Capitulo 22: Las palabras que no se dicen

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CAPÍTULO 22

Las palabras que no se dicen


BRUCE

Bruce no pudo dormir ése día. Apenas comió. No salió de la batcueva y no habló con nadie.

Al día siguiente se fue temprano hasta Ciudad Central donde casi le causa un infarto a Barry Allen, colándose en su laboratorio.

El policía forense todavía no podía creerse que Bruce Wayne hubiera podido atravesar toda la comisaría y llegar hasta el sótano donde estaba trabajando sobre unas pruebas de criminalística, pero al fin y al cabo, aquel hombre era Batman y el murciélago se había colado en sitios peores sin ser detectado.

Lo que más le sorprendió fue verlo sin su máscara.

Por supuesto que Allen sabía de la identidad secreta del caballero oscuro, pero en muy contadas ocasiones éste se quitaba el traje de la liga, así que verlo allí plantado le resultaba "curioso".

Desde luego, su aspecto aparentaba el del hombre rico que era, pero al profundizar en sus ojos del color del plomo, podías divisar que tras esa fachada superficial se escondía algo más oscuro que siempre hizo sentir a Barry incómodo.

Batman, porque el que tenía ante él no era el multimillonario, sino su compañero en la liga, le preguntó sobre a qué velocidad podía correr.

Barry se encogió de hombros al no saber qué contestar. ¿Por qué demonios le preguntaba eso?

El murciélago insistió en si podría atravesar la barrera de la velocidad de la luz.

- Nadie puede hacer eso. Tan sólo se ha demostrado en alguna partícula subatómica – Ante la insistencia de Batman, el policía le explicó que cualquier tejido humano se desintegraría. Entonces le preguntó sobre algo más extraño si cabe, los viajes en el tiempo, la alteración y distorsión del mismo.

Allen le explicó, como científico interesado en el tema que era, que en teoría, y sólo en teoría, podría ser posible que el tiempo se detuviera a esa velocidad.

Eso pareció contentar al murciélago que se dispuso a marcharse, seguro de que no le sacaría más información que la que ya disponía por sus propios medios.

- ¿A qué viene todo esto Bat ... Wayne? – le preguntó aún sabiendo que no le contestaría.

- Es ... personal – Se limitó a decirle, y desapareció en ese momento, cuando Barry desvió la mirada al entrar su compañera en el laboratorio.

Cuando salió de la comisaria cogió el teléfono y marcó el numero de Lucius.

- Quiero que compres el acelerador de partículas más cercano a Gotham.

Lucius ya no se sorprendía ante las excéntricas peticiones de su jefe, para el que trabajaba casi en exclusividad.

- De acuerdo señor Wayne. Y ¿Qué quiere que haga con él?

- Viajes en el tiempo.

Ahora sí que Lucius alzó las cejas en señal de asombro.

- ¿Es broma?

- ¿Cuándo he bromeado yo?

- Me pondré con ello enseguida señor Wayne.

Llegó por la tarde a la mansión, cansado por conducir todo el día.

Bajó a la cueva otra vez y se desplomó en la silla del ordenador central. Se llevó las manos a la cabeza que estaba a punto de estallarle.

Las migrañas eran cada vez peores, pero no quería medicarse. Eso mermaba sus facultades durante la lucha.

- ¿Quieres entrenar?

Bruce se sobresaltó tanto que dio un salto de la silla y cayó a dos metros, poniéndose en posición de defensa.

Ni siquiera había notado la presencia de Dick en la cueva.

Estaba distraído, y eso, en su mundo podía significar un error fatal.


Bruce supuso que el chico se tomó su reacción como un "Sí" ya que fue corriendo, directo a él y le lanzó un directo de izquierda que esquivó sin dificultad.

El joven siguió golpeando, otro directo de derecha, gancho de izquierda y patada a las costillas, que Bruce paró con su codo.

No se contenía, nunca lo había hecho. Sabía que Bruce podía con todo lo que le echara y más.

El chico tenía claro que debía coger distancia si quería tener alguna posibilidad con Batman, que en ese momento, vestía de calle, con pantalón, camisa y jersey cuello de pico, así que no se parecía mucho a Batman. Quizás podría sacarle provecho a que no llevaba puesto su cinturón ni su traje a prueba de golpes, balas y muchas cosas más.

Aún así, si se acercaba demasiado al murciélago y éste conseguía agarrarle alguna de sus extremidades, sólo viviría para contarlo si ése era su deseo.

