Capítulo 7: Más que un castillo

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   Kyogan comenzó a entender entrenado con el principal propósito de que aprendiera a esconder sus magias bajo circunstancias de todo tipo, incluso extremas. Recibía el ataque de hechizos etéreos diseñados para emular la ferocidad y la astucia de los comandantes imperiales, cuyos actos despiadados buscaban provocar a los magos hasta arrancarles su disfraz. Las simulaciones atrapaban a Kyogan en calderas vivientes que imitaban la tortura de ser cocinado a fuego lento en un laboratorio, una prueba agónica donde el maná defendía el cuerpo hasta agotarse, forzando al mago a usar las últimas gotas en hechizos desordenados que se desataban gracias a instintos primitivos.

   Por supuesto, se le introdujo a estos rigores con cautela, explicándole la esencia del entrenamiento y avanzando solo si él entregaba su consentimiento. Kyogan, lejos de rehuir, exigía más y más crueldad por mucho que Kiran y Trinity se horrorizaran e intentaran suavizar las pruebas.

   En medio de los bosques salvajes, a los pies de las montañas volcánicas, y en zonas gélidas, recibía los azotes de climas extremos que muy pocos podían soportar. Su misión, impuesta por Darien, era defenderse solo con maná. Trinity observaba con el corazón vuelto una esponja de dolor mientras Kyogan se abrazaba a sí mismo, temblando de pies a cabeza con las venticas azotando sus huesos y congelando sus pestañas, mucosidades y hasta su propio aliento.

   Pero seguía en pie, seguía en pie a toda costa.

   Cuando regresaba a zonas más amables del planeta era para descansar lo necesario, comer y  luego continuar absorbiendo conocimientos a una velocidad extraordinaria, comprobando un dicho: «No hay mejor discípulo que un mago ilusionista». Al sentir emociones y mentes, Kyogan podía entender con facilidad lo que pretendían enseñarle, y no solo eso.

   También podía copiar habilidades ajenas.

   A través de las magias leía el conocimiento de otros gracias a videos mentales donde se desplegaban las experiencias adquiridas por Esaú, Trinity, Kiran, Darien y Yezy a lo largo de la vida. Si visualizaba de una forma muy seguida comenzaba a sentir que esas experiencias le pertenecían a él.

   No obstante, no era una habilidad perfecta pues Kyogan solo tenía afinidad con la oscuridad y casi nula con la luz, así que sus visualizaciones eran opacas y fragmentadas.

   Sin embargo, avanzaba bastante bien y, en contra de cualquier dificultad, amó el funcionamiento del hexágono de Goeta, los niveles del maná y los zeins. Además cada hora compartida con Trinity y Kiran construía en él una nota de vida, entusiasmo y propósito. Aunque desde las cavernas de su mente seguía irguiéndose un castillo.

   Trinity y Kiran lo consentían en demasía, tanto que ya lo estaban malcriando. ¿Quería más dulces? ¡Por supuesto, ahí estaban! ¿Quería explorar zonas más oscuras de Evan? «Está bien, está bien».

   No obstante, Darien y Dyan creaban una balanza. El primero era un llamado a la autoridad, y el segundo un cascarrabias que en el fondo guardaba un corazón inmenso.

   Dyan había aceptado a Kyogan al convencerse de que no era un mago.

   Después de que pidiera disculpas con esa escasa sensibilidad que lo caracterizaba —disculpas por haber atacado al niño—, y Kyogan sobreviviera a la tensión que le provocaba verlo, se empezaron a comunicar a través de esa manera problemática que todos conocían.

   Dyan era el mejor a la hora de demostrar poder y fuerza, y por lo tanto la meta que el pequeño podía alcanzar. Pero la disciplina aún no era propia de Kyogan, de hecho, exigía cosas, así que Dyan rabiaba y él pequeño le respondía con palabrotas, siendo uno de los pocos en este planeta que se atrevía a insultarlo.

