Capítulo 11

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DIARIO DE ANNA DECALLE

08 de junio de 1605

Pasaron varios días para que Jorge me sacara del encierro, por tal, Retya me deslizaba la comida por debajo de la puerta. Entre la madera podrida se confeccionó un espacio a fin de alimentarme. Me hallé, entre esas horripilantes cuatro paredes, con una única ventana que se abría a la mitad. 

Tuve tiempo de pensar en casi toda mi vida. Al encontrarme sin compañía, los pensamientos nostálgicos brotaron como flores.

Yo había pasado demasiado reflexionando con respecto al beso en la rosada mejilla de Dana, lloré durante horas sintiéndome culpable por arrastrarla a mi propio pecado. ¿Es que eso me colocaba las cadenas clavadas en la espalda? El hecho de no hundirme exclusivamente, sino compartir tales infames deseos con otra mujer.

Hasta que llegó un punto en el que recordé a Valera de nuevo. Ese primer amor que surgió de nuestras blancas almas y no de una naturaleza maligna. ¿Cómo era que el universo me maldecía por haber sentido algo de lo que no poseía control? No lo entendía en absoluto, aunque eso no evitaba mi conocimiento acerca de las consecuencias de que mis preferencias salieran a la luz. Lo que me esperaba era una condena por bruja u otra excusa para asesinarme.

Otro asunto que seguía aquejándome era Jorge, en el fondo, todavía lo amaba con locura. Eso que percibía me hizo caer en un fuerte conflicto interno. El amor parecía ser sencillo, a pesar de que en realidad no lo era. Resultaba imposible no confundirme, si se había presentado ante mí como un caballero, conduciéndome a las nubes que anhelé mi vida entera.

Dana arribó dos días después a mi ventana. Quería hablar conmigo acerca de lo ocurrido en ese día, me dijo que sus sentimientos eran inextricables. Pude notar por cómo desviaba la dulce mirada, que no estaba cómoda; de esa forma, sus saladas lágrimas empaparon el vaporoso vestido marrón y yo me compadecí por el estado de la chica. 

De pronto, iniciaban cavilaciones en mi mente: tal vez los padres de Valera actuaron bien y yo también debía morir a manos de la justicia de Uril. Sin embargo, mientras meditaba sobre mi posible ascenso al cielo divino, Dana se atrevió a tocarme. Con nada más el helado contacto de su tersa piel, un escalofrío recorrió cada fibra de mi ser, luego de ello alcé mis menudos ojos.

Allí estaba la chica de enmarañados cabellos caoba y sonrisa tierna, examinando cada esquina de mi alma. También analicé cada posibilidad si yo no me hubiera presentado nunca. Lo que mi cabeza fabricaba me hacía contemplar la idea de asemejarme a una plaga que carcomía en silencio a la doncella de la casa de enfrente. Me colé en su sistema y parasitaba su corazón. ¿De verdad Dana merecía que la arrastrara conmigo a esta condena que cargaba? No, ella era muy buena para ese víl destino.

Así que sostuve mi aliento y, cuando lo liberé, pronuncié las palabras más difíciles que he tenido que decir en años:

—Dana, lamento lo del beso en la mejilla. Quiero confesarte algo —expresé con los luceros escondidos, observando su cabello ondeante bajo la luna.

La chispa abandonó sus pupilas, restregándome la culpa de lo acontecido.

—¿Qué sucede? —interrogó con voz temblorosa.

—No podemos vernos más. No deseo verte aquí nunca. —De mis cuencas salieron varias lágrimas, mis cuerdas vocales no querían funcionar—. ¡Vete, Dana!

—¿Qué dices, Anna? Sé que no es tu intención lo que comentas. Dime que es un engaño o, ¿es que me he equivocado al pensar que deseabas mi compañía? —Sus grandes ojos vidriosos me acariciaban el aura, entre tanto, sus manos seguían a mi tacto.

—Dana, ¿qué quieres que te diga? Yo trato de que no te suceda nada, ¿qué pretendes? No sé cómo sentirme si a la primera muestra de mi afecto corres despavorida. —Mi párpado cerró la ventana de visión de mi pupila, ese acto derivó en una densa gota de mar que se deslizó por mi piel.

—¡No lo sé! Me falta la noción de mis ambiciones; sin embargo, lo que conozco es que cada vez que nos separamos se siente como un puño estrujando mi ánima. Así, si una persona me admirara para matarme de una flecha o de manera que el propio Diablo viniera en figura presente a clavarme alfileres en el pecho. Y lo he creído durante mucho tiempo, pero mi corazón me murmura sinsentidos. ¿De esta forma se siente el cariño, el pecado o un capricho? —Se volteó, dejando a las espaldas mi existencia. Dana evitaba la conversación, limitando nuestras interacciones con esa barrera impuesta. 

