98% -Por esa puerta no regresarás (3)

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 La cortina de hojas y ramas era fina así que el peso de sus cuerpos la quebró sin problemas.

Había sido una mala idea. Se arrepintió en el momento en que lo hizo. La culpa arribó a su pecho tan pesada y rígida como una bala de cañón y sintió que la garganta la tenía atorada en siete fragmentos.

Ni siquiera había visto la altura del piso por el que se arrojó. Tal vez estaba llevándolos a su muerte. Si ese era el caso esperaba que la muerte de los tres quedara en los telediarios, sus padres culparan a Jonás y él fuera severamente castigado. Se contentaba con que no volviera a ver la luz del sol y lo encerraran en su habitación, pero conociéndolo a él sería como que le regalaran el paraíso, pasaría todos los días leyendo cómics, caminando a grandes zancadas por toda la pieza y recitando definiciones ñoñas. Un castigo justo sería que lo obligaran a tener novia o hablar con gente de su edad.

Pero no tuvo mucho tiempo de lamentar su suerte o blasfemar contra su hermano que la había abandonado, porque fue un descenso breve.

La caída duró unos segundos. Tres. Cayeron poco más de cuatro metros. Aterrizaron sobre un colchón de hierbas y hojas que los recibió emitiendo un susurro fantasmagórico y anhelante. Los mullidos arbustos provocaron que la caída no los lastimara tanto. Tanto...

El golpe no fue inmediato, rodó por el impuso del aterrizaje hasta chocar con el parapeto del muro, que estaba enterrado en yuyos. Al instante que recibió el impacto se percató de que había soltado a sus odiosos hermanitos. Sus manos las tuvo tan vacías como su corazón y los dedos le pesaron de la desesperación.

Quedó aturdida sobre lo que era la parte superior de una muralla externa. Las zarzas, hiervas, arbustos y árboles habían florecido y crecido sobre el parapeto defensivo y las almenas, difícilmente se veía la roca del edificio o la antigua forma que había conservado el muro. Para sus ojos, y los de cualquiera, estaba acostada sobre un bloque de malezas. Ella quedó tendida de espaldas, turbada por el golpe, sintiendo la sangre verterse de rasguños y cortaduras. No se había sentido así de mareada desde que su amiga Rudy le había dado un pelotazo en la cara mientras jugaban voleibol .

Parpadeó y enfocó su vista. Se levantó rápido al escuchar el llanto de los mellizos.

—No, no, no, no —suplicó—. Por favor no lloren.

Eithan estaba sentado de culo, sosteniendo una rodilla moreteada y limada. Ryshia barreaba con la misma pena latente y se sujetaba la cabeza entre sus regordetas manitas. Sin embargo, Eithan lloraba más fuerte porque había perdido a Miel, su oso de peluche. El niño encontró fuerzas en su desesperación, su puso de pie y caminó rengueando como si tuviera la pierna mutilada. Era todo un artista. Giró su cabeza en todas direcciones, escrutando los rincones oscuros con cautela, para encontrar a su amigo de felpa.

Narel titubeó, no sabía a cuál atender primero. Optó por Ryshia que no se movía. Se levantó con las articulaciones crujiendo y caminó a tumbos hacia ella. Al estar el suelo repleto de hojas y ramas era verdaderamente difícil avanzar o plantar la suela de sus pantuflas. Se desplomó a su lado.

—Eh, Rysh, ven, dame la mano ¿Te diste duro? ¿Dónde? —preguntó levantándola de las axilas, poniéndola de pie y sondeando cada extremidad de la niña.

Tenía raspones, pero no sangraba, únicamente era piel enrojecida y moretones. Narel se había llevado el peor impacto de la caída y no estaba ni la mitad de convaleciente que los niños. En realidad, lloraban de miedo, no de dolor. Ella también tenía miedo, pero debería tragarlo y hacer de tripas corazón porque era la más grande. Detestaba ser la hermana mayor, la que siempre cuidara a los demás, la que no podía salir de casa sin ser la niñera de alguien más.

—Lo lamento, debí avisarles —se disculpó estirando un brazo hacia Eithan.

Él se sorbió los mocos.

—Perdí a Miel.

Gracias al cielo, pensó Narel, te hicieron un favor, amigo.