   A lo largo de un año Kyogan recibió muchas influencias, entre ellas la de Esaú. El asesino le hacía ver que ser maldadoso no estaba mal mientras supiera conservar algunos límites. Le enseñaba algunas cosas que los demás no le querían revelar aún, como los estallidos de maná.

   A Esaú le encantaban los niños, pero era un sujeto muy imperfecto, masoquista y travieso, y le fascinaba jugar con fuego. Era un lunático al que le gustaba ser insultado por Kyogan, así que en más de una ocasión provocó su fuego de manera intencional mientras los mayores tenían que solucionar todo.

   Rechel, por su parte, le daba vida al paladar de Kyogan al cocinar los platos más exquisitos que jamás había degustado. Sus dulces sabían a gloria. El niño los comía en mesas que creaba Trinity con la magia de la planta en un bosque que cuidaba celosamente.

   Cuando Kyogan estuvo preparado, se comprometió para que se le entregara un zein. Aunque los pactos se basaran solo en la palabra, él aceptó usar al zein para poder desplegarse como un curandero que jamás delataría sus verdaderos poderes, entendiendo que los zeins de ciertas especies jamás delataban.

   Las magias ideales para la curación eran akio y fioria. Sin embargo, cuando Dyan al fin encontró un zein con dichas magias, no fue del agrado absoluto de Kyogan. Se trataba de un mono travieso y burlesco que parecía sostener un tambor en su vientre, como si hubiera sido diseñado por indígenas en un concierto. Cada paso que daba resonaba con un tintineo irritante, como mil cascabeles entrechocando dentro de una campana de metal. Su pelaje era una celebración de caos y color, un homenaje a los festines al aire libre donde la música nunca cesa.

   Dyan, que ya tenía resentimientos contra el niño, lo presionaba a aceptar el lazo con el zein:

   —¿Crees que es fácil encontrar un zein con las magias que quieres? ¡Pues te aguantas y lo aceptas!

   Los ojos de Kyogan respondieron lanzando dardos invisibles y envenenados de rencor.

   —¡Me muero, yo morirme pronto! —gritó el mono tumbado en el suelo, extendiendo una mano moribunda al cielo en una exageración teatral. Dyan lo había molido a puñetazos, así que emanaba un maná naranja con el que cualquiera podía ligarse.

   Kyogan no podía creerlo. Casi todos los miembros de los Guardianes del Albor tenían zeins geniales, ¿por qué a él le tocaba uno así?

   —¿Y no puedes conseguir algo mejor? ¡¿No que eres tan fuerte?! —gruñó.

   —¡Mira, niñito, lo aceptas y punto! ¡Aquí no estás hablando con Trinity o Kiran! ¡Yo no te pienso cumplir ni un solo capricho! ¿Me oíste? ¡Ni uno solo!

   Después de discutir un rato, Dyan le tomó la muñeca y lo obligó a aceptar el lazo con la criatura. Se gozó ante la incomodidad y rabia del niño, poco importándole el odio que alimentaba en él.

   Ahora, con un zein, Kyogan esperaba que se solucionaran algunos problemas que se habían presentado hacía muchos meses. Anhelaba la oportunidad de funcionar más por sí mismo, de obtener su propia comida y de poner a prueba su capacidad para pasar desapercibido en medio de la humanidad. Pero los adultos aún se negaban. Esto lo frustraba. Además, pasaban escaso tiempo con él debido a sus ocupaciones en Argus y él sentía que se estaban desperdiciando demasiados días donde debería ser más entrenado.

   Por último, a pesar de su carácter, seguía siendo un niño que necesitaba cuidados.

   Entonces un día, cuando Esaú comprobó que ya podía rebanar un cuello con elegancia, le ofreció una preocupante propuesta:

   —Tengo una misión clandestina de Argus, peque, ¡digo, Kyogan en crecimiento! ¿Quieres venir conmigo y ayudarme a pelear contra los malos?

   Aunque Kyogan le hizo ver que aún deseaba cortarle una oreja con una daga por desagradables situaciones pasadas, se mostró vivo de inmediato, con una chispa en sus ojos.