Intenté acercarme un poco, moviendo mi cuerpo, a pesar de que por los gruesos bordes de la ventana era difícil. Puse mi mano rozando su escápula, esperando el desliz de sus agujeros destellantes. Para mí, era importante percibir que ella se hallaba conmigo unos últimos minutos. Asimismo, mis dedos nudosos presionaban su cuero, poseía una suave y cuidada piel, aquella que recordé con tanta frecuencia.

—Querida, esa fiebre de sentimientos que recorre tu cuerpo tiene una razón. Obsérvame para contarme que cuando estamos juntas el cielo se ilumina. Tú, que hueles justo como el jazmín y las rosas, me has atrapado. ¡Vamos! Atrévete a ir con tu actitud rebelde, la que yo no tengo y me impide aceptar mi origen —espeté con la fe de incitarla. Mi tono era voraz y claro.  

—¡Esto está mal! —Removió mi mano con brusquedad—. Yo soy la primera en negar los dogmas. No obstante, ¿se supone que me convierta en los monstruos de los cuentos para hacer algo tan antinatural como lo que insinúas? ¡¿Qué tienes en la cabeza?! Si sabes que el reloj nos respira en la espalda, con tan solo pensarlo, todo Uril correrá tras de nosotras. Nos ahogarán por brujas y bailarán sobre los restos, en el mejor de los casos. 

La joven sonaba de una forma peculiar: como si solicitara ayuda urgente. Su pecho arremetía al aire que entraba por sus pulmones, empujándolo al exterior con tal fuerza, que su corsé lucía apretado. Sus brazos tiraban a los míos con vigor, arrastrándome a su presencia para alejarme de inmediato. En consecuencia, sus largas uñas dejaron marcas rojas en mí. 

Me sentí devastada con la discusión. Ansiaba con devoción que se marchara conmigo, aunque eso significara que yo cometería uno de los pecados capitales: la soberbia. ¿Me consideraba relevante como para robarme a la esposa de un hombre? Mi valor como dama era muy alto, desconozco si eso se puede alegar en la corte que enfrentaré cuando se acerque mi muerte. Dios, de seguro, solo querrá conocer los detalles de la inmundicia de mis apeticiones. 

—Somos mujeres, Dana. Nos colgarán bajo cualquier pretexto. ¿Qué crees que le harán a Antel al descubrir que alaba a un dios distinto? —musité con compasión—. Al menos explícame una cosa: si estás tan convencida, ¿por qué volviste? Revela la razón por la que me dijiste que no me dejarías jamás. Comienzo por reflexionar que te comportas como esas excéntricas mujeres que criticábamos camino a la iglesia.

—¿Y qué si lo hago? Al menos ellas habitan con sus esposos en sus casas, viviendo en lo idílico. Llaman a los esclavos, sirven el impecable desayuno y dan a luz a sus preciosos hijos. ¿Por qué tengo que padecer esto por ti? —bufó con notable desagrado—. Me he maldecido, además, he perdido la cuenta de las veces en las que he rogado por una explicación. 

—Entonces acéptalo, no quiero dejarte ir, Dana. No está en mis planes repetir lo que acaeció con Valera. —Mis cejas se arquearon, en señal de tristeza—. Por lo que tienes la obligación de decidir si vas a alejarte o me acompañarás. Lo que sea que escojas, lo acataré. 

—¿No te importa arder toda la eternidad? —Se acercó a mí, ubicó sus brazos sobre los míos, y su cabeza estaba tan cerca de la mía, que lo único que escuchaba era su blanda respiración. 

En ese instante, mis instintos reforzaban mis emociones, pues era la primera vez desde Valera, que sufría esa atracción infinita e hipnotizante. Dana, la chica de oro, la dama de rojo y la joven portadora de mi palpitante órgano coronario. Empero, no soporté esos escasos centímetros que separaban mis delgados belfos de sus carnosas almohadas. 

—Condéname al infierno con tus labios, Dana, que en el secreto de nuestro último aliento quede el amor prohibido —declaré con firmeza y seguridad en mis dulces confesiones. 

Dana estaba nerviosa, esto lo deduje por cómo se tocaba el vestido, en el que plegaba y deshacía una arruga. Le expuse mi frágil espíritu en pocas sílabas, ahora me quedaba esperar que me correspondiera o me rechazara; porque le estuve pidiendo que se opusiera a su crianza. Yo era la culpable, la incitadora, empero era inevitable.

Luego de eso, escuché mi puerta y tuvo que marcharse. Nunca olvidaré sus ojos, su rostro, su cabello. En los siguientes días, Dana comenzó a saludarme y venía a la casa justo cuando el varón de ojos de mar dejaba el lugar. Los momentos a su lado eran el paraíso. 

