II. Cosas como estás pasan todos los días

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La maestra de artes extraña notó que la persona que tenía enfrente, y se había arrodillado con naturalidad, no era su subordinado cuando Dante ya había cortado las sogas de Sobe.

La oscuridad era espesa y eso teníamos a nuestro favor. Y la lluvia era tanta que se te metía a los ojos y te hacía imposible ver.

Cam, Dante y Sobe comenzaron a batallar contra la maga y todos los objetos que ella lanzaba y controlaba.

Iba a ayudar a mis amigos, pelear con Izaro y tratar de que no conjurara nada no era tarea fácil, pero entonces alguien me agarró del cuello y me aventó contra la baranda de la terraza. Qué mal. Sentí el fierro del parapeto clavarse en mi estomago como una bomba atómica o comida mexicana picante. Los moretones que había visto por última vez en la celda me recordaron que seguían allí, dándome tanto dolor que me quitó el aire. Traté de ponerme de pie, una mano me agarró del brazo y me enderezó. Estaba a punto de darles las gracias cuando vi que era Morbock y que me había levantado para darme un puñetazo en la cara.

Y dolió pero no dolió tanto como lo que estaba a punto de venir. Alcé a anguis, su aura oscura incremento las sombras e incluso la temperatura decreció. La serpiente siseó como si se encontrara con un viejo enemigo. Quise terminar lo que había empezado esa semana pero el golpe me había mareado, veía a cinco Morbocks furiosos y todos esquivaban mis golpes. Rodeó mi cuello con una de sus garras y masculló lleno de furia.

—Mira lo que le hiciste a mi pierna —le mantuve la mirada desafiante y al ver que no cooperaba me dio un guantazo en la mejilla—. ¡Mira!

Bajé la vista sintiendo como el agua cálida goteaba de mi cabello.

¿Alguna vez viste una pierna muy deformada? Pues su pierna no se parecía a eso porque ya no la tenía. Su uniforme de soldado finalizaba en un muñón fresco que estaba cubierto por una malla de metal que irritaba la piel, abría la herida y la hacía manar sangre espesa y verde. Se aproximó, me tomó de la remera y susurró:

—Mi pierna está mal por tu culpa —su aliento era fétido—. Mi pierna está mal por tu culpa —repitió.

—Lo único que está mal aquí es tu aliento.

Eso lo hizo enfurecer más, supongo porque sabía que era verdad, y me encestó un golpe en la carótida que me quitó el oxigeno. Mis rodillas flaquearon. Cuando me encorvé tembloroso vi una de sus piernas. La única, de hecho. Él había olvidado que tenía la espada o confiaba en que sus golpes me arrebatarían la fuerza para usarla. Mala jugada, amigo réptil.

Mientras me preguntaba quién lo había puesto a cargo del ejército le hice un corte vengativo y oblicuó en su otra pierna. Utilicé a anguis como si fuera un hacha, un golpe limpio e impulsado. El hueso sonó. Crack. Pero lo cierto es que él también estaba armado y me clavó algo en la espalda.

Eso sí que dolió pero no fue lo único que me dolió en la noche. No, no, todavía faltaba mucho dolor como una película de Hachiko interminable.

Me desplomé en el charco de lluvia porque el golpe con esa cosa filosa en la espalda me había arrebatado todas mis energías. Escuché el ruido metálico de anguis al caer en el suelo. Morbock se derribó a mi lado mientras gritaba por su última pierna que la había dejado como la primera. Su sangre se vertía en el agua trémula, era negra y verdosa pero se mezclaba con un líquido granate.

Quise ver de dónde venía ese color rojo pero no podía moverme. Tenía frío a pesar de que mi espalda quemaba, algo caliente se derraba de allí como si todo el calor de mi cuerpo de desbordara por la daga que Morbock me había clavado. Era mi sangre y no podía hacer más que verla correr. El dolor no me dejaba pensar y aproveché eso para actuar en modo automático. De repente Finca estaba a mí lado y lloraba por mí.