   —¿A qué vas con clandestina?

   —Quiere decir que son misiones que me piden directamente a mí y no han pasado por el proceso de filtros del palacio. Casos así representan asuntos más «delicados». Suelen venir de gente que quiere tratar un problema fuera de la mirada imperial.

   »Pero no es la gran cosa. Se trata de tres mercenarios que andan causando muchos problemas en los rincones más aislados de La ciudad de las sombras. Son tres matones que incluso andan cobrando impuestos. Aunque sí son algo misteriosos, porque llevan a cabo acciones... un poco raras.

   Los ojos de Kyogan estaban atentos a Esaú como un felino siguiendo los movimientos de una luz llamativa.

   —¿Y qué quieres decir con eso o cómo?

   —Los mercenarios simplemente se dedican a provocar problemas, robar, estafar, pero estos tienen un fetiche extraño por las cosas «brillantes». Y no se sabe qué hacen con ellas.

   »¿Te animas a investigar conmigo?

   Asintió emocionado, hasta que Esaú levantó un dedo en modo de advertencia.

   —Ojo, Kyogan en crecimiento, hago esto porque confío en ti, porque sé que podrás ocultar tus magias. Los demás te mantendrán escondido hasta quien sabe cuándo y no se atreverán a darte el empujón. Con esto le demostraremos de qué estás hecho, ¿vale?

   El pequeño lo pensó detenidamente, hasta que respondió lleno de decisión:

   —¡Vale!

   Esaú silbó para llamar un ave mensajera que traía consigo y entonces avanzó hacia la misión.

   La Ciudad de las Sombras, cercana al lugar donde escondían a Kyogan, era una cicatriz en la faz de la tierra, un vasto abismo envuelto en neblinas errantes que danzaban como espectros sin descanso. Estas brumas entretejían un dosel de nubes tan bajo que podía rozar las cabezas de los hogares más altos, bañando todo en una eterna humedad y perfumando el aire con el aroma inconfundible de los manantiales y valles.

   Al borde de esta ciudad vivían las personas más pobres, en moradas de ladrillo sencillo, emergiendo tímidamente entre la maraña de arbustos que serpenteaban el paisaje como ríos vivientes.

   Kyogan ya sabía apagar su presencia con maná y podía desplazarse con el sigilo de un pequeño gato, así que seguía a Esaú con gracia, con pasos calculados entre los puntos más sombríos de la ciudad.

   No pasó mucho tiempo hasta que localizaron a los tres mercenarios, estos le gritaban a un jovencito de trece años para que les entregara las perlas de su madre y el dinero que debía la familia. Lo inundaron con patadas en respuesta a sus negaciones, dejándolo en el suelo. Esaú notó que los ojos de Kyogan preguntaban si era el momento de actuar.

   —Aún no —susurró.

   La conmovía que Kyogan anhelara acción, pero le dolía que no le preocupara la condición del chico de trece años.

   —Recuerda, nada de asesinar, Kyogan, solo noquear. Kiran me matará si se entera que no asesinaste en legítima defensa.

   Cuando esos mercenarios empezaron a alejarse y mientras Esaú espiaba la mejor vía de seguimiento, tensaba los puños al soportar la presión que significaba portar con un mago que podía desatar sus magias sin querer. Sin embargo, estaba tan rayado de la cabeza que al mismo tiempo le parecía genial. ¡El riesgo le daba vida!

   Al cabo de un rato alcanzaron el escondite de los tres hombres: un garaje tan celosamente oculto por la naturaleza que más bien parecía una extensión del bosque circundante. La presencia de centinelas en su periferia encendió las alarmas en Esaú, haciéndole entender que esta misión podía ser mucho más peligrosa de lo previsto.

   —¿Puedes noquearlo? —preguntó señalando a un sujeto que bostezaba a las espaldas del refugio.

   Kyogan se sobó las manos con nerviosismo.

   —¿Puedes?

   —Sí —afirmó.