Intentaría las patadas en giro. Bruce las dominaba a la perfección, pero era mucho más pesado que él, y no tan rápido en este tipo de golpes. Dick era más ágil y flexible.

Sus muchos años en el circo habían potenciado aún más sus habilidades innatas para el combate.

Además, pesaba veinticinco kilos menos que su padre adoptivo.

Después de un intercambio de golpes en el que el murciélago estuvo excepcionalmente lento, Dick vio el hueco, como una luz al final de un túnel. Sin pensárselo dos veces, le lanzó una patada en giro que impactó directamente sobre el lateral de la cabeza de Bruce.

Ante la mirada atónita de Dick, el murciélago se tambaleó y cayó de rodillas al suelo.

- ¿Estás bien? – preguntó el chico asustado dispuesto a ayudarle a levantarse, más sorprendido por ser la primera vez que le daba de lleno, que por haberle hecho daño en sí.

- No me toques.

- No digas tonterías – Le cogió por debajo del brazo y lo ayudó a incorporarse.

El murciélago estaba mareado y se dejó ayudar hasta que Dick lo estiró sobre la mesa de examen balístico.

- ¿Son las migrañas otra vez? – Le preguntó

Bruce abrió los ojos y admiró el tétrico lugar al que llamaba hogar. Ni siquiera sabía si había llegado a perder el sentido.

Sintió en sus fosas nasales el olor a humedad por la filtración del agua a través de las paredes de piedra, el techo cubierto de estalagmitas de sedimentos volcánicos, negros como la noche, la tenue luz que lo invadía todo, y cientos de ojos, como puntos de luz brillantes que lo examinaban desde la espesura.

Eran esos malditos murciélagos que lo miraban desafiantes.

Bruce odiaba esas ratas con alas, pero ese odio alimentaba el símbolo que aterrorizaba a los delincuentes de Gotham cada noche.

Ellos compartirían su miedo, se dijo la primera vez que vio su reflejo vistiendo el traje de Batman.

- ¿Qué te pasa? – Preguntó Dick - Estabas distraído.

- Pasa que no ha comido en dos días – apuntó Alfred que acababa de llegar.

- ¿Dos días?

- Estoy bien – mintió el murciélago incorporándose – Esta noche no saldré a patrullar. Estaré en mi habitación ¿Podrías llevarme algo de cena?

- Por supuesto señor ¿Quiere también hielo para el golpe?

Bruce no contestó, pero se fue tocándose el lateral de su cabeza que empezaba a hincharse por la patada recibida.

Se dejó caer sobre su cama, totalmente exhausto.

Extrañaba a Clark, más de lo que él mismo era capaz de admitir.

Echaba de menos a ese impetuoso y arrogante extraterrestre.

Su móvil vibró.

"Quería contarte que he vuelto al Planet, y explicarte mi primer día de trabajo"

A veces Bruce tenía serias dudas sobre si Clark podía leerle la mente por su innato don de la oportunidad, aunque él lo negara una y otra vez.

"¿He hecho algo malo?"

No Clark – pensó el murciélago – Y no me resigno a pensar que algún día lo harás – Dijo en voz baja

Empezó a teclear.

"Te hecho de menos" – borrado sin enviar.

"Quiero sentir tu calor"- borrado sin enviar.

"Te echo tanto de menos" - borrado sin enviar

Las palabras de Leocadio resonaron en su mente, desgarrando su corazón como una espada incandescente.

"Te partió la columna y te abandonó, para que murieras ... lentamente."

"No. Claro que no. Pásate el sábado por la mansión. Me tomaré el día libre" – Enviado

Bruce lanzó el móvil contra una de las paredes de la habitación, con tanta furia, que se partió en varios pedazos.

Se tomó un tazón de sopa que le había traído Pennyworth y se relajó lo suficiente como para dormirse un par de horas.

***

Bruce pensó largo y tendido durante varios días si debía o no comprobar las últimas palabras de Leoadio. ¿Sería una tranpa? Lo más probable, aunque si era así, se trataría de alguna artimaña para confundirlo o hacerlo dudar.

Se cuerpo era fuerte, su mente también.

Las barreras psicológicas que sin darse cuenta había cavado a su alrededor lo aislaban de cualquier sentimiento.

A veces, incluso él, dudaba que a estas alturas pudiera sentir nada.

Hasta que besó a Clark por primera vez.

Eso le atormentaba más que le ilusionaba, porque con la esperanza, viene la decepción, y con la decepción, la oscura soledad.

La exasperación, la rabia, el sentimiento de impotencia, es lo que vuelve al bueno, cruel.

