadas por la luz áurea. Lucía inimaginable la cuantía de colores que estaban en mi línea de visión y el perfume de los jazmines embriagaba mis alveolos. 

—Este es un terreno que me pertenece, se encontraba dedicado a la venta de flores, por ahora está en pausa. Pensé que sería una buena idea mostrárselo, Anna fue la primera que traje a este sitio. —Alzó sus ojos hacia el cielo—. Ese día se veía hermosa y yo no podía evitar decirlo en la oportunidad que se me presentara. —Sus palabras sonaban verdaderas—. A la mujer le encantaba esta temporada, cuando venían las mariposas inundando los campos con su presencia.

Dimos unos pasos, entrando a la monumental proporción de la naturaleza. Escuché a las golondrinas silbar, aunado a las tórtolas que zureaban con delicadeza. El ambiente era de ensueño por completo, lo que me embobó unos minutos.

—Lo sé, cuando éramos pequeñas solía salir a los campos para atraparlas, siempre tenía que ser la niña, adolescente y mujer perfecta. Además, terminaba siendo yo la que cambiara sus ropas una y otra vez. —Volteé mis luceros cafés. Era fastidioso volver a pensar en esos momentos con la insoportable mariposa—. Puede que, si su persona tuviera hermanos, entendería.

—Hay mucho que usted desconoce, Srta. Franceste. —Me dedicó una mirada de astucia—. Cuando me enamoré de Anna no podía creer que ella estuviera con un varón como yo, si bien viene a mi memoria, no hubo visita en la que no le regalara rosas. Su hermana era especial, la más hermosa de todo Goya y una joven excepcional.

—Sr. Decalle, preferiría que se ahorrara los halagos de la difunta. —No estaba en ánimos de escuchar hipocresías por parte del hombre. 

—Usted es una mujer muy peculiar, espléndida en demasía. Puedo notar que es incapaz de ver más allá de esa imagen que tiene de Anna en su cabeza. Ciertamente, le vendría de maravilla saber que era vulnerable o imperfecta. La chica podía tener mil doscientos dones, no obstante, cantaba de manera terrible. Era una humana como cualquier otra, sangraba y lloraba; por eso necesito sus memorias. —Tomó mi mano con delicadeza, la besó y de inmediato la retiré de su tacto.

¡Este hombre era engorroso cuanto menos! No le iba a dar ninguno de los diarios. Sentí un cosquilleo en el corazón por un microsegundo, hasta que llegó a la última oración. 

De repente uno de mis tacones pisó un charco y tuve que sostenerme del hombro izquierdo del viudo. Cuando pude notarlo, él estaba con su mano acariciando mi mejilla derecha en extremo cerca. Sus ojos celestes eran hipnotizantes, así que me maldije por caer en su efecto. Sin pensarlo demasiado, caminé veloz al carruaje con náuseas. 

24 de agosto de 1605

Salí de la cama con aras a localizar a Salomé para pedirle unas cosas; sin embargo, de camino, hallé el cuarto del viudo medio abierto. Sin su presencia nada me detenía de ojear un poco y leer unas pertenencias.

CARTA DIRIGIDA  DE ta̶c̶h̶a̶d̶o̶   A JORGE DECALLE

(encontrada entre la habitación del viudo, con el emisor tachonado)

«Jorge:

Cada vez que te miro pasar al burdel se me parte el corazón, ¿es que utilizas a Zafiro a fin de perturbarme? Yo sé que eso sí sucede, es más, juraría mi vida en ello. ¿Cómo has podido olvidar? Ni con las terapias agonizantes o las torturas inhumanas pude fingir ser algo que no soy. Me matas y sigo aquí, esperando que vengas a buscarme. 

Tengo fe que recuerdes aquella tarde bajo el árbol que está en el sendero a Palente. Yo sí la rememoro, puesto que es imperdible el olor del jazmín o el atardecer en colores que podía ver en tus perlas celestes. Con delicadeza me amabas, sujetabas con tu pulgar izquierdo mi mejilla y pronto esa distancia dejó de existir. 

Tal vez desees viajar en tu cabeza hasta «el» día en la pradera, sintiendo de nuevo las brisas cálidas que rebotaban en nuestros brazos, las hojas color amarillo que caían a un lado, mientras te decía que escapáramos de Goya. 

Te esperaré hasta el día que muera, con amor:

ta̶c̶h̶a̶d̶o̶».

No debería haber abierto la puerta a la habitación del viudo, empero, la curiosidad casi me arrastró a mover la madera. Allí estaba encima de su mueble enorme: un puñado de cartas con este tipo de tachones arriba del papel. Estas me dejaban entender que, esa emisora, era un secreto del viudo Decalle.  



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