Capítulo 31

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

DIARIO NUEVO DE MARLENE FRANCESTE

1° de diciembre de 1605

Leía los obituarios con nostalgia, examinando las hojas amarillentas y admirando los nombres de los fallecidos. Palpé el papel con mis dedos lastimados hasta ser cortada por una pequeña esquina. Una gota de sangre cayó hacia mi regazo, como aquel día. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que pensé en él. 

El 16 de setiembre me impregnó el aroma de la culpa, arrepentimiento y odio. Nunca más fui capaz de mencionar un ligero detalle, pero todo eso debía terminar. Tenía un largo periodo de no sujetar una pluma para escribir, por lo que me sumergí en un abismo de desesperación y tristeza al sentir el líquido negro escurriéndose. Aunque era necesario contar lo sucedido. Esto no quería decir que me refiriera a la huella que dejarían mis diarios perdidos en el mundo, al contrario, el perdón de mis actos se hundía en el secretismo.  

Descubrir que Anna vivía fue desconcertante, en mi mente habitaba la imagen de su cadáver cubierto de tierra, con las uñas podridas, el cuerpo tornándose en una mezcla de sedimentos y su cabello arrancándose. Después de todo lo que acaeció, supe que sería menester hallarla para disculparme. 

En mi corazón de aquel entonces sólo existía rencor. Sin embargo, Uril se alimentaba de la compunción, una palabra que procedía del latín «compunctĭo» y que, en mi entendimiento, fungía como verdugo. Este conjunto de sílabas punzaba los esternones de los pueblerinos en busca de lo que más temían: el pecado. 

Rememoro el evento con claridad, lo nombré «El Día del Fin». 

Reclamé por varias horas antes de que Armando si quiera tomara en cuenta mi proposición, luego dijo que lo discutiría con el otro varón. 

Desperté entre los gritos de las personas en la casa Vaneshi y las sacudidas de Nicolasa. Intenté incorporarme con inmediatez, apenas escuchando qué sucedía a mis alrededores. Todos corrían de un lado a otro, desde Lapsley hasta Vaneshi. Ellos se movían a una velocidad muy rápida para mis ojos lentos. 

Me empapé de la adrenalina, me desplacé hasta el centro del habitáculo y coloqué las ropas en mi superficie sin ducharme. Alcancé el primer vestido oscuro que vi para ponérmelo de repente. A los pocos minutos, la sirvienta llegó a sujetarme del brazo, con vigor, para dirigirme al piso inferior. 

Nos reunimos en la sala, además, el misterioso hombre del otro día descendía con sus raquíticas piernas. El Sr. Lapsley lo auxilió en su descenso, sosteniendo sus extremidades con cuidado. En ese momento me hallé estática y estólida, a la espera de una respuesta lógica. Cada miembro se colocó en un círculo frente a la puerta principal, incluyéndome.

—¿Qué hacemos? —preguntó Armando Lapsley—. Las esposas han enloquecido, los fanáticos de Celestino nos cazan y juzgando la construcción que se observa desde la ventana de arriba; tengo un mal presentimiento.

Nicolasa apuñaba el rosario marrón contra su pecho, mientras que Vaneshi la rodeó con sus brazos y le susurraba «shhh» en el oído derecho. La Sra. Lapsley conservaba el rostro de disgusto que la caracterizaba, realizando pequeñas muecas de asco cuando cualquiera hablase. Yo, especté la opinión del enigmático invitado sobre el plan que seguiríamos. 

—No podemos avanzar sin rumbo por el pueblo. Armando y yo queremos comunicarles una decisión que fue tomada ayer en la noche. —Nos dirigió la mirada con uniformidad, manteniendo una presencia dominante, a pesar de su estado físico—. Iremos a rescatar a todos los prisioneros que se nos permita. Mi esposa y amiga se encuentra en esa multitud, si no nos cuidamos, no los volveríamos a ver. 

¿Esposa? Su identidad, tan difusa y breve, me cautivó. Hizo todo el sentido para mí cuestionarme el nombre de la chica, aunque no lo sabría todavía. Tampoco traté de deducirlo para no gastar energía o preguntarle para no ser molesta. Después de todo, un evento de proporciones masivas sucedía y lo que menos importaba era una palabra asociada a una mujer. 

—¡Larguémonos! No hay caso de salvar esos carajos, por su culpa nos van a echar en la zanja. —La anciana señaló al desconocido con su dedo índice y gritó—: ¡Quédese viudo! Armando lo es y no se ha muerto.

