Capítulo 5: Los guardianes del albor

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  En las vastas tierras de Evan había pocas personas pelirrojas. Pero ¿qué tenía que ver este detalle tan absurdo con los hilos de la actual situación? Porque esta singularidad ayudó a Kyogan a aceptar al profesor Kiran.

   La paleta de colores que adornaba las cabezas de los habitantes de Evan se limitaba a los tonos convencionales: rubios, negros, castaños e incluso anaranjados. Los únicos que desafiaban esta norma eran los ardanas, quienes ostentaban dos tonalidades por encima de cualquier limitación natural. Sin embargo, aquellos como Kiran, cuyo cabello era un rojo puro, eran tan escasos como las estrellas en el pronto amanecer. Estos pertenecían a una raza que estuvo al borde de la extinción desde mucho antes que la maldición de los magos fuese conocida.

   Este linaje, conocido como los cardania, era un enigma, una relación entre el mito y la realidad. La pregunta de su origen flotaba aún en el aire: ¿serían el legado de una fusión con los ardanas o el producto de misteriosas manipulaciones arcanas cuyo propósito se desvanecía en las brumas del pasado?

   Solo dos cosas se sabían con certeza: los cardania eran una raza muy robusta y siempre desarrollaban tendencia en el área somática del hexágono de Goeta, congeniando con la fuerza, conservación o solidificación. Eran grandes guerreros de la naturaleza, aunque escasamente aliados al área espiritual, algo torpes para percibir y controlar hechizos que fuesen de poder puro y no de fuerza bruta.

   También eran conocidos por ser grandes enemigos de los magos, tanto que ayudaron a someterlos en la manifestación de la locura. Se proclamaron su antítesis, comprometiéndose a ser el yugo que contuviera la tempestad de los malditos.

   Sin embargo, bajo las profundidades de esta aparente enemistad, podían ser sus grandes amigos. Algunos sabios sugerían que los cardania y magos eran dos mitades de un equilibrio que se había mal interpretado gracias a los tres imperios del mundo. Los cardania eran la fuerza y los magos el espíritu.

   ¿Fue este hilo invisible lo que tejió la aceptación de Kyogan o acaso su alma encontró una conexión en Kiran? Hasta el día de hoy persiste una duda en las personas que conocen la verdadera identidad del chico.

    —¡Sí, Darien, estoy segura de que actuaste demasiado mal! —sentenció Trinity, acosada por el tormento que le ocasionaba escuchar los gritos de Kyogan—. ¿Crees que los dioses nos dieron corazón por nada? ¡No todo en este mundo hay que razonarlo con la cabeza y nada más! ¡Todo se trata de equilibrio! ¡No puedes simplemente secuestrar a dos niños que han sido torturados por la vida y ahora pretender que confíen en nosotros a la fuerza! 

   Darien se mantenía en silencio, con los ojos gachos y oscuros, llenos de reserva. Kiran intentaba calmar la situación con algunos ademanes. 

   —Kiran, por favor, necesito que me ayudes —rogó Trinity con sus manos temblorosas cerca del mentón.

   —Entraré al cuarto, entonces.

   —Te atacará con sus hechizos desordenados —informó Darien con seriedad.

   —Sí —Trinity frunció los labios con frustración e incluso resentimiento—. ¿Y por qué, Darien? ¿Ahora sí me crees?

   El profesor suspiró mirando hacia un lado, y reconoció:

    —Porque efectivamente le rompieron el corazón y lo traumatizaron. Sí, te creo. Y reconozco que actué sin ser empático. 

   Kiran sintió un temblor en el corazón, pues sabía que las magias se manifestaban fuera de control solo si portador estaba demasiado roto por dentro. Se formaban heridas entre el alma y el espíritu que alocaban el sistema que creaba los hechizos. Esto comprobaba que Kyogan había sido excesivamente dañado.

