9. LÚGH. El duelo.

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  A veces me cuesta pensar en Canopus como enemigo, en especial cuando se muestra amable conmigo. Sin embargo, si lo veo al lado de Andrómeda es muy sencillo. Y más, todavía, en el momento en el que ella duda de mis capacidades, colocándolo a él por encima de mí.

  Los aspectos prácticos del duelo me ocupan el tiempo. Preparar mi antigua ropa, analizar en qué lugar de la nave espacial sería el mejor sitio para el encuentro, convencer a Lucero de que sea mi madrina. Por lo visto es una robot pacifista, y, al principio, se niega a participar. 

  Recién al mencionárselo a mi rival, él me tranquiliza:

—Déjalo en mis manos.

  Y todo se arregla, Lucero decide prestarme el servicio aunque sea tan diferente de las funciones habituales.

  Considero que, para matar el tiempo, golpear con la barra la puerta de acero es una buena ocupación, así descargo lo que se me remueve por dentro. Pero a los pocos minutos de estar en la sala G B cuarenta y cinco me interrumpe Andrómeda.



—Lúgh, por favor —me pide, los ojos dorados me hacen temblar al recordar nuestros besos en la piscina—. Necesito hablar contigo.

  Parece tan apenada que, sin poderme controlar, la cojo del brazo y me la acerco al cuerpo para consolarla. Con una de las manos le acaricio la cabellera rebelde, y, con la otra, la aproximo más y más a mi calor. Solo con tocarla me da la impresión de que rozo una estrella.

  Para mi asombro, ella no intenta soltarse. Solo me apoya la cabeza en el pecho, quizá reflexionando en las palabras que debería decirme para que dé marcha atrás con el duelo.

  De improviso, rompe el silencio y me pregunta:

—¿Qué esperas conseguir luchando contra Canopus?

—Que me tomes en serio —le respondo, casi ronroneando al aspirar el perfume de los mechones rubios.

—Y lo hago, Lúgh. —Se recuesta más sobre mí.

—No, no lo haces —la contradigo con suavidad—. Te resistes a lo que existe entre tú y yo. Sé que es pronto, pero creo que lo nuestro merece que le des una oportunidad.

—Te expliqué, Lúgh, que mi vida está aquí, en la nave espacial. —La entonación de Andrómeda es pausada—. ¿Qué más quieres que te diga? Algo entre tú y yo resulta totalmente imposible. Por este motivo es mejor que lo contengamos desde el principio.

—Entonces admites que sientes algo por mí, ¿verdad, Andrómeda? —Ella pone cara de que la he pillado en falta.

—No sé qué me pasa contigo, Lúgh. —Me devora con los ojos dorados—. Pero sea lo que sea mis obligaciones con la federación son mucho más importantes. He nacido para esto, ni se me pasa por la cabeza tirar todo por la borda.

  Contengo los deseos de decirle que la llevaré a Taranis conmigo para convertirla en mi reina, tal como sucede en mis fantasías. Porque la veo en cada una de ellas a mi lado, ayudándome a resolver los conflictos entre los vasallos o poniendo la primera piedra en las construcciones importantes del reino.

  Creo que es la primera vez que entiendo lo que mis padres anhelaban contemplar en mí al verlo reflejado en Andrómeda. Esta entrega a su destino que le sale por todos los poros, poniendo su vida en segundo término. O, mejor dicho, como si este destino fuese su única vida. A pesar de que no sé dónde me coloca tanta responsabilidad dentro de su escala personal, no puedo dejar de admirarla a causa de ello, más que si abandonara todo y fuese detrás de mí. Ella es diferente de las mujeres que conocí, con o sin nave espacial, no tengo la menor duda.

—No pienses en el futuro, Andrómeda. —Le mordisqueo el cuello—. Piensa solo en el presente.

  Disfruto con la forma en la que se estremece, quizá más porque intenta resistirse. Pero su cuerpo es sabio, no puede ni quiere negar el torbellino que lo recorre cada vez que la rozo o que la beso. Me desea. Anhela mis caricias, que la recorra desde los dedos de los pies hasta el rostro, pasando por las zonas íntimas. Necesita, igual que yo, que nos perdamos juntos en un lecho, despreocupados, disfrutando con nuestra pasión, con mi amor. Soy optimista: me hallo seguro de que pronto Andrómeda me amará tanto como yo a ella.

—¡Qué difícil me lo pones! —Me frota los músculos del pecho como si no se pudiera controlar.

—Más difícil me lo pones tú, mi amor —le susurro en el oído, haciendo que lance un suspiro.

  Acerco la boca y le recorro los labios con la lengua. Sus gemidos me vuelven loco. Me entran ganas de rasgarle las vestiduras de un extremo al otro, pero, aun así, intento controlarme para no asustarla. Pretendo seducirla lentamente hasta que se percate de que no es capaz de estar sin mí. ¡Muchas duchas heladas tendré que tomar! O tal vez no, a juzgar por cómo se encuentra ahora, entregada.

  Me coge la cara entre las manos como para detenerme. Clava la vista en mí, directo, como si pretendiese adivinar cada uno de mis pensamientos.

—Te amo, Andrómeda —pronuncio con sencillez, sé que la sinceridad es el único camino.