En ese momento no lo reflexioné con demasía, pero la vieja tenía un buen punto. Éramos muchos si contábamos a la sirvienta, Nicolasa, Vaneshi, Armando, el incógnito, los Lapsley y yo. Nos arriesgaríamos por vidas que peligraban al extremo. ¿Hubiese sido razonable irnos? Abandonar esas personas que nos esperaban, a cambio de unos años más. Si sólo mi sentido de supervivencia tomara las decisiones por mí, me habría marchado sin dudarlo. No era así, fuimos seres humanos con emociones, incapaces de desamparar a los entes que nos reclamaban auxilio. 

—No los cederemos a la merced de ese loco. —Negó, el galeno, con la cabeza. 

—Esperemos un poco. Sé que movilizarán primero a los hombres y después a las mujeres, tal vez en el trayecto sea posible atacar —aludió el oculto con la mano en la barbilla, lucía pensativo, inseguro de sus órdenes. 

Entre tanto, me senté en la sala principal para descansar y esperar. Me sentí muy ansiosa en ese instante, ¿cómo no estarlo? El acaecimiento era caótico, nunca esperé ver sangre ajena o atestiguar una masacre. Comprendía que lo que sucediese en Uril, daría la vuelta al mundo. Como todas las noticias, se correría a través de lenguas sucias y ojos desanimados. Tampoco estaba segura de si saldría del hoyo en el que me metí, el pronóstico no era excelente. Terminé por romperme la piel de mis palmas, provocando que ese líquido rojo dejara mi sistema. 

Nunca me percibí tan solitaria como en esos días, aguardando que las horas pasaran. Me mantuve inerte y alerta de todos los movimientos. En mi mente resonaban los nombres de los que permanecían en la penumbra. De repente, la vieja mujer se situó a mi lado, cruzó ambas piernas y se colocó en uno de los sofás del frente. Su rostro poseía un par de labios puntiagudos, varias arrugas alrededor de sus cuencas y unas comisuras que caían naturalmente. 

—Buenos días —comenté de manera amable, esperando una respuesta. Ser gentil con los mayores era algo que mi padre siempre me enseñó y, en el caso de ancianos, lo continuaba aplicando.

«Carajilla», ¿usted ya sabe qué sucede afuera?, ¿ya le contaron? —expresó con delicadeza. 

¿Sería que, por fin, me notificaría con exactitud qué pasaba con todos? Sí, me revelaron de la elevación rebelde de las masa, ¿y Dana? ¿Zafiro? ¿Decalle? ¿María? Llegaría a la meta esperada, el lugar con información que me daría pie a poder descubrir qué hacer y cómo salir. Existía una razón por la que las aberturas se forraban con madera y por la que las puertas se cerraban.

—No —afirmé, ubicando mis vista en sus surcos, esperanzándome. 

—Pues no le diré —carcajeó con una naturaleza malvada—. Enfóquese en huir y que nadie sepa de su pasado. Con su historia, se quedará soltera. Aunque escuché por allí que se enamoró del morenazo. 

¿Cómalo? El joven que me tomó por difunta, enterrada entre gusanos bajo tierra. Cuando oí eso se me estremeció el alma. ¿No era relevante para generar una alteración en su normalidad? ¿o a lo opuesto causaría un desencadenamiento de una mínima tristeza? Esos pensamientos inundaron mi cerebro. Odié convertirme en Anna, la sensitiva dama. Odié no enfrentar mi destino. Odié ser la afligida por sus seres queridos. Se suponía que, como hermana mayor, sería firme como una roca y nada me atravesaría. Sin embargo, Cómalo despedazó mi coraza, cada uno irrumpió en mí. Me enteré de que mi enfado no adquirió motivos claros para meditar en mi pecho. 

—Solía pensar que era una oportunidad para comprometerme con un hombre que adoraba. A pesar de eso, el mundo me arruina las cosas de nuevo. Lo mejor será centrarme en Goya y aprender a administrar los recursos de mi padre. Casarme por conveniencia no suena como el peor escenario, al final, el amor fue el responsable de las desgracias de mi hermana. —Suspiré con decepción. 

Las ilusiones me ultrajaron, pues me fie, por años, que me uniría a mi perfecto esposo. Cuando mi sueño se acercó a mis dedos, se me arrebató. 

—Ponga atención. Armando, mi hijo, se enamoró de una joven con dieciséis años. La caraja era hermosa, poseedora de una guapura escasa.  Era rubia, con labios rojos y mejillas suaves. Aparte, era tan amable como agraciada. No dotaba platica y en nosotros abundaba. Él la cortejó durante dos años enteros, hasta que nos mandaron una carta advirtiendo que existía un segundo pretendiente y que, esa misma noche, se le declararía. Al día siguiente, supimos que rechazó al mismísimo Cómalo. —Hizo una pausa, a fin de asentir un par de veces—. Con el tiempo, mi retoño se fue a estudiar, aunque se casaron en secreto antes de eso. ¡Resulta que volvemos tras nueve meses y se encuentra muerta! Los Decalle la acusaron de brujería. 