   El niño corrió fundiéndose con las sombras del lugar hasta que, como una figura fantasmal brotando en un abrir y cerrar de ojos, saltó a las espaldas del sujeto para desatar un puñetazo de maná contra su nuca, noqueándolo al instante. Su inexperiencia, sin embargo, se hizo notar al no sujetar la caída del sujeto, situación que pudo haber provocado un ruido, pero Esaú ya lo había previsto y realizó dicha tarea.

   Esaú procedió a incapacitar a los guardias restantes con una eficiencia letal, dejando a Kyogan en un rincón seguro. Luego le dejó instrucciones claras: permanecer oculto hasta que él, en caso de necesitarlo —aunque difícilmente eso sucedería—, lo llamaría con un silbido.

   —Cuida al ave mientras tanto.

   El ave mensajera no quiso posicionarse en el hombro de Kyogan, pues le tenía miedo, así que dirigió a un árbol.

   Esaú estuvo dentro del garaje un buen rato. Solo había silencio, hasta que un grito suyo, lleno de horror, desgarró el aire:

   —¡Oh, mierda!

   —¡¿Y tú quién eres?! —gritó uno de los mercenarios.

   La tensión estalló en breve en un caos de maná y explosiones, y con la danza mortal del asesino contra los mercenarios iluminando el interior del garaje con destellos de violencia. Kyogan, incapaz de soportar la espera, irrumpió en la escena a través de una ventana.

   —¡No, espera afuera! ¡No! —le gritó Esaú.

   Kyogan chocó con una visión espantosa: una mujer yacía en el centro de ese sitio, sobre una mesa metálica, con cada uno de sus órganos al aire, entrañas rosadas y tan frescas que contenían un sutil brillo gracia a la humedad propia del cuerpo humano.

   Por un momento no ocurrió nada, pero entonces gritó, echándose hacia atrás con un salto, colisionando con unos objetos metálicos de tortura. Su reacción, a pesar de todo, causó una distracción que Esaú aprovechó para atrapar al último mercenario con unas cuerdas. Acto seguido corrió y cubrió el cuerpo de la mujer con una chaqueta.

   Miró al mago con la esperanza de que no estuviese afectado y de que su oscuridad fuese la de siempre, pero estaba temblando con ojos traumatizados.

   «Mierda».

   Discutió a viva voz con el mercenario capturado, exigiendo saber a qué se debía esta barbarie.

   —Ten por seguro que Dyan se enterará de esto —le amenazó con una daga—. ¿O no recuerdas que él está a cargo de esta ciudad? ¡Es el líder de Argus, maldito depravado!

   —¿Por qué carajos involucras a un niño en esto? —preguntó con una sonrisa divertida, luego escupió hacia un lado sin mostrar una sola pizca de arrepentimiento por sus actos.

   Esaú le ordenó a Kyogan esconderse en un árbol en las cercanías, y tuvo que gritarle al no verlo reaccionar. Allá, desde la distancia, el niño comenzó a escuchar como Esaú le daba una paliza al sujeto e incluso lo torturó para que confesara a qué se debía la situación.

   —¡No sabes con lo que te estás metiendo, Esaú! —chillaba el sujeto, ahora entre lágrimas.

   El escándalo se vio abruptamente cortado por el ronroneo mecánico de un motor. Se materializó ante el garaje un vehículo que desafiaba las convenciones, una carreta sofisticada equipada con un montacargas, impulsada por el zumbido inconfundible del maná artificial siendo evaporado.

   —¿Qué carajos? —preguntó el conductor al ver a todos los guardias del lugar derrotados en el suelo.

   Esaú apareció como un fantasma a su lado, lo sacó del vehículo, lo sometió y luego lo torturó sacándole unas uñas para sacarle información, hasta que el sujeto confesó que todos trabajaban para un tal «Eliandri», un sujeto muy peligroso, conocido por su demencia y poder.

   Y por ser un seguidor de Erebo.

   Luego confesó que Eliandri y sus secuaces buscaban alimentar a un tal engendro.

   No, no a uno, a tres.

   En ese momento Esaú se imaginó criaturas raras y deformes siendo invocadas por un par de rituales estúpidos, quizás un raksara de gran tamaño, a lo sumo un zein demoniaco; jamás imaginó la envergadura de lo que significaban los engendros.

   Al esposar a los sujetos con cadenas que encontró en el garaje, se acercó a Kyogan quien estaba en la copa de un árbol, encontrándose con una respiración aguda y silbante señalando otra crisis asmática.

   «Mierda».

   —Tranquilo, Kyogan, anda.

   Algo en el corazón se le rompió cuando vio a Kyogan abrazando el aire, imitando el gesto que hacía Cyan para calmarlo. Buscaba recrear su imagen para obtener sosiego.

   —Yo me encargaré de todo lo demás, Kyogan. Lo único que necesito es que seas ese peque fuerte de siempre y te calmes.

   —Estoy bien —respondió con la voz quebrada.

   —¡Me alegra!

   Esaú silbó muy fuerte para llamar al pájaro con tal de que viajara al palacio y le entregara a Dyan una carta informando lo sucedido.

   Cuando Kyogan se calmó, se dedicó a explorar los alrededores del garaje con cautela, cuando de pronto un gruñido gutural se hizo escuchar. Esaú se asustó y corrió para buscar la fuente, encontrándose a Kyogan cerca de la carreta, fuera del montacargas, mirando con mucha atención algo en su interior: un zorro bebé cuyos ojos eran orbes enrojecidos prometiendo destrucción, mientras engrifaba su pelaje como púas llenas de amenaza, acorralado en una jaula pequeña.

   —¿Huy? ¿Y esto? —preguntó Esaú y dio un salto para entrar al montacargas.

   El zorro mostró sus dientes afilados y mandó alaridos, exigiéndole distancia.

   —Vaya, es un ragnar —concluyó contemplativo, sintiendo una sorpresa dolorosa que enarcó sus labios hacia abajo.

   —¿Ragnar? —consultó Kyogan sin despegar los ojos de la criatura.

   —Es un zorro que está en peligro de extinción, así que su caza está prohibida. Son jodidamente fuertes y muy valiosos por... —Se detuvo al no querer tocar un tema delicado.

   —¿Por...? —Kyogan quería saber, así que poco a poco empezó a demandar con su semblante serio, recordándole a Esaú que él no era ningún débil.

   —Por sus ojos, porque son muy.... «brillantes», incluso cuando pierden la vida, son como gemas —respondió acongojado—. En algunos cuentos mitológicos se dice que tienen la capacidad de ver la Cascada de Lumen.

  —¿La casca...? ¿Ese lugar que está entre el mundo real y el místico?

  —Ajám —respondió con una sonrisa, pero después suspiró hondo—. Bueno, Kyogan en crecimiento, ahora nos toca esperar a Dyan.

   Esaú e dedicó a limpiar lo que hacía falta mientras Kyogan no se movía. Allí, apenas alcanzando la altura suficiente para poder ver el interior del montacargas, dedicó sus ojos al zorro sin importarle lo que le dijera Esaú.

   Estuvo horas observándolo. Hasta que el ave de Esaú regreso con una carta. El asesino leyó y protestó:

   —¡Mierda, Dyan no puede venir hasta pasado mañana!

    Al caer la noche se llevó a Kyogan a un hostal barato en las cercanías, sin saber que, apenas al caer dormido, el niño aprovecharía para fugarse e ir ver al zorro una vez más.

   Bajo las caricias celestes de la luna Cyan, miró a la criatura. No era ferocidad lo que habitaba en esos ojos brillantes, sino un pánico silencioso, un grito mudo por haber perdido su libertad, por el dolor de ser arrancado de su hogar en la vastedad de la naturaleza y condenado a vivir entre rejas.

   —Hola —susurró Kyogan. Y su voz fue como un puente tendido hacia el corazón asustado del zorro.

   La respuesta de la criatura, sin embargo, fue un conjunto de gruñidos, pero para Kyogan eran amenazas comprensibles. Con un gesto resignado tomó una manta que había robado del hostal y saltó para acomodarse sobre el montacargas. Recostando su espalda contra el frío metal, se envolvió en la manta y se dejó llevar al reino de los sueños.

   Al día siguiente despertó gracias a los alaridos de Esaú, quien, con el rostro sudado, lo había estado buscando en todas partes.

   —¡¿Qué haces aquí?!

   Kyogan solo le respondió con silencio, como si Esaú hablara en un idioma inferior y no pudiera reducirse para entenderlo.

   En sí, pasaron varios días en ese lugar. En el segundo día Dyan envió una carta con el siguiente mensaje:

   ¡Esaú, Kyogan desapareció! ¡Olvídate de esos mercenarios y parte a buscarlo!

   «Mierda», pensó Esaú, dándose cuenta de que no le quedaba de otra que enviar una carta confesando que Kyogan estaba con él.

   Kyogan, entretanto, había activado un modo silencioso bastante enigmático. Esaú suponía que quería quedarse con el zorro, ¿o tal vez buscaba ayudarlo? El pequeño no decía una sola palabra al respecto y ni siquiera le hablaba a la criatura; solo la acompañaba todos los días y le daba comida cuando era necesario. Finalmente el zorro había dejado de gruñirle y lo miraba con mucha curiosidad.

   —Te advierto una cosa, Kyogan silencioso, no te puedes quedar con él si eso es lo que estás pensando.

   Kyogan bufó con desprecio y Esaú suspiró estresado.

   Al cabo de cuatro días Dyan apareció al fin, acercándose furioso al asesino para darle un resonante palmazo en la cabeza.

   —¡¿Cómo se te ocurre haber hecho esto, sinvergüenza problemático?! ¡¿Cómo?!

   Trinity venía junto a él y también regañaba a Esaú por haber involucrado a Kyogan en la situación, sin embargo, para fortuna de todos, no había problemas a la vista, más bien lo contrario.

   Trinity analizaba los hechos, sorprendida porque Kyogan no había demostrado sus magias incluso en una situación que debió estremecerlo.

   Habló con él, y poco después notó lo que sucedía con el zorro, lo que le hizo sentir conmovida, ya que percibió que Kyogan se había sentido identificado con la criatura.

   Dyan, después de gruñir un rato, entendió la situación, así que dijo:

   —Bah, que se lo quede pues.

   —Pero ¿se puede? —preguntó Esaú.

   —¿Te parece bien, mi amor? —Trinity se mostró impresionada.

   —¡Pero ¿se puede?! —insistió el asesino.

   —Sí, Esaú —contestó la curandera—. Como líder de Argus tiene permitido tener criaturas exóticas mientras no las comercialice. También puede disponerlas para algún cercano si así lo decide.

   Ese día el rencor de Kyogan hacia Dyan disminuyó. Ese día se hizo con un nuevo compañero.

   —En Argus los alumnos tienen que tener un raksa con el que vinculan su maná, ¿no? —preguntó el niño.

   —Sí, mi niño, ¿por qué?

   No respondió.

   Después de tales eventos, los adultos, ahora conscientes de la capacidad de camuflaje del pequeño, se atrevieron a experimentar con él, así que lo llevaron a explorar más ciudades y, aunque que fue un huracán de agobio sentir tantas pestilencias mentales de la masa humana gracias a sus magias, Kyogan pudo aguantarlo.

   No se sabía cómo, pero de algún modo había impuesto un control sobre sí mismo, situación que incluso alcanzaba lo sobrenatural, o lo insano. Para confirmar esto, Trinity y Soraya conjuraron complicados hechizos usando sus magias de la luz y oscuridad para explorar el alma y lo etéreo, específicamente las heridas que desordenaban la creación de conjuros. Encontraron algo muy raro: Kyogan había formado una especie de cera por encima de estas grietas, una materia dura que ya no permitía fugas ni el desorden mágico.