Quise hablar pero tenía mucha sangre en mi boca y me negaba a tragarla porque daba asco y todo me dolía.

Ella me quitó la navaja, el metal rasgó mi carne al salir y escuché cómo le rogaba a Izaro que me curara. Todos habían parado la batalla. Sobe apartó a Finca de un empujón, jamás lo había visto tan preocupado, se inclinó mí lado. Dante corrió, me dio la mano y con los nervios despuntados me dijo que todo iría bien. Aunque su cara decía lo contrario.

Cam me vio y salió corriendo en busca de ayuda. Todos estaban parados viéndome y Morbock gritaba pero nadie se fijaba en él. Eso me hizo sentir de alguna manera mejor.

Finca le suplicaba a Izaro que me curara pero ella dijo que sólo tenía energías para una herida y no iba a usarla en mí.

Entonces pelearon. Había muchos gritos y de repente vi que nadie en realidad se odiaba. Eran chicos perdidos en medio de la nada, decidiendo qué camino tomar. Y yo estaba a punto de irme y no quería. Me rodeaban muchas caras y todas estaban preocupadas, algunas porque me querían y otras porque me veían como mercadería perdida. La lluvia nos empapaba. Un relámpago nos iluminó.

Pero los relámpagos de Babilon eran diferentes. Eran de colores y salían del bosque, de la tierra, para ramificarse hacía el cielo. Pensé que eso era peligroso de muchas maneras. Un relámpago azul deslumbró a las personas que me contorneaban. Pero aunque peligroso era hermoso y quise mirarlos hasta que todo acabara.

Algo pasó zumbando.

Entonces uno de los rostros cayó a mi lado, jadeando y atragantándose. Era Finca y una flecha le atravesaba la garganta. Sus labios se llenaron de sangre. Estaba muy cerca de mí como cuando mirábamos las estrellas pero esta vez no había estrellas, sólo sangre. No podía moverme pero ya no quería.

No comprendía lo que sucedía entonces vi las personas que subieron a la terraza. Sus formas se movían lentas y rápidas a la vez como las horas dentro de un salón de clases. Primero vino Cam, y luego lo seguía Walton, preparando otra flecha en el arco. Había disparado. Petra y Dagna emergieron de la escalera.

Walton se detuvo en seco cuando vio que le había disparado a Finca, se puso lívido. Supe en el instante que había sido un error. La oscuridad había interferido en su puntería.

Todos los sonidos llegaban ahogados pero sabía que eran gritos. Una mano me apartó del rostro de Finca, era suave y delgada. Petra. Empapada por la lluvia y las lágrimas. Estaba regañándome como si morir desangrado fuera mi culpa. Apoyó sus manos en mi herida y comenzó a curarme. Recordé lo que había dicho de la magia de sanación, que no podía curar heridas mortales.

Sentí que el calor regresaba a mi cuerpo. Una oleada de energía recorrió cada resquicio de mis venas como si tratara de reanimarme con un desfibrilador. Los sonidos fueron acentuándose hasta que se convirtieron en palabras que eran gritadas. Estaba recuperándome poco a poco.

Izaro se encontraba inclinada al lado del cuerpo de Finca y trataba de curarla. Tenía las manos sobre la herida, sus dedos brillaban de un color rojo y dorado que se escurría de sus yemas como si estuviera obstruyendo el foco de una linterna. Sobe, Dante, Dagna y Miles le apuntaban diferentes partes del cuerpo con diferentes armas, todos tenían un semblante serio.

Morbock ya no estaba pero Cam, Walton y Alb tampoco lo que me hizo saber que lo seguían.

—Dije que levantes las manos —ordenó Dagna con rostro de pocos amigos, es decir con su cara de todos los días.

—Lo haré cuando termine de sanarla —objetó Izaro comprimiendo la rabia de su voz.

—Ah, cierto, perdón.

Pude moverme y una descarga de adrenalina me dijo que me pusiera de pie. Me incorporé y Petra se alejó unos centímetros, examinándome como si tratara de encontrar una falla. Tenía su cabello caramelo pegado a las mejillas. Sus ojos policromos fueron de un lado a otro de mí hasta que comprobó que me encontraba en orden. Todavía sentía dolor en la herida pero era algo que se podía manejar.

