II. Me gano otra cicatriz, debería coleccionarlas

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Un sirviente me orientó y explicó cómo llegar, había varias salas de ceremonias, una era para la gente importante y otra para los sirvientes. Estaba delante de la puerta de hierro tratando de reagrupar el valor. Pocas veces me había sentido así de nervioso, recordaba que una de las últimas veces había sido cuando tenía seis, mi madre me llevó al hospital para que me dieran una vacuna reglamentaria, le había tenido tanto miedo a la aguja que me escondí en el baño de señoritas para no pasar, pero Narel me encontró y me delató.

En ese momento hubiera preferido que me pusieran vacunas en lugar de averiguar si tras esa puerta se encontraba un infiltrado de Gartet, no sabía si los sacerdotes eran colonizadores, podría ser cualquiera de importancia como un soldado, general o lo que sea. Me había tapado la cara con un trapo, al cual le había hecho dos aberturas para mis ojos, me veía como una versión barata de Ghostface. Parecía un idiota pero tenía una respuesta apropiada para eso.

Si el sacerdote me preguntaba para qué la máscara, que casi me impedía ver, le diría que al no tener marca me sentía inferior y no merecía ser visto a los ojos porque no era humano, tenía que admitir que Tiznado me había dado la idea. Si para un sirviente no era humano entonces para los ojos de un sacerdote, alguien poderoso y toda esa chorrada, tendrían tanta dignidad como una roca. Pero estaba la posibilidad de que me quitara la máscara luego de la ceremonia.

Tomé aire, di un paso adelante y empujé la puerta que se abrió emitiendo un chirrido y exhibió una salda de roca. El recinto sólo tenía esculturas de personas raras, algunas con alas, otras con muchos brazos y todas altas. Debajo de cada figura había un puñado de velas y una lápida con inscripciones, letras raras y runas. No había nada más en la sala ni ventanas. Un hombre en taparrabos me esperaba en el centro.

Lo que empeoró la situación era que tenía más de ochenta años, su cuerpo estaba tan arrugado como una pasa y los pliegues de sus arrugas se caían como si estuvieran derretidos. Pero lo único que se derretía en la habitación eran mis ojos y la cera de las velas. A pesar de ser viejo se movía con habilidad. Tenía una cabellera plateada que le llegaba hasta los talones y unas uñas largas como garras de pantera. Si creí que no podría empeorar me equivoqué, su taparrabos no estaba bien sujeto. Verlo me hizo sentir atractivo. Él giró su cabeza y se concentró como si agudizara el oído, frunció el ceño.

—Ven —dijo con una voz estentórea, tan rotunda que parecía una montaña la que hablaba, con un movimiento de muñeca agregó—. Acércate.

Di un paso al frente y vi que sus ojos estaban cocidos, un líquido amarillento como pus rezumaba entre los tejidos. A pesar de lo desagradable que eran sus párpados cocidos me puse contentísimo. No me vería, si era un colonizador, lo que ya me parecía poco probable, estaba tan ciego como un topo. Sólo tenía que resistir el símbolo de un dios que no existía en mi nuca y todo se acabaría, podía volver a estar encubierto.

«Sólo es un pinchazo, un poquito de dolor y una cicatriz que jamás volverás a ver en tu vida porque la tienes en la nuca. Puedes hacerlo, es por tus hermanos. Por tu familia. Ellos harían lo mismo por ti»

Me arranqué la máscara y me acerqué al círculo de velas donde se encontraba el anciano. Un pentagrama de fuego crecía sobre las lajas y era delimitado por las velas. El fuego de la estrella no lo quemaba.

Me introduje en el centro del círculo y sentí una chispa de corriente recorriéndome el cuerpo, una brisa de aire que suspiró hizo que mi ropa temblara y mi pelo se erizó por unos segundos. El fuego me lamió los pies descalzos pero lo sentía frío, tan gélido y suave como la nieve. Maldición. Eran artes extrañas, nunca había visto que un confronteras las utilizara, se suponía que cualquiera con la fuerza suficiente podía pero nunca había aparecido nadie así.

La idea me dio dolor de cabeza. No se debía jugar con las artes extrañas mucho menos cuando no podías controlarlas y ellas te controlaban a ti.

Algo en mi se revolcó, tenía la sensación de que estaba a punto de hacer algo terrible conmigo. Una cosa que no sólo era una marca, algo mucho más peligroso, ocultista y doloroso, además ese pentagrama siempre lo había visto en los episodios de CSI junto a un cadáver. No me daba buen rollo.