    Al entender que debía dar todo de él para ayudarlo, entró a ese cuarto conformado por paredes de cristal. 

   —¡No les creo, no les creo, no les creo! —gritó Kyogan en una tormenta de pánico apenas abrió la puerta.

   —¡Cálmate, muchacho, cálmate! —Kiran cerró la puerta detrás de sí con rapidez.

   En el acto recibió cuchilladas de oscuridad distorcionada que intentaron rebabarlo, no obstante, no era un protector por nada: la magia del pequeño no provocó grieta alguna en su sólida capa de maná enrojecido cubriendo su piel.

   Los alaridos de Kyogan eran, en realidad, un clamor por la paz que se le negaba. Su voz raspaba sobre su garganta lastimada mientras su respiración entrecortada narraba el dolor de su alma. Su piel bañada en sudor era solo otra manifestación de su estado emocional, como si estuviera convencido de que Erebo venía a matarlo.

   Pero entonces, en un silencio forzado donde necesitó respirar con urgencia, se encontró, por un momento, perdido en la mirada de Kiran. Algo en ese encuentro lo impresionó y horrorizó por partes iguales, así que pegó un brinco, tropezando con los restos de una barricada a su espalda que había creado al romper todos los muebles del lugar. Se levantó apresurado y se posicionó lejos, casi contra una pared.

   —¡No vengo a atacarte, muchacho! —dijo Kiran—. Por favor, lo único que te pedimos es hablar un momento.

   Al acercarse un paso al pequeño se encontró con un gruñido que no nació de Kyogan, sino de la magia oscura, un sonido gutural que raspó el aire, una advertencia.

   —Tranquilo, muchacho, tranquilo por favor. Escúchame, puedo sacarte de aquí hoy mismo si consigo que te calmes.

   Kyogan tomó un pedazo de madera que asemejaba una estaca. Sus ojos agrandados pero rodeados por piel tensa evidenciaban un asombro rodeado de confusión, el impacto de algo que había visto. Creyó, por un segundo, estar alucinando, y quizás no estaba del todo equivocado. Llevaba meses sin comer algo que realmente lo nutriera y dos días sin beber una gota de agua. Pero así, en esa extrema debilidad, con los labios partidos y el semblante demacrado, redirigió su mirada al sujeto que había entrado al cuarto, no comprendiendo algo de él.  

  Kiran habló con el corazón encogido, buscando esculpir luz y fe a través de palabras amables, pero Kyogan parecía incapacitado de escucharlo; solo dedicaba sus fuerzas remanentes en analizar algo que parecía inexistente.

   Kiran notó que las paredes de cristal estaban debilitándolo en demasía al chuparle maná. La sensación, por otro lado, era tan desagradable como si le estuvieran succionando sangre de las tripas con varias jeringas, situación que solo alimentaba el pánico del niño.

   —¡Esaú! —gritó cerca de la puerta—. ¡Haz que bajen las persianas!

   —¿Seguro, seguro? —Se hizo escuchar la voz del asesino al otro lado.

   —¡Que sí, muchacho, por favor!

   Esaú movió un interruptor causando que un telón blanco de tela endurecida cayera sobre los cristales del cuarto y anulara su capacidad para absorber maná. Kyogan miró estupefacto hacia los lados, notando que su debilidad disminuía, lo cual le ayudó a sentir que estaba vivo y que todo lo que sucedía era real.

   Kiran se presentó formalmente, dándole a entender que era amigo de Trinity y por lo tanto un cómplice de su secuestro. Kyogan empezó a gruñir como una bestia preparándose para desquitarse de aquellos que solo le causaron más dolor. Sin embargo, algo descuadró sus intenciones, especialmente al redirigir sus ojos al cabello de Kiran.

   —¡Aléjate! —gritó.

   —De acuerdo, muchacho, no me acercaré, tranquilo.

   Por un momento hubo una conversación no verbal donde se intercambiaron cuestionamientos mudos, amenazas, confusiones, solicitud y perplejidades. En ocasiones algo quería brotar de los labios de Kyogan, palabras tan afiladas como las dagas de un asesino, no obstante, algo seguía sacudiéndolo.

   —Yo estuve igual que tú, Kyogan —comunicó Kiran con una sonrisa triste y embriagada de comprensión mientras apuntaba un rincón en el cuarto—. Estuve encerrado en este mismo sitio, aunque a mí tuvieron que colocarme una camisa de fuerza para que evitara hacerme más daño a mí mismo. 

   Kyogan respondió con muecas.

   —Lamento demasiado todo esto, pequeño. Hubo una confusión, pero nuestro anhelo jamás fue hacerte pasar un mal rato, solo debes comprender que tu situación es extremadamente peculiar. Kyogan, no te queremos hacer daño, porque de hecho podrías ser lo que tanto buscamos.

   Levantó la cabeza, arrugó la nariz y apretó el entrecejo. Tales gestos señalaban que al menos estaba escuchando. 

   Kiran le aseguró que formaba parte de un grupo demasiado especial y que no tenía nada contra los magos.

   —También soy un guerrero que pactó su alma para hacer justicia sobre las personas que han sufrido, lo cual puedo comprobártelo de muchas formas.

  Abrió una billetera y de ella mostró una foto suya acompañada por sus datos personales: nombre, edad, profesión y el significado de su apellido: «Galiath, la justicia de los débiles.»

   —Supongo, muchacho, que sabes que los apellidos se conceden según tus obras y no necesariamente por tus lazos familiares. ¿Qué quieres que te traiga para comprobártelo? ¿Libros y decretos?

   Kyogan inspiró una bocanada de aire agudo, pero no dijo nada y así se mantuvo. Kiran empezó a contar algo de su historia, asegurando que, tras perder todo en la vida, decidió ser profesor. Se detuvo cuando Kyogan activó un hechizo etéreo sin querer, uno que jamás lograba controlar con su consciente y despertaba cuando quería analizar a alguien. La oscuridad se dirigió a sus ojos con algunas escasas motas de magia lumínica, dándole la capacidad de ver más allá en las mentes así intentara decirles a las magias que no lo hicieran.

   A Kyogan, en ese tiempo, le costaba demasiado entender el lenguaje de las magias, el idioma de la percepción. Ni siquiera sabía lo que veía, lo que sentía; y tampoco era tan poderoso para leer a fondo. 

   Pero algo lograba captar, especialmente ahora, una situación inédita.

   Lo que vio aumentó su pasmo. Creyó distinguir una estrella naranja y caliente desparramando su luz por el cuerpo musculoso del profesor. Pero había algo diez mil veces más impresionante: miró su rostro y no supo por qué las magias crearon un dibujo vivido en la mente: Kiran alzándose como una figura de leyendas sobre un terreno de soldados caídos en un acto de última esperanza.

   Pero había algo más impactante aún: la luz, la fragancia deslumbrante: «¡¿un... dios de calor?!»

   —¡¿Y tú quién eres?! —preguntó boquiabierto, al fin saliendo de su estado irracional.

   —Como te dije, me llamo Kiran, soy un profesor de Argus y conformo parte de...

   El pequeño endureció la mano con la que sostenía la estaca y entrecerró sus ojos. Así hubo otra comunicación no verbal. En el aire había algo mágico, el despliegue de algo que pudiesen vivir los seres humanos en casos extraordinarios, como si una bestia extraviada encontrara un hombre en los bosques que podía darle un ungüento. Su mirada se posó una vez más en su cabello rojo y una revolución de sensaciones fluyó de su espíritu y corazón, como fuegos artificiales.

   —¡Pero ¿tú quién eres?!

   —Ehm, Galiath Kiran, tengo treinta y ocho años.

   —¡No! —gritó frustrado—. ¡No es eso! ¡Es que...!

