Capítulo 29

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15 de setiembre de 1605

Los preparativos para el gran evento continuaban avanzando con rapidez; todo era perfecto. Aun así, noté que las damas se reunían a solas en la noche. Asumí que Lapsley desconocía la situación y tampoco me habían invitado a formar parte del club que mantenían. Varias veces me dirigí al tema sin ser exitosa, pero me rehuían. 

Rechacé el trato con Valtierra. El razonamiento que me llevó a tomar la decisión fue lo engañoso que me resultaba el hombre. El General era mentiroso y no estaba en mi brújula moral traicionar de esa manera. Si Cómalo quedaba a salvo, debía ser por su propia capacidad. Además, en el diario del Dr. Vaneshi se hallaban notas que vinculaban al militar con el sacerdote. No quería involucrarme con el demonio. 

Abrí mis ojos esperando despertar en Goya, aunque fue inútil. Mis pupilas observaron con atención la luz que entraba por la abertura de la ventana. Fue hermoso por unos segundos, hasta que una nube arruinó el día. Aquello me recordó a mi llegada al pueblo, preciosa y tenebrosa. 

Como era usual, bajé a almorzar con los demás. El aire era inusualmente helado, tal que si me advirtiera de un mal día. La madera crujía como nunca lo había hecho, los muros parecieron encogerse y Retya me esperaba al final de las escaleras. Su sonrisa perturbadora todavía adornaba su rostro, colocó sus manos por detrás de su cuerpo. 

—Buenos días, señorita. Hoy se emperifolló bastante pa' que la vea el señor —dijo entusiasta. 

—Este vestido me lo obsequió una dama de la corte, es de tela roja fina. Creo que no saldré, entonces decidí ponerme algo hermoso que no se ensuciaría —repliqué con una mueca de disgusto por el comentario anterior. 

La mujer me escoltó al comedor; nadie asistió. La circunstancia me pareció extraña, después de todo, las comidas con Decalle eran mandatarias. Similar a una regla de costumbre, me sentaba a alimentarme a su lado. ¿Y el viudo? ¿Se aburrió de mí y, por fin, me dejaría en paz? ¿Las esposas ejecutaron el plan sin mí? De cualquier forma, no me preocupé en demasía. Si el varón pasó alguna situación, lo sabría. 

Salomé entró con un agua color verde en las manos, la situó en la mesa y se fue trotando. Me pregunté el motivo de los pequeños brincos que daba, aparte de las murmuraciones que dominaron su presencia. Retya dio grandes pasos dentro de la habitación, dejando un plato con aquella carne que Vaneshi mencionó en su diario y que, días atrás, rechacé. 

—Retya, este es el mismo platillo que me negué a comer con anterioridad. Lléveselo, por favor. —Fui amable en tanto me fue posible. 

La ira me invadía, ¿se pensaba que era una tonta que no recordaba? La espantosidad bailaba en un jugo color verde musgo, poseía brillo y cuando se tocaba con los cubiertos, producía un ruido desagradable. No sólo era maloliente, su apariencia era indeseable. 

—La «comía» se preparó bien —aclaró con un tono de voz suave y delicado, imitando ternura—. Es seguro tragarla. 

Una mentira por completo. Un olor como el que desprendía, no se olvidaba. Aparté el plato con mis dedos y me tapé el rostro. Sostuvimos el contacto físico por muchos minutos, atravesando nuestros espíritus con sospechas. Retya era un enigma, todavía no descifraba sus intenciones. Pedí que llamara a Cómalo, pero se negaba. 

»Él no quiere verla —comentó con seguridad. 

No creí ni una sola palabra que salió de su fétida garganta, debía ser una excusa para algún asunto que tramaba. Insistí hasta el hartazgo; continuaba reteniendo mis deseos. Decidí levantarme para buscarlo yo misma. 

—Recusaré su actitud con el Sr. Decalle —amenacé furiosa, fruncí el seño y exhalé. 