—Este... ¿Usted tiene licencia para hacer esto?

—No tienes voz hasta que termine el ritual.

Perfecto, pensaba decir unas cuantas groserías cuando termine el ritual. Seguí sus indicaciones mientras iba a buscar una caja de madera que parecía un equipo para lustrar botas, me puse de rodillas, con las palmas de las manos extendidas en las llamas azules que se retorcían por encima de mis dedos y congelaban mi piel. Mis dedos comenzaron a entumecerse y ponerse morados. El hombre dejó caer la caja a mi derecha. Me estremecí.

—¿Tus amos no te permitieron tener una marca? —preguntó y sus dedos se desplazaron por la avejentada madera como si estableciera un tratado de paz con lo que haya dentro.

Negué con la cabeza y cuando supe que no podía verme agregué un retraído:

—No, pertenecen a un sindicato antimarcas.

El hombre meneó la cabeza.

—Dile que la ira de los dioses caerá sobre ellos —abrió la caja y extrajo un cuchillo blanco.

—Enterado.

El metal era totalmente lechoso, su hoja de plata blanca irradiaba un brillo cegador, refulgía con tanta intensidad y elegancia que resultaba casi imposible advertir lo que era. Tuve que apartar la mirada, mis ojos comenzaron a rezumar lágrimas de irritación, de repente creí saber la razón por la que ese sacerdote se coció los parpados. Su luz era tan fuerte que dañaba y te hacía preferir la oscuridad. Todos decían que la luz era pureza, era bondad y representaba todo lo bueno pero esa luz no, sólo brillaba para quemar, para doler, era tan dañina como la muerte.

—Esta hoja está fabricada con la energía de las estrellas vivas y movientes, por que las estrellas están vivas. Tiene un adversario que irradia oscuridad.

—Ah.

—Esta daga está poseída por un espíritu astral que le dio la orden a los primeros sacerdotes y las instrucciones a seguir con tu gente. El habló de la marca sagrada para dar valor humano. La daga verá en tu interior y te asignará la marca del dios al que más te parezcas. Será doloroso, la luz es tan fuerte que consumirá la tuya, aférrate a un recuerdo vívido.

—¿Nadie murió con esto, verdad?

Pero el hombre no respondió, dejó la daga resplandeciente enfrente de mis ojos. Sentí la luz penetrar en mi interior era fría y me dejaba vacío como si fuera una pala que me arrancara pedazos de mí. El hombre me ordenó que no apartara los ojos así que hice un esfuerzo por mantener la mirada. De repente la daga de plata se elevó del suelo como si alguien invisible la cogiera, levitó, se acercó y suspendió en mi dirección. Sentí su filo descender hasta mi nuca.

El vello de mi cuerpo se erizó electrificado al primer contacto. La sentí sobre mi cabeza, irradiando gélidas y punzantes descargas de dolor, la piel de mis mejillas me cosquilleó y experimenté un calambre recorrer todo el cuerpo.

Y entonces vino el corte. No puedo describírtelo porque nunca sentí nada como eso, no era un dolor absoluto que no podía soportar y que rompía mi mente a pedacitos, dejándome reducido polvo. Tampoco era una agonía que requería terapia para superar. Nada de eso. Podía soportarlo pero no lo hacía menos doloroso. Sentía que me congelaba y quemaba a la vez mientras cien toneladas se descargaban sobre mi cuello. Casi caí desplomado contra el suelo, afirmé mis manos y traté de mantenerme arrodilladlo porque el anciano me lo pidió.

Un recuerdo. Busqué un recuerdo en mi mente. Lo encontré. Era el día en que mi familia se había formado, cuando llegaron los mellizos. Otro recuerdo, estaba en un parque y mi abuelo se quejaba del frío mientras mi abuela me enseñaba a alimentar a los patos, tenía siete años y reía porque los patos seguían a Narel y ella gritaba de pánico. Sentí sangre recorriendo mi cuello y empapando mi pecho, unas gotas rojas salpicaron la laja. Mis dedos morados. Me desconcentré y volví a pensar en el pasado. Pensé en mis amigos, busqué un recuerdo de Dadirucso, estábamos jugando en una playa, Berenice reía y me tiraba agua a la cara, Sobe y Cam forcejeaban y las olas los cubrían, todos reían.

