II. La llama centenaria que se apaga en menos de dos segundos

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 Detuve lo que estaba haciendo y me volteé lentamente como si tuviera todo el tiempo del mundo. La cabeza me daba vueltas y sentía sangre escurriéndose por mi babilla, un ojo se me había inflamado y amoratado porque sentía calor palpitante en ese sector de la cara como un corazón bombeando sangre hirviente y ensanchándose cada vez más. El jugador se apartó a tomar aire y toser roncamente.

Ella tenía la daga de Sobe en la mano, no sé cómo la había conseguido, pero me estaba apuntando con ella. El metal invicta emanaba un frío aún más gélido que la nieve. Un cosquilleo glacial subió por mi columna vertebral.

—Annette —le dije observando de soslayó a mis amigos que ya habían disipado a la mayoría de los jugadores—, debes volver a tu casa.

—Eso haré cuando te entregue a Izy.

—¿Izy?

—Izaro, tonto.

—Vamos, Ann déjame ir —insistí—, déjalos ir a todos, incluso a esos jugadores que no sé muy bien de dónde los sacaron. Sé que puedes hacerlo, sigues ahí. Izaro no te controla —articulé las palabras aunque temblaba de pies a cabeza, el frío se me colaba por todas partes y la ropa la tenía tan húmeda por el sudor y la nieve derritiéndose, que parecía haber saltado a una piscina—. Éramos amigos Ann.

—No fuimos amigos.

—Pero me invitaste a tu fiesta.

—¡Era para capturarte! Caramba ¿Siempre te pones así de insoportable cuando estás perdiendo? No importa —sacudió la cabeza—, debiste pensarlo antes de sabotear los cargamentos de veneno.

Eso era nuevo.

—¿Sabotear? Nosotros no saboteamos nada.

Annette Jones pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro, un gesto de incredulidad afloró en su cara. Presionó la daga contra mi húmeda y tensada piel, sentí un pinchazo gélido en la carne; creí que era el frío pero entonces un surco caliente descendió serpenteando hasta mi clavícula y supe que era sangre de una nueva herida.

—Un maestro de las artes extrañas ha saboteado por noches enteras, casi meses, todo el cargamento de veneno que desean transportar —dijo Ann todavía absorta—. No importa de dónde lo traigamos mar, tierra, aire, ese saboteador aparece y torna a cenizas todo el cargamento. Viste capucha, es muy misterioso. Llevamos semanas tratando de transportar aunque sea un gramo y no podemos. Creímos que fueron ustedes pero ahora que lo digo no sé porqué lo pensamos, no pueden siquiera con una mosca. Mucho menos podrán con cargamentos enteros.

De repente los gemidos, pasos arrastrados y bufidos de la pelea habían acabado. Los hombres tenían apresados a cada uno de la unidad contra el suelo. Tal vez si podíamos con una mosca pero no con esos jugadores.

Mierda ¿Y se suponía que íbamos a parar una guerra?

Las sirenas de los patrulleros continuaban ululando unos metros a la distancia, calle abajo. No podía contar con que no nos vieran. No teníamos mucho tiempo hasta que los policías abordaran la colina del parlamento, tenía que idear algo. De repente mi mente comenzó a planear y urdir una escapatoria sin que yo lo supiera. Estaba aturdido como si me hubieran metido en una lavadora y me costaba horrores mantenerme de pie.

Ann me dedicó una sonrisa triunfante, el viento alborotó su sedoso cabello y ella dejó que hondeara en el viento como si fuera una princesa guerrera lo que se vio tan mal como sonó.

—¿Sabes por qué perdieron? —me preguntó señalándome con la daga como si fuera un dedo.

—No y no me interesa.

—Porque juegan limpio. No pueden todo el tiempo jugar limpio, así no llegarán a ningún lado. Pelear sin lastimar porque son personas inocentes ¡Ja! Te veo poco futuro si sigues así.

—¿Estas al mando de ellos? —pregunté arqueando las cejas o al menos una, ya que la otra la tenía por el momento inutilizada con el resto del ojo.

—Sí —afirmó ella con un brillo orgulloso en la mirada—, estos bobos harán lo que sea que diga porque Izy los embrujó para que sigan sus órdenes sin chistar, ellos creen que están en otro lado haciendo otras cosas, tal vez con sus hijos viendo la tv. Es como si fueran computadoras y los programara. Son tan patéticos.

—¿Así que harán cualquier cosa que digas?

—Sí, lento, es lo que dije —hizo una muesca de asco como si acabara de entrar a un baño público—. Además de ser un bonachón no eres muy listo.

—A veces lo soy —dije, uní mis fuerzas y me desplacé a una velocidad que incluso a mi me impresionó.

Me lamenté que nadie lo haya grabado. Agarré su brazo, lo incliné y le golpeé la muñeca contra mi rodilla para que soltara la daga. No tuve que usar mucha fuerza porque la soltó presa del pánico a penas la toqué.

Cogí la daga antes de que cayera al suelo, agarré su brazo y se lo envolví alrededor del cuello como si fuera un collarín. Estaba inmovilizada. Apunté la daga a sus ojos, no era necesario el estomago ya que eso no daría tanto miedo y necesitaba su miedo o yo moriría.

—¡Diles que suelten a mis amigos o mueres! —gruñí como un perro rabioso, pero ella chilló y comenzó a llorar antes de que dijera algo, su nariz goteó cuando dije «... a mis amigos o...»

Si me conociera sabría que no hablaba en enserio, es más si me hubiera visto, habría sabido que no tenía las agallas: mi mano temblaba como gelatina, estaba tan pálido como una hoja y no dejaba de observar cada rincón como si más enemigos pudieran salir de la nieve. Pero ella no podía verme porque me encontraba tras su espalda rodeándole el cuello con su propio brazo y hablándole al oído. Las lágrimas de Ann se vertían negras por sus mejillas y advertí que estaba maquillada.

Me daba pena.

—No hagas nada por favor —sollozó con el rostro desfigurado del espanto—. Yo, yo te amo Jonás Brown.

—¿Qué?

—Te amé desde el primer grado, cuando tenías cinco años y te sentabas detrás de mi pupitre.

—No llevó ni un año en tu escuela.

—¿De veras?

—¿No lo notaste?

—Em... entonces yo...

—Ah, vamos ahórrate tus mentiras ¡Diles que los suelten!

—No puedo desobedecer —comenzó a explicar como si fuera una cuestión simple y pudiera hacerme entrar en razón—. Tengo órdenes.

—¡Voy a contar hasta tres!— dije con el mismo tono que solía usar mi madre—. Un...

—¡Suéltenlos! —ordenó emitiendo un chillido agudo. Intenté que la sorpresa no me distrajera.

Los hombres tardaron en reaccionar, se lanzaron una mirada insegura y con sus ojos blancos recorrieron a todos los presentes. Dante comprimió su mandíbula y gritó con la mejilla contra la nieve:

—Ya lo escucharon bastardos, suéltenos.

—¡Ya! —aullé.

Los juradores soltaron bruscamente, de un empujón, a mis amigos.

Podía sentir el cuerpo de Ann sobresaltándose cada vez que bramaba, me temía y eso me hizo sentir como un bastardo.

Una pena profunda por Ann me embargó el pecho y revolvió el estomago, ella había desaparecido hace casi un mes de su hogar, su madre debía de estar preocupada por ella al igual que sus amigos. Y lo peor de todo, Ann no era consciente de lo que hacía, estaba en un trance, no era ella la que actuaba. Tal vez cuando despertara ni siquiera recordaría lo que hizo, sus ojos no estaban lechosos como el resto de los jugadores, ni ausentes, parecía verdaderamente ella con su ropa a la moda, cabello sedoso y porte elegante. No era más que una persona envuelta en los líos de una guerra atroz.

Ella estaba tan perdida como yo.

—Todo estará bien, Ann —le susurré al oído pero ella continuó llorando.

Les indiqué con la cabeza que se dirijan al monumento de la llama centenaria. Por suerte todos habían salido ilesos del ataque, sólo tenían unos magullones. Los ojos de Berenice centellaban de ira y Sobe cojeaba un poco más de lo normal mientras les afirmaba a los jugadores que nunca jamás volvería a ver un partido de los Senadores de Ottawa.

La llama ardía sobre algo que parecía un mechero enorme colocando en el centro de una placa de piedra. El brasero estaba rodeado por una fuente de agua que le otorgaba un aspecto armonioso al combinar los tres elementos. Escudos de las doce provincias de Canadá se esparcían a lo largo de la fuente que albergaba muchas placas de metal con fechas e inscripciones.

En los folletos decía que se alimentaba con gas natural pero eso eran mentiras que sólo creían los confronteras porque Walton corrió a un lado la placa de metal, donde estaba el mechero, como si fuera la tapa de la una alcantarilla. Debajo había un agujero negro como la noche. El portal.

El transcurso entre que apagaron la llama, arrojándole montones de nieve, apartaron la placa de piedra y se metieron uno a uno en el portal fue eterno. Me pregunté cómo era que el fuego estaba encendido si no había nada que lo alimentara pero tenía otras cosas de que preocuparme. Todo estaba más silencioso que una tumba, podía oír mi respiración y la nieve crujir al ser aplastada bajo las suelas de las botas.

Dante le desprendió una mirada a los jugadores, no era una mirada atormentada o temerosa, más bien parecía ofendido como si lo hubiesen insultado al golpearlo; aunque con tantos abrigos que cargaba fue el que más ileso salió del ataque. Sobe, Walton y Berenice fueron los últimos en quedar, no se irían sin saber que yo los seguiría, además yo tenía una inclinación a cerrar portales no podía cruzar último, no si Dante y Miles estaban merodeando del otro lado.

Unos gritos se oyeron a lo lejos y el repiquetear de botas que se desplazaban aprisa. Eran los oficiales de policía que registrarían el parlamento en busca de una bomba tal como le habían indicado en las llamadas. Berenice se arrojó apresurada por la reducida abertura, alguien adulto y corpulento no habría podido cruzar por allí.

—Lo lamento, Ann — dije y le di un apretón amistoso en la mano. Por alguna razón una exclamación de alivio se alzó en su garganta y Annette Jones me devolvió el apretón.

La solté.

Su expresión agria decía que no me perdonaría, pero no sabía si por abandonarla en esa condición o porque no le permití cumplir con la misión que le encomendó Izaro. Le devolví la daga a Sobe. El sonido de los oficiales de policía se acrecentaba cuando salté al portal pensando en el vacío que sentía en mi interior. Era un vacío tan grande que sentía a mis pensamientos perderse en él.

Tony me había dicho que no podría salvar a todos, que debería elegir, lamenté mucho dejar a Annette Jones pero me prometí liberarla de las manipulaciones de Izaro más tarde. Ahora tenía una familia que buscar. 

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