»¿Qué es para usted el amor? ¿El hecho de que Armando se juntara a escondidas; o que Cómalo enviara por su cabeza, porque no la obtendría? Es incluso peor que Jorge. Sé que, de seguro, le prometió las nubes y estrellas, pero sepa que nada bueno estará haciendo si cree que alguien la mató. Mucho menos si conoce al culpable. Es mejor que no la llenen de chismes con lo que le acontece a los capturados, no queda nadie cuerdo. 

Me asombré, mis piernas comenzaron a temblar, acompañando el tintineo de mi mandíbula. Los términos no se exteriorizaban, me reclamé porque me enredé con Cómalo. Toda esa inteligencia que tardé años en acumular, se fue por la borda en el instante que me cruzó palabra. Quise desmayarme, llorar y correr, nada de eso sería útil. La vieja acertó, enumeraría con las manos las cosas malas que perpetró Cómalo, sin creer ninguna. ¿Sería por afecto?, ¿por el hecho de que me faltaba ese cariño? Y si lo pensaba bien, el moreno me codificó para introducirse en mi consciencia. 

Luego de la conversación ambas tomamos paso hacia la mesa principal, allí teníamos que comenzar a degustar la comida de la sirvienta. Todos estábamos con los estómagos vacíos y las pequeñas porciones imperaban. Al mirar a cada uno se hallaba algo distinto. La anciana era una mujer curiosa, con un cariño abrumador por su primogénito. Armando era un tipo imponente y, al parecer, una cicatriz en el alma. 

Preferí callarme, si ninguno me desvelaría la verdadera razón por la que me hallaba allí. Ese atardecer me imaginé afuera como una de estas escenas que retratan sobre la biblia, donde todos se vuelven desquiciados y comienzan a venerar alguna figura extraña. Consideré la existencia de desesperados por agua, comida u otros elementos. Tal vez era así o no. La incertidumbre era mi amiga. Traspasé la alcoba en la que me situé y, justo cuando la luna se asomó, me gritó la anciana. 

—Despierte, ¡carajo! —Tomó mi delgado cúbito y lo aporreó de un lado a otro—. Antel ordenó que nos marchemos, se fueron de las calles.

Abrí mis luceros a la vez que mi boca. Lo que más me impactaba era ese nombre: Antel. ¡Ese era su nombre! Tuve tantas preguntas en un instante, ¿dónde se escondió? Mi teoría terminaba de ser correcta, en efecto, nadie supo del cuerpo y se transportó en las oscuridades del pueblo para orquestar una revolución. Su existencia era innegable, era un ser vivo de carne y hueso que caminaba al compás de sus caderas. Dana no conocía de la supervivencia de su esposo, ella se torturaba por su partida. ¿Por qué no la buscó? Quizá era muy arriesgado. 

La anciana me estremeció apurándome, entre pasos atolondrados accedí a apresurarme por la emergencia. Corrí otra vez y bajé a la sala principal. El Dr. Vaneshi anunciaba que la gente desapareció de sus casas o la avenida, aquello nos dejó deducir que asistieron a la plaza principal de Uril. ¿A qué motivo lo atribuíamos? 

En lo oscuro de la noche salimos de la morada. Ojeamos ambos lados, pisamos sin estruendos o alguna cuerda vocal que entrujara el silencio. 

Las casas se destrozaron por completo, con tablas y clavos sueltos esparcidos por doquier. Cadáveres colgaban de varias partes y los pueblerinos adhirieron letreros aterradores. Las prendas se enterraron en la arenosa textura del piso y, a lo lejos, se apercibían sollozos. Una tormenta azotó el sitio. Caminamos a través de las chozas abandonadas, con cuidado. Me enseñaron qué debía hacer, a pesar de no estar preparada para lo que vendría.

A lo lejos, múltiples luces provenían de antorchas, por lo que acatamos a apretar el paso y nos localizamos detrás de un edificio del centro. En el medio de la plaza avistamos un enorme espacio, con una gran tarima de madera, un gentío a su alrededor y un sacerdote que exclamaba desde el frente. Los ojos de sus seguidores se perdieron en las llamas del fuego que sostenían.

—Está demente —musitó el Dr. Vaneshi con decepción—. Eso es para ejecuciones públicas. Cuando nos acerquemos más, podremos atisbar a los culpables. Según nuestras cuentas, los hombres de Uril serán juzgados. 


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro