Capítulo 2

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DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

28 de julio 1605

Estaba almorzando en la gigantesca mesa principal, junto a mi serio padre y al Sr. Decalle, por alguna razón, el amargo lugar era un foco de silencios incómodos. Las nítidas miradas, así como el sonido de los delicados cubiertos eran quienes predominaban en aquel espacio de techo carmesí. 

La apresurada visita de ayer a la nostálgica habitación de las posesiones de Anna fue interesante, puesto que la tarjeta me dejó más preguntas que respuestas. Añoraba tales verdades escondidas, la curiosidad me mataba de descubrirlo. El Sr. Decalle insinuó varias veces su incomodidad con mis fervientes deseos de búsqueda, pero algo más lo mantenía motivado a dejarme hacerlo. Realizamos todo de manera muy veloz.

Volviendo a la mañana, me sentía con ganas de levantarme y huir.

—Srta. Franceste, quisiera hacerle una petición personal —dijo el viudo con un rostro tranquilo. 

Era de mal gusto hablarme primero en presencia de mi padre; sin embargo, supuse que a este no le molestó, a causa de la ausencia de comentario.

—Por supuesto, ¿cuál sería tal disposición? —Mi duda reducía el alcance de la pregunta.

—Anna me comentó sobre unos diarios que situados en esa habitación, en lo personal, quisiera tenerlos como recuerdo de mi amada. —El sonido de sus cubiertos tocando el plato disminuyó el entendimiento de la frase. No supe si fue intencional o un simple descuido.

Tampoco tenía la intención de negarme a una petición de ese calibre, a pesar de ello, me entró la duda del contenido de tales diarios. Si lo solicitaba, no los había encontrado. ¿Por qué? ¿Era que acaso contenían información que no quería que fuera leída? No obstante, no podía basar mis sospechas en pensamientos esporádicos y ridículos; necesitaba encontrarlos a la máxima brevedad. Pudiera ser posible que, investigando un poco por debajo de la mesa, hallara la razón de las inconsistencias que el Sr. Decalle creaba.

—Le diré si encuentro algo relativo a ellos —repliqué con la mayor seriedad y firmeza. Tiré mis hombros hacia atrás, en señal de fortaleza. 

A este punto comenzaba a entender que a mi padre no le importaba que yo platicara con ese hombre sin su intervención.

La vista de mi progenitor se perdió, al observarlo pude notar que empezaba a pensar de forma obsesiva. El afán que tomó para ni siquiera prestar atención a la escena en sí misma, era increíble. Fue hasta luego de varios minutos que pareció centrarse y mirar directamente al Sr. Decalle.

—¿Podría usted decirme si le realizaron una autopsia a mi hija? —Esos signos de interrogación apuntaban a las perlas del otro caballero, quien se sentó en la cabecera de la mesa marrón de madera.

—No, el Dr. Vaneshi no ejecutó dicho procedimiento, ya que se trataba de una enfermedad desconocida. —Decalle firmaba cada sílaba que salía de su boca con seguridad, puesto que era un hombre que respondía sin ninguna duda, como si en su mente supiera de antemano lo que le diría. 

No me convenció del todo que procediera. En un principio mi mente me imperó el reciente estudio del Dr. Lamas Caicondi sobre la importancia de la investigación de cadáveres con enfermedades infecciosas, en el que ordenaba que se tomaran los pacientes portadores de nuevas cepas para una revisión de los efectos producidos en el cuerpo; siempre recomendando un protocolo. 

El motivo detrás de nuestro interés en los avances médicos radicaba en la antigua profesión de mi padre: médico. En sus tiempos era neurocirujano, uno de los únicos veinte que hay en el país, y el pionero en Goya. Una tarde de mayo fue golpeado por un grupo de antisociales de la zona, ellos buscaban de un poco de dinero. De casualidad, uno de los atacantes había perdido a su madre debido a una cirugía que mi padre realizó, por lo que sujetó un cuchillo y acribilló lo más valioso que Anselmo Franceste poseía: sus manos. 