Los niños tenían un ritual extraño con ese oso de felpa, sobre todo Eithan, lo trataban como si de verdad tuviera vida. Como si fuera una mascota o parte de la familia. La semana pasada él se había echado a chillar porque Narel se sentó en el sofá y no notó que apoyaba el trasero sobre ese oso horrible ¡Y lo peor de todo es que el muy odioso de Jonás la delató a sus padres! Siempre la castigaban por sus hermanos.

—¡Devuélvemelo! —demandó déspota, el muy diablillo.

Solo la muerte separaría a Eithan de ese oso.

—¿Yo? —preguntó Narel, incrédula.

—Tú —se sorbió la nariz, se secó las lágrimas con la camisa de su pijama, cobró valor y la miró acusadoramente a los ojos—, tú me tiraste por la ventana y lo solté.

—Entonces tú lo perdiste, niño bobo.

Eithan parpadeó perplejo y desconsolado, no esperaba que una persona mayor le discutiera, pero Narel tenía quince años, no era una adulta que iba a regalarle los oídos.

—De nada por salvarte la vida, malagradecido ¿Acaso no se dieron cuenta de que esos tipos iban a matarnos? Ustedes... ¡Par de tontos!

El niño arrugó la cara como si hubiera caído otra vez desde una ventana, lágrimas escaparon de sus ojos, apretó los puños y se plantó como un pino en el suelo.

—¡Le diré a mamá!

—¡¡¡Mamá no está aquí!!!

Ryshia se sumó junto a Eithan a la protesta, ella era más reservada que su hermano y solía soportar mejor los golpes o las injusticias, pero cuando veía a su mellizo siendo débil o de malas, se dejaba influenciar y siempre, siempre, flaqueaba como él.

Narel iba a disculparse con ambos y comenzar a buscar el oso cuando un crujido la hizo estremecerse y girar.

Tragó saliva y se quedó petrificada en su lugar, incapaz de digerir lo que estaba presenciando. Sus ojos lo veían, pero su mente no. Era imposible. Pero lo miraba. Estaba ocurriendo. Ahí.

Una rama gruesa como un bastón reptó hacia ellos, se movía perezosa y serpenteaba sobre las enredaderas rígidas. El extremo de la rama de hojas puntiagudas y verdes estaba enroscado alrededor del oso. Miel se encontraba repleto de polvo y un poco mugriento, pero no era novedad. El tallo culebreó verticalmente, hasta enderezarse frente a ella y acaparar su altura. Como si de una mano amiga se tratara le ofreció el peluche.

Los niños dejaron de llorar para admirar en ceremonioso silencio a la planta salvadora. Narel no tomó a Miel, se quedó observando inmóvil y temerosa a la zarza, esperando que la estrangulara o algo por el estilo.

Ryshia fue la que quebró el silencioso estupor, avanzó un par de pasos, se puso de puntillas y estiró sus curiosos dedos hacia la rama. Narel suspiró del horror, abrazó histérica a la niña y la sepultó en su pecho, alejándola de la planta. La zarza, que estaba suspendida frente al rostro de Narel, como si quisiera sonreírles a los ojos, descendió lentamente hacia la niña, buscándola con paciencia. Ryshia, desde la protección de su hermana, estiró sus dedos y los meneó. La zarza desenroscó la rama flexible que sujetaba el oso y lo abandonó gentilmente en sus manos.

Eithan todavía tenía las mejillas empapadas, pero había olvidado que le dolía la rodilla y caminaba con un poco menos de pavor hacia donde estaba Ryshia. Se ubicó tras su espalda y le quitó el oso para darle un gran abrazo.

—¡Miel! ¡Me asustaste! —Miró a la zarza que continuaba erguida verticalmente—. ¡Gracias, tú!

—¡Gracias! —se unió Ryshia, le dio codazos a Narel para que la soltara, se liberó, tropezó, recuperó el equilibrio y acarició la corteza como si fuera un cachorrito—. ¿Cómo te llamas?

Narel pudo recuperar el control de su cuerpo que temblaba convulsamente, no tenía frío pero los nervios le hervían las venas y le sacudían los huesos. Estaba a punto de tener una crisis. Avanzó tambaleante hacia sus hermanos, los cogió del cuello y los alejó de la rama, lo que era un poco inútil, a su pesar, porque estaban caminando sobre la enredadera que se extendía a lo largo del muro. Se encontraban rodeados de naturaleza, en las entrañas.

Más allá de la muralla abandonada se alzaba un bosque espeso, negro y completamente fresco. Incluso escuchaba gañidos de bestias, correteos y rugidos. Ellos estaban en los lindes de la maleza, prácticamente en territorio de esas plantas vivientes.

—No creo que sea buena idea tocarla, chicos —dijo con la voz temblorosa del miedo—. Puede hacerles daño.

—Es ofensiva —dijo Eithan, con los aires de cerebrito inocente que solía tener Jonás.

—Se dice inofensiva —corrigió Narel—. Y no creo. Las plantas no se mueven así de rápido —tragó saliva y alzó las manos alarmada, temerosa de que la zarza la oyera—. No es que desconfíe de usted, señora planta —Se sintió completamente idiota por hablar con un montón de hojas—, es solo que...

Suspiró. Eithan y Ryshia tenían razón. Esa planta o ese bosque era inofensivos, casi podría decirse que aliados. Desde que habían aparecido en ese lugar, los únicos seres humanos que vio la acusaron de un crimen que no comprendió y quisieron matarla sin un juicio previo. Si es que podía llamar humano a la chica pálida. Era muy gris, demasiado para ser normal ¿Acaso era monarca, reina o princesa? Después de todo, había dado una orden a los soldados ¿Habían sido descubiertos por la princesa del castillo?

Narel era lista, a diferencia de lo que creían los demás.

Que saliera de juerga con sus amigas y se preocupara por su apariencia no implicaba que fuera una lenta en los acertijos. Tenía un gran poder deductivo del que siempre se enorgulleció, ocasionalmente adivinaba los desenlaces de las películas que veía Jonás. Vamos, era obvio que el soldado Jake Sully terminaría enamorándose de Neytiri en Avatar.

Es por eso que no tuvo que detenerse a pensarlo mucho.

Ellos habían caminado por una parte del castillo abandonada.

Esa sección de la fortaleza era la que estaba repleta de vegetación. Intuía que esas personas histéricas no eran muy amigos de las zarzas. Además, la chica pálida los había llamado: hijos del bosque. Precisamente lo usó como un adjetivo descalificativo. Los insultó. No es que Narel conociera de insultos, estaba más acostumbrada a recibir halagos porque era, sencillamente, genial... al menos en Sídney.

Pero esa loca los había insultado al emparejarlos con el bosque. Creyó que estaban involucrados con las vegetaciones y por eso quiso asesinarlos. También los acusó de haber matado a sus padres.

Narel no sabía en qué lío se había metido, pero quería escapar rápido de allí y le faltaba uno para completar el trío de inútiles. Valía la pena intentarlo. Se aclaró la garganta.

—Oye... planta. —Giró hacia la maza de árboles que creían abruptamente del otro lado de la muralla—. O boque. Ya que eres bueno encontrando cosas ¿Podrías buscar a Jonás? Es rubio, flacucho, de catorce años, con gafas y... nada más.

Antes de que la zarza fuera por la persona más fea del castillo, o sea, por Jonás, ella escuchó un repiqueteo metálico. Era el sonido de una armadura. Giró hacia el resto del castillo. Eran los soldados. Pero se habían multiplicado. Si antes lo seguían dos ahora eran casi una docena de hombres que bajaba por la ventana de la sala de costuras. Habían amarrado una cuerda por la que descendían, apoyando sus pies en la pared de la torre y acercándose a la muralla como alpinistas que regresan a casa o espías secretos que se descuelgan en la bóveda de un banco. Sus armaduras relumbraban al ser iluminadas por el destello plateado de la luna, se veían como estrellas. De enserio, quién había diseñado ese equipo de combate, eran tan discretos como una bola disco.

Hubiera sido hermoso si no vinieran para matarlos, como bien se molestaron en anunciar:

—¡Venimos a matarlos!

—¡Atrápenlos!

—¡Maten a todos los Catatónicos!

Uno de los soldados bajaba de la sala por la pared de repleta de zarzas, aferrándose de raíces y ramas. El otro se aventó como hicieron ellos y aterrizó con gracia sobre el suelo. Dando una voltereta, deteniendo la envión con las manos y parándose de pie al instante. Desenvainó la espada, el arma silbó al rasgar el aire.

Las manos del hombre eran verdes. Todos tenían pigmentación colorida, aunque llevaban cascos, guantes o pecheras alcanzaba a ver cuellos, muñecas u ojos. Algunos escondían piel amarilla, de color naranja o purpurea.

El hombre verde, estaba a dos pasos de atravesarla con el filo de la hoja.

Narel puso a los niños tras de ella. No sabía pelear, la verdad lo hizo por mero reflejo, porque debería protegerlos, como si fuera el escudo de ellos o una armadura reluciente. Le costaba creer que sería asesinada por alguien vestido como en la edad media, creyó que sería más digno si ese idiota llevaba puesto una sunga.

La enredadera giró hacia los soldados como si reparara en ellos por primera vez. El movimiento fue diferente que cuando interactuó con ellos. La zarza encaró al hombre con rapidez, estaba tensa y lo analizó tosca. Narel jamás imaginó que adivinaría los pensamientos de una planta, pero ahí estaba. Se percató de lo que ocurriría antes de que pasara, perdió el aire y sintió que sus pulmones se ponían tiesos.

Narel era lista. Notaba cosas que los demás creían imperceptibles. Por ejemplo, denotó que los soldados caminaban con inseguridad sobre la maleza y estaban tan atemorizados como ella, separaban los brazos del cuerpo, alertas, como si avanzaran por aguas residuales. Temblaban. La mitad de ellos estaba cerca de la cuerda que se vertía de la ventana, dispuesto a plegarse y retirarse al menos indicio de peligro. Uno, que fue empujado por sus compañeros para pisar el suelo de hojas, se había meado encima.

El que estaba a su lado tenía en los ojos la fiereza de un kamikaze. Estaba decidido a morir. Lo vio tras el yelmo. Esos ojos abrigaban un brillo desquiciado. Era la mirada de alguien que la odiaba al punto de arriesgar su vida para aniquilarla.

No supo qué había hecho mal.

Ella era una adolescente de quince que había tenido la suerte de que jamás la miraran de esa manera, pero no era necesaria la experiencia. Identificó los sentimientos de esos ojos al instante. Quería acabar con la vida de esa hija del bosque, a como diera lugar. El suelo bajo sus pies tembló ligeramente. La raíz giró hacia los soldados. Ya no estaba laxa y flexible como cuando les alcanzó a ellos el oso de peluche. Volteó recta como una estaca, sobresaltada y molesta.

Narel notó esos detalles en cuestión de segundos y le cubrió los ojos a sus hermanos al momento que todo estalló.

Cada rama de la muralla se irguió, las raíces abandonaron las rocas en donde estaban enterradas, las hojas vibraron bélicamente y toda la enredadera se alzó como un monstruo con tentáculos. Los soldados fueron barridos y empalados en cuestión de segundos.

Narel lo vio todo. Cada musculo desgarrado, cada mandíbula abierta por la presión de las raíces. Los dientes rebotando como botones. Las gargantas quebradas que ni siquiera tuvieron tiempo para gritar. Narel lo vio todo.

En ese momento dejó de ser una niña.

¿Cuánto demora una infancia en esfumarse?

A veces tres segundos.

Vio cómo cada soldado era levantado por los aires y atravesado en cada resquicio de su cuerpo. Los azotes y estocadas de las plantas fueron hechos con tanta violencia y rapidez que algunos se desmembraron como pan en agua. Esa hermosa armadura no fue suficiente, el resplandeciente metal que los protegía dejó de brillar porque se llenó de sangre granate. Como estaba cubriéndolos con su cuerpo sintió que la lluvia de sangre solo la empapaba a ella.

Estaba caliente. Hirviente.

El sonido de sus gemidos, el repiquetear de los cascos y los animalillos de la noche se callaron. Solo permaneció el ruido de su agitada respiración y el goteo caliente y rojo.

—¿Qué pasó? —preguntó Eithan.

—¿Se fueron? —inquirió Ryshia.

—¿Qué pasó? No veo nada.

—Narel... me aplastas. Basta, le diré a mamá.

Los niños forcejaron para liberarse de ella, pero su hermana se había convertido en una estatua.

Narel no lograba controlar su lengua. Estaba muda.

La enredadera los había esquivado a ellos, de hecho, se hallaban sobre roca de granito polvorienta. La maleza se había abierto a su alrededor como un charco de agua en donde salta un niño. Algunos de los cuerpos continuaban colgando de las raíces tiesas, otros caían por pedazos al suelo. Cerró los ojos con fuerza, lo suficiente para hundir sus párpados. Desvió la mirada en dirección al bosque. Se veía tan tranquilo. Es más... ¡Es más! Notaba una luz tenue y anaranjada. Lumbre. Luz de hogar y paz. Alguien estaba acampando en los lindes del bosque, cerca del castillo.

A ella no la atacaba ese bosque, solo a la gente del castillo, la persona del campamento tampoco era una amenaza.

—¿Narel? —preguntó Eithan, rodeándole los dedos con su mano, tratando de mirar lo que ocurría—. ¿Puedo mirar?

—Mmm, eh...

—¿Se fueron? —insistió Ryshia con curiosidad.

—Yo... eh...

—¡Asesinos, son esos hijos del bosque asesinos! ¿Cuándo nos dejarán tranquilos? —aulló la voz de un hombre.

Narel giró hacia la ventana arqueada que estaba en el castillo. Más soldados se asomaban por la sala de las costuras.

—¡Atrápenlos!

La enredadera no volvió a moverse. Había hecho todo el trabajo que pudo. No la ayudaría una tercera vez. Estaba bien, dudaba que quisiera ese tipo de ayuda. Ella estaba rodeada de cadáveres... de... ¿Esa gente de verdad estaba muerta?

Los soldados descendían nuevamente la pared para aterrizar en la muralla. Eran tres y estaban armados. Una espada para cada uno. Un filo para cada cuello.

Tragó saliva. Miró intranquila el campamento en mitad del bosque. Si eso había hecho una única planta ¿Qué ocurriría cuando corriera hacia las extrañas de las malezas? Por qué, por qué esa raíz no la mataba y a los soldados sí. Narel no se sentía diferente al resto de las personas agresivas. Se preguntó si los árboles serían sus aliados, si todos los arbustos velarían por su seguridad o si estaría loca.

Pero alguien había encendido el fuego. Allá. Lejos. Había un campamento en el bosque. Y ella tenía que estar lejos en ese momento.

Sin pensárselo dos veces giró a sus hermanos, posicionándolos de espaldas a las zarzas y estacas y el mosaico de sangre. Los ubicó frente al barandal de la muralla, atenazándoles los hombros. Todavía quedaban algunas raíces por las que trepar hacia abajo.

Eran casi doce metros.

Los alzó sobre las almenas y chilló:

—¡Bajen! ¡Ahora! ¡No miren atrás! ¡No giren la vista por nada en el mundo!

—¡Qué mandona! —rezongó Eithan, pero ambos obedecieron.

Por suerte le tenían más miedo a ella que curiosidad al castillo. No miraron el tétrico techo de hojas, ramas y cuerpos empalados, se concentraron en aferrarse de las ramas y bajar la muralla.

Narel estaba echa un mar de lágrimas. Se agarró la cabeza, respiró intranquila y trató de serenarse. No por miedo, porque había dejado de ser una niña y el pavor había pasado a segundo plano, ahora era una máquina de preocupaciones. Alguien irreal, poco humano, que es empujado por lógica aturdidora. Era una fugitiva de ella misma, pero tampoco lloraba por eso. Sollozaba porque dejaba atrás a Jonás. Probablemente él seguía en el castillo, rodeado de gente que quería matarlo porque lo consideraba un invasor. Tenía la vivida certeza de que jamás lo volvería a ver.

 Sollozaba porque todo había comenzado por cruzar una misteriosa puerta en su sótano y no sabía cómo solucionarlo. Pero sobre todo lloraba porque estaba segura que por esa puerta no podría regresar, al menos no como la chica que fue al cruzarla.











¡Hola a todos, me reporto otra vez!

 Subí los primeros tres capítulos porque no quería dilatar la escena. 

La persona con la que se cruza Narel en el bosque (el que encendió la fogata), ya es un spoiler. Pero como no significa nada completamente vital para la trama creo que podría ir publicándolo a final de mes, o no jajaajaja. 

Todavía sigo pensando cómo manejar el ritmo de publicación de la novela. Ya que a mitad del libro aparecen bastantes personajes cuya participación no debería saberse por ahora XD 

Me pareció divertido arrancar la novela cuando él ya desapareció, es decir, que Jonás no tenga ni siquiera un dialogo jajaja y Narel siempre busque algo que el lector y casi todos los personajes jamás vieron. 

Con respecto a su relación ella lo ama/odia, le tiene mucho rencor y es algo que desarrollará a lo largo de la historia.

¡Espero que lo hayan disfrutado! 

¡Ojalá tengan un buen domingo! ¡Feliz inicio de semana!

¡Abrazote!  

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