8. Imágenes del pasado.

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—¿Qué tal estás, nebulosa mía? —interroga Canopus a Andrómeda.

  Pero al percatarse de las ojeras pronunciadas de la muchacha y sin darle tiempo a responder, continúa:

—No has dormido.

  Ella, molesta, lanza un bufido. Fuera de las sombras violáceas debajo de los ojos, el resto luce igual que siempre, incluida la piel espacial roja que utiliza para trabajar.

—¿Y te parece extraño, cielito? —La joven se coloca las manos sobre las caderas—. Te pedí que si el ambiente entre Lúgh y yo se caldeaba debías interrumpirnos al momento. ¡Y casi permites que lleguemos hasta el final!

—Estuve tentado —le confiesa el androide, cogiéndole un rizo—. Nuestra mascota me cae genial y congeniáis de maravilla. Sin embargo, una orden directa de mi comandante no es posible eludirla, salvo que su vida se encuentre en peligro. Los gemidos no eran de dolor así que no bastaban por sí solos. Si vuestras cabezas hubiesen estado debajo del agua, quizá me hubiera atrevido a que el desenlace natural siguiese su curso.

—¡Pues menos mal que no buceamos, entonces! —exclama Andrómeda, aliviada.

—Además es necesario que reconozcas algo, estrellita. —Sonríe burlón, levantándole el mentón.

—¿Qué?

—Que a pesar de que me rogaste que cortase un posible rollo vuestro, te molestó muchísimo cuando lo hice. —Y Canopus le da una palmadita consoladora en el hombro.

—¡Por todo el polvo interestelar que hay en el Universo! —grita ella, perdiendo la compostura y pasándose la mano por la frente—. ¡Es verdad! ¡¿Cómo puede haber sucedido?!

—Porque Lúgh se hace querer —y al apreciar que la chica intenta negarlo, agrega—: Aunque seas neutrina y pienses que eres incapaz de amar.

  Andrómeda se detiene, como cogida en falta, pues él se ha adelantado a lo que iba a decir.

—Mira, galaxita... —La abraza para darle ánimos—. Mientras vosotros dos os distraíais en la piscina, aproveché para analizar exhaustivamente la lectura del escáner a nivel cerebral.

  Y moviendo los dedos en el aire, hace que aparezca una pantalla que muestra la cabeza de la joven por dentro.

—¿Ves aquí? —le pregunta, indicando el sitio—. La activación de esta zona cuando te besaba y te hacía cosillas significa que tú sientes algo por Lúgh, ya que es la que corresponde a las emociones. ¿Te das cuenta, estrellita mía?

—Si te soy sincera, no. —Clava la vista en él y luego le apoya la cabeza en el pecho—. Todo sucede demasiado rápido, no soy capaz de procesarlo. De lo único de lo que estoy segura es de que no debe volver a ocurrir.

—Yo ya te he dado suficiente en lo que reflexionar, nebulosa mía. —Se separa un poco de ella y la observa—. Ahora me voy un rato a mi sala de relax. —Se señala el cuerpo—. Esto de aquí me lo pide.

—Te dejaré relajarte al completo, amigo. —Sonríe Andrómeda, liberándolo del abrazo—. Prometo que no te interrumpiré para hacerte preguntas.

—Si me relajo al completo la nave se perdería en el espacio. —Con estas palabras le recuerda que también es el ordenador central.

  Minutos después, Canopus entra descalzo en su sala especial. Viste un pantalón de franela color musgo, arremangado en los bajos, y una camisa con rayas verdes, blancas y azules. 


  Chapotea en el embarcadero que da al mar, sintiendo la delicia de la espuma al rozarle los pies y las gotas de agua salada que se le funden en la piel.

—¡Los antiguos sí que sabían disfrutar! —exclama, respirando hondo la brisa con aroma a salitre que, suave, le acaricia el cuerpo haciendo que la ropa cruja al flotar.

  Casi al final de la pasarela y antes de llegar a la glorieta con tejas granate que protege una pequeña zona del sol inclemente, sobre una pequeña tarima que evita que se moje hay un piano de cola Steinway repleto de partituras. Lo toca, feliz.


  Pero él no se detiene ahí, sino que sigue hasta el final, cerca de donde miles de peces voladores asoman las cabezas en una especie de danza sincronizada. Ve cuando se elevan, casi perpendiculares sobre las ondas, y mueven las colas de izquierda a derecha. Las pequeñas estelas que deja cada uno se unen en una grande, que se asemeja a la de los navíos. Observa al detalle cómo cogen altura revoloteando como si fuesen golondrinas con las aletas transparentes, que reflejan el verde del mar mezclado con el brillo solar. Y el androide se maravilla cuando cogen más y más altura, como si deseasen rivalizar con la nave espacial.



—No necesitas espiarme, Lúgh, ven. —La entonación de Canopus es pausada, firme y comprensiva.

  El hombre traspasa la puerta, al principio reticente, y se le transforma el rostro a medida que los minutos transcurren: de estar seco y enfadado ahora luce maravillado.