   —Pequeño, estamos aquí porque puede que seas inmune a la mismísima enfermedad de los magos, e incluso puede que ni siquiera seas un mago y por lo tanto la maldición no tiene nada que ver contigo —anunció con los ojos aguados y con una luz en ellos, como si viese una esperanza para el mundo, algo que Kyogan jamás había visto dirigiéndose hacia él.

   ¡¿Acaso ese tipo, o dios de calor, estaba loco?! ¿O sería que sujetos tan extraños como él actuaban de una forma tan rayada? Aunque ahora que lo recordaba, la intrusa maloliente buscó las maneras de saber si tenía todas las magias como si fuese algo demasiado importante, pero él nunca le respondió.

   —¡¿Qué?! —cuestionó.

   Kiran se alegró un poco.

   —También soy un protector que cree que la violencia es el último remedio. Kyogan, mago de las doce magias, ofrezco mi fuerza para respaldarte y encontrar una respuesta ante tu insólita condición —dijo con una reverencia, con la cabeza gacha y una mano colocada en su corazón.

   El asombro embistió a Kyogan como si fuera un conjunto de ráfagas uniéndose en una sola, traspasando su espíritu. Kyogan, aun con su corta edad, estaba acostumbrado al odio hacia su especie. Recibir un gesto de sumo respeto era algo que jamás había imaginado por un solo segundo.

   —¡¿Tanto para...?! ¿Tú... qué? —cuestionó apuntando con la estaca mientras un caluroso nerviosismo lo envolvía—. ¡No, yo no te creo nada! ¡Tú solo vienes a engañarme y es-estás dispuesto a todo!

   —Todo en esta vida debe ser demostrado, muchacho, entonces déjame hacerlo. Primero déjame decirte que puedes usar tus magias para analizar todo lo que gustes. No sé si lo sepas, pero hay un principio inamovible: «la magias jamás mienten». 

   El pequeño no supo por qué sintió un anhelo repentino de vomitar.

   —Lárgate de aquí —demandó con los ojos afilados en forma y oscuridad—. Ustedes, malparidos de Loíza, no me van a engañar nunca. Y todos me las van a pagar. ¿Creen que solo por ser un crío no puedo hacer nada? Están equivocados. Solo espera, maldito loco mugroso, cuando lo convenza todo esto se acabará y saldré de aquí junto a mi hermano sin un solo rasguño. 

   Un lienzo de confusión pasó por el semblante del profesor. En ese entonces aún no sabía que, en ocasiones, Kyogan niño daba a entender que hablaba con «alguien».

   —Kyogan, ¿las magias te han hecho sentir algo que resultó ser falso? A lo sumo te han hecho sentir cosas difíciles de interpretar, ¿no es así? Sea lo que sea que estés sintiendo de mí no tengo la manera de actuarlo, ni siquiera usando hechizos, porque también hay otro principio irrevocable: la magia no engaña a otra magia.

   Kyogan guardó silencio, adentrándose a otra guerra de conflictos, hasta que tantas emociones explotaron:

   —¡Te dije que te largaras! ¡Largo, largo, largo, largo!

   »¡Hablaré con él y todo esto se acabará! ¡Hablaré con él y todo se acabará! 

   A partir de ese instante todo se trató de gritería y ataques mágicos. Aun así Kiran solo se dedicó a resistir y a contradecir mientras dedicaba una tristeza abismal con sus ojos, actitud que fue perturbando el escándalo del pequeño hasta que sus magias se apagaron.

   —Pequeño, me da la sensación de que estás convencido de que eres el único que ha sido dañado al extremo, pero déjame decirte, con todo permiso, que te equivocas —dijo Kiran, empezando a llorar.

   Abrió los brazos y declaró:

   —Observa, muchacho, y percibe lo que desees descubrir en mí. 

   »¿Qué ha pasado contigo? ¿Te atacaron, te quitaron todo? ¿Fue el imperio? No eres el único. Yo perdí a mis padres, a mi esposa y a mi hijo gracias a Sydon.

   Los ojos del pequeño se abrieron como los de un huérfano no comprendiendo los movimientos insólitos de la vida.

   —El imperio nos obliga a los cardania a declararnos como enemigos de los magos, pero mi familia se negó a hacerlo y decidimos vivir aislados, como raksaras en los pies de una montaña, pensábamos que ahí estaríamos seguros, hasta que fuimos capturamos y tomados como ejemplo, ejecutados en vía pública solo porque nos negamos a pensar como Sydon.

   »Nada pude hacer. Aunque tenía un zein conmigo mi fuerza fue inútil, así que asesinaron a mis padres y esposa.

   »No vengo a decirte que el mundo no es cruel, pequeño, porque sí lo es. Solo debes saber que tienes tus ojos puestos en el lado equivocado.

   El pequeño sentía puñetazos emocionales que le hacían retroceder.

   —Yo, como un completo cobarde, enamorado más de mi familia que de mis principios, me declaré como un enemigo de los magos y convencí a mi hijo de hacer lo mismo—. Las lágrimas abundantes de Kiran empañaban su rostro y su voz desecha era una prueba de todo el dolor que tuvo que superar—. Intenté vivir junto a mi hijo a partir de entonces, pero jamás pude tratar su dolor por perder a sus abuelos y a su madre frente a sus propios ojos, amores irremplazables. Un día llegué a la casa y lo encontré en la tina, desangrado. Se había cortado las muñecas al no querer vivir más en un mundo tan dañado, también supe que sus compañeros lo molestaban en aquella escuela donde le obligaron a entrar después de que fuimos ingresados bruscamente a la sociedad. Desde entonces decidí levantarme como profesor para impedir que otros sufrieran lo mismo, y deseando modificar la manera de educar del imperio. 

   »Pero antes... tuve que morir y enloquecer.

   Hubo un silencio que pareció carcomer el aire alrededor de Kyogan.

   —Muchacho, solo nos defendemos después de sufrir al extremo —declaró Kiran con una sonrisa apagada—. Solo déjame decirte algo: no caigas en la irracionalidad, no dejes llevarte por esa gritería en tu corazón convenciéndote de que debes defenderte de todo a toda costa.

   »Deja que te echemos una mano. Trinity no es mala persona, de hecho, fue ella quien me ayudó a sanar. Y recuerda que salvó la vida de Cyan, ¿por qué no le das un voto de confianza?

   »Y entiendo que detestes a los creyentes de Loíza, pero yo pertenezco a Tharos, ¿eso te sirve de algo?

   Los ojos de Kyogan se agrandaron como si hubiera sido clavado en alguna parte del alma. Así se quedó mirando a Kiran, pero entonces negó alocadamente con la cabeza hasta que se llevó una mano a la boca y se largó a vomitar, lanzando solo jugos gástricos y bilis cuando se le hubo vaciado el estómago.

   Cuando Kiran intentó ayudarlo, gritó:

   —¡No me toques!

   El corazón de Kiran se contrajo cuando vio una lágrima rodando por el rostro manchado con barro del pequeño.

   —Naviro is dimadio magitae, yain e iyan. Significa: «muéstrame las imágenes de su mente, oscuridad y luz» —indicó el profesor—. Puedes susurrar esas palabras o pensarlas varias veces mientras te imaginas observando las imágenes de una mente ajena, entonces las magias actuarán. 

   »Si quieres confirmar la traducción déjame decirte que puedes «sentir las palabras». ¿No te has dado cuenta?, sé que sí, los magos tienen instalado el idioma de la magia en el inconsciente y por eso se les hace sumamente fácil aprenderlo. ¿Has sentido alguna vez que parecieras saber algo más, pero está escondido dentro de ti? Aquí tienes la respuesta.

