Capítulo 4: La intrusa maloliente

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   Los ojos de Kyogan, profundos y turbulentos como un mar agitado por una tormenta nocturna, guardaban historias que ningún niño debería conocer. Bajo sus párpados se escondía un alma que había aprendido a luchar incluso antes de saber hablar. Era una mirada que cuestionaba el mundo, lo desafiaba, era un grito mudo de resistencia, un reflejo de todo lo que había soportado y superado desde una edad en la que solo debería haber conocido juguetes y risas.

   —¡Aléjate o te corto la cabeza! —volvió a amenazar con el cuchillo—. ¡Aléjate o te corto la cabeza!

   Una lágrima de dolor y compasión rodó por la mejilla de Trinity.

   —¿Qué haces en un lugar como este, pequeño?

   El niño la ignoró y solo continuó murmurando para sí mismo una y otra vez:

   —Protégeme y ayúdame, haré lo que quieras. Protégeme y ayúdame, haré lo que quieras.

   La tensión se disparó como un trueno cuando Dyan estalló en una explosión repentina de fuego, lanzándose contra el pequeño a una velocidad que rivalizaba con la de un relámpago furioso. Kyogan, con un reflejo sobrehumano, se lanzó hacia atrás, evitando por un centímetro ser partido por un puño. Dyan voló como un cometa desviado, arrasando con todo a su paso, dejando tras de sí un rastro de destrucción y fuego.

   —¡Mago ilusionista! —gritó mirando al niño, con sus ojos impregnados por un delirio que parecía circular alrededor de sus pupilas, mientras su boca se abría y cerraba con deseos insaciables de venganza, como los de depredador que no ha comido en meses—. ¡Mago ilusionista!

   El niño se mostró aterrado, pero se mantenía en pie, con el cuchillo apuntando en dirección a Dyan, aunque temblorosamente.

   —¡Alé-aléjate o te corto la cabeza! ¡Aléjate o...!

   Al prever otro inminente ataque, se alejó del otro niño que había dejado en el suelo —Cyan— y huyó con la urgencia de un cervatillo perseguido por lobos. Con un giro ágil se lanzó a un lado, intentando evadir a Dyan, quien se precipitaba hacia él envuelto en un aura de fuego. La onda calurosa lo azotó, mandándolo a volar varios metros hasta que cayó y rodó repetidas veces sobre la nieve, apagando las llamas de fuego que lo habían envuelto.

   Se puso en pie con el cuerpo aturdido, observando a su enemigo que parecía dispuesto a todo con tal de eliminarlo de este mundo. Kyogan sintió que estaba enfrentando al monstruo más poderoso que jamás había visto.

   De pronto cayó de rodillas con una expresión de dolor, pues la onda de Dyan había dañado algo más que su piel. Su respiración se trasformó en un silbido errático al ver a ese hombre caminando hacia él. Entonces, en un acto de defensa, estiró sus manos en su contra y recitó:

   —¡Ma-magia destructora! —ordenó, pero nada ocurrió—. ¡Magia protectora! ¡Muralla de ilusiones! ¡Muralla!

   Sus palabras solo provocaban una pequeña distorsión en el aire. A Trinity se le contrajo el corazón al descubrir que el pequeño era efectivamente un mago, aunque no sabía ocupar hechizo alguno.

   Sin embargo, cuando tocó el relicario incrustado en su pecho, pareció descubrir algo, y gritó:

   —¡Sheiki is tirá...!

   Una muralla de colores revueltos se alzó delante de él, colores que representaban varias magias confundidas ante las palabras del mago. Esto dejó a Trinity atónita, pues las tonalidades representaban casi todas las magias.

   Al ver a Dyan lanzándose otra vez, decidió defender al niño a toda costa, interponiéndose entre medio.

   —¡Dyan, detente!

   Pero el líder de Argus la ignoró, pues su mente quebrantada no oía nada más que la instrucción de asesinar. El pequeño Kyogan se echó hacia atrás cuando Trinity hizo que una luz estallara contra ese hombre, obligándolo a contraerse por un segundo.