El fatídico incidente le dejó secuelas permanentes que lo obligaron a dejar la profesión. 

La contestación proveniente del Sr. Decalle me intrigó y me forzaba a preguntarle al famoso Dr. Vaneshi sobre lo sucedido, del mismo modo, sobre la ausencia de una autopsia que contradecía el protocolo médico actual. No obstante, precisaba localizar un hombre que me acompañara sin dar sospechas, aparte de que supiera dónde se encontraba la casa del galeno. Después del exquisito almuerzo, me levanté para demandar a una de las sirvientas la presencia de uno que me acompañara. Una de ellas me llevó con un chico muy particular: Cómalo. 

Sin hacer muchas preguntas, por la prisa, nos dirigimos hacia la imponente puerta, en posterioridad inició el paseo.

Cómalo era un muchacho de complexión alta, tanto que sus extremidades eran bastante escalofriantes, su piel era de un tono medio oscuro, sus ojos estaban muy abiertos y si bien no era un ser atractivo, su sonrisa alineada lo compensaba con creces. Al examinarlo, emanaba un aura de tranquilidad, bondad y paz.

—¿Cuál es su apellido, Cómalo? —Mis palabras salieron desprevenidas para el joven. 

Su rostro seguía templado, quieto, añadiendo que estaba muy serio.

—No deberíamos conversar, Srta. Franceste —dijo a secas. Presionó sus labios, en un aparente simbolismo de sellarlos. 

Sus ojos evadían los míos, pero podía sentir sus cuencas cuando rompíamos el contacto visual. Cómalo estaba lleno de dobles intenciones que se escondían en frialdad.

—¡Vamos! Esas formalidades son para los Lords en traje como el bien vestido Sr. Decalle. Me cansé de no poder charlar con nadie, me vendría bien una plática, si es que no le incomoda. —Mi cara ofrecía una sonrisa, con el objetivo de incitarlo a pronunciarse.

—Mi apellido es Cachi. Cómalo Cachi, Srta. Franceste —respondió con brevedad, sin decir nada más.

—Es un nombre interesante. ¿Y qué edad posee? —subí mi voz un par de tonos, traté de mostrar tanto interés como alegría. Nada de eso parecía funcionar para soltarle la lengua al mozo. 

Siendo más observadora, sus manos se hallaban con minúsculos temblores que podrían aludir a intimidación o nervios.

—El mes pasado cumplí veintisiete años. —Volvió a cerrar la conversación con lo simplista de sus oraciones.

—Es una grata coincidencia que tengamos la misma edad. ¿Y su esposa, cuántos tiene? —Una pregunta intrépida no le haría mal.

Prefería fingir ante las autoridades que era apacible, pese a que me acostumbré a mantener una buena relación con el servicio. Eran más amables y menos rígidos que los propios de sociedad; con ellos no me obligaba a seguir al pie de la letra esas reglas de etiqueta sin propósito.

—No estoy casado. —Esperó unos segundos y continuó—: Si me permite ser sincero...

—Adelante. 

—He sido rechazado cinco veces por diferentes mujeres de mi círculo social. Para las doncellas de mi estatus, es muy importante el dinero que acompaña un pretendiente, así que entenderá que no puedo ofrecer más que lo que me paga el Sr. Decalle. Por ello, el cortejo se acaba una vez se enteran que soy cocinero. Es increíble, ¿no cree? —Su rostro cambió a una emoción de decepción, bajó la mirada, también juntó sus delgados labios.

—Cómalo, no es indispensable que se inquiete demasiado por el matrimonio, ya que algún día llegará una joven que pondrá otros elementos antes del patrimonio. Si es que no la encuentra, no le dé mucha importancia a las señoras que cotillean todo el día. —Volteé mi mirada hacia el frente de la ruta y tomé un tono más calmado.