   Kyogan se quedó mudo, incapaz de contradecir. Kiran se sentó de cuclillas desplegando una mirada que para el pequeño fue chocante: fraternal, como si trasmitiera un poema de cariño en el aire invisible.

   —Déjame en paz... ándate de aquí.

   —Te traeré más pruebas hasta convencerte.

   Kiran estuvo al borde de conseguir un resultado significativo, pero entonces el trauma de Kyogan resurgió de nuevo, llevándolo a sacudir sus manos en un intento frenético de alejar fantasmas invisibles. Su distanciamiento abrupto le hizo colisionar con los restos de madera, lastimándose la espalda. Al caer de rodillas, el grito que se desgarró de su garganta no fue humano; fue una explosión de dolor y locura que resonó en los confines de la casa.

   En otro cuarto Cyan también gritó, exigiendo ser liberado, algo que Darien le negaba, pero Trinity pasó por encima de él y abrió esa puerta. Cyan la observó un segundo antes de correr e interrumpir al cuarto donde estaba Kyogan. Al escucharlo gritar así se le rompió el corazón por enésima vez en su corta vida.

   —¡Déjennos en paz! —le exigió a los demás con el rostro acalorado—. ¡Kyogan, tranquilo, nos vamos de aquí! —le dijo, pero su hermano solo continuaba gritando.

   Lo hizo una, y otra y otra vez, dejando que pedazos de su tormenta escaparan, hasta que se sumió en un silencio sepulcral, con su cuerpo y espíritu al límite, convirtiéndose en una figura inerte. El costo de tanto esfuerzo y consumo de maná se hizo notar casi al instante, llevándolo a enfermarse gravemente. 

   A partir de entonces los adultos se vieron obligados a llevar a cabo otras estrategias, la primera consistió en no menospreciar a Cyan solo por ser un niño, pues a pesar de que era oscuro y estaba dañado, no demostraba los traumas del menor, así que al menos se podía hablar con él y usar como un intercesor. No obstante, gracias a esto ahora nadie podía hablar con Kyogan si no era con su permiso.

   Lamentablemente Kyogan necesitaba tratamiento médico cada vez con mayor urgencia. Al ser tan pequeño no podía usar tantas magias, pues su red contenedora de maná estaba aún formándose y se resentía. Además de esto su sistema inmunológico había caído en picada y estaba muy desnutrido, casi en los huesos, y con heridas y fracturas que no habían sanado de manera correcta a lo largo del tiempo. Pero Cyan sentía temor al imaginarse a alguien tocándolo.

   Una noche, no obstante, Kyogan le dijo algo que lo rompió mientras yacía acostado en su cama:

   —¿Cyan? —Sonrió con ojos casi muertos—. ¿Cuándo fue que reparaste el techo? No debiste hacerlo..., me gustaba ver las estrellas con ese papel trasparente. 

   Kyogan ardía en fiebre y estaba delirando.

   —Cyan, dile a mamá que venga. ¿O sigue enojada porque me comí todos los chocolates?

   —No, Kyogan, no está enojada —respondió en un hilo de voz quebrada.

    Cada palabra de Kyogan le desgarraba un pedazo de alma. Cyan fruncía cada rincón del rostro en un esfuerzo sublime por no llorar.

   —Cyan..., necesito que me abrace, lo necesito... La necesito a ella. —Kyogan lloró con el mentón temblando, mientras apretaba los brazos contra su pecho. 

   Cyan, con sus escasos nueve años, se obligó a tomar decisiones de enorme peso. Cuando vio que la respiración de Kyogan empezó a fallar, llamó a Trinity para que lo sanara. 

   Al verla colocando sus manos sobre Kyogan, no le quedó de otra que rogar, consciente de que no tenía más armas a su disposición:

   —Por favor, no le haga nada malo, por favor —dijo temblando de pies a cabeza.

