Quieren matarme en una fiesta por segunda vez

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La música continuó sonando y la fiesta también pero no pudimos volver a salir. Tuvimos que estar toda la noche en la cocina como Tiznado lo había dispuesto, las yemas de mis dedos se arrugaron como pasas y mis ojos comenzaron a pesar pero no nos permitían un descanso. Además, la noticia del espía me había avivado la chispa de interés.

Pero todavía me sentía triste por lo del ritual. Ya casi había olvidado lo que pasó pero aun así me sentía abatido. Traté de ordenar mis prioridades. Dante se encargaría del traidor, por el momento también debía espiar al rey o conseguir información de mis hermanos.

Una tarea me mantendría ocupado y entonces no estaría tan concentrado en lamentarme. Tenía que salir de la cocina.

Sobe comentó enfurruñado que odiaba lavar los trastes. El sol despuntó sobre los tejados de un dorado tan intenso que demostraba lo feliz que estaban los dioses ya que habían utilizado el color del poder al pintar las nubes; o al menos eso me había dicho Ofelia porque en el sótano que usaban de cocina no se percibía nada. Podría haber una lluvia de meteoritos que ni se hubiera sentido una sacudida en esa tumba con hornos. No le respondí nada porque lo último que quería escuchar era de sus estúpidos dioses pintando tontas nubecitas.

Finca descendió la escalera con los ojos repletos de lágrimas, se esforzaba por no derramarlas pero podía verlas resplandeciendo bajo la poca luz. Tal vez se había enterado que cortarían helechos o algo como eso. Respiró una bocanada de aire y volvió a subir. Eso había sucedido a media noche y no había vuelto a verla. Cuando volvió a descender por las austeras escaleras, a eso de la mañana, estaba más neutral como si no hubiese sentido nada en toda su vida, casi parecía Berenice a excepción por los colores de piel.

Me miró. Se aproximó hacia mí con precaución, una sonrisa furtiva se apoderó de sus labios por unos segundos. Se inclinó sobre la palangana y arqueó las cejas, su cabello rojo como la sangre se le vertió hacia un lado:

—Vaya, estás ocupado.

—Sí y me estoy cansando de hacer esto —respondió Sobe meneando su cabeza con indignación—. Jamás tuve que lavar trastos sucios en toda mi vida.

—Creo que me hablaba a mí —dije tratando de sonreír pero no pude—. Y sí, concuerdo con Sobe. Daría lo que fuera por subir esas roñosas escaleras.

—Créeme no te gustará ver lo que hay arriba, este lugar es como una cueva lejana y protectora.

—Pero necesito estar arriba —agarré una copa pegajosa por ese licor que se veía como vino pero era igual de espeso que la miel—. ¿Recuerdas que tenía un plan? ¿Una ambición? Pues se está volviendo un sueño lejano es este lugar.

No había olvidado el plan de encontrar el miedo de Nisán o averiguar sobre la huida de mis hermanos sólo por pasar el ritual. Podía hacer las dos cosas. Además Miles y Dante estaban afuera tratando de vigilar a Morbock, y las personas con las que hablaba, examinar al rey, tratar de pasar inadvertidos y escribir una carta. Aunque la cocina fuera segura no me sentía cómodo dejándole el peligro a los demás. Ya me había ido por toda la noche.

Finca me observó con sus intensos ojos café, comprimió sus labios rojos, aunque no estaban pintados parecía que sí y subió escaleras arribas sin decirme ninguna otra palabra. Después de unos minutos alguien me agarró de la mano y detuvo lo que estaba haciendo. Sus dedos rubicundos se cubrieron de burbujas como si fuera escarcha, su piel resaltaba contra la mía. Era Finca que había regresado con una sonrisa radiante.

—Convencí a Tiznado. Dice que puedes subir.