  Y observo cómo lucha consigo misma. Supongo que debo considerar como un triunfo que acerque los labios dulces a los míos y que empiece a jugar con ellos de la misma forma en la que poco antes lo he hecho yo con los suyos.

  Nos entra una sed que nos devora por dentro. Apenas puedo controlar la excitación, todo me pide que la tire sobre el suelo metálico y que le haga el amor. ¡Para ella es tan evidente que la deseo! La ropa espacial que llevo puesta delata lo que no puedo expresar con palabras: que cada trozo de piel, que cada pequeña parte de los músculos y que cada partícula de los huesos la anhelan.

—¿Hay algo que pueda decir, Lúgh, para que dejes sin efecto tu duelo con Canopus? —Se me aleja de la boca como si le pesase hacerlo.

—Nada, mi amor, sé lo que hago. —La acerco más para fundirla contra mí, igual que en los minutos previos.

—Pues entonces, Lúgh, me doy por vencida. —Se aleja y me observa con fastidio—. ¡Que conste que lo he intentado! Suceda lo que suceda será tu responsabilidad.

  Al día siguiente, acompañado por Lucero, me dirijo a la sala de entrenamiento. Cuando llego me encuentro con Canopus y junto a él uno de los robots limpiadores. Mi rival viste ropas similares a la mía y me gusta este gesto de respeto. Al mirar a la chatarra metálica con detenimiento, me percato de que es el mismo con el que tuve mi primer percance dentro de la nave.

—Ursae ha insistido en que quería ser mi padrino. —Y se interrumpe al notar que entra Andrómeda en la estancia.

  Se trata de una sala tan espaciosa como todo mi castillo. Es muy extraña porque, a pesar de ser gris metalizada, tanto las paredes como el suelo están elaborados con una aleación que nunca he visto en mi vida, que hace que cuando uno se golpea contra ellos rebota sin hacerse daño. Si estuviese construida con una superficie acolchada no sería más confortable.

—Ahora paso a leer las reglas y os aclaro a los dos que son de estricta observancia. —Andrómeda nos contempla como si fuéramos niños malcriados—. Está prohibido matar o dañar al contrincante. Ante la primera sangre o frente a la primera señal de dolor esto se detiene.

  Y me mira fijamente.

—¿Y si jugamos, mejor, a las muñecas? —le pregunto con ironía—. Así es imposible tener un encuentro entre hombres, nos haces parecer damiselas.

—El chico tiene razón, Andrómeda, no seas aguafiestas. —Parece que Canopus se halla a punto de soltar una carcajada—. Quita lo de la señal de dolor y nosotros estaremos de acuerdo, ¿verdad, Lúgh?

—Sí, correcto. —Muevo enérgicamente la cabeza, pensando que si todas las comandantes son así no me extraña que no existan más guerras.

—Lo que pasa, Canopus, es que Lúgh ignora lo hábil que eres en las luchas cuerpo a cuerpo —insiste ella observándolo fijo, como comunicándole algo que yo desconozco.

  Me vuelvo a molestar porque siempre lo pone por encima de mí.

—Tú aún no tienes idea de lo que soy capaz, Andrómeda, no has visto mi fuerza. —No sé si la intención ha sido menospreciarme, pero así lo he sentido—. Estoy seguro de que puedo hacerle frente a Canopus, e, incluso, derrotarlo.

  Y lo miro desafiante. Nuevamente tengo la sensación de que se halla próximo a reír.



—No se discuta más, Andrómeda, y procedamos con el duelo —y mirándola le pregunta—: ¿Está bien?

—Está bien —afirma, reacia.

  Aclaradas estas cuestiones previas, Canopus y yo nos colocamos en el centro de la sala.

—¡Adelante! —grita Andrómeda—. ¡Podéis empezar!

  Al principio solo caminamos en círculos, uno siguiendo los movimientos del otro, aproximándonos a la punta izquierda de la estancia. De repente, rápido como una estrella fugaz, mi rival gira y me hace una llave, colocándome el brazo derecho hacia atrás. Veo que en la otra punta mi futura novia se lleva la mano a la frente, preocupada.

  Me remuevo como una anguila. Consigo pasar las extremidades por encima de la cabeza y ceñirlo con fuerza. Canopus utiliza mis movimientos como impulso y me tira hacia el borde de la sala. Reboto contra la pared, y, al volver, caigo encima de él.

  Aprovecho la situación y me le tiro con el cuerpo, haciéndole una llave. Le inmovilizo la cabeza y los brazos. Aprieto para que no pueda zafarse, orgulloso de vencerlo. Aprecio, incluso, en el semblante, un rictus de dolor.

—¡Me rindo! —grita Canopus, agotado.

  Y, al contemplar el gesto de estupefacción de Andrómeda (los ojos abiertos como platos por la confusión), reboso de satisfacción y de orgullo hacia de mí. Lo que no comprendo demasiado es por qué mi contrincante parece a punto de estallar en carcajadas.






https://youtu.be/h370AEdSsz8


NOTA.

  He escrito un microrrelato para presentar en el quinto reto de la Página Oficial Wattpad Ciencia Ficción y he puesto como protagonista a la Generala Halley. Lo dejo en comentarios y en el vínculo externo, por si tenéis curiosidad.

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