  Camina mirando a un lado y al otro con la boca abierta. Sorprendiéndose con cada pequeño detalle, con el perfume de la hierba de los alrededores, con el chirrido de las palmeras, con el instrumento musical que enmarca el prodigioso paisaje.

  Cuando llega donde está Canopus le pregunta:

—No reconozco este sitio, ¿es Pangea?

—No, es la Tierra, el lugar de donde proceden tus antepasados —le contesta, echándole un vistazo—. Por desgracia al planeta lo desintegraron con sus guerras y ahora no existe.

  Por un momento, Lúgh siente que la tristeza le cierra la garganta. Le resulta imposible admitir que fueran tan crueles como para acabar con tanta belleza.

—Pangea se le parece. —Se percibe que se siente agradecido.

  Por respuesta, el androide asiente con la cabeza.

—Empleamos los medios a nuestro alcance para rescatar lo que quedaba con vida. —Se alza de hombros—. Una pena que no hubiésemos intervenido antes de que acabaran con su mundo.

—¿Por qué no? —Se extraña Lúgh.

—Porque creíamos que en algún momento se harían cargo de sus decisiones y que reflexionarían. —Y mira desolado a su interlocutor—. Algo que jamás sucedió. Lo dejaron morir y unos pocos escaparon a Marte.

—Hay algo que no entiendo: ¿cómo puede existir aquí, en la Andrómeda I? —lo interroga, asombrado—. ¿Un mar dentro de una nave espacial?

—Aunque avanzas muy rápido, Lúgh, sería muy complicado explicarte el cómo de una tecnología tan avanzada —le informa Canopus sin desviar la vista del paisaje—. Confórmate con que te diga que este es un pequeño refugio que me permití construir aquí. Todo lo que ves es real, no son simples imágenes. En este espacio una pequeñísima parte de la Tierra sigue existiendo. —El androide gira y se sitúa frente al hombre—. Pero tú no me seguías por esto, Lúgh, deseabas pedirme que me aleje de Andrómeda, ¿verdad?

  Él baja la cabeza.

—Sí —le responde, contrito—. Quería proponerte un duelo. Una lucha de fuerza o con espadas. Y el ganador se lleva a la chica...

—¿Pero? —lo anima Canopus cuando él se detiene.

—Pero después de todo lo que me has dicho me siento muy tonto —le confiesa, señalando alrededor.

—Reflexiona en todo ello, Lúgh, es importante —y luego, con una sonrisa, exclama—: ¡Acepto tu reto, amigo! Un duelo de fuerza. Nadie va a morir ni a destruir ningún planeta así que podemos seguir adelante. El único problema que le veo es que la chica, Andrómeda, tiene su propia personalidad y de nada te va a servir ganarme. Lo único que puedo prometerte yo es que me haré un lado y no seré una amenaza para ti.

—Con esto me vale. —El hombre estira la mano con la palma en vertical, mientras el androide hace lo mismo—. Necesitas un padrino. Yo se lo pediré al robot que se encarga de mi ropa.

—¡Ah, muy buena elección! —Canopus afirma con la cabeza—. Se llama Lucero, es una chica. Ahora solo resta que venga Andrómeda hasta aquí. Ya está al tanto de nuestro acuerdo y en uno, dos, tres...

  Lúgh le va a preguntar cómo lo sabe, pero al ver entrar a su futura novia, como si fuera un torbellino, solo tiene ojos para ella.

—¿Cómo podéis planear un disparate como este? —Los contempla con condescendencia, como si fuesen dos bebés berreando—. Algo así va contra todas las normas de la federación relativas a la violencia.

—¿Sí? —le pregunta el androide, sonriente—. Dime una que se ajuste a nosotros dos, los contendientes. Yo no recuerdo ninguna.

  Andrómeda entonces le echa un vistazo al humano y se detiene, con lo que le da la razón. 

—Lúgh, déjalo estar. Nuestras costumbres no son estas, nadie emplea la fuerza para obtener a nadie. Hazme caso, Canopus solo te lastimará, es muy fuerte.

—¿No confías en mis aptitudes? —Se nota que está furioso porque considera que lo subestima—. ¿Acaso piensas que no lo puedo vencer en un encuentro?

  Andrómeda se muerde el labio. 

—No, Lúgh, jamás podrías vencer a Canopus en un combate. ¡Es imposible!

  Él la mira, y, dolido, abandona la sala.


—Lo has ofendido, estrellita. —Canopus le propina una palmada en el hombro.

—No entiendo por qué has aceptado esta propuesta tan tonta —lo recrimina la joven, señalándolo con el índice—. Lúgh está en clara desventaja, jamás podría competir con un androide de tu clase, con fuerza sobrehumana. Si contar con que, además, eres el ordenador central de la nave y tienes acceso a cualquier dato, por mínimo que sea.

—Sé que no lo entiendes, nebulosa mía. —Analiza las decenas de micro gestos que se esbozan en el rostro de la comandante—. Explícale a Lúgh que soy un androide y yo no combatiré contra él.

—No puedo explicárselo —niega ella también con la cabeza.

—Pues ayúdame, entonces, a pensar a quién le pido que sea mi padrino o mi madrina.



https://youtu.be/khRM55_mxBU

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