Las cosas pasaban demasiado rápido. Hace menos de unos minutos estábamos comiendo Oreos y nadie se estaba muriendo.

Un ruido metálico llegó a mis oídos como un ejército de cacerolas poniéndose en marcha. Cam subió la escalera a grandes zancadas. Estaba acompañado de Walton y Alb.

—Soldados —anunció él con los ojos dilatados—. Soldados y Catatónicos. Vienen aquí.

—¿Y Morbock? —preguntó Miles cuando cerraron la puerta que conectaba la escalera con la azotea.

—Nos separamos por dos pasillos porque no sabíamos en cuál dobló —explicó Walton—. Se me escapó a mí. Vi soldados y regresé.

—Nosotros vimos catatónicos —agregó Alb pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro—. ¿Podemos regresar a Rinconcito de Mar? Este mundo me parece muy agresivo, además la lluvia está que te congela los huesos.

—¿Dónde está Berenice? —preguntó Petra dándome una mano y poniéndome de pie, sin sacarme los ojos de encima.

Arrastraba las palabras, estaba muy pálida y ojerosa, se movía lento en lugar de actuar con la agilidad felina de siempre. Curarme la había dejado sin fuerzas.

—No lo sé —masculló Walton con poca paciencia mientras arrastraba macetas, cajas y muebles como sillas de jardín y mesas para trancar la entrada y crear una barricada.

La puerta de madera comenzó a agitarse y las cosas apiñadas a su alrededor chirriaron, pero eso no los detuvo, continuaron acumulando cosas a toda máquina. Había gritos de soldados y personas del otro lado, aporreaban la puerta como si sus golpes y gritos nos convencieran de dejarlos pasar ¿Por qué todo ocurría muy rápido?

Izaro continuaba inclinada, tapando con sus manos la herida de Finca. La flecha descansaba empapada de sangre a sus pies. Supe que había sido un tiro herrado, Walton jamás mataría a alguien inocente... Vi su cabello rojizo y luego el de Izaro. Ambas se veían iguales si las apuntabas desde lejos, sobre todo en la oscuridad.

Walton abandonó la puerta que era azotada del otro lado y le echó una breve inspección a su víctima. Estaba cansado, abrumado, agobiado y confundido. Su rostro demostró que se lamentaba de veras de ese tiro. Izaro se veía demacrada, estaba poniendo su empeño en sanarla pero si era una herida de muerte no podía hacer nada, aun así se esforzaba como si ella no conociera la regla.

Su cabello se había erizado y había perdido brillo como si fuera el de una anciana, su piel estaba lívida y el fuego de sus ojos se había extinguido, las manos sobre el cuello de Finca temblaban convulsamente y despedían un brillo opaco que menguaba. Estaba perdiendo energías, en unos pocos segundos no podría practicar las artes extrañas. Estaría desarmada.

—Jonás, debemos irnos —Dagna me agarraba de la remara y me arrastraba lejos. Todos estaban a unos metros de Izaro, Zigor y Finca. Se estaban marchando—. Déjalos, debemos irnos. No va a lograrlo. Vámonos.

Los estallidos y rugidos detrás de la puerta eran ensordecedores, sonaban a soldados, catatónicos y monstruos, todos nuestros enemigos tratando de romper la barricada improvisada de Walton. Y estaban lográndolo. Una silla rodó de la pila, una caja se reventó como un globo bajo la presión ejercida. De repente Izaro se apartó de Finca jadeando, temblando y arrastrando las palabras. Parecía ella la que estaba a punto de morir. Su sirviente la sostuvo en brazos para que no se cayera.

—Tienes muchas heridas, vieja amiga —se lamentó Izaro y le dedicó una mueca cansada y cariñosa—. Me temó que no puedo sanarlas todas.

