98%- Por esa puerta no regresarás (1)

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¿Cómo comienza un mal día?

Se preguntaba Narel.

Como todos los demás.

¿Cómo termina un mal día?

Como ese.

Primero sus amigas le dijeron que estaban ocupadas, Narel se había mudado del país y no podrían hablar con ella todos los días. Despreocupas le explicaron que eventualmente conseguiría otras amigas, así que era mejor que se olvidara de ellas. Su alma gemela desde el primer grado, Ruby, le dijo que era mejor no postergar algo que terminará pasado ¿Las palabras que usó? Si va a pasar, es mejor que pase ahora.

Se deshicieron de Narel como si jamás la hubiesen querido. Sus amigotas. Ahora se preguntaba si alguna vez, en verdad, la amaron.

La vergüenza la sofocaba y tuvo que fingir, frente al soso de su hermano, que parloteaba con las chicas que la habían querido por conveniencia. Le daba demasiada pena admitir que no tenía a nadie, solo a su familia ¿Qué hay peor que compartir tu viernes a la noche con tus padres o con tu hermano que lee cómics y se ríe solo en su habitación?

Ahora no tenía amigas. Había creído que esa noticia era el fin del mundo o el final del peor día de su vida. Pero se equivocó, porque en los siguientes minutos su hermano Jonás interrumpió la videollamada falsa con sus supuestas amigotas para comunicarle acalorado que había gente en su nuevo sótano.

Cualquiera hubiese pesando que era un robo, pero el muy pelmazo, en lugar de llamar a la policía fue por ella ¡Cómo si Narel tuviera súperpoderes o pudiera moler a golpes a todos con cachiporras!

«Están gritando y riendo» balbuceaba él con cara de asustado. Porque así era Jonás, siempre se asustaba, aunque lo ubico que debía aterrarlo era tener tanta miopía a esa edad.

El primer error fue creerle, el segundo fue bajar al sótano, el tercero fue atravesar la puerta tras el lavarropa, aquella que expulsaba gritos y sonidos extraños. El cuarto separarse en esa cámara desconocida. No, el primer error fue mudarse a ese horrible hogar, en ese nefasto país. El segundo fue creerle a Jonás. Sí, ese orden estaba mejor.

Había otro orden igual de descabellado. Cuando cortó la llamada falsa y siguió a Jonás al sótano se encontró con risas y música y gritos, pero no había nadie ahí, solo muebles viejos, humedad y, todavía peor, Jonás. Personas sentadas hubieran creído que era una casa embrujada y habrían corrido por sus vidas, pero ellos nunca se caracterizaron por ser gente inteligente. Trataron de descubrir el origen de los ruidos, tal vez una radio descompuesta o un teléfono celular o una vieja tele que reproducía la escena de una fiesta.

Aquellos sonidos provenían del lavarropas ¿Quién lo hubiera dicho? ¿Ella? ¡Por supuesto que no! Narel se había criado en Sídney y se había mudado a esa caja de mala muerte en Estados Unidos, pero que supiera, la ropa no hablaba ni tocaba instrumentos en el continente americano. Los hermanos descubrieron que, en realidad, la algarabía se originaba detrás y no es la lavadora. Movieron el cacharro para encontrar un hueco en la pared que desembocaba a un castillo. Era una puerta, una escotilla, llámalo como quieras, ahí había algo importante; Narel sentía un cosquilleo en la nuca y esa sensación siempre aparecía cuando las cosas cambiarían para mejor.

¿Quién no entraría? ¿Quién no caminaría por el castillo subterráneo que tenía bajo su casa? ¿Quién no se perdería y se separaría del grupo?

Hay niños que encuentran cajas misteriosas en sus áticos o sótanos y las abren sin pensar que hay dentro. Ella encontró un palacio en su sótano, obvio que iba a caminar por los nuevos corredores.

Lo que había pasado era completamente normal, trataba de consolarse Narel.

Cuando se separaron, lo primero que vieron sus ojos fue oscuridad. Oscuridad desconocida donde debería haber luz de hogar. Fue entonces cuando una voz en su interior comenzó chillar de terror, pero tuvo que reprimir aquellos temores porque encabezaba el grupo, aunque tan solo tenía quince años, era la mayor. Fingió valor y se adelantó en el castillo.

Ella aspiró una bocanada de aire y comprobó lo que ya sabía, estaban perdidos y solos en un pasadizo y sin señal de Internet.

Narel no era ingeniera ni arquitecta ni mucho menos geóloga, pero estaba segura que los sótanos eran habitaciones cuadradas y no castillos enormes que desembocaban en una plaza repleta de personas tocando música, aullando a la luna, emborrachándose y... esa luna no era como la luna que había en casa. Además, las estrellas se movían atolondradas, como si danzaran también o fueran bolas de villar.

Ella solo había atisbado estrellas con ese frenético desplazamiento en los documentales que grababan el firmamento por horas y luego aumentaban la velocidad de reproducción.

Además, la plaza estaba bordeada por una muralla enrome y esa barrera era contorneada por un bosque. La casa de Narel no lindaba con floras de ese tipo. En su hogar estaba nevando hacía un frío de morirse y ahí había humedad y calor. Además, el castillo se ubicaba en su sótano ¿No se suponía que estaban en un subsuelo bajo tierra? ¿Cómo era que veía la luna? ¿Por qué había gente en la plaza del palacio si ella no tenía vecinos?

Además, esa noche la luna no debería estar llena.

Miró otra vez su teléfono.

Sin mensajes. Sin señal.

De tener señal tampoco tendría mensajes. Porque sus amigas habían roto con ella. Los novios rompen relaciones ¿Se puede acabar una amistad? ¿Qué había hecho mal? ¿Mudarse a otro continente? ¡No fue su elección, su padre tenía trabajo en América!

Pero tenía asuntos más apremiantes, como el problema de que estaba extraviada en un castillo desconocido.

Quería salir de ahí cuánto antes.

Podía oír los gritos que provenían de una fiesta, pero le habían bastado dos segundos de análisis para saber que no podría pedirle ayuda a esas personas. Mucho menos quería ir a esa fiesta. Había contemplado por encima del alféizar de una ventana lo que parecía un sacrificio en la plaza principal de la fortaleza. Un tumulto de personas bailando, entonando cánticos guturales y sacudiéndose con máscaras que cubrían el deleite de sus rostros. Tenían tambores, pancartas, estandartes, confeti y fuego. Mucho fuego ardiendo en braseros, en los malabares de los artistas, sobre árboles que no se quemaban y en la boca de algunos sirvientes harapientos. No había humanos muertos en sus braceros, pero es que tampoco quería acercarse a pie y comprobarlo.

La mera idea de que esa gente estaba degollando cabras bajo su casa, cuando ella estaba a unos metros usando la computadora, le revolvía el estómago. Otro detalle que notó es que en ese castillo no había electricidad. Y en su casa sí. Si Narel no fuera una chica de hechos y se llevara más por sus corazonadas creería que estaba en otro mundo.

¿Un mundo detrás de un lavarropas? Sí, cómo no.

Y lo peor de todo era que se había perdido en los pasillos de ese horrible palacio de piedra. No encontraba una salida ni a Jonás. Fue un desliz, unos segundos que se distrajo con el teléfono... qué iba a hacer.

No, no podía pedirles ayuda a las misteriosas personas. No a no ser que quisiera que su corazón terminara en una mesa de roca o que su reputación se viera ensuciada por esos raritos.

Tenía que escapar de ese corredor por su propia cuenta.

—¿Voy a morir? —preguntó su pequeña hermana, porque además de Jonás tenía otras dos piedras en el zapato.

—Si vuelves a preguntar eso sí —masculló Narel golpeado la pared con todas sus fuerzas por décima vez.

Ella la mataría.

—No se abre —advirtió inútilmente su hermano.

Todos tenían hermanos insoportables, pero Narel se había llevado el premio gordo. Ella tenía que ser la hermana mayor de los dos mellizos más fastidiosos que el mundo había visto concebir. Pero nada era peor que soportar a Jonás que no tenía amigos y solo hablaba de cómics, diccionarios, videojuegos o películas y aun así tenía el descaro suficiente como para burlarse de ella. Se lamentó de su serte y deseó poder estar nuevamente en su casa, calentita y aburrida, no ahí con el corazón en la boca. Vio cómo el calor de su aliento se desvanecía en una ligera nube que se deslizaba lejos de ella junto con las últimas motas de esperanza que tenía por encontrar una salida.

—La puerta al sótano estaba ahí —evidenció Eithan señalando la pared lisa que Narel estaba empujando—. Nosotros nos distrajimos mirando la ventana —llevó su dedo regordete al alfeizar de la torre en donde se hallaban—, queríamos ver la fiesta que escuchamos desde la casa y le dimos la espalda a Jonás. Él dijo que iba por una linterna y volvía. Pero la puerta de regreso al sótano ya no está.

—No me digas, niño listo —rumió Narel.

—¿Por qué se cerró? —preguntó—. ¿Y Jonás?

Narel arrugó el labio. Los niños siempre creían que uno tenía la verdad absoluta en todo.

Ella dudaba que la puerta se haya cerrado porque para eso debería tener cerradura. Y lo que ellos cruzaron fue un hueco en la pared, que ni siquiera llegaba al suelo. Era como una escotilla irregular que había desaparecido. Se sintió tonta de haber tomado la iniciativa sin haber consultado a un adulto. Si no fuera por el cielo, la gente y el bosque, creería que estaba en una cámara secreta en su casa. Si no estaban bajo el sótano entonces ¿dónde?

«Ordena lo hechos. Piensa. De forma lógica. Vamos ¿Qué pasó?»

Es que, todos los hermanos habían estado tranquilos, en sus tareas o entretenimientos cuando comenzaron a escuchar repentinamente los ruidos de la fiesta. Primero fueron los mellizos Eithan y Ryshia, luego Jonás y finalmente ella. Siguieron los sonidos, identificaron que provenían de un acceso escondido detrás de un lavarropas en su sótano, lo atravesaron y se toparon con esa imponente estructura. Sí, sí, Narel ya había repasado esa parte en su mente cientos de veces. El corredor del castillo era muy oscuro, únicamente había antorchas robustas y sobrias, forjadas con hierro, pendiendo de la pared. El fuego llameante a duras penas iluminaba el lugar.

—Voy por una linterna —eso dijo Jonás, cuando aún seguía con ellos.

Eithan quiso seguirlo, pero Jonás lo retuvo asegurándole:

—Vuelvo en un minuto.

Y volteó de regreso a la casa ¿O no? Ahí habían desaparecido él tanto como la puerta.

Narel estaba de espaldas, inspeccionando el lugar y grabando todo para sus amigas. Pensó «Si les muestro lo que descubrí entonces ellas me hablarán otra vez» Ella estaba atenta, a tres metros del acceso al sótano, de él, pero cuando volteó para decirle que no fuera por la linterna, que no era buena idea separarse, el muy idiota y la puerta entera de regreso a su hogar, habían desaparecido.

Tres segundos, eso fue lo que demoró su hermano, su casa y todo su mundo en desaparecer.

¡Puf! Así como nada. Y así como así Narel se vio perdida, sola, con los dos mellizos, en un castillo misterioso rodeada de gente fogosa y ritualista.

Por la mugre de la plaza y el estado de ebriedad de los presentes en el sacrificio dudaba que hayan empezado el festejo hace unos minutos. Llevaban horas secando sus gargantas con la música y bombeando barriles. Incluso olía a cerveza en el aire. Narel funció el ceño. Ellos en su casa solo los habían escuchado hace unos minutos ¿Estuvieron festejando en silencio todo ese tiempo? No, imposible, ellos gritaban como gallinas ¿Eso significaba que alguien había abierto la puerta al sótano?

Es que, Narel no estaba muy involucrada con el mundo inmobiliario, pero todo ese tumulto raro no estaba en la casa cuando ellos se mudaron ni cuando la agente de bienes raíces negoció con sus padres.

Volvió a empujar la pared y a arañarla, tratando de encontrar algún marco oculto o resquicio que le permitiera regresar.

—¿Por qué está cerrada? —preguntó Eithan otra vez.

—¡No sé! —se impacientó ella.

Desistió.

Era inútil.

Allí no había nada más que un grueso muro de ladrillo. Observó el suelo. Nada. A veces podías descubrir que existían puertas secretas si prestabas atención a los arañazos del piso, la mayoría de las ocasiones si era un acceso oculto significaba que la puerta estaba a ras del suelo y cuando la movías, varias veces, trazaban un medio circulo en la madera o la roca. Pero ahí no había nada.

Se desplomó sobre la pared y suspiró.

—Mejor esperemos a que vengan por nosotros.

—¿Vendrá Jonás? —preguntó Eithan.

—Mmm. No nos movamos de este sitio ¿Sí?

Miró la pantalla de su teléfono celular, como fondo tenía una foto de sus amigas. Amigotas... ¿Por qué ya no querían hablar más con ella? Se suponía que uno se siente solo y perdido cuando es adulto, no ahora. Narel no era tonta, sabía que existen mitos los cuales aseguran que las amistades de secundaria son efímeras y no perduran en el tiempo. Su vida es corta como una mariposa y se las extraña tan poco como una mosca. Pero ella había jurado ser la que rompiera la regla. Tenía quince, por todos los cielos, ni siquiera había terminado la secundaria.

Debería tener amigos, debería tener alguien quele dijera «Nos vemos mañana» «Estaba preocupado por ti» «No sabes lo que tengopara contarte» «Te quiero»

Se concentró en la batería.

Tenía 98%.

Suspiró aliviada. Era un pequeño triunfo.

—¿Puedo jugar? —preguntó Ryshia acercándose a la pantalla.

Narel la apagó de inmediato.

—Claro que no.

Candy Crush —imploró haciendo oídos sordos.

—¿Qué tienes? ¿Sesenta?

Subway Surfers —trató, como si un juego diferente la hiciera cambiar de opinión.

—¡Qué no! ¡Cierra la boca!

—Mala.

—Tenemos que racionar la batería. Puede que nos llamen. Mamá, papá o quien nos haya invitado aquí.

«Pero no hay señal» dijo la voz de su conciencia «¿Y si de verdad estaba en otro mundo? Entonces los satélites ya no existirían» Desechó esa fantasiosa idea, pero no se le ocurrió una mejor teoría para silenciar sus preocupaciones. Tuvo que tragarse el llanto que le germinaba en la garganta, fue tan difícil como sonreír y decir que un bebé recién nacido es bonito.

Ryshia frunció el labio disgustada, se tambaleó hacia la ventana como si fuera una surfista o caminara en un barco que se bambolea en mitad de una tormenta. Cuando estaba aburrida ella solía caminar de forma rara, para entretenerse. Se desplomó sobre el alfeizar de la ventana, recostó la mejilla izquierda encima de la roca, que en la noche se veía azul, y contempló el festejo o ritual. Eithan se le sumó y entre los dos fueron señalando cosas que eran de su interés.

Narel cerró los ojos, se mordisqueó con nerviosismo las uñas y esperó mientras escuchaba sus opiniones.

—¡Ese se cayó! —comentó Ryshia, alborozada por el tropiezo—. ¿Lo viste?

—No ¿Cuál?

—Ese. Ese —urgió, parándose de puntillas para estirarse más sobre el alfeizar y señalar el objetivo.

—¿Dónde?

—¡El de ahí! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí! El que se está levantando ¡¡Atrás del fuego... oh!!

—¡Ahhhhh, me lo perdí! —se lamentó Eithan.

—Fue gracioso.

—Mira, esa mujer tiene la piel amarilla, como un minion.

—¡Bee do! ¡Bee do! ¡Bee do! —respondió Ryshia.

Los dos comenzaron a hablar como minions.

—Bananonina.

—Tatata bala tu.

—Tepete, popete, pepete.

Narel estiró sus mejillas y parpados inferiores, suplicando paciencia. No podía creer que se conocieran tantas frases de esos irritantes personajes de caricatura. Rugió guturalmente, se cubrió los oídos con las manos, flexionó las piernas, recostó la espalda contra la pared en la que se había ido Jonás, cerró los ojos y los estampó contra sus rodillas.

Trataba de pensar qué había ocurrido en los últimos minutos, darle una explicación lógica que ordenara los acontecimientos, pero no se le ocurría nada. Así transcurrieron tres lentas y perezosas horas en donde la celebración no menguó en ningún instante. O tenían muchas cabras que degollar o eran parranderos. Por suerte no había nadie en esa zona del castillo, todos estaban en los niveles inferiores recordándoles a las venas lo que es un poco de alcohol.

—Ese de ahí tiene la piel azul.

—Y esa chica tiene la piel roja.

—¿Cuál?

—La que dejó una bandeja y se escapa por esa grieta.

—Ah, creo que ahí hay un señor verde —comentó aburrido Eithan, cansado de señalar cosas, arrastraba las palabras con pereza— ... como... como...

—El Crinch —sugirió Ryshia, igual de hastiada de esperar y mirar por la ventana.

—Gamorra —corrigió Eithan.

—Ah sí, me gusta más Gamorra.

—A mí más.

—No, a mí más.

Narel todavía tenía los ojos cerrados, ocultando la cara entre el regazo y el pecho, sosteniendo el móvil en sus manos. Aunque no los vio, los pudo oír forcejeando. Ya se imaginaba el final de esa pelea, con Eithan llorando, porque él no tenía tanta fuerza como Ryshia y su melliza cuando se molestaba siempre repartía puñetazos como una exorcizada.

—¡A mí más, tonta!

—¡Malo!

—¡Sucia! ¡Sucia y tonta!

—¡Narel! —alzó la voz Ryshia, estirando las silabas en un irritante cantito—. ¡Eithan me llamó tonta!

—¡Y sucia, porque lo eres! —agregó Eithan al borde de las lágrimas.

Bien que lo eres, pensó Narel, lo son. Los dos. Imbéciles.

Levantó agotada la cabeza, parpadeó ante el exceso de luz y sonrió forzadamente porque eso hubiese hecho Jonás el santo de los libros.

Los encontró a ambos con los puños alzados, sujetándose de la ropa de forma violenta. Sus rodillas estaban flexionadas, pero mantenían la verticalidad del cuerpo, parecía que estaban haciendo sentadillas, aunque, en realidad, se habían empujado previamente y estaban a una sacudida de caer ambos al suelo.

—Vamos a buscar otra puerta.

Los dos se soltaron, olvidando inmediatamente la riña y fueron hacia la única dirección libre de la torre: la derecha. La izquierda finalizaba en una pared curva, con la ventana del torreón.

Debía regresar a casa, pero no sentía que a su hogar. Estaba peleada con sus padres. Hace semanas. Ella insistió mucho para no irse de Sídney, incluso se aferró a la reja de la casa de sus abuelos donde pidió quedarse hasta terminar la secundaria. Tuvieron que arrastrarla en el aeropuerto y lloró todo el camino en auto hasta Grand Forks Dakota del Norte.

—¡No puedes estar separada de tus hermanos, Narel, somos una familia, debemos vivir bajo el mismo techo! —había dicho papá.

Y es que siempre la obligaba a llevarse a uno de sus molestos hermanos, incluso a pijamadas con sus amigas. O iba con Jonás o con Ryshia, pero siempre su padre los hostigaba para que estuvieran juntos. Los muy pelmazos de sus hermanos no se daban cuenta de que eran títeres de sus padres. Ella parecía la única despierta en esa pesadilla. Narel insistió en que estaba harta y que a sus quince años tenía que tener autonomía o soledad. Independencia de sus hermanitos, no era una niñera, joder, era una adolescente. Los abuelos podían hospedarla por tres años, iría con ellos en vacaciones. Los llamaría todos los días. Pero nada funcionó. La llevaron al odioso Estados Unidos porque no podía estar separada de sus hermanos.

 De seguro si no la encontraban en su habitación al regresar del supermercado creerían que se había fugado.

 Narel debía regresar a su casa, pero no tenía amigas, padres que la respetaran ni conocidos en Dakota del Norte.

 Sentía que estaba tan perdida como en ese lugar.

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