La observé sin poder créelo, ni siquiera se lo había pedido. No sabía que esas cosas podían hacerse... digo convencer a personas como Tiznado de seguro suponía un trabajo difícil. Me pregunté cómo lo había conseguido, si lo había amenazado de muerte, había puesto en peligro su cola de caballo o si era una mentira. Convencer-a-Tiznado no eran palabras que se usaran en una misma oración.

Ella pudo leer con rapidez la duda de mis ojos y me dijo que Tiznado no era tan cruel como aparentaba, estaba a punto de recordarle la sangre de su ropa y que me había obligado a hacerme una cicatriz cuando Sobe dijo:

—Supongo que esa invitación es por dos —esperanzó pero al obtener una negativa me dijo que me marchara sacudiendo una mano y pidiéndome que le guardara un poco de huevos rellenos—. Roba si puedes —susurró—, creo que no saben tan mal la segunda vez que lo pruebas, apostaría todo a ello.

Subí las escaleras agarrado de la mano de Finca, ella alisó mi jubón sin botones, me dio una jarra, empujó la puerta y salimos al exterior. El sol se filtraba por los ventanales. El suelo de acuario estaba cubierto por papeletas de colores o cera derretida que se había vertido de los candelabros.

Había mucha menos gente y la que quedaba evidentemente estaba ebria. Un hombre hacía una actuación con fuego en medio de la sala. Desvié furtivamente mis ojos hacia el lugar de donde procedía el calor inquietante y la luz salvaje. El hombre se encontraba girando en sus dedos una prolongada vara cuyos extremos estaban prendidos en llamas que ascendían al cielo y se sacudían como si ansiaran devorar a la multitud. El malabarista sólo contaba con unos pantalones y su cuerpo estaba untado de aceite como una antorcha humana.

Tenía sacos de cuero con combustible en sus pies. Eran polvos o aceites, lo había explicado unas horas antes pidiendo a los presentes que no los tocaran.

Las personas lo rodeaban, se maravillaban, aplaudían admirados, entregándose de lleno a los malabares fogosos del artista. Finca se detuvo y al ver que dejaba de moverse hice lo mismo, afinando todos mis instintos y poniéndome alerta. Pero ella no se había detenido por un peligro inminente sino para observar el espectáculo. Al parecer su valiosa regla de mirar hacia el suelo se había revocado y desvanecido junto con el humo que desprendían las bolas de fuego que él aventaba.

Tenía unos gustos chapuceros. Que le fascinara el fuego era tan raro que rayaba en un grave desequilibrio mental, me pregunté si debería preocuparme.

—¿Qué sucede Finca?

—Mira la destreza con la que danza el fuego en sus manos. Es como si manejara estrellas.

—¿Te gusta?

Sus ojos se encontraban distantes como si se hallara atrapada en una fantasía lejana y grata. Supe que admiraba el fuego por la manera en la que lo contemplaba. Sus pupilas perseguían las huellas de humo que dejaba en el aire y sus oídos se bendecían con cada susurro de las llamas. Sonreía levemente cuando las oía rugir en el aire y sólo aquel espectáculo derrocaba la regla de siempre mirar al suelo.

—La pregunta aquí sería ¿cómo podría gustarme otra cosa después de ver lo hermoso que es?

—Mientras no digas que quieres quemar el lugar con eso está bien.

De repente una chica se precipitó hacia nosotros. Estaba vestida con ropa negra y llevaba un velo de luto sobre su cara. Tenía unos catorce años y se erguía con la espalda derecha y el mentón hacia afuera como si de esa manera compensara su reducida estatura. No sólo su ropa era de funeral también su expresión como si acabara de llagar de un velorio. Traía un pañuelo húmedo en la mano. Su piel era gris, parecía una chica de hojalata y traslucía tan pocos sentimientos como una. Su cabello era blanco y sedoso. Tenía una costosa y modesta diadema sobre su cabellera.

Al verla Finca dedicó una servil reverencia y yo la imité.

—Señora —exclamó. Me desprendió una mirada y arqueó sus cejas indicándome que debería emularla.