—Gracias. —Suspiró—. He de suponer que no está casada por su apellido de soltera, disculpe si soy entrometido.

El paisaje que nos envolvió complementaba la situación de pies a cabeza. Esos pastos verdes encendidos que no dejaban de lado la hermosura del camino. La calle estaba completamente vacía, lo que ayudaba a fluir la conversación con Cómalo.

—No se preocupe, es evidente. Para igualar su honestidad, le comento: he adquirido un deseo por casarme, pero no logro converger con ningún varón. Bueno, dejando de lado las mentiras que trato de decirme en ocasiones, la mayoría sienten fastidiosa la curiosidad que me abarca por el mundo, esa voluntad de salir de casa que ellos no anhelan en una mujer. Incluso si paso años intentando cocinar bien, coser prendas, hasta he procurado congeniar con niños; sin embargo, nada sucede. —Mis cuencas descendieron más allá del suelo con tristeza, pues recordar no siempre es grato.

Había poco en el universo que se comparase a lo liberador que resultaba contarle todo a un extraño. Relatar los problemas a una persona que no tiene idea del contexto entero o de uno mismo, brinda una nueva perspectiva.

—Al parecer el consejo que me brindó funciona para ambos lados, sólo que en su caso, el dinero equivale a la curiosidad. Tampoco lo perciba como un defecto, es cuestión de los roles que manejamos. No vaya a creer que encajar es fácil. —Sus iris despachaban lo malo de mi cabeza.

Cómalo me continúo relatando la manera en la que conoció a mi hermana y la describía como esa bella mariposa, divina, flotante, amable, gentil; no sé la razón que me llevó a sentir que se guardaba muchas cosas. Tal vez para no perjudicarse con el Sr. Decalle, sin embargo, eso nada más lograba aumentar mis sospechas mil veces más. Por otra parte, concretamos el estrecho recorrido hacia la negra morada del Dr. Vaneshi, allí nos atendió una sirvienta de cabello oscuro.

—¡Vaneshi! —gritó la mujer sin pudor alguno.

En unos largos minutos, el galeno nos abrió la puerta recibiendonos. La razón por la que había traído a Cómalo era que estaba prohibido que una doncella hablara con un hombre mayor a solas. Así pues, nos invitó a su espléndida sala, ese elegante lugar tenía claras influencias góticas con cuadros de Simone Martini. Las cortinas, como toda la locación, mostraban un tono oscuro, por ende la luz apenas entraba por las ventanas propiciando un ambiente frío.

—¿En qué le puedo ayudar, Srta. Franceste? Es de mi conocimiento que usted y su padre vienen a visitar al Sr. Decalle, pude observar el carruaje llegar. —El galeno me examinó con cuidado, ofreciendo una sonrisa medio abierta y extendiendo su mano.

—Le pido me excuse por no traer a mi padre para que él hablara directamente con usted. —Crucé mis dedos por la creciente tensión—. Quisiera saber la razón por la que no se le realizó una autopsia a Anna Decalle, al menos así lo indica su esposo.

—No se preocupe, comprendo lo que me plantea. —El varón bajó sus glóbulos de ébano hacia el suelo, además de tragar en una forma en la que el sonido retumbó en cada pared—. Cuando supe de la noticia del casamiento de Decalle con la hija menor del gran cirujano Franceste, quedé pasmado. Verá, yo seguí los artículos científicos de su padre mucho tiempo, es un gran honor que esté en Uril. Por esa razón me veo como responsable de ser totalmente sincero con usted —anunció subiendo el mentón hasta que igualó mi rostro—, la Sra. Decalle no murió de la forma que su marido me ordenó revelar; la verdad es que hubo otro hombre involucrado. Lo que atestigüé es parte de una cadena de hechos que usted no imagina, con personas que no creí capaces y que me llevaron a contrariar mis ideas sobre el culpable.