   Por fortuna las magias de Trinity solo le devolvieron la vida a Kyogan, pero incluso así el pequeño necesitaba mucho reposo y por sobre todo nutrientes y líquidos. No obstante, Cyan explicó algo: nadie le podía pasar comida directamente. ¿Por qué?, se preguntó Trinity. 

   Cyan se encargó de explicarle todo lo que había sucedido a Kyogan en estos días que estuvo en cama. Los dos se sentían abrumados por la situación, pero Cyan se esforzaba por llevar el peso con tal de aliviar a su hermano.

   Kyogan se abrazaba las rodillas arriba de la cama con la mirada hundida en las piernas. Tenía aún muy pocas fuerzas, tanto que le costaba ponerse en pie, porque sus sistemas se habían resentido.

   Kiran podía entrar al cuarto de vez en cuando. Tristemente fue una situación aún difícil en un inicio, pues el pequeño se contraía. Kiran era una especie de antídoto, aunque muy difícil de tragar y uno que nunca pidió. Y, como todo antídoto, debía ser entregado en una dosis adecuada o dañaría más de lo que reparaba. Al pequeño le desgarraba sentirlo, así como también le sorprendía ver todas las pruebas que traía el hombre para corroborar sus palabras: folletos y amuletos que representaban pactos antiguos.

   Trinity, por su lado, aportaba con cánticos que acompaña con la magia divina, potenciando así los efectos de la música en el alma. Esto tenía un especial efecto en Kyogan y ayudaba contra sus crisis.

   Los adultos también explicaron que podían pedir todo lo que desearan, menos regresar a la aldea, no hasta que Kyogan se recuperara. En un principio los pequeños pidieron cosas menores, solo para probar, hasta que poco a poco empezaron a pedir armaduras y almohadas esponjosas. 

   Así pasaron dos y luego tres semanas, donde Kyogan solo vio respeto y buenos tratos.

   Un día se hizo sentir como un demonio más derrotado que ya no tenía ganas de gritar o cuestionar en demasía. El miedo se reducía como si él mismo se ordenara a controlarse. Además, su hermano mayor era un apoyo inmensurable que le repetía una y otra vez que había que resistir y estar lúcidos.

   Kiran se ganaba un espacio en Kyogan, aunque aún pequeño era muy relevante. A los demás los miraba con odio o demasiadas reticencias. No quería escuchar a nadie, pero a él le daba una oportunidad que se alargaba pedacito a pedazo. Es más, parecía que en Kiran hallaba un sedante para una gritería interna que nadie más lograba silenciar, nadie, ni siquiera Cyan.

   —Creo que percibe que eres el único que efectivamente nunca ha tenido nada contra de los magos —sugirió Darien una tarde—. Todos los demás hemos tenido problemas con ellos y solo nos obligamos a mirarlos de una forma más... madura, incluso Trinity. Pero tú, Kiran... que viviste aislado tanto tiempo y con tus padres que solo te enseñaron a ver al verdadero enemigo desde pequeño...

   Kyogan empezaba a sentirse valioso, aunque a una velocidad increíblemente lenta. Un día dejó que Kiran se sentara en los pies de la cama, e incluso salió del cuarto junto a él y exploró esa casa, que era simple, de madera blanca y alfombra suave, mientras Soraya y Esaú se repartían la vigilancia afuera del hogar.

   —¿Ni siquiera aquí la madera tiene pelo? —preguntó Kyogan.

   —Ehh... porque... —titubeó Kiran—, como te expliqué, aquí el clima es más cálido y no es necesario protegernos contra el frío como donde viviste.

   —¿Y a quién matan para...? —dijo, hasta que tuvo miedo y corrió de regreso al cuarto de cristales con persianas.

   Cyan corrió detrás de él y se encerró en ese cuarto con un portazo. Escuchaba una respiración aguda por parte de Kyogan.

   —Aquí estoy, Kyogan, aquí estoy. —Cyan tenía una forma peculiar para calmarlo: colocaba los brazos delante como si estuviera abrazando el aire.

