Capítulo 10: El otro yo y Polón

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   Trinity terminó aceptando la solicitud de los sanukais. Negarse solo levantaría más sospechas, dándoles una pista que pudiese indicarles que algo más profundo era lo que mantenía el coma de Kyogan.

   —Pasen, por favor. —Con un educado movimiento de brazos, indicó el pasillo que conducía al cuarto del ardana.

   Al llegar a él, Dyan también entró y se impuso como un perro rabioso no dispuesto a despegar ojo alguno de Isadora, quien hacía notar una explosión de emociones al contemplar a Kyogan postrado en la cama. Sus ojos recorrían su rostro exótico sin fijarse en nada más.

   Se acercó al muchacho y, sin más, maniobró unos hechizos acuáticos para analizar su estado de salud. Le sorprendía que no hubiese una sola cicatriz en él que expresara su batalla contra Vicarious.

   —Me sorprende lo sano que lo tienes, Trinity. Me habían comentado que había quedado en un estado horrible, ¡pero está impecable! ¿Te habrá costado unos... cien hechizos curativos? ¡Vaya que sí le tienes cariño al supuesto demonio! —Decía la palabra «demonio» con burla, ya que, bajo su mirada, el chico era una belleza etérea incomprendida.

   —Recuerda que soy su protectora —respondió Trinity con calma, ocultando su temor.

   —Sí, sí, ¡lo sé!

   La tensión se adueñó del aire cuando Isadora deslizó su maná rosa sobre la cabeza de Kyogan. Cerró sus ojos en un gesto de concentración profunda, y se dedicó a observar el cerebro del paciente. A diferencia de Trinity, solo podía observar a través de visiones, pero no por ello no era efectiva.

   Buscaba... buscaba cualquier fisura, cualquier rincón de células muertas en el órgano. El tiempo se dilataba y finalmente no halló nada fuera de lo ordinario.

   Trinity contuvo un suspiro de alivio. Había tenido fe en algo: si ni ella había podido descifrar el estado de Kyogan, no lo haría Isadora.

   Los sanukais se retiraron del cuarto con un manojo de dudas referente al coma del ardana, mientras que Trinity solo experimentaba el regreso de una frescura al ambiente, porque una inmensa tormenta había sido evitada.

   Era una pequeña pero significativa victoria, mas ahora debía permitir que los sanukais hablaran con Malec. Aunque los invitados solicitaron charlar con él a solas, Dyan se hizo presente de todos modos. Era el tutor del muchacho y su alumno predilecto, así que no permitiría que nadie lo lastimara.

   Malec era el prodigio principal de la escuela, el coloso, un hombre de belleza arrebatadora, el más anhelado de todos. Su cabello, una exótica mezcla entre el dorado y el bronce, caía con rebelde precisión sobre sus orejas y parte de su frente. Con apenas veintiún años, ostentaba una musculatura perfecta, con pectorales redondeados y prominentes que desafiaban la gravedad y hacían notar a través de su camisa, más unos brazos pulidos que ofrecían fuerza sin igual y protección masculina. Su piel era como un licor castaño, adictiva a la vista, una seda de alba arropando cada rincón de su constituido cuerpo. El chico era, sin embargo, muy rígido de carácter, con una disciplina que solo Dyan podía modular, y una bondad impartida por Trinity que solo la hacía notar cuando él la hallaba necesaria, con las personas que la merecían.

   No le agradó en lo absoluto tener que estar en presencia de Eldric e Isadora. Estos le ofrecían grandes puestos de liderazgo, un sustancioso sueldo, la oportunidad de invitar a los amigos que él quisiera a su gremio, armas... En pocas palabras, todo lo que cualquier alumno desearía, pero él solo respondía:

   —Agradezco mucho su consideración, ofertas y buenos deseos, pero deberé decir, con todo el respeto que mereces sus nombres y puestos, que me abstendré.

   Mantenía los brazos rectos a los costados, e inclinaba la cabeza al finalizar sus palabras.

   Eldric continuaba insistiendo. A medida que lo hacía, Isadora hacía chocar las rodillas entre sí constantemente y cada vez más rápido.

   —Isadora, ¿ocurre algo, mi niña...? —preguntó Trinity, ahogado la última palabra que había fluido por costumbre.

­   —¡Necesito ir al baño!

   —Pero claro...

   Le señaló entre los pasillos la ubicación del baño. Isadora salió hecha un disparo al lugar. No obstante, una vez dentro de él, aflojó un suspiro, como si hubiese finalizado una actuación, y se dedicó a conjurar un complicado hechizo no mágico, uno de enorme nivel. Gracias a él podría dejar su maná allí, en el baño, uno con la silueta de su cuerpo, provocando que su presencia se hiciera sentir viva en ese lugar. Así se encaminaría al cuarto de Kyogan sin portar presencia en su verdadero cuerpo, opacada de pies a cabeza como si no fuese parte de la existencia.

   Con una destreza siniestra, se deslizó hasta el cuarto del ardana, a pesar de estar cerrado con llave. Pero su dominio sobre la magia del agua y el hielo le permitía crear una llave en cualquier circunstancia, y la cerradura resultaba una insignificancia para ella.

   Una vez dentro, recibió un río de maravillas al ver al chico una vez más, vulnerable ante su voluntad absoluta. Avanzó hacia él con una sonrisa repulsiva, mientras su lengua trazaba un sendero de asco sobre su rostro, recorriendo mejillas, frente e incluso los ojos. Degustaba cada centímetro de él, desde la nariz hasta los labios. Luego inhaló profundamente su cabello, el cual había revuelto con sus manos.

    Así continuó, pero se detuvo de golpe al recordar que Trinity no era tonta e iría a buscarla al baño fingiendo una estúpida sonrisa maternal. Maldiciendo la limitación de su tiempo, se apresuró a cumplir con su verdadera misión: recolectar muestras de saliva y cabello de Kyogan, las cuales guardó cuidadosamente en un pañuelo. Al alejarse de la cama, se felicitó por su acto, retorciéndose en un placer sexual que recorría todo su cuerpo, el premio de lo que había hecho.

   Sin embargo, al alcanzar la manija de la puerta, se encontró con algo que nunca había previsto ni experimentado antes: sintió una mirada quemándole la espalda, perforándole hasta el mismísimo núcleo de su vida, leyéndola todos los paisajes de su ser sin reserva ni obstáculo alguno. Isadora se detuvo en seco, imposibilitada de mover un solo músculo como quien teme caer ante el filo de una espada.

   Era una sombra anómala que no veía, una sombra que provocaba un ruido crispante pero sordo, compuesto por miles de líneas y puntos grisáceos que se batían en una lucha constante dentro de una masa distorsionada, conformando, eso sí, la silueta de un hombre muy joven sentado arriba de una cómoda.

   Se sentía... perforada y sometida, como si fuesen ojos de otro mundo paseándose por su espalda con el poder de quien manda.

   Entonces retiró su espada en menos de un segundo y apuntó hacia la cómoda, pero no encontró absolutamente nada a la vista más que propio delirio y miedo.

   Se retiró pálida al baño, donde la presencia de Trinity la visitó pronto:

   —¿Isadora? ¿Todo bien...? —preguntó al otro lado de la puerta.

   Sus articulaciones aún estaban frías y desequilibradas. No paraba de desconfiar de cada objeto que la rodeaba. Se volvía a refrescar el rostro con jirones de agua.

   Minutos después, sanukais y líderes de Argus conversaban en la sala de estar. De repente, Trinity comenzó a sentirse terriblemente mal, como si hubiera inhalado un veneno sin darse cuenta. No estaba segura si su sensibilidad hacia lo espiritual estaba exacerbada en ese momento, pero tuvo la extraña impresión de que no estaban solos en la habitación; más bien, parecía que estaban rodeados de criaturas informes que se alimentaban de un pecado específico, como sanguijuelas... ¿con alas?

   A pesar de respetar los asuntos espirituales, creyó que necesitaba dormir, pues lo había estado haciendo muy poco.

   Finalmente, Isadora y Eldric se retiraron de Argus después de prometerle a Dyan que le regalarían a Kyogan un zein.

   Isadora alcanzó su carruaje sintiendo que jamás olvidaría lo que vivió.

   En los siguientes días, Kyogan aún no demostraba la más mínima mejoría. Así, entonces, se asomó un clímax, una conclusión que ya parecía irrefutable:

   No había nada capaz de sanarlo.

   Cyan se apagaba aún más. Su único objetivo en la vida era restaurar el cobijo de una familia normal. Sin Kyogan era imposible tal meta, así que comenzó... a fallecer junto a él, a dejar de hablar y de comer, a dejar de anhelar, a dejar de preocuparse por todo, porque este mundo nunca le interesó.

   La tristeza era una densa marea contaminando todos los rincones de la mansión.

   Pero el mundo debía continuar.

   Así como las responsabilidades de cada uno. Trinity recordaba que en Argus aún había un pequeño soñando con tener maná, y que no debía seguir entregándole su escaso tiempo libre solo a Kyogan, así que, después tanto, tanto tiempo, pudo reunirse con Soraya para examinar la oscuridad alojada en el vientre de Shinryu y preguntarle a esta por qué bloqueaba su maná.

   Shinryu yacía acostado en una camilla en el oasis, sin saber qué creer exactamente. Había, por supuesto, una ilusión que por poco explotaba en un fuego artificial, pero el mismo Shinryu se decía a sí mismo que debía controlar su expectativa. En cierta forma se había acostumbrado a las malas respuestas. Y dolía, dolía como si le enterraran un pedazo de vida a las oscuridades más profundas de la tierra, donde no se podía mover, respirar ni hablar.

   Antes de caer dormido por el efecto de los sedantes, imaginó a mamá, pero también a Cyan y a Kyogan.

   «Dioses divinos, por favor... solo una vez más, una vez más ruego...»

   Eran demasiados anhelos atrapados en su garganta, conjugados en un amargo veneno de impotencia y lágrimas que aún no lograba liberar.

   Trinity y Soraya se reunieron a cada costado de él. Por fortuna, estaban dispuestas a todo con tal de acabar con esta espantosa enfermedad. Bajo las instrucciones de Trinity, Soraya llamó a la magia oscura que habitaba en ella. Una nube negra rodeó su espalda, alcanzando sus manos en unos segundos, donde pudo utilizarla.

   —Yain... mara nia, kake nide u, ritara tu ous kanis.

   (Oscuridad, madre mía, necesito que hables con tu propia hermana)

   La oscuridad de Shinryu se mantenía invisible, fingiendo una vez más no existir, pero Trinity sabía que había que perseverar contra ella, aunque de una manera inteligente y pausada.

   Así se hizo visible poco a poco, especialmente en el vientre, donde parecía haber solo piel negra. A Trinity le espantó ver que, como en su primer análisis había concluido, que se estaba expandiendo como un petróleo vivo, inundando no solo sus pulmones, sino hasta el propio cuello de Shinryu.

   Soraya seguía y seguía hablando con la magia oscura, yain. La oscuridad de Shinryu empezaba a responder con gruñidos guturales, no era ni femenino ni masculino, sino una concentración de sonidos metálicos arrastrándose, un chirrido altivo, una protesta contra algo.

   Soraya, aún con rostro tiritón, dio las primeras respuestas de sus indagaciones:

   —No entiendo, por la sabiduría de Arcana, no lo entiendo —proclamó frustrada.

   —Concéntrate, mi niña, por favor.

   —Es... —Cerró los ojos, analizando en el silencio—. Es como si esta oscuridad estuviera llena de repulsión, como si no soportara a Shinryu y hubiese sido... obligada a estar en él.

   Para Trinity, sus palabras eran como hallar vida en el mar de fuego y lava que había en Evan. Eran pistas sumamente importantes.

   —Pero no me quiere revelar por qué... —añadió Soraya. Su esfuerzo era tal que un sudor aperlado empañaba su rostro—. Pa.. pa-parece que uno de sus mismos propósitos es guardar silencio. ¡Ay..., no lo sé!

   Continuaron del mismo modo, sin importar cansancio alguno, miedo ni confusión. Tristemente, Soraya no podía obtener más respuestas, para ella era estar abriendo una bóveda que escondía su llave constantemente y cambiaba su contraseña a gusto y voluntad.

   Trinity se desesperaba, su corazón golpeaba su cuello, un eco de quejas, un castigo por su ineptitud. Veía el rostro dormido de Shinryu, y se sentía incapaz de verlo despertar solo para desilusionarlo una vez más, para llenar esos ojos inocentes con una tristeza que ya no cabía en su corazón.

   Fue entonces que decidió llevar a cabo la estrategia más arriesgada y fuerte de todas. Se fusionaría en mente y espíritu con Soraya. ¿Para qué? Porque entre ambas podían formar un mago ilusionista artificial, el ser más capacitado para entender esto. Pero para ello era imprescindible que no hubiese desacuerdo alguno entre ellas y que desearan exactamente el mismo propósito, mientras no pensaran nada más, ni un solo pensamiento ajeno a este objetivo debía haber.

   Ambas podían, ya que se conocían hacía tanto tiempo que se consideraban familia de sangre. No obstante, la mente de Soraya era inquieta.

   —Tenemos que hacerlo, Soraya, tenemos.

   —¡Pe-pero se puede romper el hechizo por mi culpa!

   De pronto, Trinity cantó, emitiendo una melodía maternal en el aire que mezclaba la magia de la luz para provocar calma en las mentes más perturbadas, mientras estas no se defendieran.

   Soraya recordó en un solo instante que había sido abandonada por sus padres pues estos pensaron que era una maga. Conoció a Trinity de casualidad, cuando era una adolescente amargada y rebelde, y desde entonces no volvió a estar sola. Trinity la única persona que disipaba sus inseguridades.

   Entonces unieron sus manos, se acercaron la una a la otra y tocaron sus frentes, provocando así un centro de conexión. La luz y la oscuridad danzaron alrededor de ambas en una tormenta sincronizada que no las lastimaba.

   Fue así como ocurrió un milagro: algo cambió en la oscuridad de Shinryu, algo se activó, algo se cumplió. La oscuridad comenzó a desarraigarse de él, liberando cada uno de sus orgánulos encargados de producir maná. Para Trinity era estar observando una sanación y respuesta divina, el descenso de las mismas manos de Loíza acudiendo al socorro del pequeño.

   Pero la oscuridad detectó el engaño, el falso mago ilusionista, así que rugió contra todas las paredes, regresó a Shinryu de golpe y expulsó a Trinity y Soraya con una oleada de energía que robó la luz del entorno.

   En el suelo, Trinity estaba atónita, con un par de rasguños en las manos, adolorida, pero poco a poco se trasformaba en un contenedor de ilusión y alegría.

   Porque había descubierto la clave para liberar a Shinryu.

   Esa noche fue demasiado inquietante, diferente a cualquier que se haya vivido en Argus. Un  grupo de tres amigas se dirigía a ordenar algunos desastres que quedaban en la biblioteca, pues era la responsabilidad que le habían dado los profesores. Estaban decididas a trabajar largas horas en vela, sin embargo, sus miradas se tropezaron con un joven sentado en una de las tantas mesas del lugar.

   Se acercaron a él a paso lento. No sabían si eran un efecto de las pocas luces que habían encendidas, pero ese joven se veía... borroso, casi como el efecto de engaño visual, un juego de sombras distorsionadas reflectadas a través de la arquitectura desigual.

   El corazón, sin embargo, se les detuvo cuando vieron que esa supuesta sombra estaba leyendo libros, y no a una velocidad normal, sino frenética: su cabeza concentrada en las hojas se movía de derecha a izquierda, indicando lectura, una absorción de información sobrehumana, hasta que pasaba a la siguiente hoja en menos de cuatro segundos.

   Notaron, por la oscuridad casi absoluta que lo componía, que era alguien conocido, pues además había una daga que se erguía de una funda.

   —¿Kyogan...? —Se acercó una de las chicas, la más valiente de todas, aunque encogida ante un suspenso que amenazaba con cortarle el cuello.

   El espectro detuvo su lectura de golpe y empezó a girar su cabeza con la siniestra gracia de un ave nocturna, ladeada, sin humanidad, hasta que mostró un rostro anómalo: una caverna de luces infinita, como si se hubiese comido una parte del propio universo y las estrellas perecieran ante sus ojos y labios.

   Las chicas lanzaron un grito atronador que pareció conmover el mismo espacio, hasta que la figura se puso de pie y, con un movimiento cruente de mano, conjuró un ruido sordo. Las chicas desaparecieron en un solo instante, engullidas por una fuerza etérea.

   La figura volvió a la mesa y continuó leyendo libros, libros y más libros.

   Al terminar con más de cien lecturas, se paseó por el palacio sin preocuparse por nada, con la audacia de quien se siente el real dueño de todo.

   En el cuarto donde dormía Kyogan, Trinity buscaba revivir los ánimos a Cyan, quien no sabía cómo reordenar su corazón. Le costaba aún más al recordar una promesa antigua que le había hecho a su hermano para apoyarlo en un momento de crisis.

   —¿Voy a enloquecer... cuando sea grande? —Había dicho Kyogan con apenas siete años. Sus ojos eran gemas maldecidas por el dolor del destino que había caído sobre sus hombros.

   Aún siendo tan pequeños, ambos sabían perfectamente qué les deparaba a los magos al alcanzar los diecinueve años, y sabían con certeza que no había remedio alguno para la maldición y que la esperanza era una enfermedad peligrosa, la trampa que había capturado a muchos magos al hacerles creer que ellos no enfermarían. Pero luego caían y asesinaban todo lo que tenían cerca.

   En ese tiempo, Cyan había visto que en su vida no había nada, ningún solo amigo, ningún familiar, solo oscuridad por delante. Así, concluyó que no le importaba vivir contados años hasta que la maldición tocara a Kyogan.

   —Cuando eso pase, Kyogan, nos suicidaremos los dos —prometió con ríos cristalinos cayendo por sus ojos—. Pero hasta entonces vamos a vivir, y haremos lo posible para que todos nos salga bien, ¿vale?

   Su hermano menor accedió con los labios mordidos, recibiendo el amor de su única familia.

   Esta promesa aún estaba anclada en Cyan en el día presente. Era una influencia dificultándole crear un camino diferente de vida, como si se hubiera amurallado con sus planes. Por eso, cada palabra consoladora de Trinity despellejaba el trozo de un monumento. El dolor lo obligó a apartarla de él.

   Mientras tanto, el espectro con la apariencia de Kyogan observaba la escena sin intervenir, con si presencia apagada, hasta que, con un salto sobrenatural, se proyectó fuera del cuarto, materializándose en el techo de la mansión. Allí permaneció de pie y en silencio durante horas, hasta que fue sorprendido por Vincent, quien se acercaba para hablar con Dyan.

   El guardabosques creyó observar un fantasma maligno, una representación diferente del mismísimo Erebo, algo que calaba el alma de todos a su paso, pero entonces el espectro puso uno de sus dedos sobre sus labios, ordenando silencio y complicidad, susurrando tranquilidad.

   Vincent se olvidó de lo que venía a hacer, y se retiró al valle, manipulado por algo que... iba más allá de las magias.

   —Mira, muchachito, a ver, ¿cómo te lo digo?, a ver, tú no te puedes echar abajo —aconsejó Dyan, pero como siempre era terrible expresando sensibilidad, y más porque su relación con Cyan tampoco era tan estrecha.

   Ambos estaban en el pasillo. Cyan con su cara de muerto y luciendo muchísimo más delgado, con los huesos de las muñecas y hombros pronunciados.

   —No todo depende de Kyogan, ¿no? —añadió Dyan.

   »A ver, mira, y no puedes andar cargándote semejante geniesito, ¿sabes? O sea, ya, cuando un hombre se siente mal se desquita con todos, pero...

   Lo que interrumpió a Dyan no fue creíble.

   Fue la voz de Kyogan, una tos imparable y sus quejas características. El líder de Argus y Cyan se mantuvieron uno delante del otro con los ojos agigantados, hasta que Cyan corrió al cuarto de su hermano. A medida que lo hacía, más clara se hacía su voz y este milagro inconcebible.

   —¡Hey, aléjate! —gruñó Kyogan. ¿Estaba discutiendo con alguien?—. ¿Es que no me escuchas? ¡Oe!

   Oír ese «oe» conmocionó a Cyan hasta las lágrimas. ¿Esto era real?

   —¿Cómo carajos llegaste aquí? Que... te quites, te dicen. —Kyogan volvió a toser—. ¡Bah!

   Cyan abrió la puerta del cuarto con un portazo. ¡Ahí estaba Kyogan! ¡Vivo! ¡Despierto!

   Sin embargo, de manera inesperada y extraña, Polón estaba posado sobre él, su polilla. ¿Acaso había escapado de la casa de kyansaras para buscar a Kyogan? Tal vez había percibido su aroma y había entrado por la ventana. Se encontraba sentado sobre su cabeza, con una expresión de felicidad y total comodidad, como si hubiera regresado a su hogar, a su nido de cabellos favorito.

   —¿Qué... carajos? —balbuceó Cyan.

   Los ojos de Kyogan formaban líneas rectas. Polón simplemente no se retiraba.

   —¿Cyan? —preguntó Kyogan extrañado.

   Al escuchar su propio nombre y esa pregunta, supo que su hermano era el mismo de siempre, supo que no lo había olvidado ni tenía problemas cerebrales. 

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