—Señora —mascullé. Ella no era una señora, era una chica plateada y sólo un año mayor que yo. No era tan tonto, sabía quién era.

Era Amorfatuo o Tamuz, daba igual cómo la llamara ambos nombres eran horribles, esa loca había acusado a mis hermanos de asesinos hace un año.

—Finca —susurró, tenía los ojos rojos, al parecer había llorado mucho ese día—. Estoy cansada. Voy a mi cuarto. Cuando despierte quiero que estés ahí.

—Como guste.

La chica nos vadeó como si fuésemos un obstáculo molesto e insignificante y desfiló por la sala con su ropa de velorio arremolinándose a sus pies.

—Creo que alguien no conoce la palabra por favor.

—¿Por qué me lo diría? —preguntó Finca como si no pudiera comprenderme. Luego abrió los ojos y me señaló disimuladamente con la jarra que cargaba en su mano, camufló el gesto con un tropiezo—. Ahí está tu rey. Al parecer su hermana venía de hablar con...

La agarré de la muñeca y la escondí conmigo detrás de una columna de turmalina cuando vi que el rey estaba conversando con unos integrantes de la mesnada, aunque él estaba a más de quince pasos de distancia de ellos.

El rey tendría unos dieciséis años, su piel era bronceada como la de Petra pero normal para ese mundo. Tenía rasgos angulosos y pómulos definidos, su cabello era azabache con destellos azules como las alas de un cuervo. Estaba vestido con un lujoso traje que se vería patético en mi mundo y una capa, que le iba demasiado grande, roja como la sangre que había derramado Finca. Parecería normal si no tuviera una mirada de loco ¡Qué digo! Todo en el denotaba poca cordura. Tenía movimientos desequilibrados, temblaba como la llama de una vela, su rostro parecía el de un zombi y observaba a todos con una profunda desconfianza como si fueran sus enemigos mortales. Su cabello negro azulado estaba erizado.

Era muy joven, yo me esperaba a un adulto no a un adolescente con problemas de confianza. Teníamos suerte que el resto de la fiesta estaba lo suficientemente embriagado para no notar que estábamos espiando en lugar de hacer nuestro trabajo.

Estuve viéndolo por unos minutos. Sin duda era un chico con muchos miedos encima, tantos como miradas recelosas que lanzaba. Sus manos temblaban, traté de descifrar cada una de sus vacilaciones, todas los estremecimientos que recorrían su perturbado cuerpo y que sus amigos o cortesanos más próximos se empecinaban en ignorar. Tal vez podría tener miedo a la traición...

—¿Qué es lo que estamos viendo? —preguntó Finca pegando su espalda a la columna.

Pensé en contarle mi plan, parecía alguien de confianza, claro si olvidabas el hecho de que estaba un poco loca y alimentaba el bosque. Humedecí mis labios como si quisiera que las palabras se deslizaran con mayor facilidad por mi boca, lo cierto es que no estaba acostumbrado a hablar con chicas hermosas que no fueran mis amigas. Tenía que admitir que ella me ponía un poco tonto.

—Quiero averiguar su miedo. Hice un juramento con un espíritu... —esperé a comprobar cómo reaccionaba ella con esa palabra pero no se inmutó así que continué—. Perdí a mis hermanos y el espíritu puede ayudarme a encontrarlos pero debo averiguar el temor más oculto del rey. Tranquila, sólo le diré el temor al espíritu, él no le hará daño a Nisán ni nada de eso. Únicamente quiere probarme a mí, no hacerle daño al rey —ella agitó una mano como si eso la trajera sin cuidado—. Y no sé si lo notaste pero no leo mentes... amigos míos están tratando de descubrir lo mismo pero mientras más tiempo paso en el castillo más imposible me suena.

—Necesitas toda la ayuda posible —agregó Finca como si hablara consigo misma.

Desprendió su espalda de la columna.