—Levántate —ordenó el hombre, un ruido metálico me hizo saber que la daga cayó al suelo. Tenía el cuerpo agitado y temblaba del frío, dirigí una mano convulsa a mi nuca—. No la toques, es sagrada. Si se infecta el dios te repudiara.

—Pues ese dios podría irse a la...

—Ya casi.

El hombre se acercó con una venda azul oscuro y me vendó el cuelo. Perfecto. Era lo que había venido a buscar. Me sentía débil y aturdido, veía todo borroso y tenía el cuerpo entumecido del frío y agarrotado. Los calambres hacían que me costara moverme. Vi un bulto azul en el suelo, pero de repente eran varios y se movían, así debería sentirse estar ebrio. Traté de concentrarme para estirar mi mano y cerrar los dedos alrededor de la venda.

Finalmente logré tenerla en mi mano, la observe bajo mi agitado aliento y me la guarde dentro del pantalón con un sentimiento victorioso en mi interior. Me quedé quieto hasta que el hombre terminó de vendarme. Me dio unas palmaditas en la espalda, me llamó buen chico y me dijo que me fuera a trabajar.

Me paré dando tumbos con la mente aturdida. Sentí mucho dolor en mi nuca, pero no sabía que había hecho en mi cuerpo, me sentía raro, no más fuerte pero si aturdido como si hubiera visto millones de cosas en unos segundos. Caminé balanceándome de un lado a otro con vértigo, sentía nauseas y fatiga pero supuse que era por las pocas horas de sueño. Afuera las estrellas del cielo se movían y todavía era de noche. Fui a la habitación donde habían dejado encerrados a mis amigos, cuando abrí la puerta vi que estaban fingiendo que los trapeadores eran pelucas. Me vieron y soltaron todo rápidamente.

Se pusieron de pie con los ojos rezumando preguntas, deslizándose con curiosidad por sus miradas. Les di las vendas azules y les dije que se cubrieran el cuello con eso.

—¿Cómo te sientes?

Les conté todo el ritual lo más resumido que pude. Ellos abrieron enormemente los ojos cuando les dije que la daga se movió sola y según el hombre dijo que estaba poseía. Sobe me tranquilizó diciendo que posiblemente no era nada de lo que preocuparse, dio un argumento muy sólido en el cual decía que el viejo sabía usar artes extrañas de alguna manera y que sólo había movido el cuchillo con su mente. Pero Dante estaba nervioso y él no tranquilizaba como lo hacía Sobe. Miles estaba atándose el cuello con la gasa.

—Esas cosas pasan en el mundo de los trotadores, es raro, no voy a decir lo contrario, pero no creo que estuviera poseída de verdad por algún dios.

—Ni yo —dije, la verdad no quería pensar en eso. Tenía la cicatriz pero no me había molestado en verla, ni ellos habían preguntado cómo era el símbolo.

Me dieron las gracias con una mirada extraña en los ojos, era una mezcla de lastima y recelo como si de repente pudiera lanzar espuma por la boca. Enfatizaron las gracias y dijeron que era un héroe loco. Pero estaba muy aturdido, no comprendía bien las cosas. Jamás creí que pudiera pasar eso pero quería regresar a la cocina y olvidarme de todo.

—Oigan, olvídense de esto. No pasó y no le dirán al resto, si preguntan por las vendas en el cuello mientan. No me miren raro ni me traten como si fuera de porcelana, en especial tú Sobe, sigue con tus bromas pesadas. Continuamos con nuestro viejo plan ¿verdad? —le dije a Dante—. ¿Escribirás la carta para confundir al colonizador-traidor y harás que se contacte con nosotros?

Dante tardó unos segundos en responder pero asintió, sonrió nervioso y dijo:

—Lo haré.

Sobe me palmeó el hombro.

—Si no estás destinado a ser un héroe en la guerra no importa, está noche fuiste nuestro héroe Jo y no importa quién nos utilice no podrá borrar eso.

—Vaya Sobe no sabía que tenías sentimientos.

—Detente o me darás alergia.

Eran las palabras más lindas que me habían dicho en la semana y que vinieran de Sobe las hizo más especiales, extrañas y únicas.

—Gracias Jonás.

—Gracias Jonás.

Sonreí y pensé en que si tenía que pasar ese ritual por segunda vez entonces usaría aquel recuerdo para que no se apagara mi luz. 

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