***

- ¡Cuánto tiempo sin verlo señor Wayne! – Se sorprendió el padre Michael estrechándole la mano al multimillonario al que le debían todo lo que tenían.

- Sí. Demasiado tiempo, y me disculpo por eso.

- No tiene que hacerlo, entiendo que debe ser un hombre muy ocupado.

Michael Blake era el director del orfanato Saint Francis, el cual era uno de los que la fundación Wayne subvencionaba en su totalidad.

A Bruce le gustaba visitarlo de vez en cuando, para asegurarse que los niños estaban bien, pero con los años aceptó que Michael era una buena persona, huérfano como él y los demás niños que vivían allí, y dejó de ir, dejándolo todo a su cargo.

Le entristecía demasiado verse reflejado en aquellos pequeños ojos tristes que lo observaban como si de un espejo se tratara.

- ¿Quiere que le presente a los niños? Estarán encantados de verlo.

- Claro – sonrió Bruce sincero.

Los pequeños se agolpaban a su alrededor para tocarle. Para ellos era como estar ante Papá Noel. Aquellos niños no estaban corrompidos por la imagen que Bruce tenía en la prensa y en los medios. Para ellos, era su salvador. El hombre que los vestía, los cobijaba y les daba de comer.

El huérfano multimillonario al que todos adoraban.

En todas las clases había una foto de él vestido con traje y corbata, como si fuera el gran triunfador que superó la muerte de sus queridos padres a manos de un asesino.

En aquella fatídica noche de Gotham.

Nada más lejos de la realidad.

- ¿Puedo hacerle una pregunta padre? – Preguntó- ¿Sabe de alguien llamada Lupe Leocadio?

- Sí, aquí todos la laman Leo ¿Por qué? ¿La conoce? – El sacerdote se extrañó ante la especificación de Wayne, ya que era la primera vez que preguntaba por un alumno en concreto.

- ¿Podría verla? – Dudó.

- Por supuesto.

El padre Michael acompañó al mecenas al patio trasero de la antigua casa y señaló a una pequeña niña de unos siete u ocho años, que jugaba sola, haciendo dibujos sobre la tierra con una rama seca.

- ¡Leo! – la llamó el padre haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.

El corazón de Batman se comprimió con una dolorosa punzada que no fue capaz de reprimir al ver a la pequeña.

No tuvo dudas al observar aquel cabello negro y rizado que se movía con el viento, no tuvo duda al mirar aquellos profundos ojos oscuros.

Eran los mismos ojos que lo hicieron estremecerse hacía ya varias noches, al revelarle su más oscuro secreto.

- Tengo que irme – Le dijo al padre Blake abrumado por la revelación que ya no podía negar.

Salió del lugar derrapando, con su flamante deportivo azul cobalto, ante los aplausos y los vítores de los alumnos, que resonaban en su cabeza.

No era una artimaña psicológica ni un intento de manipulación, era la simple y cruel verdad.

Aquella niña era Lupe Leocadio, unos treinta años más joven.

***

El viernes por la mañana Bruce recibió una llamada de número oculto a su teléfono personal.

Dudó si debía atenderla, pero ese número sólo lo tenían unas pocas personas, y todas le importaban en mayor o menor medida.

- ¿Si? – contestó.

- Señor Wayne, soy Clark Kent, del Daily Planet.

La voz de Clark denotaba preocupación y nerviosismo. No estaba bromeando. Se hizo una pausa en la que Bruce sopesó sus opciones de respuesta.

- Usted dirá, señor Kent.

- Me han acusado de agresión. Estoy detenido en la comisaría once de Metropolis. Sólo tengo derecho a esta llamada.

- Diez segundos – escuchó Bruce decir a lo lejos.

- Sí, ya cuelgo – dijo Clark al agente de policía que tenía a su lado – ¿Me has oído Bruce? – preguntó alterado.

- Te he oído. Yo me encargo.

- Se acabó el tiempo – se escuchó la voz del policía antes de que la llamada se colgara.

Bruce buscó un número en su guía de contactos y lo marcó sin vacilar.

- Bruce ¡Qué alegría que al fin me llamaras!

- Harvey – le dijo al fiscal de Gotham – Ha llegado la hora de cobrarme ese favor que tanto te jactas en deberme.

Bruce consiguió el atestado policial, la declaración de dos testigos supuestamente imparciales, el informe médico de las lesiones de dos de los marines y de Jonathan Caroll, el novio de Lois Lane.