—Yo puedo ayudarte. Es decir, una amiga mía puede ayudarte. Ella a veces aparece en el castillo. Ahora no se encuentra aquí, tuvo que salir por una emergencia, pero está noche recibí un mensaje de ella diciendo que llegaría al atardecer. Es curandera. Puedo pedirle que lo intente por ti. Y podrá hacerlo, de eso estoy segura, nunca falla.

—¿De veras?

—Sí, por qué no. Así saldaré mi deuda contigo ¿O no? Podré comprar tu silencio. Es mejor que lo intente mi amiga y tus amigos. Mientras más gente mejor. Además... además me aparece muy dulce que busques con tanto esmero a tu familia. Ojala pudiera recuperar a mi madre con la ayuda de un espíritu pero ahora ella es una catatónica y la perdí para siempre.

—Podrías buscar ayuda —insistí.

—Ya intenté de todo Jonás, así conocí a mi amiga la curandera, fui a ella por...

Unas personas se tambalearon hacia nosotros. Maldije en mi interior. No quería más abordajes de princesas molestas o cortesanos desagradables.

Eran adolescentes, dos varones y tres intentos de mujeres, de nuestra edad, pero con ropa mucho más cara y arrugada de tanto bailar. Las chicas a pesar de ostentar los mismos colores que Finca no se parecían mucho a ella, eran más corpulentas y de piel suave, no tenían ojeras y su cabello estaba recogido, aun así no la superaban en belleza, puede ser esa la razón por la que se metieron con ella. Uno de los chicos tenía un arco con un carcaj y flechas con plumas del color zafiro. Estaban bebidos.

La chica hablando entre risillas tumbó a Finca al suelo. Comenzó a decirle algo que no llegué a comprender porque el mayor me dio un golpe en el estomago. El otro enlistó una flecha y apostó a su amigo a que me daba en el ojo.

—¿Qué es esto que tienes entre los ojos?

—Son gafas —mascullé.

—¿Para qué sirven?

—Para que los tarados hagan preguntas.

Unos de los chicos me agarró de los brazos queriendo tumbarme al suelo. Dagna me había enseñado karate, Oi zuki ella la técnica que nunca fallaba, servía para golpear pero la utilicé para apartarlo de mí.

—¿Alguien se siente una niñita mala? —preguntó trastabillando, levantando los brazos a los costados como si quisiera intimidar a un pájaro y no a mí.

—Eso es lo que le dije a tu madre anoche —respondí.

Estaba a punto de desenvainar a anguis y desplegarlo como un escudo para atizárselo en la cara pero el que recibió el golpe fui yo. No podía defenderme de verdad.

Entonces alguien me agarró de la mano mientras otro me tumbaba al suelo junto a Finca. Ella estaba roja del esfuerzo, bueno más roja que lo normal, tratando de contener los gritos desesperados que brotaban del interior de su garganta. Tal vez no podía defenderse pero eso no significaba que puedan tener su miedo, no, no lo dejó salir, se lo reservó para ella y lo atesoró dentro porque comprimió los labios cuando una chica de trenzas le exigía que llorara.

De repente me arrebataron el anillo diciendo que los sirvientes no deberían cargar joyas. Pero algo extraño sucedió. Inesperadamente el anillo voló de su mano hasta mi dedo y volvió a ocupar su lugar. El chico parpadeó sin comprender qué había sucedido y trató de sacármelo nuevamente. No sabía que anguis venía con la función antirobo-bobea-ladrones. Mejor así, me gustaba ver su cara de incomprendido. El chico me arañó la mano hasta que se cansó y anguis no se movió de lugar.

—Lo lamento pero es una fina artesanía y es usado por humanos no por bestias tontas —no era la mejor amenaza que había hecho en mi vida pero a él pareció molestarle.

Fue entonces cuando el mayor se preparó para disparar la flecha, respiró profundamente aire y yo lo reté con los ojos. Me habían puesto de pie. Tenía a dos chicos sosteniendo mis brazos, sus manos aferrándome como grilletes. En el Triángulo me habían enseñado una maniobra para, en lugar de recibir un flechazo, utilizar a uno de los chicos que me sostenían como defensa. Sólo tenía que usar su fuerza en su contra y colocarlo en el blanco del disparo como si fuera mi escudo. Tenía que ser rápido.