Me ayudó a acomodar mis cosas, de vez en cuando abandonaba algunas de sus pertenencias. Leía junto a mí, me atendía. Nuestros encuentros eran un auténtico cuento de hadas hasta que le cuchichearon a Jorge lo qué sucedía. Desde ese segundo, nada retornó a su estado original. Dana se escabullía para visitarme, al irse, mi esposo me golpeaba lo suficiente para marcarme en las piernas con sus huellas violetas.

Conforme pasaban las lunas, deseaba irme con inmediatez del costado de ese odioso personaje; no obstante, nunca se lo platiqué a Dana. Prefería pagar el precio por verla y rezaba porque mi marido se quedara con Zafiro todo lo que le fuera posible. 

Él no parecía real, ¿por qué se aferraba tanto a mí?, ¿por qué manipulaba al pueblo para guardar las apariencias? Su mente me desconcertaba de gran manera.

Intenté averiguarlo y, aunque no hallamos ningún documento con el nombre del delator, hubo una carta que sí leímos. Era, tal vez, el relato de la década. En el viejo papel, que databa de la época del padre de Jorge, se comentaba del planeamiento de asesinato de una mujer esclava embarazada del hijo del auténtico Sr. Decalle. También se trataba el tema del secretismo, puesto que era peligroso para su posición en la iglesia. Los bastardos no eran tolerados con el padre Peitrenco, se ameritaba la excomulgación. Sin embargo, se cometió un error y el niño terminó en la puerta de la casa, lo que los obligó a recogerlo para darlo a criar a las empleadas.

Cómalo era el hermano del Sr. Decalle, en sus venas corría la sangre del anciano. Pero ¿cómo dos seres tan diferentes podían ser del mismo padre? Es así que para Retya fue la pieza que faltaba del rompecabezas, donde ella contaba cómo tomaba sentido la historia, narrandome cada detalle de sus teorías. Nunca más lo miré igual.

10 de junio de 1605

Por alguna extraña razón, Jorge concretó una cita con los vecinos de enfrente, bajo la excusa de una cálida bienvenida, a lo que yo sabía que se trataba de una artimaña. Retya estuvo preparando unos platillos nuevos durante todo el día para la ocasión. 

La chica morena me precisó sus metas de ser cocinera de grandes restaurantes, por ello deseaba llegar a las tumultuosas ciudades. ¡Lástima que era una mujer! ¡Mal por ella haber nacido sirvienta!

De mi lado, los nervios me consumían, aun así, me preguntaba las verdaderas intenciones del caballero azul, debido a que sabía de lo que era capaz. No confiaba. 

Dana se largó y desconocía la razón, pero sospechaba que podría tratarse de un miedo repentino. Mi teoría tenía sentido, considerando la situación general. 

El comedor estaba listo; el mantel color rojo oscuro estaba preparado, las sillas se situaron de nuevo y las cortinas de terciopelo caían de la mejor forma. Colocaron un par de flores del jardín en una vasija encima de la mesa. El aura que percibí apenas entré a la habitación fue caótica, ya que merodeaban sirvientes por todos lados. 

Tampoco entendía el alboroto por la llegada de los vecinos, a razón de que se odiaban mutuamente.

Mi esposo se encontraba cerca y me miraba de manera despectiva. Me había dicho que tenía que comportarme, esperé el momento de ver a la preciosa abeja. Con ello, las horas transcurrían y me impacientaba. Tenía curiosidad de saber cómo sería la interacción general. Comprendía que ellos guardaban un pasado, ocultaban una historia que desembocó en el odio actual.

Cuando menos lo concebía, tocaron la puerta dos veces, por este motivo supe que Antel y Dana estaban tras la madera de caoba. Retya abrió, por lo que me apresuré a recibirlos. 

La chica de cabello café lucía deslumbrante, a razón de que poseía un vestido blanco hasta el suelo, aparte de un cabello recogido que dejaba algunos mechones al aire. Me conmovía con profundidad observarla de nuevo y contenerme de abrazarla.

Por su parte, Antel era un chico alto, muy atractivo, con un cabello negro tirado hacia atrás, además tenía una característica cicatriz alrededor del ojo. Lucía como un tipo agradable, aunque, según mi experiencia, no era aconsejable fijarme en apariencias. Fue de esa manera que entraron.

Los saludos abundaron, Jorge parecía una persona diferente. El de ojos celestes se pavoneaba en la entrada principal, hablaba con Antel y acariciaba con levedad a Dana. Su interacción me entró de golpe, ¿cómo poseía esa capacidad de cambiar, hasta el tono de su voz, para parecer gentil a otros? Frente a sus hipócritas sílabas no pude contener mi enfado.