Era el momento de una revelación importante: ¿cómo murió?, ¿por qué su esposo lo ocultaría? Tendría que haber algo detrás para que escondiera la muerte de Anna. Un secreto, un crimen. Alguna inefable acción que lo llevó a encadenar los hechos. Lo más relevante es que se atrevió a mentirnos sobre un suceso tan escandaloso como un deceso; no obstante, ahora no entendía la razón de la invitación que extendió el viudo hacia nosotros. Estando en Goya, nunca nos hubiéramos enterado de la muerte de Anna, ¿por qué motivo quería que viniéramos hasta acá?

Tuve la intención de preguntarle sobre la enfermedad, por desgracia, en ese instante un hombre llegó a la entrada solicitando ayuda urgente para un parto, lo que desencadenó una pronta salida de Cómalo y yo. El Dr. Vaneshi me indicó que me buscaría después para decirme el resto de la historia y me advirtió tener cuidado con el Sr. Decalle.

Cómalo y yo volvimos a la gran casa Decalle en un silencio profundo. En parte se debía a que yo seguía pensando sobre las palabras del doctor y que el muchacho moreno parecía asustado. Tenía un rostro que sugería que conocía los más profundos secretos. Lo supe de inmediato por el arco de sus cejas, sus labios presionados, la mirada baja, las manos juguetonas; no se oculta la culpa.

Horas más tarde, al tiempo de que el día se tornaba color negro, tuve que ir a la merienda ligera, en la mesa principal, junto mi padre y el viudo. La iglesia hace un tiempo prohibió las comidas nocturnas porque incitaban las noches de juego y lujuria, por tanto, era una costumbre abandonada.

Antes me tomé un par de horas a fin de asearme, además de colocarme mi vestido rojo vino que había traído para la ceremonia. Se hacía inimaginable estar en ese lugar sin Anna, estaba segura de que hubiera bajado en una nube de vestidos vaporosos con su cabello perfectamente peinado, incluso llevando las joyas más bellas. Asimismo, se hubiera sentado al lado de su marido tomándole la mano, aunque de vez en cuando pronunciaría comentarios que buscaran afectarme; por último, volaría cuál mariposa a su habitación. 

Por eso la detestaba, gracias a esa imagen tan bella que siempre tenía aun estando muerta.

Me senté, colocando mis manos con los guantes sobre mis piernas. La servidumbre pasaba a mi lado ofreciéndonos delicados trapos para limpiarnos de la comida. Por estos años, se había popularizado una cierta rotura a las reglas antiguas de etiqueta en la mesa, así una de las cucharas fue colocada en mi cercanía. Por consiguiente, situaron una agradable sopa o potaje para acompañarnos. Una gesto de alegría se me escapó al tener en cuenta que Cómalo pudo haber contribuido en el proceso de cocina.

—Sr. Franceste, permítame comentarle lo hermosa que está su hija. Me recuerda a las tardes de Elter, donde el rojizo tono del atardecer acaricia las praderas. —Labios llenos de blasfemias pronunciaban esas palabras.

Mi padre se limitó a mirarme esperando que yo respondiera al cumplido, lo hacía ver tan sencillo, si nunca en mi vida me habían comentado nada remotamente parecido. Cuando sucede me deja dudando, ¿qué haría Anna?

Esa arpía sabía manejar a los hombres.

—Se agradece tan gentiles palabras —respondí aliviada.

De inmediato examiné los descarados luceros del infierno del Sr. Decalle sobre mí a cada minuto. Me parecía irreverente el hecho que ese mismo hombre pregonara a todos su amor por Anna, cuando esos ojos que sostenía sobre mi escote sugerían intenciones pecaminosas. Mi incomodidad se elevó al punto de querer dejar la mesa. 

—Anna era una mujer maravillosa, el servicio la amaba. He sabido que la Srta. Franceste decidió solicitar en préstamo a una persona de la cocina, Cómalo. Quisiera saber, si no es molestia, el motivo de tal acción. —La interrogante venía atada a un recelo, se contemplaba por la pasividad que contrastaba con el lenguaje corporal del hombre. 