—¡Salomé, Marina, Cristina! —gritó con vigor.

De inmediato se encontraban todas las sirvientas sujetándome el cuerpo. Me lastimaban con sus afiladas uñas, cuando las enterraban en mis antebrazos. Luché, pues no comprendía qué sucedía; fue inservible. Tres personas que habían trabajado toda su vida contra mí, una doncella ornamental. El rostro de Salomé mostraba culpa y arrepentimiento, el de las demás era frío, como el de Retya. 

—¿Qué hace? Suélteme, ahora mismo. —Intenté escapar, sin ser exitosa. 

—«Usté» se va a tragar esta carne a la fuerza, carajilla malcriada. Su «tata» se resistió también. —Retya escupió con asco, su saliva quedó en una mancha en la madera del suelo. 

¿Mi padre? La sirvienta envenenó a mi ídolo con el alimento maldito que prepararon en esa cocina. Él no era capaz de defenderse de los ataques de varias mujeres, sus manos no eran, del todo, funcionales. ¿Cómo se atrevían, estas abusadoras, a asesinar a un hombre indefenso? ¿Y cuál era su motivo? ¡Lo que daría por un día más con él! En ese momento recuerdo el deseo de estrangularlas, sostenerlas en mis dedos y estrujarles la vida. 

Pensé que sería la siguiente en su macabra lista. 

Por unos minutos me limité a respirar profundo y mantener mi mirada en Retya. Daba pasos hacia ella, pero me sostenían. Retrocedía con las ganas de alcanzarla, de tocar un solo cabello de su mugrosa cabeza. Sentí impotencia; determinación por la venganza. Decalle no me interesó, si lograba mi propósito con la joven sería feliz. De pronto caí en cuenta, ¿me adoctrinaron también? ¿Consideré, por un milisegundo, que la teoría del sacerdote era correcta? ¿Me permití la idea de un asesinato con justificación? Sí, me hundí en las garras del clérigo, al brindar sentido a una atrocidad. 

Tal vez yo era peor que el viudo, porque al menos seguía órdenes; en mi caso, mi propia voluntad me lo ordenaba con ferviente anhelo. Los pensamientos que parecían no pertenecerme y que se alojaban en mi cerebro. Los parásitos que reposaban sobre mi parte cuerda para indicarme que me transformara en una seguidora más. Si continuaba con las ansias de cometerlo, enloquecería.

—¿Fueron ustedes? —cuestioné con agudeza y un gesto de indignación. Levanté mis pómulos, curveé mi boca. 

Hubo un gran silencio; los ojos de Retya cambiaron a una oscura sensación. Salomé intentaba articular, aunque era incapaz. 

—Claro, Srta. Franceste, yo la puse en la cerámica de vidrio plomado de su «carebarro» «tata». —Tomó el plato y lo golpeó contra la superficie, dejando muchos trozos por doquier. Algunos de ellos llegaron hasta a mí.

Agarró un trozo del putrefacto alimento y se dirigió a mí. No tuve tiempo de reaccionar a la escena, por lo que la sirvienta lo introdujo sobre mi lengua y me cerró la mandíbula de un asesto. Tuve arcadas y estuve a un poco de vomitar. Salomé y Cristina me sostenían la cara para que masticara. Me ultrajaron de la peor forma, traicionada por las personas que me colaboraron en momentos de crisis. 

—Ya que se «jamó» lo que debía, se simplifica contarle esto: ¿sabe «usté» qué queremos los sirvientes más que «na»? —Me examinó, percibí que esperaba una respuesta—.  Irnos de aquí. Pasamos «toa» la vida cambiando vestidos, peinando, bañando, atendiendo y el Sr. Decalle nos paga una «cochinadilla». Hemos sido fieles a su familia por años y nunca cambian. Esta vez es diferente. No más empleados que les recojan hasta la mugre. 