Llamó al buffet de abogados que tenía en nómina permanente y pidió a los mejores cinco letrados, que consiguieron que Carroll no denunciara, a cambio de un trato en el que Lois tampoco lo denunciaría a él por agresión con el agravante de violencia de género.

Un escalofrío recorrió la columna del murciélago al leer la parte en la que constaba cómo Clark Kent se estaba besando con la periodista cuando apareció el novio celoso de esta.

¡Maldita sea! ¿Por qué se sorprendía, después de tratarlo como lo había hecho?

¿Qué clase de vida podía darle él a Clark Kent?

Dejando de lado que era un extraterrestre de un mundo extinto hace miles de años, el reportero no dejaba de ser un granjero criado en la América profunda, con una infancia difícil, pero con unos padres amorosos que le habían inculcado unos buenos valores tradicionales, y con una idea bastante clara de lo debía ser la familia.

La sola palabra le ponía de los nervios.

Familia.

Bruce jamás pensó en formar una. Ni siquiera se lo había planteado.

¿Qué clase de relación podría mantener con Clark?

Seguro que ninguna como la que podía ofrecerle esa periodista del demonio.

¿Celoso? ¿Estaba celoso?

Lanzó el atestado a los pies del coche, desperdigando todos los folios.

- ¿Algo va mal? – preguntó Alfred que conducía hacia la comisaria once de Metropolis. El mayordomo no podía evitar la preocupación que últimamente sentía en su señor, el cual estaba más irascible de lo que se podía considerar normal en él.

Bruce siempre había tenido poca paciencia y mal carácter, pero solía mostrarse frío y calculador, sin embargo ahora, era un manojo de nervios a punto de explotar.

¿Qué era lo que le alteraba tanto? O mejor dicho ¿Quién?

El mayordomo creía saber la respuesta, y no podía evitar sentir compasión por su joven amo, y por el Kriptoniano también.

- Todo va mal Alfred – Dijo mirando por la ventana sin desviar la vista hasta que el coche se paró – Ya sabes lo que hay que hacer. Cíñete al plan.

- Por supuesto.

***

- Le di el anillo a Alfred, antes de subirme al coche – Acabó admitiendo Superman, sabiendo que quizás todo aquello se podía haber evitado si simplemente hubiera pronunciado antes esas palabras – Yo siempre he confiado en ti – Hizo una pausa- Nunca te he mentido ... Eres el único al que nunca he mentido.

Bruce estaba furioso, no sabía qué hacer ni qué decir, así que se quedó callado, debatiéndose en su lucha interna. Una lucha imposible contra él mismo en la que no existía ningún vencedor.

La opción más lógica era no decir nada.

Pero a veces, las palabras que no se dicen, son las que más duelen. Lo supo cuando vio a Clark darle la espalda y empezó a caminar por aquel mugriento callejón, alejándose de él.

- Te he echado de menos – dijo finalmente en un susurro.

El kriptoniano se detuvo, sin darse la vuelta - ¿Qué has dicho? - le preguntó.

- No pienso repetirlo de nuevo. Ya me has oído – dijo apoyando su espalda sobre la pared, dejándose car. Estaba seguro que con el golpe que había recibido, se caería si intentaba ponerse de pie.

Clark caminó hacia él y se paró justo en frente.

- Quiero escucharlo de nuevo – casi sonó como una orden.

- Te he echado de menos – dijo más alto esta vez, apretando la mandíbula con fuerza, enfadado consigo mismo por ceder ante él.

Clark sonrió. El labio roto aún le dolía.

Sabía que eso era toda una confesión por parte de Bruce.

Le había expresado sus sentimientos.

Al menos, los tenía.

Últimamente el kriptoniano no estaba seguro.

No pensaba tentar más a su suerte.

Se sentó a su lado, sobre el suelo mojado, ya que empezaba a lloviznar. Puso su mano sobre el asfalto, con la palma hacia arriba.

El murciélago la miró y dudó, pero la intención de Clark era clara. Ya le había complacido antes ¿Por qué no ahora? Estrechó su mano entre sus dedos y Clark ladeó su cabeza para que ésta se apoyara sobre el hombro del murciélago, que no se apartó.

El kriptoniano inhaló el olor de su compañero, sintió su respiración algo más calmada, y decidió buscar sus labios con los propios, sopesando quizás un nuevo rechazo, que no llegó.

Bruce se dejó besar aunque manteniendo una actitud pasiva, cosa que Clark aprovechó pues no solía suceder.

Le cogió el rostro con las manos y lo atrajo hacia sí. Empezó a besarlo con suavidad, introduciendo la lengua en la boca del murciélago.