   —¡Dyan, detente! —exigió ella—. ¡Parece que estamos ante un caso distinto, no actúes fuera de ti mismo...!

   —¡¿Defensora de magos?! —rugió él con los ojos ennegrecidos.

   Y entonces la golpeó.

   Trinity sintió que se le fracturó un antebrazo al sentir un puño de fuego y maná puro. Fue arrastrada sobre la nieve hasta que cayó de rodillas con una expresión mareada.

   —Detente, Dyan... —murmuró colocándose en pie—. ¡No estás pensando!

   Se lanzó contra su marido, desplegándose en una batalla de magia lumínica, de destellos y estampidas ensordecedoras, mientras él la reprendía con poderosos golpes que la lastimaban lenta y seriamente.

   —¡Huye! —gritó Trinity hacia el niño—. ¡Huye!

   Con el rostro abrumado, Kyogan corrió a Cyan, lo cargó en brazos y comenzó a correr a toda velocidad. Pero Dyan no estaba dispuesto a dejarlos huir. Su magia de fuego empezó a fluir de sus poros en un concierto de llamaradas, inundando el bosque, quemándolo todo, trasformando el sitio en un inferus que intoxicaba el aire. Kyogan evadía fulgores mientras escuchaba los gritos clamorosos de Trinity y los rugidos de Dyan. Hasta que Trinity salió desprendida gracias a un ataque de él, chocando contra un árbol a un costado. Allí pareció desmoronarse, pero volvió a levantarse como una guerrera de luz.

   No obstante, su fuerza parecía inferior a la de Dyan pues este logró atajarla en el aire, levantándola desde el cuello.

   —Mi amor, reacciona —imploró ella, sintiendo una tormenta de astillas en el corazón, sufrimiento expresado a través de su mirada triturada.

   Dyan ni siquiera la reconocía.

   —Recuerda nuestro puente —declaró ella mientras que, con un movimiento grácil de manos, recreó figuras de luces: un puente donde caminaban dos personas hacia un sol donde esperaba una familia—. Recuerda dónde está tu alma. Recuerda que ya no asesinas seres humanos. El amor y el perdón siempre estarán ahí para sacarte de la cueva.

   Dyan se extrañaba. Trinity aprovechó ese efímero momento de distracción para lanzar maná a lo alto, un maná de color curuba que alimentó una invocación que se había estado gestando en silencio.

   Trinity sabía que no tenía el poder para detener a Dyan.

   Pero Dahara sí.

   Tres elementos se dirigieron al cielo, representando la invocación del gran dragón de tres elementos: un torrente de hojas, una estela de luz y un espiral de agua. Los elementos colisionaron en portales diferentes, cada uno en una argolla que conectaba con el planeta everos. Un rugido colosal rompió los cielos cuando un dragón sin alas empezó a descender en una corriente tempestuosa. Su cuerpo, un largo espectro serpentino, recibió un ropaje blanco al traspasar el aro de luz y una placa que se fue adornando con joyas y ornamentos. Sus garras y cuernos, como si fueran de madera, recibieron enredaderas al traspasar el portal de plantas; y sus ojos cobraron la energía de un océano al traspasar el aro de agua.

   —¡Dyan! —Su voz impactó el espacio como si fuera el descenso de un ser endiosado jurando guerra—. ¡Argus Dyan!

   Impactó contra el líder de Argus, obligándolo a liberar a Trinity, quien cayó tosiendo. Dyan y Dahara se revolcaron uno encima del otro, levantando gigantescas nubes polvo y nieve, desgarrando la tierra en un combate de puñetazos frenéticos y colmillos brillantes.

   —¡¿Protectores de magos?! ¡No les temo a ninguno! —proclamó Dyan.

   Un aliento fluyó de la boca del dragón, una niebla espesa capaz de disolver la vida, tan potente como un huracán concentrado. Dyan resistía cual bastión mientras alzaba sus antebrazos formando una X y sus pies se arrastraban.