Finca le lanzó una mirada agradecida, todavía estaba tendida en el suelo como si fuera a dormir. Me acerqué a ella mientras Walton y Sobe se adelantaban y con sus armas apuntaban a la indefensa Izaro.

—Si nos dices el miedo del rey te perdonamos la vida.

Izaro levantó lentamente la mirada, observó a Walton y sonrió débilmente. La lluvia la hacía verse deplorable como si hubiera realizado un viaje por la sabana y se hubiera extraviado por semanas.

—Debería darte vergüenza.

—Lo siento —dijo Walton desviando una mirada corta a Finca, estaba avergonzado—. No pretendía matarte ni a ti, menos a ella. Fue un error y lo lamentaré el resto de mi vida pero dinos el miedo del rey. Vamos, necesitamos el libro de Solutio y otras cosas... la vida de personas de miles de pasajes está en juego. Prometo tregua, los dejaremos y estaremos en paz.

—Nunca estaremos en paz —masculló Izaro.

La puerta crujió, estaban por entrar. Petra había abandonado la ceremonia, ya no teníamos oportunidades de conseguirlo por esa manera. Nos habían encontrado. Estábamos acorralados. No teníamos tiempo y Izaro no tenía ganas de cooperar.

—Diles —susurró sin fuerzas Finca—. Quiero un instante de paz. Diles...

Izaro palideció aun más bajo la lluvia, le acarició distraídamente el cabello a Finca y nos dedicó la mirada más asesina que tenía.

—Le tiene miedo al futuro —escupió las palabras y luego escupió literalmente—. Porque se supone que el futuro es tuyo y lo controlas, es en lo único que tienes verdadero poder, pero un futuro sin las personas que amas es un futuro perdido.

Sobe y Walton se vieron por satisfechos. Pidieron disculpas y se marcharon avergonzados de allí, habíamos ganado pero ninguno se sentía victorioso. Nosotros no éramos así de crueles y aunque era necesario dolía. Miré por última vez a Finca, su mano estaba entrelazando la mía.

—Las agujas de pino —susurró ella—. Me hacen cosquillas.

No pude evitar sonreír, así de rara era, se estaba muriendo y lo único que pensaba era que las agujas de pino le hacían cosquillas.

—Todo se pondrá bien —le susurré.

—¡Debemos irnos, Jonás! —gritaron mis amigos y comenzaron a llamarme frenéticos.

Parte de la barricada cayó, una maceta rodó y se hizo añicos. La puerta comenzó a abrirse, rechinó y los gritos se intensificaron. Manos con garras rodearon el umbral y se precipitaron ansiosas.

—Jonás —susurró Finca con un hilo de voz—. Nunca me habías dicho tu nombre. Es un nombre hermoso Jonás.

—Finca, lo siento tanto.

—No me dejes —pidió.

Tenía una cicatriz en el cuello, Izaro había sanado la herida de Walton, impidiendo que no se muera desangrada pero nada más. Estaba destruida por dentro y había perdido mucha sangre.

—Tengo que irme —le dije tragando las lágrimas y parándome de rodillas.

—¡Jonás, vámonos de aquí! —gritaron mis amigos—. ¡Van a atraparnos! ¡Tenemos que irnos! ¡A ella no le harán nada a nosotros nos matarán! —la puerta se abrió más—. ¡JONÁS!

Me puse de pie y retrocedí mientas sentía que dos pares de manos me agarraban de cada brazo y me arrestaban dejos de allí. La mano de Finca se deslizó de la mía y ella lloró y yo lloré.

Era verdad, los soldados no la lastimarían si la encontraban en la terraza pero a nosotros nos harían picadillo para reptiles. Pero se estaba muriendo. Era la última vez que la vería.

—No me dejes, por favor —me pidió entre lágrimas pero estaba muy lejos.

Izaro y Zigor la rodearon cuando nos alejamos. Corrimos lejos de la terraza queriendo huir de ese mundo, de todo lo morboso y oscuro que traía, pero una parte de nosotros sabía que jamás podríamos escapar y que esa parte estaría siempre mojándose, muriendo, matando, amenazando y llorando en la cima de la azotea.  

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