»Enviamos una «cartica» a Antel, el esposo de la Sra. de Villermo, presentando la denuncia por maltrato. Lo planeamos, ensayamos; pero ¡se arruinó! Por lo que mandamos una «cartica» anónima a los «sapos», y nadie nos hizo caso. —Se detuvo para carcajearse sin contención—. «Usté» ni se dio cuenta que fui ayudándolos por «separao», para su destrucción mutua. No tardará demasiado en morirse con lo que se «monchó». ¿La Sra. de Villermo comió este mismo plato, Salomé? 

Si Dana había ingerido el veneno, estaba en manos de Salomé; quien tampoco reveló nada de lo que sucedió, más allá de un par de miradas cómplices. 

La empleada parecía que no jugaba con lo que hablaba, al contrario, dentro de aquellas declaraciones se encontraba la pura verdad de su oscura alma. Salomé se encogía tras la rizada, al parecer se mantenía avergonzada. El ambiente se tensó, nadie platicaba, chistaba o suspiraba. Si es que me intoxicaron, lo único que podría provocar un efecto inmediato sería alguna seta venenosa en polvo que se combinaba con la carne contaminada.

Presioné mis labios y comencé a morder mis mejillas por dentro, ansiaba correr y tirarla al suelo. Ella desechó por lo que trabajé estos días. Tantas estrategias o pensamientos que no llegué a dar con la espía, la intrusa, la mujer que pretendía auxiliarnos; no obstante, me atacaría. Tantos meses averiguando cosas y escondiéndolas para que tardara un par de minutos en boicotearme. La furia que ansiaba despuntar era casi imposible de ocultar, puesto que en migajas iba asomándose por gestos, ¿qué haría Retya con nosotros, en exclusivo, dejarnos a fallecer?, ¿cuál era su objetivo? 

De repente caí al suelo, mientras desechaba lo que yacía en mi estómago. Ambas trabajadoras me soltaron. Todo se distorsionaba, la casa se balanceaba a los costados, aterricé en un sueño inestable. En tanto, abría mis ojos por momentos, gritando, y volvía adormecerme, hasta que no lo hice más. 

16 de setiembre de 1605

Desperté en un lugar desconocido, en grados fui incorporándome. Vaneshi me cuidada. Cuando mi vista lo detalló, sentí un alivio en el pecho, aun así, estuviese asustada por lo que, recién, pasaba. Me localicé recostada sobre una cama, con las sábanas rosas y ese hombre dándome la espalda. Tragué un poco, así que se volteó con rapidez.

—Srta. Franceste, ha despertado. —Los luceros del doctor me miraban empapados de regocijo. Traté de articular palabra alguna y me fue imposible, porque seguía bajo el efecto del desmayo. Vi pequeñas chispas de color blanco por todo el sitio, lo que produjo que me abobara. 

Siendo honesta, mi cabeza estuvo muy confundida, provocando que mi visión, a cada segundo, se tornara revuelta. 

—Dr. Vaneshi, ¿qué ha pasado? —Examiné mis costados—. Lo último que recuerdo es que... Retya me ha intentado matar. ¡Era una traidora! ¡Ella intoxicó a mi padre! Debemos atraparla o se escapará, ¡vamos! 

El hombre caminó directo a mí para sentarse sobre una de las esquinas de la cama, provocando un chirrido al hacerlo. El sol que entraba por la ventana salía y cruzaba por su frente arrugada para terminar en su cabello. En piezas, subía las cuencas y respiraba con precaución. 

—Señorita, la sirvienta se ha marchado, junto a toda la servidumbre. Dana la halló en el suelo, al borde de la muerte. Los Lapsley la trajeron en carruaje hasta mi casa y acá le pude dar la medicina para el veneno. Le dieron Sombrero Negro, una seta tóxica endémica de Uril. —Fue breve y conciso, como cuando uno trae atoradas malas noticias—. Tardé en saber cuál era en específico, siempre se puede tras varios medicamentos y respondió bien al último que le administré. 