   Mientras Kyogan mantuviera fijo los ojos en ese gesto, su respiración se normalizaba.

   —¿Sabes?, estaba pensando que podríamos pedir unas dagas y arcos muy costosos ­—planteó Cyan—. Las armas imperiales son muy poderosas y nos pueden ayudar.

   —Puede ser —susurró Kyogan sin ganas de nada.

   —¿Qué has pensado tú? Yo me di cuenta de que hay un rato entre las nueve a diez hora luna que Esaú y Soraya no vigilan demasiado —dijo en voz baja—, no sé por qué.

   —No sé lo que siento, Cyan... —confesó.

   —¿Por qué? ¿Quieres llorar? —preguntó más enseriado.

   —No —aseguró preocupado—. Pero siento muchas cosas. La vieja esa dice que es la percepción mágica. Todo este tiempo... ha sido eso. ¿No te molesta? —preguntó con cautela.

   —La verdad no. —Sonrió—. Me alegra que al fin comprendas cómo funcionan tus habilidades.

   Kyogan sonrió con un suspiro tembloroso, sintiendo una ola de alivio y conmoción.

   —Pero no hay que llorar, ¿de acuerdo?

   —Está bien. —Asintió resignado.

   «No hay que llorar», cuánto, pero cuánto se arrepentiría Cyan por haberle recalcado miles de veces esas palabras a su hermano menor, por haberlo deformado con ellas. En ese entonces era un niño estúpido que pensaba que llorar debilitaba a las personas.

   Kyogan seguía compartiendo con Kiran, a veces sentados cerca del otro, el pequeño le preguntaba por armas y otros asuntos de la casa, sin atreverse a más, mientras Kiran lo llenaba con promesas de bienestar.

   Un día, cuando notó el temple suficiente, presentó ante Kyogan todas las personas cercanas a Trinity. Kyogan, entre agresivo y preocupado, los observó desde la distancia junto a Cyan.

   Ante ellos estaba Rechel, Esaú, Darien, Trinity, Soraya y una chica llamada Yezy. Todos habían formado un grupo de caza y habían conectado a través de diferentes formas.

   Rechel decía que su historia no era la gran cosa. Su vida era vacía, pero halló cierta pasión en los estudios hasta que se tituló como asistente de kyansaras. No era la gran cosa, pero Trinity puso sus ojos en ella y eso cambió su vida.

   Soraya, por su parte, era una mujer con un cabello muy grueso y negro cayendo hasta su cadera. Parecía una mujer muy insegura, buscando rastros de amenazas por todos lados.

   Esaú era un asesino de veintiún años con una sonrisa juguetona y un cabello rojo aunque excesivamente oscuro. Era un descendiente muy lejano de los cardania.

   Yezy era una arqueóloga que se podía entender muy bien con Esaú, como si fuese su hermana menor. 

   Esaú, después de recibir un gesto de aprobación por parte de Darien, se adelantó un paso y, adquiriendo seriedad por primera vez, declaró:

   —Nos conocen como los sirvientes de Dyan y Trinity, pero somos mucho más que eso: una familia, y familia con propósito. Todos aquí pactamos nuestras vidas para encontrar una solución a la maldición de los magos sin seguir los mecanismos malditos de los imperios.

   »Y no solo eso, Kyogan, pequeño y gran mago, nos hacemos llamar «Los guardianes del albor», los hacedores de justicia sobre los que han sufrido.

   »Pero lo más importante de todo: planeamos derrocar a los tres imperios de Evan.

   La declaración partió algo en Kyogan, quien, a pesar de tener su sentido de la justicia arrinconado y con toxinas, sintió como si una fuerza ventosa hubiera viajado a través de él, estremeciendo atmósferas invisibles de su ser.

   Mientras tanto las magias intentaban decirle que todo lo que escuchaba era cierto. 

   Efectivamente estaba ante aquellos que cambiarían el mundo.

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