—Anna, ¿no vas a saludar a nuestros invitados? —comentó mi marido con sutil dominio.

Examiné el ambiente, volteé a observarlos y desperté de mis incesantes pensamientos. Todas sus exhaustivas ojeadas se dirigían a mi falta de modales, la que mi esposo exaltó.

—Sí, disculpen. —Sacudí mi cabeza—. Mucho gusto, Antel.

—Es agradable conocerla, Dana me ha desvelado mucho de su gustosa amistad. —Sonrió el varón elegante.

—Bueno, pasemos al comedor principal para dar inicio al banquete. Los sirvientes han estado el día entero preparando las comidas que degustaremos. Es importante que tengan en cuenta que los alimentos son fruto de la huerta manejada por la casa. —Jorge dio un par de pasos hacia ese sitio, una ráfaga de viento nos azotó.

En la mesa existían incontables platos, observé la porcelana fina perteneciente a los padres del caballero de la morada, mientras que Retya decoraba unos últimos detalles. Los asistentes se colocaron en las sillas borgoña y en los manteles brillosos color sangre. Mi esposo estaba en la cabecera, como siempre.

»Retya, trae los platillos. —Puso su servilleta en las rodillas—. Antel, ha llegado a mis oídos que usted tiene negocios en Palente. Me embarga la curiosidad de saber el motivo de su mudanza a Uril.

Antel y Dana intercambiaron miradas cómplices, donde se decía todo a la vez que nada. Quise decir algo, con el objetivo de desviar la atención de ellos dos. Sin embargo, Jorge seguía presionando la respuesta a Antel, quien permanecía calmado.

—Está usted en lo correcto. Palente es bellísimo, en simultáneo, caluroso. De seguro sabrá usted que me encuentro en el ámbito legal. Allá tengo oficinas que funcionan para el derecho laboral, a decir verdad, me va muy bien. —Su mentón se elevó, al parecer, el esposo de Dana derrochaba orgullo—. Tenemos varios clientes importantes. Por otro lado, he venido a Uril persiguiendo un nuevo mercado laboral sin explorar. Un ejemplo es la fábrica de los Van Belmo, de quienes sus trabajadores me han contratado por maltratos.

Mientras hablaba yo solo pensaba que era como escuchar a Dana divagar, en mi mente reía con fuerza. Ahora entendía la razón de que se llevaran tan bien, ¡es lógico!

—¿Conducirá usted ese infame proceso? Todos son mano de obra extranjera o indígena, por lo tanto, las leyes de Uril no ilegalizan los latigazos en los laboradores. —El tono de indignación que abarcó, mi querido, era inconcebible.

El hombre no estaba en contra de esas hórridas prácticas que involucraban maltratar a las demás personas, ya que no tenía ningún tipo de empatía con nadie. Eso no era lo correcto, en mi corazón sabía que se debía respetar sin discriminar. 

No había alma en ese caballero que tomé como esposo, era un cascarón vacío. ¡Era una tonta! Me guie por sus lindas promesas, sus inigualables ojos celestes y esas palabras de que cada aspecto sería maravilloso con él. Poco sabía del demonio que encarnaba, aguardando para atacar a las personas que se hallaban en su vida.

—Claro, soy fiel partidario de defender a las personas que me lo solicitan. En Palente tenemos una legislación que defiende de manera neutra, sea trabajador o dueño, indígena o extranjero —respondió Antel, dedicando una mueca alegre al Sr. Decalle.

Retya alivió la tensión, porque trajo lo correspondiente para cada uno, acompañado de unas deliciosas bebidas. Dana no me observaba, como si lo estuviera evadiendo para no dar ninguna sospecha. Por mi parte, así como iba la conversación, me estaba aburriendo.

—Si me excusan, le preguntaré a Retya dónde queda la letrina. —Dana se levantó y dejó la silenciosa mesa.

Con impulsividad, fui tras ella, la tomé de las manos en el pasillo y la examiné a ambos ojos. Sus zapatos arrastraban en el suelo y retumbaban el sitio entero. Ella se giró para mirarme de modo que sus cristales se intensificaron formando un eclipse.

—Dana...—susurré con voz tranquila, sosteniéndole el brazo con todas mis fuerzas. Ni yo misma sabía qué pretendía, era como un reflejo.

Ella se limitaba a contemplarme mientras quitaba mi mano despacio.

—Aquí no. ¿No ves que es inadecuado? —contestó con timidez.

Tenía dos días de haberse alejado, por lo que yo buscaba una respuesta. 

De repente, Dana desvió sus cuencas a la entrada, en ese punto estaba Jorge. Yo ya conocía ese tipo de vistazo de furia. Mi corazón se aceleró hasta escuchar los latidos en mi cabeza, temía por mí. 



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