   Kyogan era una sorpresa constante, un enigma. Y por si fuera poco, había otro detalle intrigante. Él había observado muchas veces Argus a través de fotos y quería al menos verlo de cerca. No entendía por qué, pero sentía una recóndita y profunda atracción hacia los castillos, algo que iba más allá de lo razonable, como si en otra vida hubiera vivido en un lugar así.

   Así que un día Trinity lo llevó a conocer el palacio en su periodo de vacaciones y él quedó encantado. Había conectado con la magia escrita en cada pared.

   Sin embargo, Trinity quería algo más con esta visita: deseaba que conociera el Valle de los Reflejos y empezara a entender sus mayores secretos, más de los imaginables. Kyogan dijo que podía percibir una «melodía», aunque no era constante. Y no solo eso, explicó que sentía un movimiento sobrenatural en el lugar, como si efectivamente hubiera criaturas del más allá reflejándose de forma espontánea a través de las sombras.

   La líder confirmó que, si Kyogan entrenaba más, estaría capacitado para comprender todos los secretos de este mundo. ¿Quién no se interesaría en algo así?

   Pero finalmente, ¿qué fue lo que lo llevó a ser estudiante de Argus? Consistió en una mezcla de estos y otros factores. Trinity y Esaú, por un lado, debían cumplir sus juramentos con él y en el único lugar donde tenían disponibilidad apropiada para entrenarlo era en el palacio.

   Pero otro de los mayores causantes fue Cyan.

   El chico estaba cambiando demasiado y añoraba no ser un simple accesorio o un espectador del crecimiento de Kyogan. En su rostro siempre había una pregunta: «¿Y yo qué hago? ¿Y yo quién seré?»

   Los niños habían escuchado de los cuatro palacios antes de conocer a Trinity. Cyan había anhelado, aunque por un tiempo efímero, ser un estudiante de la escuela del norte, aunque se conformaba con Argus, del este. Soñaba con ser un «Rastreador histórico», no solo porque le llamaba la atención las culturas escondidas y repartidas a lo largo del mundo, especialmente las que vivían ajenas al yugo de los imperios, sino porque deseaba rastrear la verdad, y encontrar una persona que había perdido cuando tenía cinco años.

   Aunque siempre decía que esto no tenía importancia, aunque siempre intentaba excluirse, Kyogan sabía que el anhelo aún latía.

   Fue así que el propio Kyogan exigió una matrícula para entrar a Argus, primero para su hermano. Trinity le dijo en respuesta:

   —Tenemos que ayudarnos aún más para confiar mutuamente.

   »Sí, estamos evaluando la posibilidad de que entres a Argus, pero para ello necesito un pacto, Kyogan, y deberás aceptar una cirugía para que te quite el relicario del pecho, porque te está haciendo daño.

   Darien, por su parte, añadió:

  —Si te descubren, Kyogan, las únicas vidas que realmente estarán en riesgo serán la tuya y la de Cyan, porque la palabra de un mago no vale por si pretendes culpabilizarnos de algo. Además, no hay registros y pruebas fehacientes que demuestren que nosotros sabíamos tu verdad, más allá de aquellas relaciones supuestamente estrechas que hemos demostrado en el palacio, las cuales son insuficientes. Créeme, yo sé usar las leyes a mi favor.

   »Que te quede claro esto: nosotros te negaremos y la condición mental de Dyan actuará de nuestro lado.

  »Y por último, esta será tu última exigencia.

   Después de considerar las palabras del profesor, Kyogan aceptó que el relicario le fuese extraído, pero bajo ninguna circunstancia quiso ser dormido como una cirugía de ese calibre lo requería; solo aceptó anestesia local. Así, a carne casi viva, ahogó los gritos hasta que el proceso finalizó. 

   Varias cosas cambiaron cuando el relicario se separó de él: algo en su cabeza se volvió más vacío y curiosamente el castillo que ocultaba la aldea donde vivía desapareció.