   Kyogan, a varios metros de distancia, se había detenido para observar la escena un segundo. Un impacto se escribía en sus ojos al ver una batalla de esa envergadura y un dragón mágico. Sin embargo tuvo que correr al ver a Trinity acercándose a él.

   Trinity, por su parte, se asombró al ver que desde los pies desnudos del niño fluía oscuridad y corrientes de aire que lo ayudaban a correr con mayor ligereza. Confirmaba que estaba ocupando más magias de las que debería tener. ¿Cómo era posible? Solo existían dos tipos de magos en este mundo, elemental o ilusionista, ninguno más.

   —¡Detente!

   El niño continuó corriendo.

   —¡Prometiste proteger a Trinity de los magos! —vociferó Dyan a lo lejos, antes de que sus puños cargados de fuego destrozaran el casco de joyas que protegía la cabeza de Dahara. El dragón rugió de dolor antes de caer con los ojos a medio cerrar.

   Entonces Dyan aprovechó para distanciarse de él y proyectarse con otro estallido de maná, alcanzando a Kyogan en el mismísimo acto. Lo tomó de la garganta y lo elevó.

   —¡¿Qué tienes que ver tú con mi hijo?! ¡¿Acaso le hiciste algo?! ¡¿Dañaste su alma con tus malditas magias?! —exigió saber.

   Kyogan pataleaba mientras rasguñaba esas manos que no le permitían respirar, luego estiró uno de sus brazos, intentando recoger el cuchillo que se le había caído junto al cuerpo de Cyan. La magia oscura acudía a su favor, chillando alrededor en una cúpula de figuras tormentosas y afiladas, pero tal poder no provocaba un solo rasguño en Dyan.

   En ese momento de angustia, donde sentía que la muerte se lo llevaría en breve, vio a la mirada huracanada de Dyan y el tiempo se detuvo por un segundo eterno. Los ojos de ese sujeto eran pozos de interminable sufrimiento, dos gemas maldecidas por la vida y la pérdida, mientras lágrimas inundaban su rostro.

   Los dedos que estaban alrededor de Kyogan se apretaron salvajemente, provocando un crujido en su garganta y una explosión de sangre que escapó por su boca.

   Trinity, en un acto de desesperación pura, clavó una daga en el costado de Dyan, obligándole a gritar y a soltar al niño, el cual se ahogaba en su propia sangre y sacudía los brazos con escándalo, como si con ellos buscara cualquier pizca de oxígeno.

   Dahara apareció una vez más, atrapando a Dyan dentro de su gigantesca boca, sometiéndolo entre dos cierras de dientes afilados. Allí Dyan empezó a luchar por la vida mientras perdía equilibrio dentro de la viscosa y caliente lengua.

   —¡Aléjalo! —gritó Trinity y Dahara cobró distancia.

   Trinity empezó a socorrer a Kyogan, al cual no le faltaba demasiado tiempo para fallecer, sin embargo, al haber invocado al zein, ya no contaba con sus magias para salvarlo, así que gritó:

   —¡Dahara, necesito tus magias para sanarlo!

   Dahara balbuceó unos sonidos guturales antes de que sus joyas perdieran luz y las magias se dirigieran a Trinity. La curandera empezó a maniobrar sobre la garganta del niño, controlándole la sangre que invadía sus vías respiraciones, devolviéndole la forma correcta a su garganta y tráquea, mientras una oscuridad por parte de Kyogan la atacaba en un baile histérico de filos que abrían su piel.

   Finalmente los ojos de Kyogan empezaron a cerrarse hasta que se apagaron del todo.

   Horas después, con un aroma a agua y hojas quemadas en el aire, Kyogan despertó agitando los brazos con algarabía, luchando por defenderse, hasta que no vio amenazas a la vista. Sentía un dolor inmenso en el cuello, como si tuviera la carne trenzada y convertida en una pelota, donde el circuito de respiración pasaba por un agujero demasiado estrecho.

   Gateó al ver a Cyan a un costado sobre unas mantas, y se extrañó al no hallarlo maltratado y sucio como antes lo estaba, sino cubierto con vendas en todas las zonas donde había tenido heridas. A pesar de todo aún estaba inconsciente. ¿Qué había sucedido con él?

   Todas las alertas se volvieron a activar al sentir que una persona se acercaba. Kyogan buscó sus cuchillos con desesperación, pero al no hallarlos tuvo que levantar una piedra.

   —¡¿Tú...?! —gritó, pero se detuvo al sentir el dolor extremo en su garganta.

   —No grites —le pidió Trinity. La mujer tenía partes de su rostro enrojecidos, mientras cargaba hierbas medicinales—. Tienes la garganta muy lastimada, incluyendo las cuerdas vocales. Por favor, no te presiones o puedes lastimarte más.

   El pequeño la observó sin entender nada de lo que estaba sucediendo.

   —Pequeño, disculpa todo lo que sucedió, nosotros, yo, solo queríamos encontrar a una perso...

   La piedra que sostenía fue lanzada contra la frente de Trinity, pero ella, lejos de enfadarse o expresar odio, sonrió con un gesto comprensivo, algo que dejó momentáneamente choqueado al niño, aun así, no tardó en recoger otra piedra.

   —Comprendo tu molestia y mie...

   La segunda piedra fue lanzada, cayendo sobre el hombro de Trinity.

   —Alé... ja... —musitó el niño con los ojos aterrados, mientras buscaba señales de aquel sujeto que lo atacó, pero no se veía en ningún lado.

   —Me alejaré, lo prometo, y nunca más volverás a saber de nosotros —aseguró Trinity con los ojos aguados—. Pero ¿me permites corregir este error? Soy kyansara y puedo tratarte a ti y a tu amigo.

   El niño se asombró al escuchar lo que dijo. Trinity procedió a explicarle que las hierbas que cargaba podían ayudar contra la inflamación e infecciones, y también aceleraban la regeneración, algo que podía ser potenciado si había uso de magia.

   Se quedó callado.

   —Tu amigo está sufriendo una deshidratación severa, lo que lo ha llevado a sufrir hipovolemia, es decir, a tener poca sangre en el cuerpo, condición que ha empeorado gracias las heridas que tiene.

   Miró mal a Trinity al comprender que se había atrevido a tocar a Cyan.

   —También es posible que haya entrado en él una bacteria, aunque aún no reconozco cuál, pues estaba recién tratándolo. ¿Tu amigo ha estado vomitando y sudando demasiado?

   Ninguna palabra salió de los labios del pequeño, lo único que hacía era analizar, sin embargo, se inquietó de sobremanera cuando la mujer le empezó a explicar que su amigo aún no estaba salvo y que, en caso de no eliminar la infección, corría grave peligro.

   —¿Me dejas acercarme a él?

   —No —susurró.

   —Comprendo —aceptó Trinity.

   La mujer hizo algo que lo dejó estupefacto: se arrodilló para pedir perdón por todo lo que había ocurrido, pues ella, como creyente de Loíza, había pactado para proteger la vida de cualquiera.

   El temblor del niño aumentó, así como una angustia y trauma que se lanzaban sobre sus ojos, como si esa mujer le estuviera ofreciendo destrucción y vida a la vez. Pero por encima de todo había información que llamaba su atención. Trinity le dijo que se había titulado como colíder de Argus hacía tan solo dos años, y que su pacto por la vida podía ser confirmado por una infinidad de personas. Ella estaba en contra de la crueldad y la falta de humanización contra los magos.

   El pequeño entrecerró los ojos con un toque de oscuridad mágica. Trinity percibió una mirada inquisitiva excesivamente honda: el niño ardana no se daba cuenta de que estaba utilizando magias etéreas para perforar su mente y evaluarla. Podía defenderse de este escrutinio si utilizaba maná alrededor de su cabeza, pero con una sonrisa permitió el análisis, hasta que el pequeño descubrió algo que lo dejó boquiabierto.

   —No detesto a los magos, pequeño, a ninguno. Muchos me conocen y me han criticado por ello, pero me mantengo aferrada a mis valores y juramentos.

   Esas declaraciones aumentaron el asombro de Kyogan, quien, a su corta edad, ya estaba acostumbrado a escuchar solo comentarios de odio hacia su especie.

   —Solo busco a mi hijo —explicó Trinity con el rostro inundado por un paño de lágrimas—. ¿No has visto a otro niño o no lo conocerás de casualidad? Tiene unos tres años menos que tú, con cabello de color curaba, como el mío, pero con mechones que cubren sus orejitas, y una piel blanca muy hermosa, como la nieve de este sitio. Es muy sonriente y está lleno, lleno de energía.

   Todas sus palabras caían a un pozo de silencio, provocando una onda de desconcierto en el charco de esa conversación. Ella, aún motivada, mostró una foto donde se veía el niño con las descripciones señaladas.

   Explicó que, gracias a su dragón, había creado un hechizo donde ambos fusionaron sus sentidos para poder percibir un alma cuyo color primordial era el verde, un alma que, además, había recibido la influencia de hechizos etéreos, su hijo.

   —Ve... vete de aquí —murmuró Kyogan—. Este lugar... mío, no tuyo, loca, rara.

   Esas palabras rompieron el corazón de Trinity, pero incluso así agradeció y pidió disculpas por haber irrumpido.

   —Pero no puedo irme aún de aquí...

   —Deja... plantas ahí —dijo el mago, señalando un sitio entre ambos.

   Trinity dejó las plantas medicinales a sus pies y se alejó unos metros. Kyogan las recogió y las guardó en sus bolsillos andrajosos con rapidez.

   —Tienes que preparar un té con las hojas amarillas y las flores debes machacarlas...

   —Lárgate rápido... o si no... invocaré hechizo muy poderoso... y morirás... con mucho dolor. Yo... no usarlo antes por... sorpresa.

   Tomó a Cyan en brazos y corrió, aunque se detuvo un segundo al escuchar un llanto explosivo por parte de esa mujer, mas no quiso mirar atrás y solo continuó corriendo.

   Con el juicio recuperado, Dyan imploraba perdón por todo lo que había hecho, acompañado por lágrimas que no le importaba demostrar.

   Trinity, tocándole las mejillas, le respondió:

   —Te perdono, Dyan.

   —¡No-no sé qué más pasó! ¡Pero-pero sé que te golpee! —balbuceó. Una parte de su mente aún yacía perdida, pero era capaz de recordar fragmentos de lo sucedido.

   —Porque así como te perdono quiero que tú aprendas a hacerlo.

   Dyan se distanció desorientado, sin entender por qué su esposa le decía aquello.

   Esa noche tuvo una larga sesión de terapia emocional junto a ella, hasta que logró dormir. Trinity, incapaz de hacerlo, vagó por esa aldea desolada, analizando todo lo sucedido y tratando de encontrar alguna pista que le indicara algo de su hijo y su relación con aquel lugar.

   De pronto una piedra cayó junto a sus pies, y después otra. Pensó que estaba siendo atacada nuevamente, pero notó que el niño mago solo quería llamar su atención. Este se acercó con su amigo entre sus brazos.

   El cual yacía... muerto.

   —¡Sálvalo! —ordenó con el rostro consternado por el sufrir, sin importarle cuánto le doliera su garganta al subir la voz—. ¡Si todo lo que... dijiste es cierto..., sálvalo!

   »¡Pero si me mentiste lo destruiré todo, todo con mi relicario! —prometió con los ojos enrojecidos, a punto de enloquecer ante lo que sucedía con Cyan—. ¡Tienes que...!

   Trinity corrió hacia él y no le importó empujarlo para quitarle a Cyan de los brazos. Lo colocó el en suelo y comenzó con la reanimación cardiopulmonar, entendiendo que la infección había llegado a su sistema nervioso. Le gritó al mago que le entregara las hierbas, pero este las había quemado al no saber cómo preparar un té. Trinity tuvo que irradiar el cuerpo de Cyan con una ola de luz para que destruyera todas las infecciones alojadas, haciendo todo lo posible para que no viajara por su vientre, o dañaría su flora intestinal.

   Una danza de espirales que brillaban con la intensidad del día reconstruían los tejidos dañados. Kyogan quedó atónito y asustado cuando vio que Trinity absorbió energía de ella misma, vitalidad, para dársela Cyan en una burbuja de luz que enterró en su pecho. Un rayo de energía divina pasó por Cyan, devolviéndole la vida, cortándole el aliento a Kyogan, atorando el dolor que había amenazado con rebanarle el alma.

   La mujer tomó en brazos a Cyan y le pidió a Kyogan que la acompañara a buscar hierbas, consciente de que no quería dejar solo a su amigo. Mientras Kyogan las recolectaba, Trinity drenaba agua de las plantas y árboles mientras la purificaba con luz, uniéndola con unos líquidos que extrajo de unas pociones. La sustancia resultante la conectó con Cyan vía intravenosa, sanándolo de su deshidratación.

   Al cabo de un momento, Cyan estaba tan sano que abrió sus ojos sin más.

   —¿Kyogan...? —preguntó adormilado.

   Kyogan sonrió con un alivio tal real que se vio lumínico, recuperando la vida al ver a su hermano reaccionando, sin embargo, borró el gesto al sentirse observado por Trinity. Tomó a Cyan en brazos y empezó a distanciarse, pero ahora sin correr.

   —¿Te puedo pedir un solo favor a cambio? —preguntó Trinity—. ¿Puedes preguntarle a tu amigo si ha visto a mi hijo?

   No hubo respuesta.

   La curandera se acercó con una foto que dejó en el vientre de Cyan y entregó una manta que olía a flores. Mientras Kyogan se alejaba, se detuvo para mirar a Trinity una vez más, usando sus magias etéreas para perforarle la mente. Volvió a quedarse boquiabierto al descubrir algo, quizás incluso una conexión, como si Trinity representara la humanidad perdida, una brisa maternal de... otro tiempo.

   Trinity se hizo adicta a visitar esa aldea, buscando entender sus misterios y patrones anómalos. Ahora con Dyan en Argus, regresaba cada vez que podía como si un imán la llamara más allá de su obsesión. Además, estaba sumamente intrigada con Kyogan y su posible capacidad para utilizar todas las magias. Evaluaba el castillo etéreo y sabía que el pequeño lo había construido, pero al parecer era inconsciente de ello, de sus propios poderes.

   En ocasiones no lo hallaba a él ni a su hermano en esa aldea, pero cuando los encontraba la echaban con piedras y amenazas. Cyan siempre la apuntaba con un arco, pero sin atreverse a disparar sus flechas, luchando por dentro al ver una imagen de una mujer angelical.

   Ella les dejaba comida, pero ellos corrían y la despreciaban. Ella les dejaba folletos y revistas que relataban su liderazgo en Argus y las críticas que recibía por parte del imperio por asegurar que los magos eran seres humanos. Ellos leían a escondidas. Dejaban todo tal cual y volvían a esconderse.

   Con el paso del tiempo la apodaran como: «La intrusa maloliente», porque no les agradaba el olor de su perfume, muy denso y floral.

   Sin embargo, el apodo cambió ligeramente cuando una noche la escucharon cantar una melodía de cuna con una voz sobrenatural, como si acariciara los aires con un amor de ángeles, arropando los sentidos en una corriente de miel, mientras buscaba a su hijo extraviado. Kyogan era el más impresionado ante esto, como si el canto despertara en él un escondido llamado y un gusto hacia la música.

   «¿La loca cantante?».

   Entre los más cercanos a Trinity ya era sabido que había conocido a dos niños demasiado peculiares. Todos evaluaban la situación, especialmente Darien, quien necesitaba ver con sus propios ojos la existencia de un mago no descubierto por la humanidad.

   Hubo un día donde Kyogan tuvo que defenderse de unos ladrones que buscaban rastros de una aldea borrada del mapa. Kyogan defendía con el corazón la aldea, así su vida dependiera de ello y fuese un lugar que solo reflejaba perturbación. Batalló con cuchillo en mano, lanzándose contra los intrusos que habían descubierto el castillo que simulaba ser un paisaje.

   Trinity apareció junto a Darien en el punto culminante de la batalla, con un ladrón ya muerto a un costado, rodeado por un charco de sangre, mientras el otro luchaba a puños con el pequeño Kyogan, quien se había lanzado sobre él, envolviendo su cuello con sus piernas y lanzando cuchilladas en medio de gritos inhumanos.

   La magia del mago también estaba actuando a su favor: una oscuridad mezclándose con chispas de fuego que explotaban sin orden alguno.

   Al ver esas magias, Trinity sintió un cataclismo en su vida, pues estaba viendo otra prueba fehaciente de que el pequeño era un mago que usaba magias etéreas y elementales por igual.

   Kyogan asesinó al segundo intruso y pretendió correr de regreso al castillo que ocultaba la aldea, pero Darien se acercó sin importándole las palabras cautelosas de Trinity. Con la certeza de que no sería superado por un niño, lo atrapó en brazos.

   —¡Me mentiste, me mentiste...! ¡Mentirosa, mentirosa, todos los creyentes de Loíza son iguales, una maldita lacra, escorias de mierda! ¡Muérete, muérete! —gritaba Kyogan acusando a Trinity, mientras desplegaba cada fibra de su ser en un pataleo, lanzando hechizos alocados: fuego que gritaba, plantas que se retorcían, motas de hielo que temblaban.

   —¡Suéltalo, suéltalo! —Cyan lanzaba flechas, pero el maná azulado que fluía de Darien impedía la más mínima herida sobre él.

   Darien conjuró un hechizo que durmió a Kyogan de forma salvaje. Luego durmió a Cyan sin piedad, provocando que cayera sobre la nieve.

   En los siguientes dos días las personas más cercanas a Trinity —Rechel, Darien, Soraya, Esaú— estuvieron encerrados en un recinto aislado del mundo, una casa rodeada por un océano de árboles impenetrables, donde había una habitación de cristal duro que absorbía maná, conflictuando el uso de magias desde su interior. Allí estaba encerrado Kyogan.

   Y en un estado... grave

   Nadie podía acercarse a él, la comunicación era imposible, su raciocinio yacía opacado por una gruesa e impenetrable capa de salvajismo y miedo.

   —¡No les creo, no les creo, no les creo! —gritaba sin cesar cada vez que alguien intentaba convencerlo de que Trinity tenía un grupo de personas que no despreciaba a los magos y que había jurado romper la maldición. 

   »¡No les creo, no les creo!

   »¡No les creo, no les creo, no les creo...!

   Era tal su estrés, tal el poder de su trauma, la fiebre de su cuerpo, que podía sufrir un fallo corporal. Por eso Trinity decidió cantar una vez más, desplegando la voz de un ángel que acariciaba el viento con ternura, trasmitiendo su magia divina.

   Esto redujo significativamente el estado alterado del chico, pero no lo corrigió; cada vez que despertaba de ese lugar era para echar a todos o gritar.

   Era una guerra para ganarse una mínima confianza de su parte, o al menos la mínima calma para poder hablar con él. Trinity lo debilitaba, pero no era suficiente, como si encontrara en ella algo que aún no era de fiar.

   Pero entonces, cuando la situación ya no podía ser más insostenible, apareció una persona que lo cambió todo, la única que logró calmar realmente la bestia y el dolor del niño.

   Kiran.

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