Lentamente.

Deleitándose con el irresistible sabor.

- Yo también te he echado mucho de menos.

Ahora Bruce posaba las manos sobre las caderas del Kriptoniano, y Clark empezó a aflojarle la corbata, quitándosela y dejándola a un lado, sobre el asfalto de aquel oscuro callejón de Metropolis.

Bruce se levantó y se sentó sobre el kriptoniano con las piernas abiertas, rodeándole la cintura con ellas, mientras había comenzado a lamer la piel del cuello de Superman. Empezando por el lóbulo de la oreja, bajando sinuosamente hasta la clavícula. Le molestaba la camisa medio rota y ensangrentada de Clark así que la agarró de las solapas y la fue deslizando sobre los hombros a medida que seguía besando cada centímetro de piel recientemente magullada hasta quitársela del todo.

- ¿Aquí? – preguntó Clark algo incómodo, por estar en medio de la calle.

Bruce se separó algo molesto, dio un saltó sobre un contenedor que se quejó en un chirrido ante el peso del murciélago y saltó sobre la escalera de incendio de uno de los edificios, desplegándola al dejarse colgar con un estilo casi felino.

Ésta chocó contra el suelo.

- Sube – Le dijo al kriptoniano, sabiendo que todavía no era capaz de volar.

Clark no se lo pensó y se encaramó rápidamente a la escalera hasta que subieron hasta el último piso.

Ya en la terraza, Bruce examino el lugar, y con un cordel de tender, trancó la puerta de la entrada a la escalera del edificio, para que ningún vecino curioso los pudiera interrumpir.

Se dirigió hasta Clark y empezó a acariciarle el pecho, extrañamente excitado por los moretones y las magulladuras sobre su piel. Se ensañó con sus pezones.

Clark por su parte, gemía ante el contacto de la lengua fría y suave de su amante. Disfrutaba cuando los expertos dedos de Bruce le desabrocharon el pantalón y con una sola mano agarró su miembro totalmente empalmado, que ya asomaba la punta por encima de la ropa interior.

El kriptoniano le quitó la chaqueta del traje y empezó a desabotonar la camisa, con premura, gozando con cada centímetro de piel que asomaba debajo de la tela.


Bruce se quitó los zapatos, se bajó los pantalones y los bóxers, e hizo lo mismo con el kriptoniano, agarró el miembro de Clark con una mano y lo frotó contra el suyo, dejando los ojos en blanco, sucumbiendo al placer, mientras el hombre de acero volvía a invadir su boca con la lengua.

Los gemidos placenteros de Clark contrastaban con el silencio del murciélago que mordía su labio para no emitir sonido alguno.

Clark tumbó al murciélago sobre el suelo de la terraza y se colocó encima, sin estar muy seguro de cuánta de su fuerza había regresado.

Con cuidado, se dejó guiar por la mano de Bruce y le dejó que fuera él mismo el que introdujera su miembro en el interior del murciélago. Sin preliminares.

Primero sólo la punta, de la que ya emanaba abundante liquido seminal, y después un poco más, hasta que entró en su totalidad, consumiéndose por el calor de su interior.

El kriptoniano no dejaba de abrazarlo y Bruce tuvo que mover sus caderas para facilitar las envestidas de su amante, que no estaba dispuesto a separarse de él.

El vaivén se hizo más rítmico, más profundo.

Las manos del reportero agarraron con suavidad la polla de Bruce que estaba más que mojada por su propio semen, masturbándolo al mismo compás.

Hacía demasiado tiempo. No duraron mucho.

La lluvia ahora caía con más fuerza pero no les molestaba.

Ni el frío más intenso podía haber apagado la llama de la pasión entre aquellos dos hombres que disfrutaban del sexo más salvaje sobre aquel antiguo tejado.

Sólo existían ellos dos, bajo la tormenta y entre el ruido ensordecedor de los relámpagos llegaron al orgasmo.

La respiración de ambos era agitada y sus pechos subían y bajaban sudorosos, mojados por el agua y por la esencia de los dos recorriendo sus cuerpos.

El murciélago hizo por levantarse pero Clark lo tumbó sin dificultad, abrazándolo con fuerza contra sí. Parecía que ya estaba casi en plena forma. Apenas quedaba un leve atisbo de cicatriz en su labio, y el hilo que cubría la cicatriz de su sien, había desaparecido, seguramente expulsado por su propio cuerpo.

- No pienso dejarte ir Bruce. Nunca.



CONTINUARÁ ...

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