   A la edad de once años, Cyan entró a Argus como estudiante y Kyogan como un protegido de Trinity. Se les dijo a todos que Trinity había hallado un lazo con el pequeño porque ambos compartían raza, así ella fuese mestiza. Se dijo también que los niños eran huérfanos debido a la guerra que ocasionaron los trece magos hacía casi cuatro años. Había muchos niños sin padres gracias a este hecho, y los cuatro palacios, aún conectados con los principios divinos, otorgaron becas mientras el talento fuese demostrado. Cyan y Kyogan empezaron a estudiar sin costo, pero Cyan se vio obligado a trabajar pues las becas pagaban lo justo, también porque no deseaba abusar de los adultos y porque a su hermano le costaba demasiado recibir bienes de la mano de otro.

   Hubo muchos conflictos y peleas en un inicio: Kyogan defendió a puño limpio a su hermano en más de una ocasión porque hubo uno que otro imbécil molestándolo por ser huérfano becado y por tener una personalidad «oscura y densa.»

   Al mismo tiempo Kyogan seguía demostrando un control mágico magistral, pero percibir tantas emociones y pensamientos, así fuesen superficiales, lo terminó trastornando más de lo que ya estaba, y más porque su afinidad con la oscuridad agudizaba su mirada hacia lo malo. Entonces Trinity lo presionó hasta que logró sellarle las magias etéreas. Solo así pudo ser alumno de Argus, a la edad de diez años, aunque repitió un curso por inconvenientes, viéndose obligado a estar con compañeros un año menor que él.

   Kyogan no solo odiaba a sus compañeros por lo que trasmitían, también por lo que demostraban. Muchos se quejaban por no tener novia, o porque mamá y papá no les daban dinero suficiente para cumplir con sus caprichos. ¿Eso les dolía? En cambio él tuvo que luchar contra titanes para vivir un día más.

   Pero también había otra razón detrás de estos oscuros sentimientos. Las magias le ayudaban a confirmar que lo demás estorbaban y que no lo dejaban percibir el castillo con claridad para entender lo que trasmitía junto al valle.

   De esto se trató la vida de Kyogan. Así creció, así se adaptó y deformó a la vez, confiando en los Guardianes del Albor solo por encima.

   ¿Cuándo confiaría como una persona normal? La pregunta aún persistía en el ambiente del día presente, pero tal vez habría un cambio gracias a Shinryu.

   Y otro definitivo si se descubre qué lo llevó a ser así.

   ¿Y por qué nació con la totalidad mágica? Aún se investiga, pero la respuesta yace dentro de él mismo, pues una vez aprenda a entenderse con todas las magias, especialmente con exodus, podrá preguntárselo a ellas de manera directa.

   —Todos esperamos que llegue ese día, cuando mi hermano nos explique por qué nació con las doce magias —le dijo Cyan a Shinryu.

   Shinryu terminó de escuchar el relato de Cyan con lágrimas cayendo por sus mejillas y alrededor de los labios.

   «Doce, doce, doce», repetía en su mente. «Doce». Había escuchado muchas veces esa palabra antes, ¿cierto? Y ahora en este relato. Pero ¿por qué no podía recordarlo con exactitud? Pese a todo estaba seguro de que mamá se la había dicho.

   Abrumado por el coctel de revelaciones, con las manos localizadas en el vientre, caminó hacia los lados sintiendo que se iba a deshacer. 

   Pero finalmente comprendió todo.

   Kyogan era el doce y él, pequeño y aun obsoleto, estaba ahora involucrado con sus propósitos, arrastrado por el destino a relacionarse con el mago más único de la historia, incluso más único que su propia madre.

    «Él es el todo y el nada», le había susurrado mamá una vez. 

   ¿Se refería a Kyogan? ¿Entonces mamá... conocía al mago desde hacía mucho tiempo?

    «Dioses divinos, ¿qué significa todo esto?», se preguntó. Y dicha pregunta lo acompañaría hasta ser resuelta. 

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