—Creí que los nobles no vacilaban —dije.

El chico sonrió como si no se esperara eso. Lo cierto es que yo tampoco me la esperaba.

Estaba preparado para disparar pero alguien envolvió su puño alrededor de la flecha. Eran dedos elegantes. Petra se interpuso entre la flecha y mi cara.

—Si le haces un rasguño juro que tu muerte durara tres dolorosos días —amenazó con una calma mortífera.

El chico se rio pero yo conocía su poder y sabía que hablaba en serio, ella podía hacer eso posible con las artes extrañas. Le lanzó una mirada fiera y orgullosa que lo desafiaba a retarla y le aseguraba que no ganaría en la pelea. El muchacho guardó el arco y con un gesto de cabeza le indicó contrariado a sus amigos que se fueran. Petra se interpuso en el camino de uno y se acercó tanto a él que sus narices casi se tocaron. Jamás la había visto tan amenazante.

—Lo siento —masculló el muchacho.

Todos se fueron a regañadientes. Petra me lanzó una mirada arrepentida como si todo hubiese sido culpa suya.

—Este lugar no me gusta, me obliga a ser ruda —confesó avergonzada—. Aunque Dagna adore como todos son maleducados y barbaros a mí no me agrada. La gente es muy cruel.

—¿Estás bien?

Giró la empañadura de su daga en los dedos.

—Debes preguntarle eso a ella —dijo envainando la daga, no supe cuando la había utilizado o desplegado, tal vez por esa razón el chico dejó de reír, se disculpó y se marchó.

Fuera como fuese Petra también se estaba yendo. Quise seguirla pero no pude. Había estado en muchas fiestas con Petra y esa sin duda era la peor. En el mes que vivimos en Dadirucso, después de la liberación, todas las noches solía haber fiestas y bailaban alrededor del fuego mientras trataban de descubrir la música que todos habían olvidado. Solía bailar con ella, bajo las estrellas, deseé volver a esas noches donde estaba casi tranquilo. Antes creía que Dadirucso era sombrío pero me equivocaba. Babilon tenía mucho por enseñarme.

Pensé en lo que dijo, que ese mundo la obligaba a ser ruda. Pues yo también lo odiaba, porque me separaba de las personas que amaba cada vez que lo visitaba. Además de que todos querían hacerme daño. Babilon era una tierra llena de colores pero aun así muy oscura y sombría, las personas sufrían sin darse cuenta que ellos mismos se torturaban al ser como eran. Babilon sólo era tierra, ellos eran la penumbra que vagaba sin forma sobre el suelo, buscando luz y consumiéndola. Y podían cambiarlo si quisieran.

«Finca»

Me volteé y observé como ella se levantaba del suelo y limpiaba su pantalón aunque unas palmadas distraídas no le quitarían todo el polvo que tenían. Sacudí la cabeza para apartar los pensamientos oscuros, yo no era de tener pensamientos fúnebres.

Finca no se veía alterada ni perturbada, ni siquiera temblaba pero la tristeza de sus ojos volvió a aparecer. Una nostalgia que se había esfumado cuando observó los malabares de fuego.

—¿Te encuentras bien? ¿Te duele?

—¿Esa palmadita? ¡Por favor!

No pude evitar una media sonrisa. Nunca admitiría el dolor, lo ignoraría como la libertad la ignoraba a ella.

—Gracias a los dioses que vino esa amiga tuya.

Otra vez con los dioses, la gente de Babilon parecía disco rayado, traté de ignorar el picor de mi nuca.

—¿A qué dios tengo que agradecer? —pregunté distraídamente.

Ella sonrió como si no se figurara la cantidad de preguntas tontas que tenía para hacer.

—¿A quién más? Al rey de los dioses: Gartet.    

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