Me enfurecí de nuevo; huyó. Coloqué mi cabeza entre mis piernas y pensé en algo que me distrajera. Estaba a punto de correr tras ella, sin importar donde fuese. Retya, no podía permitir que se desligara de la responsabilidad del descenso de mi padre. 

Evidencié que mis ropajes eran distintos, más ajustados y con un estilo juvenil. Esa no me pertenecía. Le dije al doctor que ocupaba traer mis cosas, pero me reveló que ya no existían. Los empleados eran ladrones y se llevaron todas las posesiones de la casa. Los diarios, mis cosas, mis ropas, los recuerdos de mi padre y cada centavo robado había sido removido de mis manos por Retya y los demás. Desde mis baratijas hasta las grandes posesiones del Sr. Decalle. También interrogué a Vaneshi sobre el viudo, ¿dónde estaba?, ¿qué le sucedió? Sus laburadores me atacaron, asumí que algo parecido le acaeció. 

»El Sr. Decalle fue capturado. —Su rostro no expresaba alegría, sino seriedad. 

¿El plan de Lapsley dio inició? Me perturbaba la idea de que no me otorgaran participación, como acordamos. Quizá mi situación actual cambió el panorama para ellos. Si la misión empezó, el pueblo estaría ahogándose en caos. Fui demasiado lejos con las invenciones, podía estar ligado a las causas legales en su contra, que marchaban sin problema. La justicia debía ser la salvadora de Uril. No quise ilusionarme hasta escuchar las temibles palabras de su boca, la que presentaba constantes lamidas, no a causa de sequedad, sino de los nervios. 

La incertidumbre que me abarcó crecía entre palabras resonantes de suposiciones.

—¿Por qué? —El evento me beneficiaba, iría por el cuerpo de Anna lo más pronto posible; sin embargo, no evitaba la curiosidad causada. 

—Eso no es relevante ahora mismo, es mejor que no se entere hasta después —respondió sin mover un músculo facial para emocionarse. 

Tenía algún secreto condenado a no decirse, ¿qué era tan terrible para guardarlo?

 ¿Y Dana? ¿Cómalo? ¿Acaso eran parte del plan y me engañaron de nuevo? Quería despertar de la pesadilla, pellizcarme, inclusive volverme a levantar con el son de los pájaros en la Hacienda.

—¿Qué pasó con Cómalo? ¿Comprende algún dato? —Mis cejas se juntaron, mi rostro languideció y mi boca se expandió. 

—No, nadie sabe de su permanencia aquí. Verá, le dijeron al padre Celestino que usted se acostaba con Cómalo y por ello, el mismísimo, la está buscando. Aunque si le soy honesto, creo que eso es una artimaña fabricada para deshacerse de usted. —Soltó un largo suspiro—. El sacerdote no se cansa de destruir el pueblo. 

—¡¿Qué me dice?! ¡Soy inocente! ¡Yo..

—Es un cabo suelto, eso no le agrada a nadie que tenga enigmas enterrados —interrumpió el galeno—. Su hermana es uno de ellos también, alguien que sabe demasiado sobre este lugar. Srta. Franceste, los Lapsley le dejaron una pequeña carta que es pertinente que lea. 

¿Es? ¿Sabe? 

—Espere. ¿Por qué se dirige a Anna en presente? —Sostuve mi respiración por el suspenso que producía la respuesta. Si exageraba era irrelevante, si no lo hacía sería una sorpresa. 

Vaneshi bajó sus pupilas.

»¿Qué sucede Vaneshi? ¡Hable por Dios! —insistí aporreándolo. Era muy relevante para que se quedara en silencio, sino hablaba me daría un ataque. 

—Lea la carta, señorita.

Glosario

Sapos: Término utilizado en Costa Rica para los policías. 

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