Decalle se hallaba inclinado hacia adelante, mostrando el pecho y tirando sus delgados hombros hacia atrás. Al hacer la pregunta prefirió examinarme y apuñar la esquina del mantel con la mano derecha. 

—Quise hablar con algunos vecinos, me indicaron que el joven tenía buenos dotes de orientación. Nunca lo hice con la intención de provocar un inconveniente, después de todo, no tardamos más de unos minutos.

—Para nada, solamente me abarca la curiosidad. Al contrario de algunos de nuestros vecinos, quienes desprecian a personas como Cómalo por su color de piel, considero que no es un factor determinante. Mi nombre es Jorge por mi abuelo paterno, un inmigrante que dejó sangre y sudor para hacernos de la fortuna actual. —Levantó la cabeza e hizo un gesto con su cuchara al aire, imitando una espada—. Ahora bien, debo advertirle del gran cariño que le tengo a Cómalo, quien no debió haberle contado su historia.

Asentí y continuó:

»De niño fue abandonado en nuestra puerta, por lo que se crio entre el personal que vive en unas pequeñas casas en la parte trasera del terreno. Lo sé, porque era el encariñado de mi padre, así que yo, en su lugar, procuraría que no le sucediera nada. —Dejó la cuchara con un estruendoso golpe sobre la mesa.

Una cortina roja que me rozó la espalda fue la encargada de sacarme del trance en el que me mantenía el Sr. Decalle. Pobre Cómalo, sin familia que cuidara de él.

—Tengo la esperanza de que usted no esté insinuando una amenaza ante mi hija. —Mi padre levantó sus espuelas.

—En absoluto, no me atrevería a ofrecerle cualquier advertencia a una hermosa dama como la Srta. Franceste. —Me contempló de nuevo, mientras escuchaba el sonido de sus zapatos jugueteando con el suelo de madera—. ¿Está usted casada?

Estuve atenta a ese labio inferior que se mordía con picardía superficial, llevándome a una micro expresión de disgusto. No tengo respeto o deseo por un hombre que anda buscando lo que no se le ha perdido en los brazos de la hermana de su difunta esposa. La agravante es el tiempo que ha pasado, lo que me lleva a pensar que tiene una insensata sensación del amor.

El duelo es un asunto muy diferente para cada persona. En el caso de mi padre, estoy segura de que llora por las noches cuando nadie lo mira; yo me retengo de suponer en ella más allá de la enemistad que teníamos. Prefiero ahogar mis sentimientos a permanecer bajo la cobija del arrepentimiento. Sin embargo, nunca había conocido a alguien con menos amor por el difunto que Jorge Decalle. Es como si la situación no fuera digna de sus lágrimas. Su duelo no es mi asunto hasta que hacía comentarios inapropiados que por ley social debía responder.

—No —contesté.

—Mi hija mayor, Marlene, ha rechazado muchos pretendientes. —Las mentiras se le estaban contagiando a mi padre.

—Estoy consciente de la razón por la cual persiguen tal candidata. —Un comentario final del hombre inescrupuloso.

Luego del encuentro, caminaba hacia mi habitación designada con el objetivo de descansar un poco. Los pasillos deslumbraban con la gran cantidad de decoraciones que poseían, aparte que la limpieza era impecable. De repente sentí algo detrás de mí, acechándome, lo que noté fue al Sr. Decalle sobre mi hombro, a lo cual me susurró:

—¿Cómo no la vi antes? Si es una hermosura que pronto estará en mi cama. —Agravó su sonido para que golpeara cada parte de mi escucha, intentando un murmuro lujurioso. Aquello provocó que se me erizara la piel del disgusto.

Así como llegó, se fue. Podía recordar su tono de voz y su aliento tocando mi oreja. Un auténtico lobo en traje de oveja. Al voltear se había esfumado como el viento, su único fin era perturbarme, eso me motivó a seguir investigando aún más sus mentiras.




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