La llama centenaria que se apaga en menos de dos segundos

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Todos dicen que se levantan con el pie izquierdo cuando tienen ese día una tonelada de mala suerte sobre los hombros. Camino al parlamento pensaba que ese día sólo estaba caminando con el pie izquierdo de un lado a otro, buscando desastres como si los necesitara para vivir.

Tal vez era dramático, tal vez no.

No estaba de humor para que un oficial de policía me detuviera en Wallington Street por la amenaza de bomba. Ya estaban colocando barricadas y alejando a los civiles de la zona de peligro, así que un niño alterado contaba como civil y me mantuvieron a distancia hasta que se distrajeron. Entonces trepé por encima de su patrulla y corrí en dirección al parlamento a toda velocidad como si me persiguiera una fiesta otra vez.

Todavía reverberaba en mi cabeza la conversación que había tenido con el agente. Un sudor frío me corría la cara, rezumaba inquietud y tenía las manos crispadas.

—No tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo —murmuré una y otra vez tal como le había enseñado a Petra hace cosa de un año.

Cuando llegué mis amigos ya habían entrado en acción. Intentaban disipar al grupo de adultos que estaba uniformado de rojo y tenían palos de hockey sobre hielo que blandían como porras. Eran los Senadores de Ottawa pero no el equipo de las grandes ligas, más bien unos fanáticos con las mejillas pintadas de negro y rojo.

Teníamos que apartarlos del portal y atravesarlo, pero ellos protestaban y nos alejaban. El plan para disiparlos no estaba dando muchos frutos. Los adultos arremetían contra la unidad aporreándolos sin descanso con aquellos bastones pero ellos no se defendían. Jamás le harían daño a alguien inocente ya que sólo eran confronteras que habían perdido el juicio, no era justo atacarlos con escopetas o dagas cuando no eran ellos los que actuaban.

Escarlata sobrevoló en círculos sobre mi cabeza como diciendo «¿A quién le rompo la cara?»

—¡Ayuda a Cam! —le grité señalándolo entre el jaleo.

Escarlata extendió sus alas curtidas y filosas y voló raudamente en aquella dirección, colándose entre los cuerpos de los jugadores.

Me acerqué al primero que advertí, vestía casco, guantes, bufanda y botas. El hombre me observó con las pupilas dilatadas y se cernió sobre mí con el bastón en alto listo para romperme la cabeza. Medía dos metros y tenía los labios crispados de la ira. El blanco de sus ojos era de un intenso color lechoso, esparciéndose por su iris casi invisible, como si estuviera cegado por algo o fuera un zombi.

Me pregunté qué sería lo que estaba observando, si era consciente de lo que estaba haciendo. Sentía una frustración corriendo por mis venas, no quería atacarlo pero no había opción.

Lo evadí retrocediendo a trompicones y girando hacia la izquierda. Anguis se desplegó en mi mano temblorosa y esperé un segundo ataque. Su aliento agitado se suspendía en vahos ligeros. Arremetió contra mí, pero esta vez quiso golpearme entre las costillas, me hice a un lado y con anguis corté su bastón a la mitad. El parpadeó consternado como si hubiera perdido a un ser querido y tomé la oportunidad para quebrar lo últimos trozos de madera empuntada que tenía en la mano. Las esquirlas puntiagudas cayeron sobre la nieve como flores afiladas.

Eché un vistazo al combate y los demás intentaban hacer lo mismo, para mantenerlos desarmados. Alguien había dejado inconsciente a uno de los jugadores y otro había utilizado las artes extrañas para crear huecos alrededor de los pies de un jugador, de modo que parecía enterrado en cemento rápido y no podía moverse del lugar. Deduje que había sido Dagna porque se veía pálida y más ceñuda de lo normal. El parlamento estaba tan desértico como el corazón de Tony, una brisa de frío punzante se esparció entre los presentes arrastrando una fina capa de nieve.

Iba a echarle una mano a Cam pero entonces mi anterior oponente me agarró por los hombros y me arrojó a sus pies como si fuera una pluma. Caí contra el duro y gélido suelo. No tuve tiempo para levantarme que se arrojó a horcajadas sobre mí.

Tenía un agarre de acero, no podía liberarme de él. Cerró su puño y golpeó mi cara como si aporreara un saco de box. Sentí un calor que ascendía por toda mi quijada, un sabor amargo y sangriento se esparció en mi boca y entre la mecha de los dientes. Creí que la mandíbula se me saldría de lugar, desesperado traté de levantarlo pero pesaba demasiado. El hombre rio y entonces decidió que era más divertido atizarme un puño en el ojo y lo hizo.

Un grito de dolor se escapó de mis labios, sentí que se me estallaba la cuenca ocular y que la explosión sacudía todo dentro de mi cabeza. Narel se burlaría y diría que no había nada que dañar dentro de mi cabeza pero se equivocaría. Me dolía el cerebro... o la cabeza.

Mi nuca chocó contra el camino de concreto y por alguna razón ese golpe me pareció una caricia cálida. Quería dormir. Pero no podía, no podía desmayarme. La punta de su bufanda acariciaba mi rostro, los flecos de lana me hacían cosquillas en la piel, el extremo de algunos se empapó de mi sangre. Hice acopió de todas mis fuerzas. Elevé un brazo para interceptar el siguiente golpe, y con la otra mano aferré la punta de su bufanda. Jalé con todas mis fuerzas hacia un costado.

La bufanda se ciñó sobre su garganta como una horca y lo que antes lo abrigaba ahora le cortaba la respiración. Intentó golpearme repetidas veces y lo logró pero ya no me hacía tanto daño porque lograba frenar el impacto con mi antebrazo. Los huesos los sentía como si los usaran de bates de béisbol. Después de unos segundos con los ojos desorbitados y la respiración entrecortada, el hombre desistió, deslizándose hacia un lado y arrastrándose en busca de aire.

Él estaba de cuclillas tomando grandes bocanadas de oxígeno al momento que me elevé dando traspiés. Su espalda corcovada como una montaña se estremecía al respirar, soltó un resoplido de frustración. Monteé al jugador al momento que se incorporaba para atacarme nuevamente y le metí un puñado de nieve en la boca, sentí el calor de su aliento pero no me detuve. Se atragantó con el puñado de nieve. Descendí cayendo de rodillas, el hombre buscara aire con las mejillas de un color oscuro, le di una para en el pecho y lo derribé.

Lo dejé en el suelo, tomé aire e iba a atarlo con la bufanda cuando sentí un filo puntiagudo y metálico en la espalda.

—Las manos en alto, Jonás —amenazó la voz de Annette. 

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